6

Joakim esperaba en un banco de madera frente a un edificio bajo, el hospital provincial de Kalmar. El día era frío y soleado. Lo acompañaba un sacerdote del hospital que llevaba un anorak azul y una Biblia en la mano. Ninguno de los dos decía nada.

En una sala del edificio estaba Katrine. Junto a la entrada había un cartel con el texto: «VELATORIOS».

Joakim se negaba a entrar.

—Me gustaría que la viera —le había dicho la doctora al recibirlo—. Si tiene fuerzas para ello.

Él negó con la cabeza.

—Puedo explicarle lo que encontrará ahí dentro —prosiguió ella—. El ambiente es respetuoso y digno, iluminación atenuada y velas. La difunta yace sobre una camilla, cubierta por un lienzo.

—… cubierta por un sudario, con el rostro a la vista —dijo Joakim—. Lo sé.

Lo sabía, el año anterior había visto a Ethel. Pero no podía mirar a Katrine. Bajó los ojos y negó en silencio con la cabeza.

La doctora asintió finalmente.

—Espere aquí entonces. Tardaré un rato.

Ella entró en el edificio, y Joakim se sentó bajo el débil sol otoñal y esperó, con la vista alzada al cielo azul. A su lado, el sacerdote del hospital se removía nervioso embutido en el grueso anorak, como si el silencio le resultara incómodo.

—¿Llevaban mucho tiempo casados? —pregunto al fin.

—Siete años —respondió Joakim—. Y tres meses.

—¿Tienen hijos?

—Dos. Un niño y una niña.

—Los niños siempre son bienvenidos a los velatorios —dijo el hombre en voz baja—. Les puede servir…, para seguir adelante.

Joakim negó con la cabeza de nuevo.

—No pasarán por esto.

Se volvieron a quedar en silencio. Tras unos minutos, la doctora regresó con unas cuantas polaroid y un gran paquete marrón.

—He tardado un rato en encontrar la cámara —explicó.

Luego le tendió las fotografías a Joakim.

Él las cogió y vio que se trataba de primeros planos del rostro de Katrine. Dos de ellas estaban tomadas de frente, y dos de perfil. Tenía los ojos cerrados, pero Joakim no pudo engañarse y pensar que solo dormía. Su piel estaba pálida y sin vida, y tenía rasguños en la frente y en una mejilla.

—Está herida —comentó en voz baja.

—Es a causa de la caída —apuntó la doctora—. Resbaló en las piedras del faro y se golpeó antes de acabar en el agua.

—Pero… ¿se ahogó?

—Hipotermia…, un brusco descenso de la temperatura corporal. A estas alturas del año, el Báltico no sobrepasa los diez grados —continuó la mujer—. Al quedar bajo la superficie, se le encharcaron los pulmones.

—Pero se cayó al agua —dijo Joakim en voz baja—. ¿Por qué se cayó?

No recibió respuesta.

—Aquí está su ropa —continuó la doctora, y le dio el paquete marrón—. ¿De verdad no quiere verla?

—No.

—¿Despedirse de ella?

—No.

Una semana después de la muerte de Katrine, los niños dormían cada uno en su cuarto. Se hacían muchas preguntas sobre la ausencia de su madre, pero acababan por dormirse enseguida.

Joakim se tumbaba en la cama de matrimonio y miraba fijamente el techo, una hora tras otra. Cuando por fin se dormía, no conseguía descansar. El mismo sueño se le repitió varias noches.

Soñaba que regresaba a Åludden después de pasar una larga temporada fuera, quizá unos cuantos años.

Estaba en la desierta playa cerca de los faros; el cielo era gris. Luego empezaba a subir hacia la casa. Parecía deshabitada y en ruinas. La lluvia y la nieve habían aclarado el color rojo y la fachada tenía un tono gris perla.

Las ventanas del porche estaban rotas y la puerta entreabierta. En el interior todo era oscuridad.

Los alargados peldaños de piedra de la escalera del porche estaban torcidos y resquebrajados. Joakim subía despacio y entraba en la casa.

Temblaba y miraba a su alrededor a través la penumbra del vestíbulo, pero todo se veía tan desvencijado y deteriorado como en el exterior. El papel de las paredes estaba medio arrancado, el suelo de madera cubierto de gravilla y polvo, y no quedaba ningún mueble. No se veía ni rastro de las reformas que Katrine y él habían emprendido.

Oía sonidos en varias de las habitaciones.

