Invierno de 1959

Último invierno de los años cincuenta: ahí comienza mi propia historia. La historia de Mirja en la finca de Åludden, y de Torun y sus cuadros de tormentas de nieve.

Cuando llegué a los faros tenía dieciséis años y era huérfana de padre. Pero tenía a Torun. Me había enseñado una cosa que todas las chicas deberían aprender: a no depender nunca de los hombres.

MIRJA RAMBE

Los dos hombres que mi artística madre odiaba más eran Stalin y Hitler. Había nacido un par de años antes de la Primera Guerra Mundial y creció en Bondegatan, Estocolmo, pero era inquieta por naturaleza y quería conocer mundo. Le gustaba pintar, y a comienzos de los años treinta se fue, primero a la escuela de arte de Gotemburgo, y luego a París, donde la gente, según ella, la confundía constantemente con Greta Garbo. Sus cuadros despertaron cierto interés, pero al estallar la guerra quiso regresar a Suecia, y lo hizo vía Copenhague. Allí conoció a un artista danés, con quien tuvo tiempo de vivir un rápido idilio antes de que los soldados de Hitler irrumpieran en las calles de la ciudad.

Al llegar a Suecia, Torun descubrió que estaba embarazada. Según me contó le envió varias cartas al futuro padre, mi papá danés. Quizá fuera cierto. Fuera como fuese él nunca dio señales de vida.

Nací el invierno de 1941, cuando el miedo se extendía por el mundo. En aquella época, Torun vivía en un Estocolmo a oscuras, donde todo estaba racionado. Se mudaba de un alojamiento para madres solteras a otro, cuchitriles que alquilaban por poco dinero estrictas señoras, y se mantenía limpiando casas de postín de Östermalm. No tenía tiempo ni dinero para pintar.

No debió de ser fácil. Sé que no lo fue.

Cuando empecé a oír susurrar a los muertos en el establo de Åludden no me asusté. Había pasado por cosas peores en Estocolmo.

Un día de verano, después de la guerra, cuando tengo siete u ocho años, me cuesta orinar. Siento un dolor terrible. Torun dice que me he bañado demasiado y me lleva a la consulta de un médico barbudo en una de las calles más anchas de Estocolmo. Es una buena persona, dice mamá. Atiende a los niños casi gratis.

El médico me saluda amablemente. Es viejo, por lo menos debe de tener cincuenta años, y lleva una bata arrugada. Huele a licor.

Tengo que entrar y tumbarme de espaldas en un cuarto especial de la consulta, en el que también flota un penetrante olor a alcohol, y el médico cierra la puerta.

—Desabróchate la falda —dice—. Levántatela y relájate.

Estoy sola con él, que se demora tocándome, hasta que al final consigue satisfacerse.

—Si se lo cuentas a alguien, te internarán —dice, y me acaricia la cabeza.

Se vuelve a abrochar la bata. Luego me da una reluciente moneda de una corona y salimos a la sala de espera, donde está Torun: me tiemblan las piernas y me siento aún más enferma, pero el médico dice que no me pasa nada preocupante. Soy una niña muy buena y me recetará la medicina adecuada.

Mamá se enfada cuando me niego a tomar las pastillas que nos da.

A comienzos de los años cincuenta, Torun me lleva a Öland. Es uno de sus raptos de inspiración. No creo que tuviera ningún lazo con la isla, pero al igual que cuando viajó a París, busca un entorno artístico. Öland es conocida por su luz, y por los pintores que han conseguido captarla. Mamá parlotea sobre Nils Kreuger, Gottfrid Kallstenius y Per Ekström.

Yo me alegro de abandonar la ciudad donde vive el viejo médico.

Llegamos a Borgholm en ferry. Llevamos todas nuestras pertenencias en tres maletas, además de un paquete con los lienzos y pinturas de Torun. Borgholm es una ciudad pequeña y bonita, pero mamá no se siente a gusto allí. La gente le parece estirada y arrogante. Además, es mucho más barato vivir en el campo, así que, después de un año, nos volvemos a mudar, a una casa roja en Rörby, donde tenemos que dormir con tres mantas, pues siempre hace frío y hay corrientes de aire.

Empiezo a ir a la escuela. Allí a todos los niños les parece que hablo el afectado lenguaje de la capital. Yo no les digo lo que pienso de su dialecto, pero tampoco hago amigos.

