11

Y pasaron los días.

Aunque nunca lo mencionaran, Livia y Gabriel parecían creer que su madre tan solo estaba de viaje y pronto regresaría. Eso no estaba bien, pero al mismo tiempo, el propio Joakim casi había empezado a creer en ello.

Katrine se había ido de vacaciones, y quizá aún podría volver a la finca.

El día siguiente a la visita de los policías estaba en la cocina y miraba por la ventana. En aquella mañana de noviembre, no se veía ninguna ave migratoria; solo unas cuantas gaviotas perdidas volaban en círculos sobre el mar.

Un par de horas antes había llevado a sus hijos a la guardería de Marnäs y después había decidido ir a comprar comida. Entró en la tienda de la plaza, pero se quedó paralizado.

Había tantos productos, tantos anuncios.

Un cartel junto al mostrador de la carne parecía ofrecer «CARNE MACHACADA, SOLO 79,90 KILO».

¿Machacada? Tenía que haber leído mal, pero le dio miedo acercarse y descubrir lo que el cartel decía en realidad. Retrocedió despacio y se fue de la tienda.

No tenía fuerzas para comprar comida.

Regresó a la casa. Al entrar lo envolvió un silencio sepulcral; se quitó el abrigo. Después, se quedó junto a la ventana. No tenía otro plan, solo permanecer allí el mayor tiempo posible.

Frente a él, sobre la encimera de madera clara de la cocina. había una lechuga olvidada. ¿La había comprado él o Katrine? No lo recordaba, pero los últimos días, la lechuga había comenzado a ponerse negra dentro del plástico. En la cocina, la descomposición no era buena señal; debería tirarla.

No tenía fuerzas.

Echó un último vistazo a través de la ventana, hacia la masa gris que formaban el mar desierto y el cielo nublado más allá de Åludden, y se le ocurrió un nuevo plan: se acostaría y no se levantaría nunca más.

Entró en el dormitorio y se acostó en la cama de matrimonio, que estaba hecha. Clavó la vista en el techo. Katrine había quitado las feas placas de yeso y había recuperado el techo original; quizá datara del siglo XIX.

Resultaba bonito, tenía la sensación de estar tumbado bajo una nube blanca.

En medio del silencio, de repente oyó que alguien llamaba con los nudillos. Sonoros golpes contra el vibrante cristal.

Volvió la cabeza.

¿Malas noticias? Siempre estaba preparado para recibir más malas noticias.

Oyó los golpes de nuevo, ahora más enérgicos.

Procedían de la puerta de la cocina.

Se levantó lentamente de la cama, cruzó la cocina y salió al recibidor.

A través del cristal, vio a dos personas vestidas de negro fuera, en la escalera.

Se trataba de una pareja de la edad de Katrine y él. El hombre llevaba traje, la mujer una capa azul oscuro y falda. Ambos le sonrieron afablemente cuando les abrió la puerta.

—Hola —saludó ella—. Somos Filip y Marianne. ¿Podemos pasar?

Joakim asintió y abrió la puerta de par en par. ¿Venían de la funeraria de Marnäs? No los reconoció, pero durante las últimas semanas lo habían llamado varias personas de la funeraria. Todas habían sido muy consideradas.

—Vaya, qué bonito es esto —comentó la mujer al entrar en la cocina.

El hombre echó también un vistazo, asintió y se dio la vuelta hacia Joakim.

—Este mes estamos de viaje por la isla —dijo—, y hemos visto que había alguien en la casa.

—Vivimos aquí todo el año… Mi mujer, mis dos hijos y yo —contestó él—. ¿Desean tomar un café?

—Gracias, pero no tomamos cafeína —respondió Filip, y se sentó a la mesa de la cocina.

—¿Cómo se llama, si me permite la pregunta? —inquirió Marianne.

—Joakim.

—Joakim, deseamos darle una cosa. Es importante.

La mujer sacó algo del bolso y lo dejó sobre la mesa, delante de él. Se trataba de un folleto.

—Échele un vistazo. ¿Verdad que es bonito?

Joakim miró el delgado folleto. Un dibujo en la parte delantera representaba una pradera florida bajo un cielo azul. En la pradera, estaban sentados un hombre y una mujer vestidos de blanco. Él pasaba el brazo sobre una oveja que estaba echada sobre la hierba mientras que la mujer sujetaba un gran león. Se sonreían el uno al otro.

—¿No le parece el paraíso? —preguntó Marianne.