De la cocina llegaba un murmullo de voces y chirridos.

Joakim caminaba por el pasillo y se detenía en el umbral.

Livia y Gabriel estaban sentados a la mesa de la cocina, inclinados sobre un juego de cartas. Sus hijos aún eran pequeños, pero sus rostros tenían una red de finas arrugas alrededor de la boca y los ojos.

—¿Está mamá en casa? —preguntaba Joakim.

Livia asentía.

—Está en el granero.

—Vive en el altillo del granero —decía Gabriel.

Joakim asentía y retrocedía lentamente para salir de la cocina. Sus hijos permanecían sentados en silencio.

Salía al patio interior cubierto de hierba, y abría la puerta del granero.

—¿Hola? —gritaba.

No recibía respuesta, pero aun así entraba.

Se detenía junto a la escalera que conducía al altillo del heno. Luego comenzaba a subir. Los escalones estaban fríos y húmedos.

Cuando llegaba arriba, no encontraba heno, solo charcos de agua sobre el suelo de madera.

Katrine se hallaba cerca de la pared más baja, dándole la espalda. Llevaba puesto un camisón blanco que se veía empapado.

—¿Tienes frío? —le preguntaba él.

Ella negaba con la cabeza sin darse la vuelta.

¿Qué ocurrió en la playa?

—No preguntes —decía Katrine, y comenzaba a hundirse lentamente por las grietas del suelo.

Él se acercaba a ella.

—¿Mamá? —gritaba una voz en la lejanía.

Katrine permanecía inmóvil cerca de la pared.

—Livia se ha despertado —decía entonces—. Tienes que ocuparte de ella, Kim.

Joakim se despertó sobresaltado.

El sonido que lo había despertado no era un sueño, eran los gritos de Livia.

—¿Mamá?

Abrió los ojos en la oscuridad, pero permaneció en la cama. Solo.

Todo quedó de nuevo en silencio.

El despertador marcaba algo más de las tres. Joakim estaba seguro de que solo había dormido unos minutos; sin embargo, el sueño sobre Katrine parecía haber durado una eternidad.

Cerró los ojos. Si seguía en la cama y no hacía nada quizá Livia volviera a dormirse.

Como respuesta, un nuevo grito cruzó la casa:

—¿Mamá?

Supo que era inútil seguir resistiéndose. Su hija estaba despierta y no dejaría de gritar hasta que su madre entrara en la habitación y se acostara a su lado.

Joakim se sentó despacio y encendió la lámpara de la mesilla de noche. La casa estaba fría y sintió una soledad paralizadora.

—¿Mamá?

Sabía que tenía que ocuparse de los niños. No quería, no tenía fuerzas, pero no había nadie más con quien pudiera compartir la responsabilidad.

Abandonó la cálida cama y salió en silencio del dormitorio hacia el cuarto de Livia.

Esta levantó la cabeza cuando él se inclinó sobre la cama. Joakim le acarició la frente sin decir nada.

—¿Mamá? —murmuró la niña.

—No, soy yo —dijo él—. Ahora duérmete, Livia.

Ella no respondió, pero se hundió lentamente en la almohada.

Joakim se quedó un rato en la oscuridad hasta que la respiración de su hija se acompasó. Dio un paso atrás, luego otro. A continuación se volvió hacia la puerta.

—No te vayas, papá.

Su voz clara lo detuvo sobre el frío suelo.

Había sonado completamente despierta a pesar de que aún reposaba como una sombra inmóvil en la cama. Se volvió despacio hacia ella.

—¿Por qué no? —respondió en voz baja.

—Quédate —respondió Livia.

Joakim no dijo nada. Contuvo el aliento y escuchó. Había sonado como si estuviera despierta, sin embargo, le parecía que estaba dormida.

Tras permanecer inmóvil y en silencio algunos minutos, empezó a sentirse como un ciego en la habitación sin luz.

—¿Livia? —susurró.

No recibió respuesta, pero su respiración sonaba agitada e irregular. Sabía que pronto volvería a llamarlo.

De repente, tuvo una idea. Primero le pareció desagradable, luego decidió probarla.

Cruzó el umbral en silencio y, a oscuras, se dirigió al cuarto de baño. Tanteó, se tropezó con el lavabo y encontró el cesto de la ropa sucia junto a la bañera. El cesto estaba casi repleto. Nadie había lavado en toda la semana. Joakim no había tenido fuerzas.

Entonces oyó el esperado grito de Livia.

