Un viernes por la tarde a finales de noviembre.
La gran casa parroquial de Hagelby tenía casi doscientos años y se encontraba al final de un camino forestal, a medio kilómetro del pueblo. El edificio ya no pertenecía a la Iglesia sueca; Henrik sabía que había sido adquirida por una pareja de médicos jubilados procedentes de Emmaboda.
Henrik y los hermanos Serelius aparcaron la furgoneta en una arboleda junto a la carretera nacional. Cogieron sus mochilas y algunas herramientas y dejaron el resto en el vehículo, junto a un amplio espacio para colocar el botín. Antes de adentrarse en el bosque, al pasar el muro de piedra de la iglesia y el cementerio, cada uno se introdujo en la boca una dosis de cristal, que tragaron con cerveza.
Henrik había bebido demasiada cerveza; esa noche tenía los nervios de punta. Era culpa de aquel jodido tablero: la güija de los hermanos Serelius.
A las once habían realizado una rápida sesión en la cocina de Henrik. Él apagó la luz cenital y Freddy encendió unas velas.
Tommy posó el índice en el vaso.
—¿Hay alguien ahí?
El vaso comenzó a moverse en el acto. Fue a parar a la palabra SÍ. Tommy se inclinó hacia delante.
—¿Aleister?
El vaso siguió deslizándose hacia la letra A, después la L…
—Está aquí —dijo Tommy en voz baja.
Pero el vaso continuó hasta la G, luego a la O y a la T. A continuación se detuvo.
—¿Algot? —preguntó Tommy—. ¿Quién diablos es ese?
Henrik se quedó de piedra. El vaso se desplazó de nuevo sobre el tablero, y él alcanzó rápidamente un papel y comenzó a anotar las letras que señalaba.
«ALGOT ALGOT NO BUENO HENRIK SOLO NO BUENO VIVIR NO BUENO NO HENRIK NO».
Dejó de escribir.
—No puedo más —dijo, y apartó el papel.
Tomó aliento y se levantó, encendió la luz y resopló.
Tommy apartó el dedo del vaso y lo observó.
—De acuerdo, tranquilízate —dijo—. El tablero es solo una ayuda… Venga, vámonos.
Eran las doce y media cuando por fin llegaron a la casa parroquial. El cielo estaba nublado y el edificio a oscuras.
Henrik aún pensaba en el mensaje del tablero. ¿Algot? Su abuelo se llamaba Algot.
—¿Habrá alguien en la casa? —susurró Tommy entre las sombras de unos abedules, en la parte inferior del jardín.
Al igual que Freddy y Henrik, se había puesto el pasamontañas.
Henrik se estremeció. Tenía que espabilarse, concentrarse en el trabajo.
—Seguro que sí —dijo—. Pero estarán durmiendo en el piso de arriba. Allí, donde las ventanas están abiertas.
Señaló hacia una de las habitaciones esquineras.
—Bien, entonces manos a la obra —dijo Tommy—. Hubba bubba.
Fue el primero en adentrarse en el sendero y subir la escalera del porche. Luego se inclinó y estudió la cerradura con detenimiento.
—Parece muy sólida —le susurró a Henrik—. ¿Y si entramos por una ventana?
Él negó con la cabeza.
—Estamos en el campo —respondió entre susurros—. Y en una casa de jubilados… Mira.
Alargó la mano, cogió el pomo en silencio y abrió la puerta. No estaba cerrada con llave.
Tommy no dijo nada, apenas asintió, y fue el primero en cruzar el umbral. Henrik fue a seguirlo y, al darse la vuelta, vio a Freddy justo detrás.
Algo no iba bien: tres hombres dentro de la casa eran demasiados. Le indicó a Freddy que se quedara fuera, de guardia, pero este negó con la cabeza. A continuación, traspasó el umbral.
Tommy abrió la siguiente puerta, y desapareció en el interior. Henrik lo siguió.
Se encontraron en un amplio recibidor a oscuras. Allí dentro hacía calor; los jubilados eran una raza de frioleros, pensó Henrik, y siempre ponían la caldera al máximo.
El suelo estaba cubierto por una alfombra persa granate que silenciaba sus pasos y un enorme espejo con marco dorado colgaba de una de las paredes.
Henrik se detuvo. Una abultada cartera reposaba sobre la mesa de mármol, debajo del espejo. Alargó la mano con rapidez y se la guardó en el bolsillo del anorak.
Al levantar la vista, se vio reflejado de medio cuerpo; una figura encogida, con ropa tan oscura como el pasamontañas que le cubría la cabeza, y con una mochila a la espalda.
«Ladrón», pensó. Oyó la voz de su abuelo Algot en su cabeza. Era culpa del pasamontañas: cualquiera pareciera más peligroso con él.
En el recibidor había tres puertas, dos de ellas estaban entornadas. Tommy se detuvo delante de la del medio. Escuchó, negó con la cabeza y decidió abrir la de la derecha.