Joakim alzó la vista hacia ella.

—Yo creía que el paraíso era esta casa —respondió—. No ahora, antes.

La mujer lo miró desconcertada durante unos segundos. Luego sonrió de nuevo.

—Jesucristo murió por todos nosotros —dijo—. Murió para que pudiéramos alcanzar ese bienestar.

Joakim miró el dibujo de nuevo y asintió.

—Muy bonito. —Señaló la imponente montaña que había al fondo del dibujo—. Una montaña muy bonita.

—Es el paraíso celestial —explicó Marianne.

—Seguimos viviendo después de muertos, Joakim —intervino Filip, y se inclinó sobre la mesa como si fuera a revelarle un gran secreto—. Vida eterna… ¿No es fantástico?

Él asintió. No podía dejar de mirar el dibujo. No era la primera vez que veía aquellos folletos, pero nunca había advertido la belleza de las imágenes del paraíso representadas en ellos.

—Me gustaría vivir en esa montaña —dijo.

Fresco aire de montaña. Podría vivir allí con Katrine. Pero la isla a la que se habían mudado era completamente llana, allí no había montañas. Ni ninguna Katrine…

De repente, le costó respirar. Se inclinó hacia delante y sintió que las lágrimas anegaban sus ojos.

—¿No se encuentra bien? —preguntó Marianne.

Él negó con la cabeza, se inclinó sobre la mesa y rompió a llorar. No, no se encontraba bien. No estaba bien, tenía la carne machacada.

¡Oh, Katrine… y Ethel!

Lloró y sollozó sin parar durante varios minutos, ajeno a lo que le rodeaba. Oyó voces susurrantes y sillas que se movían con cuidado, pero no podía detener el llanto. Sintió una mano cálida que se posaba sobre su hombro, donde permaneció unos segundos antes de retirarse. Después, la puerta de la cocina se cerró quedamente.

Cuando al fin pudo dejar de llorar, vio que estaba solo. El motor de un coche arrancaba en el jardín.

El folleto con la pareja y los animales en la pradera seguía sobre la mesa. Cuando desapareció el sonido del motor, Joakim se sorbió la nariz en silencio y miró el dibujo.

Tenía que hacer algo. Lo que fuera.

Suspiró con cansancio, se levantó y tiró el folleto a la basura, que estaba debajo del fregadero.

En la casa reinaba un profundo silencio. Salió al pasillo del salón vacío y observó durante un buen rato los botes, botellas y trapos que había ordenados en el suelo. Al parecer, la semana anterior Katrine había empezado a limpiar los marcos de las ventanas con natrón.

Al tener las ideas más claras que él respecto a la decoración su mujer había elegido los colores de las habitaciones, el papel de las paredes y decidido los detalles. Ya habían comprado el material, que se encontraba en el suelo, junto a las paredes, esperando ser usado.

Joakim suspiró de nuevo.

Después abrió una botella de natrón y cogió un trapo. Comenzó a trabajar concentrándose en los marcos de las ventanas.

El roce del trapo sobre la madera producía un ruido desolador en medio del silencio.

«No aprietes mucho, Kim», oyó que decía la voz de Katrine en su cabeza.

Llegó el fin de semana. Los niños no tenían guardería y jugaban en la habitación de Livia.

Joakim había acabado con las ventanas del salón, y el sábado comenzaría a empapelar la habitación esquinera del sudoeste. Tras el desayuno, preparó una mesa y un cubo con pegamento.

Se trataba de un pequeño dormitorio que, al igual que muchos otros, tenía una centenaria chimenea en un rincón. El papel de flores que cubría la mayoría de las habitaciones parecía de comienzos del siglo XX, pero desgraciadamente, estaba en tan mal estado que no se había podido salvar. Tenía innumerables manchas de humedad y en algunas zonas colgaba a tiras. Katrine lo había arrancado durante el otoño y después había lijado las paredes y aplicado masilla, dejándolo todo listo para el nuevo empapelado.

A Katrine le gustaba aquella habitación en particular.

Pero Joakim no iba a rememorar más cosas de ella. No debía pensar, sino empapelar.

Cogió los rollos de papel blanco de zinc: un grueso papel inglés hecho a mano, del mismo tipo que el que habían puesto en Äppelvillan. Después, sacó un cuchillo y la larga regla y empezó a cortar.

Katrine y él siempre habían empapelado juntos.

