Había comenzado un nuevo mes, el mes de Navidad, y era viernes por la tarde. Joakim había subido al helado altillo del establo y ahora se hallaba frente a la pared con los nombres de los muertos. En las manos sostenía un martillo y un escoplo recién afilado.
Subía allí una hora antes de ir a buscar a Livia y a Gabriel, cuando el sol se ponía y las sombras se apoderaban del patio. Era una especie de recompensa que se concedía a sí mismo cuando el trabajo de la reforma iba bien.
A pesar del frío, sentarse allí arriba en medio del silencio lo tranquilizaba. Le gustaba estudiar los nombres grabados en la pared. Leía una y otra vez el nombre de Katrine como si fuera un mantra.
Al tiempo que se aprendía muchos de los nombres de memoria, la propia pared, con sus nudos y anillos, empezó a resultarle familiar. A la izquierda, en el rincón, una de las vigas del medio de la pared tenía una profunda hendidura que llamó la atención de Joakim.
Al acercarse, observó que la madera se había resquebrajado a lo largo de uno de sus anillos. Luego, la fisura se había agrandado hacia abajo formando una línea diagonal. Al posar la mano en ella, la viga crujió y cedió.
Joakim decidió volver al altillo con las herramientas.
Colocó el escoplo en la hendidura, golpeó con el martillo y vio cómo el hierro afilado traspasaba la madera.
Apenas necesitó una docena de martillazos para que el extremo de la viga saltara. Al hacerlo cayó hacia el interior y el ruido sordo de la caída le indicó a Joakim que el suelo de madera proseguía al otro lado de la pared. Pero no alcanzaba a ver lo que había allí dentro.
Cuando se agachó para mirar por el agujero de unos centímetros de ancho, lo asaltó un olor familiar que le obligó a cerrar los ojos y apoyarse contra la pared.
Era el olor de Katrine.
Se puso de rodillas e introdujo la mano izquierda en la abertura. Primero los dedos, luego la muñeca y al final todo el brazo. Tanteó sin encontrar nada.
Pero al retirar la mano, sus dedos se toparon con algo blando.
Parecía una tela áspera: como unos pantalones o una chaqueta.
Joakim apartó el brazo enseguida.
En ese momento le llegó un ruido sordo procedente del exterior, y vio el reflejo de una luz en las ventanas heladas del establo. Un coche entraba en el jardín.
Lanzó un último vistazo a la abertura de la pared y luego se dirigió a la escalera y bajó del altillo.
En el jardín, la luz del coche lo deslumbró. Oyó una puerta cerrarse.
—¡Hola, Joakim!
Era una voz enérgica y conocida. Marianne, la directora de la guardería.
—¿Ha pasado algo? —preguntó.
Le lanzó una mirada desconcertada y luego se levantó la manga izquierda de la chaqueta para mirar el reloj. A la claridad de la luz del coche vio que ya eran las cinco y media.
La guardería cerraba a las cinco. Se había olvidado de ir a buscar a Gabriel y a Livia.
—Se me ha pasado… Me he olvidado del tiempo.
—No importa —dijo Marianne—. Tenía miedo de que hubiera sucedido algo. He llamado por teléfono, pero nadie ha contestado.
—Sí, estaba…, estaba en el establo trabajando.
—Esas cosas pasan —contestó la mujer, y sonrió.
—Gracias —dijo Joakim—. Gracias por traerlos a casa.
—No tiene importancia, vivo en Rörby. —Marianne se despidió con la mano y regresó al coche—. Hasta el lunes.
Después de que la mujer abandonara el jardín marcha atrás, Joakim se dirigió avergonzado hacia el recibidor. Oyó voces en la cocina.
Livia y Gabriel ya se habían quitado las botas y los abrigos, que estaban tirados por el suelo. Los niños se hallaban sentados a la mesa de la cocina y compartían una mandarina.
—Papá, te has olvidado de recogernos —dijo Livia en cuanto él traspasó el umbral.
—Lo sé —respondió en voz baja.
—Marianne nos ha traído.
No sonaba enfadada, más bien sorprendida por el cambio de rutina.