Al poco de mudarnos al campo, comienzo a pintar de verdad, dibujo figuras blancas con bocas rojas y Torun cree que son ángeles, pero yo sé que es el médico y su boca babosa.

Cuando nací, Hitler era el mayor canalla, pero crezco aterrorizada por Stalin y la Unión Soviética. Si los rusos quisieran, podrían conquistar Suecia con sus aviones en solo cuatro horas, me cuenta mamá. Primero ocuparían Gotland y Öland, luego el resto del país.

Pero para mí, que soy pequeña, cuatro horas es mucho tiempo, y no paro de darle vueltas a lo que haría durante esas últimas horas de libertad. Si llegara la noticia de que los aviones soviéticos estaban en camino, saldría disparada a la tienda de Rörby y me comería todo el chocolate que pudiera, vaciaría el almacén, y luego cogería ceras, papel y acuarelas y volvería corriendo a casa. Después de eso, podría soportar vivir como comunista el resto de mi vida, siempre que me dejaran seguir pintando.

Vamos de un lado a otro, alquilamos habitaciones en diferentes granjas, y todas las habitaciones en las que nos alojamos apestan a óleo y trementina. Torun se gana la vida limpiando, pero pinta cuadros durante su tiempo libre: sale con su caballete y pinta y pinta.

El otoño de 1959 volvemos a mudarnos, a un lugar todavía más barato. Está junto a una casa de más de cien años de antigüedad en Åludden. Nuestro alojamiento es una cabaña de piedra caliza y paredes encaladas. Fresca y agradable durante los cálidos días del verano, pero gélida el resto del año.

Al enterarme de que vamos a vivir cerca de un faro, la cabeza se me llena de imágenes mágicas. Oscuras noches de tormenta, barcos en peligro en el mar y heroicos fareros.

Torun y yo nos mudamos un día gris de octubre y yo siento un rechazo inmediato. Åludden es un sitio frío y ventoso. Pasear ante la gran casa de madera es como caminar por el patio de un castillo abandonado.

Los sueños no se hacen realidad. Los fareros han abandonado Åludden y solo vienen de visita un par de veces al año; el faro es eléctrico desde después de la guerra y fue automatizado diez años después. Hay un viejo encargado. Se llama Ragnar Davidsson, y se pasea por allí como si fuera el dueño.

Un par de meses después de habernos mudado, asisto a mi primera tormenta de nieve; y al mismo tiempo estoy a punto de quedarme huérfana.

Estamos a mediados de diciembre, y al volver a casa del colegio Torun no está. Tampoco encuentro uno de sus caballetes ni el maletín de las pinturas. Anochece, empieza a nevar y el viento del mar arrecia.

Torun no regresa. Primero me enfado con ella, luego empiezo a asustarme. Nunca había visto tantos remolinos de nieve por la ventana. Los copos no caen, sino que surcan el aire. El viento sacude los cristales.

Al fin, media hora después de que empezara la tormenta, una pequeña figura se acerca abriéndose paso trabajosamente entre los montones de nieve del patio.

Me apresuro a salir, sujeto a Torun antes de que se desplome y la ayudo a llegar hasta la estufa.

El maletín de las pinturas cuelga de su hombro, pero la tormenta se ha llevado el caballete. Tiene los ojos hinchados; le han entrado granos de arena mezclados con hielo y apenas puede ver. Le quito la ropa empapada; está helada.

Estaba pintando al otro lado de la ciénaga cuando las nubes se cerraron y llegó la tormenta. Ha intentado tomar un atajo entre los montículos de hierba y la fina capa de hielo del suelo, pero se ha hundido en el agua y ha tenido que luchar para alcanzar la orilla. Susurra:

—Los muertos salían de la ciénaga…, muchos, intentaban arañarme, desgarraban y tiraban…, estaban fríos, muy fríos. Querían mi calor.

Mi madre delira. Consigo que beba té y la acuesto.

Duerme más de doce horas seguidas. Yo me quedo junto a la ventana y veo cómo la nevasca va amainando a lo largo de la noche.

Cuando Torun se despierta, sigue hablando de los muertos que se agitaban en la ciénaga.

Tiene los ojos irritados e inyectados de sangre, pero a la noche siguiente se sienta de nuevo frente a un lienzo y se pone a pintar.