Suspiró, pero se puso manos a la obra. Las prisas no eran buenas cuando se realizaba aquel trabajo, por lo que la tarea se convirtió casi en meditación. Él era un monje, la casa su monasterio.

Cuando hubo colocado las cuatro primeras tiras en una de las paredes cortas de la habitación y las estaba alisando con un cepillo, de repente oyó unos golpes sordos. Se bajó de la escalera y aguzó el oído. El ruido era rítmico, con unos segundos de intervalo, y procedía de fuera de la casa.

Se acercó a la ventana que daba a la parte trasera y la abrió. Penetró un frío helador.

Debajo de la ventana había un niño sobre la hierba, uno o dos años mayor que Livia. A sus pies, había una pelota de fútbol de plástico. Tenía el pelo castaño rizado, que le sobresalía por debajo del gorro de lana, y llevaba un anorak mal abrochado. Observaba a Joakim con ojos curiosos.

—Hola —saludó este.

—Hola —dijo el niño.

—No es buena idea que juegues a la pelota justo aquí —prosiguió Joakim—. Si fallas, puedes romper un cristal.

—Apunto a la pared —contestó el niño—. Siempre acierto.

—Bien. ¿Cómo te llamas?

—Andreas.

Este se restregó con la palma de la mano la nariz roja a causa del frío.

—¿Dónde vives?

—Allá lejos.

Señaló hacia la granja. Así que Andreas era uno de los hijos de Carlsson, el campesino, y ese sábado había salido de paseo por su cuenta.

—¿Quieres entrar? —le preguntó Joakim.

—¿Para qué?

—Puedes conocer a Livia y a Gabriel —contestó él—. Son mis hijos… Livia es de tu edad.

—Yo tengo siete años —anunció Andreas—. ¿Ella los ha cumplido?

—No. Pero tiene casi tu edad.

El niño asintió. Volvió a frotarse la nariz y se decidió a entrar.

—Solo un rato. Pronto comeremos.

Recogió la pelota y desapareció detrás de una esquina de la casa.

Joakim cerró la ventana y salió de la habitación.

—¡Livia y Gabriel! —gritó—. Tenemos visita.

Pasaron unos segundos, luego apareció su hija con Foreman en la mano.

—¿Qué?

—Hay alguien que quiere conocerte.

—¿Quién?

—Un niño.

—¿Un niño? —Livia abrió los ojos—. No quiero verlo. ¿Cómo se llama?

—Andreas. Vive en la granja de al lado.

—Pero ¡yo no lo conozco, papá!

Había pánico en su voz, pero antes de que Joakim pudiera decir algo sensato sobre las ventajas de conocer gente nueva, se abrió la puerta de la calle y el niño entró en el recibidor. Se quedó parado sobre la alfombrilla.

—Pasa, Andreas —dijo él—. Quítate el gorro y el abrigo.

—Vale.

Hizo lo que le decía y dejó la ropa tirada en el suelo.

—¿Habías estado ya en esta casa?

—No. Siempre está cerrada.

—Ya no, ahora está abierta. Nosotros vivimos aquí.

Andreas miró a Livia y ella le devolvió la mirada, pero no se saludaron.

Gabriel observaba con timidez desde su habitación, pero tampoco dijo nada.

—He ayudado a recoger las vacas —explicó el niño al cabo de un rato, y echó un vistazo alrededor—. De la dehesa de aquí al lado.

—¿Hoy? —inquirió Joakim.

—No, la semana pasada. Ahora tienen que quedarse dentro. Si no se morirían de frío.

Livia seguía mirándolo con curiosidad, pero sin participar en la conversación. Joakim también había sido tímido de pequeño, sería una pena que ella heredase ese rasgo de su carácter.

—Podéis jugar a la pelota —dijo entonces—. Sé de un cuarto perfecto para eso.

Empezó a andar por la casa y los niños lo siguieron. En el salón, que aún estaba sin amueblar, solo había un par de sillas y algunas cajas de cartón.

—Aquí podéis jugar —dijo, y colocó tres cajas de cartón ante la ventana como protección.

Andreas dejó caer su pelota de plástico, regateó con cuidado y a continuación chutó hacia Livia. El polvo se arremolinó creando una fina nube gris.

Livia le dio una patada a la pelota, pero falló. Gabriel la persiguió sin alcanzarla

—Paradla primero con el pie —les explicó Joakim a su hijos—. Así la podréis controlar.

Livia lo miró enfadada, como si no aceptara consejos. Después, se dio la vuelta deprisa y atrapó la pelota con los pies en un rincón de la habitación; a continuación, le dio un fuerte puntapié.

