A las ocho de la tarde, había vuelto la calma a los faros de Åludden. Tilda Davidsson se encontraba en la gran cocina de la casa.
Todo estaba en silencio. Incluso el débil viento del mar había cesado.
Echó un vistazo a la cocina y tuvo la sensación de encontrarse en otro siglo. De no haber sido por los modernos muebles de cocina, le habría parecido hallarse en una casa de finales del siglo XIX. Un hogar acomodado. La mesa era una pieza de encina grande y pesada. En las encimeras se veían cacerolas de cobre, porcelana oriental y botellas de cristal soplado. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco, pero los armarios y listones de madera eran de color azul celeste.
A Tilda no le hubiera importado entrar en una cocina como aquella por las mañanas, en lugar de la que tenía en su cuchitril de la plaza, en Marnäs.
En aquel momento, se encontraba sola en la casa. Hans Majner y otros dos colegas que acudieron desde Borgholm al lugar del accidente se habían marchado en torno a las siete. Su jefe, Göte Holmblad, había estado en el lugar, pero se mantuvo en un discreto segundo plano y se fue a las cinco, casi al mismo tiempo que la ambulancia.
Joakim Westin, el padre de la familia que vivía allí, llegaría en coche de Estocolmo por la noche (había quedado claro que la policía debía esperarlo). Ella fue la única que se ofreció, gesto que sus colegas aprobaron enseguida.
Tilda esperaba que su conformidad no se debiera a que era una mujer, sino a que era la más joven y llevaba menos tiempo de servicio.
No le importaba hacer turno de noche. Su única ocupación durante toda la tarde, aparte de vigilar la radio y el teléfono, había sido impedir que un reportero del Ölands-Posten se acercara al lugar del accidente con su cámara. Lo remitió al responsable de prensa de Kalmar.
Cuando los hombres de la ambulancia bajaron a la playa con la camilla, ella los siguió. Se quedó en el rompeolas, viendo cómo sacaban lentamente el cadáver del agua que separaba el muelle del faro norte. Los brazos colgaban inermes, la ropa chorreaba. A pesar de que esa era la quinta muerte accidental que Tilda presenciaba estando de servicio, creía que nunca se acostumbraría al momento en que sacaban los cuerpos sin vida del agua o de los coches destrozados.
También fue ella la que respondió a la llamada de Joakim Westin. En realidad, iba contra las reglas policiales informar por teléfono a los parientes de un accidente mortal, pero todo había salido bien. Le dio la mala noticia —la peor posible—, pero la voz de Westin se mantuvo tranquila y serena durante toda la conversación. A menudo era mejor oír las malas noticias cuanto antes.
«Facilitar tanto a la víctima como a sus familiares la información más correcta posible lo antes posible»: Martin se lo había enseñado en la Escuela Superior de Policía.
Salió de la cocina y se dirigió al interior de la casa. Allí flotaba un ligero olor a pintura. La habitación más cercana estaba recién empapelada y el suelo recién acuchillado y era realmente acogedora, pero al seguir por el pasillo vio otras habitaciones frías, oscuras y sin muebles. Recordó el viejo apartamento que había tenido al salir de la escuela, un cuchitril sin calefacción donde las personas vivían como animales.
La casa de Åludden no era un lugar en el que a Tilda le apeteciera vivir, especialmente en invierno. Era demasiado grande. Y la costa seguro que estaba preciosa cuando el sol brillaba, pero de noche la desolación era total. Marnäs, con su única calle de tiendas, le parecía una poblada metrópolis en comparación con el vacío de Åludden.
Salió sin apagar la luz, se dirigió al porche acristalado y abrió la puerta de la calle.
Del mar soplaba un viento húmedo. El patio solo estaba iluminado por una bombilla cubierta por una pantalla rota de cristal que proyectaba una luz amarillenta sobre las baldosas y montículos de hierba del patio.
Tilda se refugió al socaire de la pared de piedra del gran establo, junto a un montón de hojas mojadas, y sacó su teléfono. Deseaba oír otra voz, pero esa noche no había podido llamar a Martin y ahora ya era demasiado tarde (se habría marchado ya a casa). Marcó el número de la casa vecina, la de los Carlsson; tras dos señales, respondió la madre.
—¿Cómo están? —preguntó Tilda.
—Acabó de entrar a verlos y ambos dormían —contestó Maria Carlsson en voz baja—. Los he instalado en el cuarto de invitados.
—Bien —dijo ella—. ¿Cuándo se acostarán ustedes? Había pensado pasar por allí con Joakim Westin, pero no llegará de Estocolmo hasta dentro de tres o cuatro horas.
—Pase cuando sea. Roger y yo estaremos despiertos el tiempo que sea necesario.
En cuanto Tilda hubo apagado el teléfono, volvió a sentirse sola.