Henrik lo siguió. Oyó la respiración y los pesadas pasos de Freddy tras él.
La puerta daba a un salón: una estancia con varias mesitas de madera repletas de baratijas. Parecían objetos de poco valor, pero sobre una de ellas había un gran jarrón de cristal de Småland. Henrik lo metió en la mochila.
—¿Henke?
Tommy lo llamó en susurros desde el otro extremo del salón. Henrik vio que había abierto una cómoda, sacado los cajones y hecho un gran descubrimiento: hileras de cubiertos de plata y una docena de servilleteros de oro. Collares y broches, incluso varios fajos de billetes de cien, así como billetes extranjeros.
Un tesoro escondido.
Vaciaron la cómoda entre los dos sin decir nada. La cubertería tintineó débilmente, y Henrik cogió unas cuantas servilletas para amortiguar el ruido.
Las mochilas ya estaban repletas, y pesaban.
¿Algo más que pudiera cambiar de dueño?
Las paredes estaban cubiertas de cuadros, aunque eran demasiado grandes. Henrik vio un objeto alto y delgado ante una ventana. Se acercó.
Era una vieja lámpara de cristal y madera lacada, de unos treinta centímetros de alto y quince de ancho. Interesante. Si ningún perista la quería, quedaría bien en su apartamento. Enrolló un mantel alrededor de la lámpara y la metió en la mochila.
Ya tenían de sobra.
Al regresar al recibidor, no vio a Freddy. ¿Habría entrado en la casa?
Una puerta se entreabrió —era la de la cocina, y Henrik estaba tan seguro de que se trataba de Freddy que ni siquiera volvió la cabeza—, cuando de repente notó que Tommy contenía la respiración.
Henrik se volvió y vio un duende de pelo cano de pie en el umbral.
El hombre llevaba un pijama marrón y unas gruesas gafas.
«Joder. Nos han vuelto a pillar».
—¿Qué hacéis?
Un pregunta estúpida que no obtuvo respuesta. Pero Henrik vio a Tommy inmóvil a su lado, como un robot preparado para atacar.
—Voy a llamar a la policía —dijo el propietario.
—Shut up!
Tommy se puso manos a la obra. Le sacaba una cabeza al hombre y lo empujó al interior de la cocina.
—No moves! —gritó Tommy, dándole una patada.
El viejo perdió las gafas al tropezar en el umbral de la puerta y se cayó al suelo. Solo acertó a emitir un prolongado bufido.
Tommy lo siguió, armado con un objeto afilado. Un cuchillo o un destornillador.
—¡Ya vale!
Henrik se apresuró a frenar a Tommy, pero tropezó con una jarapa y pisó al anciano con la bota, en toda la mano. Se oyó un crujido.
—¡Venga, vámonos! —gritó alguien, quizá él mismo.
—¡Habla en inglés! —le espetó Tommy.
Mientras retrocedía, Henrik tropezó con la mesa de mármol del recibidor. El gran espejo cayó al suelo en una sucesión de choques. Diablos. Todo parecía tan borroso, intenso y espontáneo como en una pista de baile. La situación estaba fuera de control. ¿Y adónde diablos había ido Freddy?
Entonces oyó una voz más clara detrás de él.
—¡Marchaos de aquí!
Henrik se dio la vuelta. Vio a una mujer de pie junto al hombre caído. Era aún más menuda que él y parecía aterrada.
—¿Gunnar? —gritó, y se agachó—. ¡Gunnar, he llamado a la policía!
—¡Vámonos!
Henrik salió huyendo sin mirar si Tommy lo seguía o no. Freddy seguía desaparecido.
Salió al porche, a la noche.
Corrió por la hierba endurecida a causa de la helada, dobló la esquina de la casa y continuó en dirección al bosque. Pequeñas ramas le arañaron el rostro, la mochila le desollaba los hombros y no encontraba el sendero; sin embargo, siguió corriendo.
El pie se le enganchó en algo y de repente voló por los aires.
Las hojas mojadas y la tierra lo recibieron entre las sombras.
Se golpeó la cabeza con fuerza. La noche se tornó borrosa.
Se sentía realmente mal.
Cuando Henrik se despertó, empezó a gatear a cuatro patas. Avanzaba despacio, con la cabeza dolorida. Distinguió una sombra negra que crecía ante sus ojos: una pequeña cueva. Se metió en ella y se acurrucó. Lo perseguían, pero allí dentro estaría a salvo.
Pasaron varios minutos antes de que se le aclararan las ideas. Levantó la cabeza y miró alrededor.
Silencio. Oscuridad total. ¿Dónde diablos se había metido?
Sintió tierra bajo los dedos y comprendió que se había arrastrado hasta el interior de un viejo sótano recubierto de piedra, en el bosque de la casa parroquial. Era frío y húmedo.
Olía a hongos, a moho.
De pronto, se le ocurrió que se encontraba en un viejo cobertizo funerario. Un subterráneo, donde los muertos yacían a la espera de ser enterrados en el cementerio.