—Buen disparo —dijo Andreas.

Vaya forma de flirtear, pensó Joakim, pero Livia sonrió satisfecha.

—Ponte allí —pidió entonces el niño, y señaló la otra puerta, en la pared de enfrente—, así podremos tirar a gol.

Livia corrió hacia la puerta doble, y Joakim abandonó el salón y regresó al empapelado. Oyó botar la pelota.

—¡Gol! —gritó Andreas, y Livia y Gabriel aullaron con voz chillona antes de que los tres rompieran a reír.

A Joakim le gustaron los alegres chillidos y carcajadas que resonaban por la casa. Muy bien; había conseguido un amigo para sus hijos.

Metió la brocha en el bote de cola, lo revolvió unas cuantas veces y luego se puso manos a la obra en otra pared. Pegó tira tras tira, y la habitación fue cambiando de color, volviéndose poco a poco más clara. Alisó las burbujas del papel y eliminó la cola restante con una esponja húmeda.

Cuando apenas le quedaba por cubrir una franja de más o menos un metro, se dio cuenta de que ya no se oían las voces de los niños.

En la casa, el silencio era absoluto.

Joakim se bajó de la escalera y aguzó el oído.

—¿Livia? —gritó—. ¿Gabriel? ¿Queréis un zumo? ¿Y galletas?

No hubo respuesta.

Escuchó un rato más y luego salió de la habitación y avanzó por el pasillo en dirección al salón. Pero a medio camino miró a través de la ventana, hacia el patio interior, y se detuvo.

La puerta del establo estaba entornada.

Antes estaba cerrada, ¿no?

Luego vio que el abrigo y el gorro de Andreas Carlsson habían desaparecido del suelo.

Joakim se puso la chaqueta y unas botas y salió al patio.

Los niños debían de haber abierto la pesada puerta juntos. Quizá también se habían adentrado en la oscuridad.

Joakim se acercó y se detuvo en el umbral del establo.

—¿Hola?

Nadie respondió.

¿Jugaban al escondite? Caminó por el suelo de piedra y percibió el olor a heno viejo.

Katrine y él habían pensado convertir el establo en una galería de arte en el futuro, cuando hubieran retirado el heno, los excrementos y todo rastro de animales.

De nuevo estaba pensando en Katrine, a pesar de que no debería hacerlo. Pero se acordó de que la mañana del mismo día en que se había ahogado, la había visto salir del establo. Parecía avergonzada, como si él la hubiera sorprendido haciendo algo que no debía.

Nada se movía allí dentro, pero a Joakim le pareció oír chasquidos o crujidos, ruidos de pasos que procedían del altillo.

Una estrecha y empinada escalera conducía a él; se agarró a la barandilla y empezó a subir.

Llegar allí desde los pasillos oscuros y las cuadras de abajo era como entrar en una iglesia, pensó Joakim. En el altillo solo había un gran espacio donde antaño se secaba el heno —distribución diáfana, como solían llamarlo las inmobiliarias— y un techo puntiagudo que se elevaba en la oscuridad. A un metro por encima de su cabeza vio unas gruesas vigas de madera.

A diferencia del piso superior de la casa, allí era imposible perderse, aun cuando resultara difícil avanzar entre toda la basura acumulada en el suelo.

Pilas de periódicos, macetas, sillas rotas, viejas máquinas de coser: el altillo del heno se había convertido en un vertedero. Había también un par de ruedas de tractor, tan altas como un hombre, apoyadas contra la pared. ¿Cómo las habrían subido hasta allí?

Al ver el desorden, de repente recordó que había soñado que veía a Katrine en aquel lugar. Pero en su sueño el suelo estaba limpio y ella le daba la espalda, de pie junto a la pared del fondo. Joakim tenía miedo de acercarse a su mujer.

El viento invernal producía un débil susurro al atravesar el tejado del granero. No le acababa de gustar encontrarse solo en aquel sitio tan frío.

—¿Livia? —llamó.

La única respuesta fue el crujido del suelo de madera. Quizá los niños se habían ocultado en la oscuridad, seguro que lo espiaban desde las sombras, que se escondían de él.

Miró a su alrededor y aguzó el oído.

—¿Katrine? —dijo en voz baja.

No hubo respuesta. Esperó unos minutos en la oscuridad, pero en vista de que el silencio del altillo seguía igual, dio la vuelta y bajó la escalera.