Eran las ocho y media. Pensó en ir a Marnäs y descansar un rato, pero corría el riesgo de que Westin o algún otro llamara a Åludden.
Regresó al interior de la casa por el porche.
Esa vez, continuó por el corto pasillo y se detuvo en el umbral de una de las habitaciones. Era un cuarto pequeño y acogedor, como una luminosa capilla en un oscuro palacio. El papel de las paredes era amarillo con estrellas rojas y a lo largo de las paredes había una decena de peluches sentados en pequeñas sillas.
Se trataba sin duda de la habitación de la hija.
Tilda entró con cuidado y se quedó de pie en medio de la habitación, sobre la suave alfombra. Supuso que los padres habrían arreglado primero las habitaciones de los niños para que estos se sintieran rápidamente en casa. Recordó la pequeña habitación en la que ella había crecido, en un apartamento de Kalmar, y que había compartido con sus hermanos. Siempre deseó tener su propio dormitorio.
La cama era corta pero ancha, con una colcha amarilla y cantidad de mullidos cojines estampados con elefantes y leones que llevaban gorros de dormir y descansaban en sus camitas.
Tilda se sentó en ella. Emitió un débil chirrido, pero era blanda.
La casa seguía en completo silencio.
Se echó hacia atrás, donde la recibió el montón de cojines, y se relajó con la mirada fija en el techo. Si dejaba volar la imaginación, la superficie blanca se convertía en una pantalla en la que se veían sus recuerdos.
Tilda vio a Martin en el techo, en la misma postura en la que durmió a su lado la última vez. Fue en su antiguo apartamento, en Växjö, hacía casi un mes, y esperaba que dentro de poco fuera a visitarla a Märnas.
Nada es tan cálido y acogedor como una habitación infantil.
Respiró lentamente y cerró los ojos.
Si vienes a mí, yo iré a ti…
Tilda se incorporó de golpe, sobresaltada, sin saber dónde se encontraba. Pero papá estaba con ella, podía oír su voz.
Abrió los ojos.
No, su padre había muerto; se salió de la carretera hacía once años.
Parpadeó, miró a su alrededor y comprendió que se había quedado dormida.
Percibió el aroma a madera acuchillada y vio un techo recién pintado sobre su cabeza; entonces recordó que se encontraba en una cama pequeña, en Åludden. Justo después, la asaltó el desagradable recuerdo del agua chorreando: cómo se escurría de la ropa del cuerpo en la playa.
Se había dormido en el cuarto de la niña.
Tilda se sacudió el sueño, miró el reloj y vio que eran las once y diez. Había dormido más de dos horas, y había tenido extraños sueños sobre su padre. Él había estado con ella en aquella habitación.
Captó algo y levantó la cabeza.
La casa ya no estaba en silencio. Oyó débiles sonidos que subían y bajaban, como la voz de una o varias personas. Un sonido de voces que susurraban.
Parecían murmullos amortiguados. Un grupo de personas que hablaban en voz baja e impetuosa en algún lugar del exterior.
Tilda se levantó en silencio de la cama, con la sensación de estar escuchando a escondidas.
Contuvo la respiración para oír mejor y dio un par de cautelosos pasos hacia la puerta. Salió de la habitación y aguzó el oído de nuevo.
Quizá solo fuera el sonido del viento.
Se encaminó de nuevo al porche, y, justo cuando empezaba a distinguir las voces con claridad a través del cristal de las ventanas, enmudecieron de golpe.
Fuera, todo permanecía en silencio y estaba en penumbra.
Al segundo siguiente, una potente luz barrió las habitaciones de la casa: los faros de un coche.
Oyó acercarse el débil sonido de un motor y comprendió que Joakim Westin había regresado a Åludden.
Tilda lanzó una última mirada al patio para cerciorarse de que todo estaba en orden. Pensó en las voces que había oído y tuvo la vaga sensación de haber hecho algo prohibido, a pesar de que le había parecido obvio esperar al hombre dentro de la casa caldeada. Se puso los zapatos y salió a la oscuridad.
En ese momento, apareció un coche con un remolque y se detuvo en el jardín.
El conductor apagó el motor y se apeó. Joakim Westin. De unos treinta y cinco años, alto y delgado, con vaqueros y anorak. Tilda apenas podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero le pareció que él la miraba severamente. Abandonó el coche con rápidos movimientos cargados de tensión.
Cerró la puerta del coche y se le acercó.
—Hola —la saludó. Hizo un gesto con la cabeza sin tenderle la mano.
—Hola. —Ella repitió el gesto—. Tilda Davidsson, de la policía de proximidad… Hemos hablado por teléfono.
Le habría gustado llevar el uniforme en lugar de ir vestida de civil. Habría resultado más apropiado en esa noche oscura.
—¿Estás sola? —preguntó Westin.