—Lo sé —dijo—. No era mi intención.
Gabriel comía los gajos de mandarina ajeno al suceso, pero Livia le dirigió una intensa mirada.
—Vamos a cenar —dijo Joakim, y se encaminó a toda prisa a la despensa.
La pasta con salsa de atún era un plato favorito de los niños, así que hirvió el agua y calentó la salsa. De vez en cuando miraba de reojo por la ventana de la cocina.
El establo se alzaba como un castillo negro al otro lado del patio.
Guardaba secretos. Una habitación oculta sin puerta.
Una habitación que durante un instante había estado repleta del olor de Katrine. Joakim estaba seguro de haberlo percibido; el aroma había fluido por el agujero de la pared y no había podido resistirlo.
Quería entrar en la habitación, pero la única manera sería cortando los gruesos tablones con una sierra. Y de ese modo destruiría los nombres grabados en ellos, algo que Joakim nunca haría. Sentía demasiado respeto por los muertos.
Cuando la temperatura descendió por debajo de cero grados, el frío también empezó a colarse en la casa. Joakim confiaba en los radiadores y las chimeneas de la planta baja, pero había corrientes de aire a ras del suelo y también en alguna ventana. Los días de viento, buscaba esas corrientes por suelos y paredes, y luego las aislaba desprendiendo parte del panel exterior e introduciendo estopa prensada entre la madera.
El primer fin de semana de diciembre, la temperatura se mantuvo alrededor de los cinco grados bajo cero mientras hubo sol, pero por la tarde descendió hasta los diez bajo cero.
El domingo por la mañana, Joakim miró por la ventana y vio que el mar tenía una capa de hielo. Cubría más de un centenar de metros. Debía de haberse formado durante la noche, junto a la playa, y luego se había extendido lentamente alrededor de los cabos hasta mar adentro.
—Dentro de poco podremos ir caminando hasta Gotland por el agua —les dijo a los niños, que estaban sentados a la mesa del desayuno.
—¿Qué es Gotland? —preguntó Gabriel.
—Es una isla muy grande del mar Báltico.
—¿Y podemos ir caminando hasta allí? —inquirió Livia.
—No, era una broma —aclaró Joakim enseguida—. Está demasiado lejos.
—Pero ¡yo quiero ir!
No se podía bromear con una niña de seis años: se lo tomaba todo al pie de la letra. Joakim miró por la ventana y le vino a la cabeza la imagen de Livia y Gabriel caminando sobre aquel hielo negro, alejándose más y más. Luego el hielo se partía de pronto, se abría un gran agujero y desaparecían…
Se dio la vuelta hacia su hija.
—Gabriel y tú no debéis ir al hielo. Jamás. Nunca se sabe si va a romper.
Por la tarde, Joakim llamó a sus vecinos de Estocolmo, Lisa y Michael Hesslin. No había sabido nada de ellos desde la noche en que abandonaron Åludden.
—Hola, Joakim —saludó Michael—. ¿Estás en Estocolmo?
—No, seguimos en Öland. ¿Qué tal estáis?
—Bien. Me alegro de oírte.
Sin embargo, Joakim notó que Michael sonaba distinto. Quizá se sentía avergonzado por lo ocurrido la última vez que se vieron.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó—. ¿Qué tal la empresa?
—Perfectamente —respondió Michael—. Con muchos proyectos emocionantes. Antes de Navidad siempre hay mucho jaleo.
—Bueno…, solo quería saber cómo estabais. Tuvimos una despedida un poco precipitada la última vez que nos vimos.
—Sí —convino el otro, y dudó antes de proseguir—. Lo siento. No sé qué pasó. Me desperté en mitad de la noche y no pude volver a dormirme.
Guardó silencio.
—Lisa me contó que habías tenido una pesadilla —apuntó Joakim—. Que soñaste que había alguien junto a la cama.
—¿Eso dijo? Bueno, no lo recuerdo.
—¿No recuerdas a quién viste?
—No.
—Yo nunca he visto nada raro aquí, en la casa —dijo él—, aunque a veces he sentido cosas. Y en el altillo del establo he encontrado una pared donde la gente ha…
—¿Qué tal las reformas? —lo cortó Michael—. ¿Cómo van?