Al regresar a la casa, encontró a los niños donde debería haber ido a buscarlos primero: en su habitación.

Livia estaba sentada en el suelo y dibujaba como si nada. Al parecer, Gabriel tenía permiso de su hermana para estar allí, pues se había llevado unos cochecitos de su habitación y jugaba con ellos sentado a su lado.

—¿Dónde estabais? —le preguntó, con una voz más aguda de lo que había previsto.

Livia alzó la vista de su bloc de dibujo. A pesar de ser profesora de dibujo, Katrine nunca dibujaba por iniciativa propia, pero a la niña le gustaba hacerlo.

—Aquí —contestó sin vacilar.

—Pero antes… ¿Andreas, Gabriel y tú habéis salido al patio?

—Un ratito.

—No podéis entrar en el establo —dijo Joakim—. ¿Os habéis escondido allí dentro?

—No. Allí no hay nada que hacer.

—¿Dónde está Andreas?

—Se ha ido a casa. Tenía que comer.

—Vale. Nosotros también comeremos dentro de un rato. Pero no salgas al patio sin decírmelo, Livia.

—No.

La noche del día en que Joakim estuvo en el granero, Livia comenzó de nuevo a hablar en sueños.

No había sido difícil acostarla. A las siete, Gabriel se había dormido, y Joakim ayudaba a Livia a lavarse los dientes en el cuarto de baño. La niña le miró la cabeza con curiosidad.

—Tienes unas orejas extrañas, papá —dijo al cabo de un rato.

Él dejó el vaso y el cepillo de su hija y preguntó:

—¿Qué quieres decir?

—Tus orejas parecen tan… viejas.

—Vaya. Pues no son más viejas que yo. ¿Tienen pelos?

—No muchos.

—Menos mal —contestó Joakim—. No es muy bonito tener pelos en la nariz y las orejas…, en la boca tampoco.

Livia quería quedarse un rato más frente al espejo, haciendo muecas, pero él la sacó del cuarto de baño tirando con cuidado de ella. La acostó, le leyó dos veces la historia de un niño al que la cabeza se le queda metida en la sopera y luego apagó la luz de la mesilla. Al salir de la habitación, oyó cómo la niña se arrebujaba bajo la manta y hundía la cabeza en la almohada.

El jersey de lana de Katrine aún seguía a su lado, en la cama.

Joakim fue a la cocina, se tomó un par de sándwiches y puso el lavaplatos. A continuación, apagó todas las luces.

Anduvo a tientas en la oscuridad hasta su dormitorio y encendió la lámpara del techo.

La vacía y fría cama de matrimonio seguía allí, y la ropa colgando de las paredes. La ropa de Katrine, que ya había perdido todo su olor. Pensó que debería descolgarla, pero esa noche no.

Apagó la luz, se metió en la cama y yació inmóvil, a oscuras.

—¿Mamá?

La voz de Livia hizo que Joakim alzara la cabeza, completamente despierto.

Aguzó el oído. El lavaplatos había acabado en la cocina y el visor del radiodespertador marcaba las 23.52. Había dormido algo más de una hora.

—¿Mamá?

Se oyó de nuevo, y Joakim se levantó de la cama. Se dirigió a la habitación de Livia. Se detuvo en el umbral hasta que la oyó de nuevo.

—¿Mamá?

Entró en el cuarto y se acercó a la cama. Livia estaba tumbada y tapada con la manta, con los ojos cerrados, pero a la luz de la lámpara del pasillo Joakim vio cómo agitaba la cabeza sobre la almohada. Tenía el jersey de lana de Katrine enrollado en la mano. Se acercó con cuidado y se lo desenrolló.

—Mamá no está aquí —dijo en voz baja, y dobló el jersey.

Se hizo el silencio durante unos segundos.

—Sí está.

—Livia, duérmete.

Entonces abrió los ojos y lo reconoció.

—No puedo dormir, papá —dijo.

—Claro que sí.

—No —insistió ella—. Tienes que dormir aquí.

Joakim suspiró, pero ahora Livia estaba completamente despierta y no había nada que hacer. Esa siempre había sido labor de Katrine.

Se tumbó en el borde de la cama con cuidado. Era demasiado corta, no conseguiría dormirse.

Tardó un par de minutos en conciliar el sueño.

Había alguien fuera de la casa.

Joakim abrió los ojos en la oscuridad. No oyó nada, pero sentía que tenían visitas.

Estaba otra vez completamente desvelado.