—¿Mamá?

Sería así noche tras noche. Nunca acabaría.

—Tranquila —masculló junto al cesto de la ropa sucia.

Lo abrió y empezó a rebuscar entre las prendas.

El aroma lo golpeó. La mayor parte de la ropa sucia era de ella; allí estaban todos los jerséis, pantalones, faldas y ropa interior que había utilizado los días previos al accidente. Joakim sacó algunas piezas: un par de vaqueros, un jersey rojo de lana, una falda blanca de algodón.

No pudo resistir la tentación de apretarlas contra su rostro.

«Katrine».

Deseó demorarse en los intensos recuerdos que le traía el aroma de su mujer, recuerdos agradables y dolorosos, pero los quejidos de Livia lo acosaban.

—¿Mamá?

Joakim cogió el jersey rojo de lana. Pasó ante el silencioso cuarto de Gabriel y entró en el de Livia.

Se había destapado y estaba a punto de despertarse: cuando entró, levantó la cabeza desconcertada y lo miró fijamente.

—Ahora, duérmete, Livia —dijo Joakim—. Mamá está aquí.

Colocó el jersey de Katrine pegado al rostro de la niña y la cubrió con el edredón hasta la barbilla. Se lo remetió con cuidado, como formando un capullo a su alrededor.

—Ahora duérmete —repitió en voz baja.

—Mmm…

Emitía confusos murmullos en sueños y se fue relajando poco a poco. Su respiración se tranquilizó, abrazada al jersey de su madre y con el rostro enterrado en la lana. Su muñeco de Götland yacía al otro lado de la almohada, pero Livia lo ignoró.

Dormía de nuevo.

El peligro había pasado y Joakim sabía que a la mañana siguiente Livia ni siquiera recordaría haberse despertado.

Resopló y se sentó en el borde de la cama de la niña, con la cabeza colgando.

Una habitación a oscuras, una cama, las cortinas corridas.

Deseaba acostarse, dormir tan profundamente como Livia y olvidarse de sí mismo. No tenía fuerzas para pensar ni para nada.

Y, sin embargo, no conseguía dormir.

Pensó en el cesto de la ropa, en la ropa de Katrine, y tras unos minutos, se levantó y se dirigió de nuevo al cuarto de baño. Al cesto de la ropa sucia.

Casi al fondo del todo, encontró lo que buscaba: el camisón de Katrine, blanco con un corazón rojo en el pecho. Lo sacó del cesto.

Se detuvo en el pasillo y escuchó, pero las habitaciones de los niños seguían en silencio.

Entró en su cuarto, encendió la luz e hizo la cama. Sacudió y estiró las sábanas, arregló las almohadas y apartó la colcha. Entonces se acostó de nuevo, cerró los ojos y sintió el aroma de Katrine en la habitación.

Alargó una mano y tocó la suave tela.

Un nuevo día. Joakim se despertó con el persistente pitido del despertador, lo que significaba que tenía que haber dormido.

«Katrine está muerta», se dijo.

Oyó que Gabriel y Livia se movían en sus camas, y luego que uno de ellos se levantaba y arrastraba los pies desnudos por el parqué hacia el cuarto de baño. De repente se dio cuenta de que notaba el aroma de su mujer, y que sus manos sujetaban algo fino y suave.

El camisón.

En la penumbra, casi avergonzado, se detuvo a mirar la prenda con detenimiento. Recordó lo que había hecho en el cuarto de baño la noche anterior y tiró deprisa de la colcha para ocultarla.

Joakim se levantó, se duchó, se vistió y luego se ocupó de los niños; a continuación, consiguió que se sentaran a desayunar. Los miraba de reojo para ver si lo estudiaban, pero ambos estaban inclinados sobre sus platos.

La oscuridad y el frío de la mañana parecían despabilar a Livia. Después de que Gabriel saliera de la cocina para ir al baño, ella miró a su padre.

—¿Cuándo va a volver mamá?

Joakim cerró los ojos. Estaba junto a la encimera, dándole la espalda y calentándose las manos con la taza de café.

La pregunta quedó en el aire. No soportaba oírla, pero Livia se la hacía cada mañana y cada noche tras la muerte de Katrine.

—No lo sé con seguridad —respondió despacio—. No sé cuándo volverá.

—Pero ¿cuándo? —insistió la niña alzando la voz. Y esperó su respuesta.

