Invierno de 1884

La llama del faro norte de Åludden se apagó aquel año. Por lo que sé, nunca volvió a encenderse.

Pero Ragnar Davidsson me contó que, a veces, el faro aún alumbra: la noche que precede a la muerte de alguien.

Quizá sea un viejo fuego que a veces llamea en la torre, en recuerdo de un trágico accidente.

MIRJA RAMBE

El faro norte de Åludden se apaga dos horas después de la puesta de sol.

Estamos a 16 de diciembre de 1884. El temporal que ha alcanzado la isla durante la tarde ha llegado a su punto culminante, y el estruendo del viento y el romper de las olas prevalecen sobre cualquier sonido procedente de la zona de los faros.

El farero Mats Bengtsson está a punto de adentrarse en la tormenta para ir al faro sur. Al salir de la casa, mira la playa y a través de la espesa nieve se da cuenta de que ha ocurrido algo. El faro sur parpadea como de costumbre, pero el norte ha dejado de brillar. Se ha apagado, como cuando alguien sopla una vela.

Bengtsson se lo queda mirando. Luego se da la vuelta en el patio y corre escaleras arriba. Abre de golpe la puerta de la casa.

—¡La luz del faro se ha apagado! —grita hacia el interior—. ¡El del norte está apagado!

Alguien le responde desde la cocina, quizá Lisa, su mujer, pero él no se demora en el caldeado interior. Regresa a la tormenta de nieve.

Abajo, en la playa azotada por el viento y la nieve, debe inclinarse como un lisiado para avanzar; es como si el viento ártico le atravesara el cuerpo.

Jan Klackman, ayudante del farero, está solo de guardia en la torre; lleva trabajando desde las cuatro. Klackman y Bengtsson son buenos amigos. Bengtsson sabe que, sea lo que sea lo que haya ocurrido, Jan seguramente necesitará ayuda para volver a encender el faro.

A comienzos del invierno, ataron una cuerda a unos cuantos postes de hierro para marcar el camino desde la casa hasta los faros. Bengtsson se agarra a ella con ambas manos, como si fuera un cabo de salvamento. Lucha por bajar hasta la playa con el viento de frente, y llega al rompeolas que conduce a los faros. Allí hay una gruesa cadena a la que asirse, pero los bloques de piedra están resbaladizos y cubiertos de hielo.

Cuando finalmente alcanza el faro norte, alza la vista hacia la oscura torre. A pesar de que las luces se han apagado, observa un tenue brillo amarillento tras el gran cristal.

Algo arde allí arriba, o más bien centellea.

Queroseno. Es el nuevo combustible que ha reemplazado al carbón: seguro que se ha prendido el queroseno.

Bengtsson abre la puerta de acero del faro y entra. La puerta se cierra tras él. El viento se detiene, pero no el estruendo, pues la tormenta sigue.

Se apresura por la escalera de piedra que sube en espiral a lo largo de la pared.

Bengtsson comienza a resoplar. Ciento sesenta y cuatro peldaños: ha subido por allí innumerables veces y los ha contado. Mientras asciende, nota cómo la tormenta golpea las paredes de un metro de espesor. El faro parece mecerse con la fuerza del viento.

A medio camino le llega un penetrante olor.

Un hedor a carne quemada.

—¿Jan? —grita Bengtsson—. ¡Jan!

El cuerpo aparece veinte escalones más arriba. Yace en la empinada escalera, con la cabeza hacia abajo, tirado como un trapo. Su uniforme negro aún está ardiendo.

De alguna manera, Klackman habrá perdido el equilibrio y le habrá caído queroseno ardiendo encima.

Bengtsson sube los últimos peldaños hasta alcanzarlo, se quita la chaqueta y comienza a apagar el fuego.

Alguien sube por la escalera detrás de él y Bengtsson grita sin darse la vuelta:

—¡Se está quemando!

Continúa apagando el fuego del cuerpo de Klackman.

—¡Aquí!

Nota una mano en el hombro, es Westerberg, otro ayudante de farero, que lleva una cuerda y la pasa deprisa por debajo de los brazos de Klackman.

—¡Tenemos que cargarlo!

Westerberg y Bengtsson transportan su cuerpo humeante por la escalera en espiral.

Al llegar abajo, casi pueden volver a respirar con normalidad. Pero ¿respira Klackman? Westerberg llevaba un farol que ahora descansa en el suelo. A su luz, Bengtsson ve las graves quemaduras de su amigo. Tiene muchos dedos carbonizados y las llamas le han alcanzado el cabello y el rostro.

—Tenemos que sacarlo de aquí —dice.

Abren la puerta del faro y salen con paso vacilante a la tormenta, cargando a Klackman entre ambos. Bengtsson respira el aire gélido. La tormenta de nieve ha amainado, pero no las enormes olas.

Se queda sin fuerzas mientras suben por la playa. A Westerberg se le suelta la pierna de Klackman y resopla al hundirse de rodillas en la nieve. Bengtsson también suelta a su amigo, pero se inclina sobre él.

—¿Jan? ¿Me oyes? ¿Jan?

Es demasiado tarde para hacer nada. El cuerpo gravemente quemado de Klackman yace inmóvil en el suelo, su alma lo ha abandonado.

Bengtsson oye gritos y voces preocupadas que se acercan. Ve a Jonsson, el farero jefe y al resto de fareros que avanzan a toda prisa contra el viento.

Los siguen las mujeres de la casa. Bengtsson reconoce a una de ellas, es la esposa de Klackman, Anne-Marie.

Tiene la mente en blanco. Debe decirle algo, pero ¿qué se dice cuando ha sucedido lo peor?

—¡No!

Una mujer llega corriendo. Loca de pena, se inclina sobre Klackman y lo sacude con desesperación.

Pero no es Anne-Marie sino Lisa, la mujer de Bengtsson, la que se arrodilla llorando junto al cuerpo sin vida.

Mats Bengtsson comprende que nada es como él creía.

Cuando su mujer se incorpora, lo mira a los ojos. Ahora que se ha tranquilizado, comprende lo que ha hecho, pero Bengtsson asiente con la cabeza.

—Era mi amigo —dice lacónico, y vuelve la vista hacia el faro apagado.