¿Qué hora era? No tenía ni idea. Podía llevar horas durmiendo.

Levantó la cabeza de la cama de Livia y escuchó. La casa estaba en silencio y tranquila. No se oía más que el ligero tictac de un reloj y la respiración apenas audible a su lado, en la oscuridad.

Se levantó en silencio y, con cuidado, empezó a alejarse. Pero tras dar apenas tres pasos, oyó la voz clara a su espalda:

—Papá, no te vayas.

Se detuvo y se dio la vuelta.

—¿Por qué no?

—No te vayas.

Livia yacía intranquila, vuelta hacia la pared. Pero ¿estaba despierta?

Joakim no podía verle la cara, solo el cabello rubio. Volvió a la cama y se sentó a su lado con cuidado.

—Livia, ¿duermes? —preguntó en voz baja.

La respuesta llegó tras unos segundos.

—No.

Parecía despierta, aunque relajada.

—¿Duermes?

—No…, veo cosas.

—¿Dónde?

—En la pared.

Hablaba con voz monótona y su respiración era regular y tranquila. Joakim se inclinó aún más sobre su cabeza.

—¿Qué ves? —preguntó.

—Luz, agua…, sombras.

—¿Y qué más?

—Hay luz.

—¿Ves a otras personas?

Guardó silencio de nuevo antes de responder:

—A mamá.

Él se quedó de piedra. Contuvo la respiración, de pronto asustado de que pudiera ser cierto: que Livia viese cosas dormida a través de la pared. «No preguntes más —pensó—. Vete a la cama».

Pero tenía que seguir.

—¿Dónde está mamá? —preguntó.

—Detrás de la luz.

—¿Ves…?

Livia lo interrumpió y habló con mayor intensidad.

—Todos están esperando. Y mamá está entre ellos.

—¿Quiénes? ¿Quiénes esperan?

No respondió.

Livia ya había hablado antes en sueños, pero nunca con tanta claridad. Joakim sospechó que estaba despierta, que solo jugaba con él. Aun así, no pudo dejar de preguntar:

—¿Cómo está mamá?

—Nos echa de menos.

—¿Nos echa de menos?

—Quiere entrar.

—Dile que… —Joakim tragó saliva, sintiéndose la boca seca—. Dile que puede entrar cuando quiera.

—No puede.

—¿No puede encontrarnos?

—En casa, no.

—¿Puedes hablar con ella?

Silencio. Joakim prosiguió lenta y claramente:

—¿Le puedes preguntar a mamá… qué hacía junto al mar?

Su hija yacía intranquila en la cama. Joakim no recibió respuesta, pero no quería claudicar.

—¿Livia? ¿Puedes hablar con mamá?

—Quiere entrar.

Joakim enderezó la espalda en la oscuridad y no preguntó nada más. Resultaba descorazonador.

—Procura…

—Quiere hablar —lo interrumpió la niña.

—¿Eso quiere? —preguntó él—. ¿Sobre qué? ¿Qué quiere decir mamá?

Pero Livia no añadió nada más.

Joakim tampoco; se levantó despacio de la cama. Las articulaciones de sus rodillas crujieron: llevaba demasiado tiempo sentado en la misma postura con la espalda rígida.

Se acercó en silencio al estor y lo apartó un poco. Miró por la ventana hacia la parte trasera de la casa. Vio su imagen transparente reflejada en la ventana, como un personaje neblinoso, pero poco más.

No había luna, ni estrellas. Las nubes cubrían el cielo y la hierba de la pradera se agitaba débilmente mecida por el viento, pero no se movía nada más.

¿Había alguien allí fuera? Joakim soltó el estor. Salir a ver si había alguien significaba dejar a Livia y a Gabriel solos, y no quería hacerlo. Se quedó de pie junto a la ventana del dormitorio, indeciso, antes de volver la cabeza.

—¿Livia?

No hubo respuesta. Dio un paso hacia ella, y vio que ahora dormía profundamente.

Deseaba seguir preguntando. Quizá incluso despertarla y averiguar si recordaba algo de lo que había visto en sueños, pero presionarla no sería bueno.

Arropó sus pequeños hombros con el floreado edredón.

Regresó en silencio a su cama. Al meterse en ella, sintió el edredón como una especie de protección contra la oscuridad.

Se mantuvo en tensión, acechante a cualquier sonido en el pasillo o en el cuarto de Livia. La casa estaba en silencio, pero Joakim pensaba en Katrine. Tardó varias horas en dormirse.