Joakim permaneció en silencio, pero al fin se dio la vuelta. El momento ideal para contarlo no llegaría nunca. Miró a su hija.

—En realidad…, no creo que mamá vuelva —dijo—. Se ha ido, Livia.

Ella clavó la vista en él.

—No —replicó decidida—. No, no se ha ido.

—Livia, mamá no va a volver…

—¡Sí que lo hará! —gritó Livia sobre la mesa—. Vendrá, ¡y punto!

Después siguió comiéndose el sándwich. Él bajó la vista y se bebió el café; se sentía derrotado.

Por la mañana, a las ocho, llevó a los niños a Marnäs, lejos del silencio de Åludden.

Al entrar en la guardería de Gabriel, los recibió el sonido de risas claras y gritos. Joakim estaba agotado. Apenas logró despedirse de su hijo con un cansado abrazo. El niño le dio la espalda enseguida y corrió hacia las alegres voces de sus compañeros de clase.

Pero la energía de los niños desaparecería con el tiempo, pensó Joakim, se harían mayores y sus rostros envejecerían y su piel colgaría. Detrás de los alegres rostros había ya brillantes calaveras con las cuencas vacías.

Apartó esos pensamientos de su mente.

—Adiós, papá —dijo Livia cuando él la acompañó hasta el recibidor de su clase—. ¿Volverá mamá esta tarde a casa?

Se comportaba como si no lo hubiera oído durante el desayuno.

—No, esta tarde no —contestó él en voz baja—. Pero yo vendré a buscarte.

—¿Temprano?

Livia siempre quería que la fueran a buscar pronto, pero cuando Joakim llegaba temprano, ella no quería dejar a sus amigos y regresar a casa.

—Sí, claro —dijo—. Vendré bastante temprano.

Asintió en silencio, y su hija desapareció en la clase con los otros niños. Al mismo tiempo, una mujer de pelo cano asomó la cabeza por la puerta.

—Hola, Joakim —saludó, y lo miró con la tristeza reflejada en el rostro.

—Hola.

La reconoció: era Marianne, la directora.

—¿Qué tal?

—No muy bien —respondió Joakim.

En veinte minutos tenía que estar en la funeraria de Borgholm; y se dirigió a la puerta. Pero Marianne se acercó a él.

—Lo entiendo —le dijo—. Todos nos sentimos igual.

—¿Dice algo? —preguntó Joakim, y con la cabeza señaló hacia la clase.

—¿Livia? Sí, ella…

—Me refiero a si habla de su madre.

—No mucho. Y nosotros tampoco hablamos demasiado. Quiero decir… —Marianne guardó silencio durante unos segundos y luego prosiguió—: Si te parece bien, el personal seguirá tratando a Livia igual que antes. Es una más de la clase.

Joakim se limitó a asentir.

—Por si no lo sabías…, fui yo quien la encontró en el agua —continuó Marianne.

—¿Ah, sí?

Joakim no formuló ninguna pregunta; sin embargo, ella siguió hablando como si necesitara contárselo.

—Ese día, solo quedaban aquí Livia y Gabriel después de que dieran las cinco; nadie había venido a buscarlos. Y nadie respondió al teléfono cuando llamé. Así que cogí el coche y fui a Åludden. Los niños corrieron dentro de la casa, que estaba abierta…, pero vacía y en silencio. Salí y eché un vistazo, y entonces vi una mancha roja en el agua, junto a los faros. Un anorak rojo.

Joakim escuchaba y al mismo tiempo pensaba cómo sería el cráneo de Marianne bajo su fina piel. Un cráneo bastante pequeño, con elevados pómulos blancos, pensó.

—Vi el anorak —prosiguió Marianne—, y luego unos pantalones… y entonces comprendí que alguien flotaba en el agua. Llamé a urgencias y luego corrí hasta la playa. Era extraño…, había hablado con ella el día antes.

Marianne bajó la vista y guardó silencio.

—Y ¿no había nadie más? —preguntó Joakim.

—¿A qué te refieres?

—¿Los niños no estaban allí? ¿Nunca vieron a Katrine?

—No, estaban dentro de la casa. Luego me los llevé a la granja de los vecinos. No vieron nada.

—Bien.

—Los niños viven en el presente, se adaptarán —añadió Marianne—. Ellos… olvidarán.

Cuando Joakim regresó al coche, una cosa tenía clara: no quería que Livia olvidara a Katrine.

Él tampoco podía hacerlo. Olvidar a Katrine sería imperdonable.