—¿Qué?
—¿Has acabado de empapelar?
—No…, aún no.
Joakim perdió el hilo, pero comprendió que Michael no tenía ganas de comentar sensaciones raras o sueños inquietantes. Fuera lo que fuese lo que había sentido esa noche, había aislado ese recuerdo a cal y canto.
—¿Qué haréis en Navidad? —le preguntó Joakim, cambiando de tema—. ¿Lo celebraréis en casa?
—Seguramente iremos al campo —contestó el otro—. Pero pasaremos el Año Nuevo aquí, en casa.
—Entonces quizá nos veamos.
La conversación no duró mucho más. Cuando Joakim colgó, miró por la ventana, hacia la tenue capa de hielo que cubría el mar y la playa desierta. Ante esa gélida desolación casi echó de menos las abarrotadas calles de Estocolmo.
—Hay una habitación secreta en la finca —le dijo Joakim a Mirja Rambe—. Una habitación sin puerta.
—¿Sí? ¿Dónde?
—En el altillo del heno. Es grande…, he medido a pasos el establo, y la superficie del piso superior acaba casi cuatro metros antes que la pared exterior. —Miró a Mirja—. ¿No lo sabías?
Ella negó con la cabeza.
—Ya tengo suficiente con esa pared llena de nombres. Eso ya es lo bastante emocionante.
Mirja se inclinó hacia delante en el gran sofá y le sirvió café humeante. Luego cogió una botella de vodka y preguntó:
—¿Quieres un poco en el café?
—No, gracias. No bebo alcohol y…
Ella esbozó una sonrisa.
—Entonces, yo tomaré mi ración —dijo, y se sirvió de la botella.
Mirja vivía en un amplio piso junto a la catedral de Kalmar y esa tarde había invitado a la familia a cenar.
Livia y Gabriel pudieron conocer por fin a su abuela. Cuando entraron en el recibidor, ambos guardaron silencio y permanecieron a la expectativa; Livia observó con desconfianza una estatua de mármol situada en un rincón, que representaba el torso desnudo de un hombre. Tardó un momento antes de empezar a hablar. Había llevado consigo a Foreman y dos ositos de peluche y le presentó los tres a su abuela. Esta los condujo a su estudio, donde había pinturas de Öland acabadas y a medio terminar en las paredes. Todas representaban una llanura florida bajo un despejado cielo azul.
Tratándose de alguien que apenas se había preocupado por sus nietos hasta ese momento, Mirja les mostró un inusitado interés. Después de comer koppkakor intentó convencer a Gabriel para que se sentara en su regazo, y al fin lo consiguió, aunque el niño apenas permaneció unos minutos con ella antes de salir corriendo detrás de Livia, para ver el programa infantil en el cuarto de la televisión.
—Nos hemos quedado solos con el café —comentó Mirja, y se sentó en el sofá del salón.
—Está bien —respondió Joakim.
En las paredes de toda la casa había cuadros de ella, pero en el salón tenía dos de la tormenta de nieve pintados por su madre, Torun. Ambos mostraban la ventisca que se aproximaba a la costa como una negra cortina a punto de caer sobre los dos faros. Al igual que el cuadro de Åludden, esas dos pinturas de invierno irradiaban ocultas amenazas y malos presagios.
Joakim buscó en vano por el apartamento algún rastro del gusto de Katrine. Ella siempre prefería los espacios luminosos y limpios, en cambio su madre había decorado la estancia con papel pintado y cortinas oscuros, alfombras persas y un tresillo de cuero negro.
Mirja no tenía ninguna fotografía de su hija muerta ni de las hermanastras de esta. En cambio, tenía retratos de varios tamaños de sí misma y de un joven quizá veinte años menor que ella, con perilla y el pelo alborotado.
Vio que Joakim clavaba la vista en las fotografías y asintió con la cabeza mirando la del hombre.
—Ulf —dijo—. Juega al bandy, no sé si lo conoces.
—¿Así que sois pareja? —inquirió Joakim—. ¿El jugador de bandy y tú?
