El tercer amanecer de Joakim en la finca de Åludden fue el comienzo de su último día de felicidad en muchos años; quizá en toda su vida.
Por desgracia, estaba demasiado estresado para apreciar lo bien que se sentía.
La noche anterior, a Katrine y a él se les hizo tarde. Después de que los niños se durmieran, estudiaron la habitación sur de la planta baja y consideraron los colores que se adecuarían mejor a sus diferentes personalidades. Habían decidido que el blanco sería el tono base de toda la planta baja, tanto en paredes como techos, mientras que los elementos de madera, como las vigas y los marcos de las puertas, podían variar de una habitación a otra.
Se acostaron a las once y media. La casa quedó en silencio, pero un par de horas después, Livia comenzó a llamar. Katrine apenas suspiró y se levantó de la cama sin decir nada.
Toda la familia se levantó pasadas las seis. En ese momento, el horizonte del este aún estaba negro.
Joakim comprendió que la gran oscuridad invernal se acercaba. Apenas quedaban dos meses para Navidad.
Los cuatro se reunieron alrededor de la mesa de la cocina a las siete. Joakim quería salir cuanto antes hacia Estocolmo y se bebió el té antes de que Katrine y los niños se sentaran. Cuando metió su taza en el lavaplatos, vio una línea anaranjada de luz solar todavía oculta por el mar, y más arriba, en el cielo, una formación negra de pájaros en V que se mecía suavemente sobre el mar Báltico.
¿Eran gansos o grullas? Aún estaba demasiado oscuro para distinguirlas con claridad; además, él no sabía mucho de aves migratorias.
—¿Veis los pájaros ahí fuera? —dijo, señalando por encima de su hombro—. Hacen lo mismo que nosotros…, se mudan al sur.
Nadie dijo nada. Katrine y Livia comían sus sándwiches, Gabriel se concentraba en succionar la papilla de arroz de su biberón.
Los dos faros, abajo sobre el mar, se elevaban hacia el cielo como estrechos castillos de cuento: el del sur titilaba regularmente con su luz roja. Desde las altas ventanas de la torre norte llegaba una débil luz blanca fija.
Era extraño, pues hasta entonces no había visto encendido ese faro. Joakim se acercó a la ventana. Quizá el brillo blanquecino fuera un reflejo del amanecer, aunque realmente parecía proceder del interior de la torre.
—¿Hay más pájaros mudándose, papá? —preguntó Livia a su espalda.
—No.
Joakim dejó de observar los faros y regresó a la mesa del desayuno para recogerla.
A las aves migratorias les esperaba un largo viaje, lo mismo que a él. Ese día tenía que conducir cuatrocientos cincuenta kilómetros para recoger las últimas pertenencias de la casa de Bromma. Después, pasaría la noche en casa de su madre Ingrid, un adosado en Jakobsberg, y al día siguiente conduciría de vuelta a Öland.
Ese sería su último viaje a la capital, por lo menos en lo que quedaba de año.
Gabriel parecía alegre y contento, a Livia en cambio se la veía enfadada. Se había levantado de la cama con la ayuda de Katrine, pero aún tenía sueño y guardaba silencio. Sostenía el sándwich en una mano, acodada sobre la mesa, mirando fijamente su vaso de leche.
—Come de una vez, Livia.
—Mmm…
No era madrugadora, pero cuando llegaba a la guardería, su humor solía mejorar. La semana anterior la habían cambiado a un grupo de mayores y parecía sentirse a gusto.
—¿Qué vais a hacer en la guardería hoy?
—No es una guardería, papá. —Levantó la mirada hacia él con irritación—. Gabriel va a la guardería. Yo voy al colegio.
—A preescolar, ¿no? —preguntó Joakim.
—Al colegio —insistió la niña.
—Vale…, ¿qué vais a hacer hoy?
—No sé —dijo ella, y volvió a fijar la vista en la mesa.
—¿Jugarás con algún amigo nuevo?
—No lo sé.
—Bien, pero ahora bébete la leche. Tenemos que irnos a Marnäs, a la… colegio.
—Mmm…
A las siete y veinte el sol se elevaba en el horizonte. Los rayos dorados se extendían lentamente sobre el mar en calma, pero no proporcionaban nada de calor. Sería un día soleado, aunque frío: el termómetro colgado en el exterior de la casa marcaba tres grados.
Joakim estaba en el jardín, retirando la escarcha acumulada en los cristales del Volvo. Luego abrió las puertas traseras para que entraran los niños.
Livia se sentó en su silla sin ayuda de nadie y se puso a Foreman en el regazo. Joakim aseguró a Gabriel a una sillita más pequeña, junto a ella. A continuación, se acomodó en su asiento.
—¿Mamá no nos va a decir adiós con la mano? —preguntó él.
—Tenía que ir al baño —dijo Livia—. Iba a hacer caca. Siempre tarda un buen rato.