—Sí, mis colegas ya se han marchado —respondió ella—. La ambulancia también.
Se hizo el silencio. Westin permaneció quieto, como si se sintiera inseguro, y a Tilda no se le ocurrió nada que decir.
—Livia, ¿no está…, aquí? —inquirió Westin al fin, con la mirada dirigida a la ventana con luz de la casa.
—Se la han llevado a Kalmar —contestó ella.
—¿Dónde fue? —preguntó él, y la miró—. ¿Dónde ocurrió?
—En la playa…, junto a los faros.
—¿Ocurrió en los faros?
—Bueno…, aún no estamos seguros.
Westin dejó vagar la mirada entre Tilda y la casa.
—¿Y Katrine y Gabriel? ¿Siguen con los vecinos?
Ella asintió.
—Están durmiendo. He llamado hace un rato para ver cómo estaban.
—¿Se trata de aquella casa de allí? —preguntó Westin, y miró hacia una luz al sudoeste—. ¿La granja?
—Sí.
—Voy para allá.
—Te puedo llevar —dijo Tilda—. Podemos…
—No, gracias. Necesito caminar.
Pasó a su lado, saltó el muro de piedra y se metió de lleno en la oscuridad a largas zancadas.
Una de las lecciones que había aprendido en la Escuela de Policía era: «Nunca hay que dejar solas a las personas en duelo», así que lo siguió a toda prisa. No era momento de intentar relajar el ambiente con preguntas sobre el viaje a Estocolmo u otra charla informal, así que caminó en silencio por los campos hacia la granja.
Deberían haber cogido una linterna, pues la oscuridad allí fuera era total. No obstante, Westin parecía no tener problemas para encontrar el camino.
Tilda creyó que el hombre se había olvidado de que ella lo seguía, pero de pronto volvió la cabeza y dijo en voz baja:
—Cuidado… aquí hay alambre de espino.
Joakim le indicó un camino junto a la valla y se acercaron a la carretera general. Tilda pudo oír el débil rumor del negro mar al este. Parecía casi un susurro y le recordó el sonido de la casa. Las voces que susurraban a través de las paredes.
—¿Vive alguien más en la casa? —preguntó.
—No —contestó Westin, lacónico.
Él no preguntó a qué se refería, y ella no añadió nada más.
Tras un centenar de metros, llegaron a un camino de grava que conducía directamente a la granja. Pasaron una especie de silo y una hilera de tractores aparcados. Tilda notó el olor a estiércol y oyó débiles mugidos procedentes de un oscuro establo, al otro lado de la explanada.
Habían llegado a la casa de ladrillo de la familia Carlsson. Un gato negro abandonó la escalera, dobló una esquina y desapareció; Westin preguntó en voz baja:
—¿Quién la encontró… fue Katrine?
—No —dijo Tilda—. Creo que fue una de las maestras de la guardería.
Joakim Westin volvió la cabeza y le lanzó una larga mirada, como si no entendiera lo que le decía.
Más tarde, comprendió que debería haberse quedado más tiempo al pie de la escalera para hablar con él. En cambio, subió dos escalones hacia la puerta y, con cuidado, golpeó con los nudillos uno de los cristales.
Al poco, apareció una mujer rubia, vestida con rebeca y falda, que les abrió la puerta. Se trataba de Maria Carlsson.
—Hola, pasad —saludó en voz baja—, iré a despertarlos.
—Deja que Gabriel siga durmiendo —dijo Joakim.
Maria Carlsson asintió y dio media vuelta; los dos visitantes la siguieron despacio. Se detuvieron ante la puerta del salón, una combinación de cuarto de estar y comedor. Había velas encendidas en las ventanas y un aparato de música emitía una suave melodía de flauta.
Reinaba un ambiente de solemne entierro, pensó Tilda, como si fuera allí donde había muerto alguien y no en los faros de Åludden.
Maria Carlsson desapareció en una habitación sin luz. Se demoró un par de minutos, después, apareció una niña.
Llevaba puestos unos pantalones y un jersey, y sujetaba con fuerza un muñeco bajo el brazo. Los observó con una indiferente mirada somnolienta. Pero al descubrir quién se encontraba en la habitación, se espabiló enseguida y comenzó a sonreír.
—¡Hola, papá! —exclamó, y correteó hacia él.
La niña no sabía nada, comprendió Tilda. Aún nadie le había contado que su madre se había ahogado.
Lo más extraño fue que el padre, Joakim Westin, permaneció inmóvil en la puerta, sin ir al encuentro de su hija.
Tilda lo miró y vio que ya no parecía decidido, sino asustado y desconcertado, casi aterrorizado.
La voz de Joakim Westin estaba cargada de pánico cuando dijo:
—Esta es Livia. —Y, mirando a Tilda, añadió—: ¿Y Katrine? ¡Mi mujer! ¿Dónde está Katrine?