Una pregunta más bien tonta. Mirja sonrió.
—¿Te molesta?
Él negó con la cabeza
—Bien, porque a muchos sí que les molesta —respondió ella—. Seguro que a Katrine no le gustaba, aunque nunca dijo nada. Se supone que las mujeres mayores no pueden tener vida sexual. Pero no parece que a Ulf le importe y yo no me quejo en absoluto.
—No, más bien pareces orgullosa —señaló Joakim.
Mirja se rio.
—El amor es ciego, dicen.
Bebió un sorbo de café y encendió un cigarrillo.
—Una policía de Marnäs quiere seguir con la investigación —comentó él al cabo de un rato—. Me ha llamado un par de veces.
No necesitó explicarle de qué investigación se trataba.
—Bueno —dijo Mirja—, no está mal que lo haga.
—No si nos proporciona más respuestas. Pero, en cualquier caso, Katrine no volverá.
—Yo sé por qué se ahogó —soltó entonces Mirja, y le dio una calada al cigarrillo.
Joakim alzó la vista.
—¿Lo sabes?
—Fue la casa.
—¿La casa?
Su suegra rio brevemente, pero no sonrió.
—Esa casa del diablo está repleta de desgracias —dijo—. Ha destrozado la vida de todas las familias que han vivido en ella.
Joakim la miró sorprendido.
—No se puede culpar a la casa del accidente.
Mirja apagó el cigarrillo.
Él cambió de tema.
—La semana que viene vendrá a verme un jubilado que sabe mucho de Åludden. Se llama Gerlof Davidsson. ¿Lo conoces?
Ella negó con la cabeza.
—Pero creo que su hermano era vecino de la casa —dijo—. Ragnar. A él sí lo conocí.
—Gerlof me contará historias de Åludden.
—Yo también puedo hacerlo, si es que tienes tanta curiosidad.
Mirja dio un nuevo sorbo a su taza de café. A Joakim le pareció que empezaban a vidriársele los ojos a causa del alcohol.
—¿Cómo fuisteis a parar a Åludden tu madre y tú? —preguntó.
—El alquiler era barato —respondió Mirja—. Eso para mamá era lo más importante. Con el dinero que ganaba limpiando compraba lienzos y óleos y siempre íbamos justas. Así que nuestras casas estaban acordes con nuestro nivel de ingresos.
—¿Ya entonces la casa estaba tan deteriorada?
—Empezaba a estarlo —contestó ella—. Entonces, Åludden aún pertenecía al Estado, creo, pero se la habían alquilado por poco dinero a alguien de la isla…, un campesino que no se gastó ni una corona en restaurarla. Mamá y yo éramos las únicas que queríamos vivir en la cabaña durante el invierno.
Bebió café.
Los niños reían en el cuarto de la televisión. Joakim se quedó pensativo un instante y luego preguntó:
—¿Habló Katrine alguna vez contigo de Ethel?
—No —contestó Mirja—. ¿Quién es?
—Era mi hermana mayor. Murió el año pasado. Era adicta.
—¿Al alcohol?
—A las drogas —dijo él—. Toda clase de drogas, pero en los últimos años sobre todo a la heroína.
—Yo nunca he tomado demasiadas drogas —comentó ella—. Pero estoy de acuerdo con personas como Huxley y Tim Leary…
—¿En qué? —preguntó Joakim.
—Las drogas pueden abrir puertas a la mente. Sobre todo a nosotros, los artistas.
Él la miró de hito en hito. Pensó en la mirada perdida de Ethel y comprendió por qué Katrine nunca le había hablado de ella a su madre.
Luego apuró su café y miró el reloj, que marcaba las ocho y cuarto.
—Tenemos que volver a casa.
—¿Qué os ha parecido la abuela? —preguntó Joakim en el coche, cuando regresaban a casa por el puente de Öland.
—Ha sido buena con nosotros —respondió Livia.
—Bien.
—¿Volveremos a verla? —quiso saber la niña.
—Quizá —dijo Joakim—. Dentro de un tiempo.
Decidió no pensar más en Mirja Rambe.