Un bicho de largas patas aterrizó de repente sobre su oreja. Una araña somnolienta. La apartó rápidamente con la mano.
Empezó a sentirse encerrado y salió de la cueva arrastrándose despacio. La mochila se le atascó en el techo, pero se puso de lado y se deslizó hasta el suelo congelado.
Aspiró el aire fresco de invierno.
Se puso en pie y caminó, alejándose de las luces que brillaban en la casa parroquial entre los árboles. Cuando llegó al muro del cementerio, supo que estaba en el camino correcto.
De repente, oyó cómo se cerraba la puerta de un coche. Escuchó.
Un motor arrancaba a lo lejos, en la oscuridad.
Aceleró el paso entre los árboles, salió a un ancho sendero y echó a correr. Los árboles se despejaron y divisó la furgoneta de los hermanos Serelius que salía al camino marcha atrás.
Se apresuró hacia ella y abrió la puerta lateral.
Freddy y Tommy volvieron enseguida la cabeza, antes de reconocerlo.
—¡Conduce!
Henrik entró y cerró la puerta. Resopló cuando el vehículo comenzó a rodar, y se recostó con el corazón desbocado.
—¿Dónde diablos te habías metido? —le preguntó Tommy por encima del hombro.
Respiró hondo y sujetó el volante con fuerza. La tensión de la cólera agarrotaba sus hombros.
—Me he perdido —respondió Henrik, y se quitó la mochila—. He tropezado con la raíz de un árbol.
Freddy se rio para sí.
—¡Yo he tenido que saltar por una ventana! —explicó—. He caído entre unos arbustos.
—Por lo menos, el botín ha valido la pena —dijo Tommy.
Henrik asintió, apretando los dientes. ¿Qué pasaría con el anciano al que Tommy había golpeado? No quería pensar en eso ahora.
—Conduce por la carretera del este —dijo—. Vamos al cobertizo.
—¿Por qué?
—La policía pasará por aquí esta noche —contestó—. Cuando atacan a alguien, vienen volando de Kalmar… No quiero encontrármelos en la carretera nacional.
Tommy suspiró, aunque tomó la salida hacia la carretera de la costa.
Descargar el botín y esconderlo en el cobertizo les llevó apenas media hora, aunque la emoción había valido la pena. Al regresar a la furgoneta, en la mochila de Henrik ya solo quedaban los billetes y la vieja lámpara.
Dieron un rodeo por la carretera de la costa para regresar a Borgholm, pero no se cruzaron con ningún policía. A las afueras de la ciudad, Tommy atropelló un gato o un conejo, pero en esa ocasión estaba demasiado cansado para alegrarse.
—Paremos por hoy —dijo Tommy cuando entraron en las calles iluminadas de la ciudad—. Nos merecemos un descanso.
Llegaron al barrio de Henrik. Eran las tres y cuarto.
—De acuerdo —dijo este lacónico, y abrió la puerta—. Además tenemos que contar el dinero.
No iba a olvidar que los hermanos Serelius habían estado a punto de abandonarlo en el bosque.
—Te llamaremos —dijo Tommy a través de la ventanilla bajada.
Él asintió y se dirigió a su casa.
Una vez allí se miró y se dio cuenta de lo sucio que estaba. El anorak y los vaqueros tenían manchas negras de tierra. Los tiró al cesto de la ropa sucia y bebió un vaso de leche mirando ausente a través de la ventana.
Sus recuerdos de la casa parroquial eran borrosos y no deseaba avivarlos. Por desgracia, la imagen más nítida era la mano del anciano que él había aplastado con la bota. No lo había hecho a propósito, pero…
Apagó la luz y se acostó.
Le resultó difícil conciliar el sueño; le dolía la frente y tenía los nervios de punta, pero finalmente se sumió en la bruma en algún momento cerca de las cuatro.
Un débil golpeteo le despertó un par de horas más tarde.
Oía repicar contra cristal. Luego silencio.
Levantó la cabeza de la almohada y, desconcertado, escrutó la habitación en penumbra.
Oyó de nuevo el vago repiqueteo. El ruido parecía proceder del recibidor.
Abandonó el calor de la cama y se adentró en las sombras tambaleándose y aplicando el oído.
El sonido provenía de la mochila. Tres golpecitos y silencio. Luego otro par de golpes.
Se agachó y abrió la cremallera de la mochila. Dentro tenía la vieja lámpara de la casa parroquial, aún envuelta en el mantel.
Henrik la sacó.
Supuso que la madera se habría enfriado en la furgoneta, y que ahora se calentaba de nuevo. Esa era la razón del ruido y los crujidos.
Colocó la lámpara sobre la mesa de la cocina, cerró la puerta y se acostó de nuevo.
De vez en cuando, le llegaban débiles golpecitos desde la cocina. Resultaban tan irritantes como el goteo de un grifo, pero Henrik estaba tan cansado que aun así acabó durmiéndose.