La niña se había espabilado tras el desayuno y estaba más habladora. Una vez llegara a la guardería estaría llena de energía.
Joakim se recostó en el asiento y miró la pequeña bicicleta roja de Livia y el triciclo de Gabriel en el jardín. Observó que no tenían candado. Aquello no era la ciudad.
Katrine salió al jardín un par de minutos más tarde, apagó la lámpara del recibidor y cerró con llave la puerta principal. Llevaba puesto un anorak rojo brillante con capucha, y unos pantalones de chándal azul. En Estocolmo, solía vestir de negro, pero allí, en Öland, había empezado a usar ropa más cómoda y colorida.
Les dijo adiós con la mano y acarició la pared de madera pintada de rojo junto a la puerta. Tenía ojeras a causa de la falta de sueño, pero sonrió hacia el coche.
Su casa. Joakim le dijo adiós con la mano y ella volvió a sonreír.
—Ahora nos vamos —dijo Livia en el asiento trasero.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Gabriel, y se despidió de la casa con la mano.
Joakim arrancó el motor y las luces del coche se encendieron. Una fina capa de escarcha cubría el suelo, un anuncio del frío que se acercaba. Dentro de poco, tendría que utilizar las ruedas de invierno.
En el asiento trasero, Livia se puso enseguida unos auriculares para oír las aventuras del oso Bamse: le habían regalado un pequeño casete y en unos minutos aprendió el funcionamiento de los botones. Cuando sonaban canciones en la cinta dejaba que Gabriel las escuchara.
El camino que conducía a la carretera de la costa era una senda cubierta de grava que discurría entre un pequeño y frondoso bosque y una zanja, junto a un viejo muro de piedra. Era estrecha y sinuosa, y Joakim condujo despacio cogiendo con fuerza el volante. Aún no se conocía bien todas las curvas.
Su nuevo buzón de chapa colgaba de un poste junto a la carretera nacional. Joakim redujo la velocidad y miró si se veían luces de otros coches. Pero todo estaba oscuro y vacío en ambos sentidos. Tan desierto como al otro lado de la carretera, por donde se extendía una ciénaga pajiza.
No encontraron nada de tráfico al atravesar el pequeño pueblo de Rörby y entrar en Marnäs, y apenas vieron gente en la calle. Solo los adelantaron una furgoneta de pescado y un par de colegiales de unos diez años que corrían hacia la escuela con las mochilas rebotándoles en la espalda.
Joakim dobló en la calle principal y continuó hasta la plaza desierta. Unos cuantos metros más allá, se encontraba el colegio de Marnäs, y junto a él, en un jardín vallado con toboganes y cajones de arena y algunos árboles, se hallaba la guardería de Livia y Gabriel. Era un edificio bajo de madera con una cálida luz amarilla en la ventana principal.
Unos cuantos padres se despedían de sus hijos en la acera, y Joakim se detuvo detrás de una hilera de coches sin apagar el motor.
Algunos de los padres le sonrieron y saludaron con un gesto de cabeza: tras el artículo del día anterior en el Ölands-Posten, mucha gente de Marnäs sabía quién era.
—Cuidado con los coches —les advirtió Joakim a sus hijos—. Id por la acera.
—¡Adiós! —gritó Livia mientras abría la puerta del vehículo y se bajaba.
No fue una despedida prolongada, pues se había acostumbrado a que él no estuviera en casa.
Gabriel no dijo nada, y cuando Joakim lo ayudó a bajar de la sillita, simplemente salió corriendo.
—¡Adiós! —le gritó él—. Hasta mañana.
Cuando se cerraron las puertas del coche, Livia ya se encontraba a unos metros, con Gabriel pisándole los talones. Joakim metió la primera, dio la vuelta y regresó a Åludden.
Aparcó en el jardín, junto al coche de Katrine, y se bajó para recoger su bolsa de viaje y despedirse.
—¿Hola? —gritó desde el recibidor—. ¿Katrine?
No hubo respuesta. La casa estaba en silencio.
Se dirigió al dormitorio. Cogió la bolsa y salió de nuevo. Se detuvo en la grava.
—¿Katrine?
No oyó nada durante un rato, después percibió unas sordas rozaduras que venían del establo.
Volvió la cabeza. Procedían de la gran puerta negra de madera al abrirse. Katrine salió de la oscuridad y lo saludó con la mano.
—¡Hola!
Él le devolvió el saludo y ella se acercó.
—¿Qué hacías? —preguntó.
—Nada —contestó—. ¿Te marchas ya?
Joakim asintió.
—Conduce con cuidado —dijo, y se inclinó hacia un lado apretando deprisa su boca contra la de él; un cálido beso en medio del frío. Aspiró el aroma del pelo y la piel de ella una última vez.
—Saluda a Estocolmo —dijo Katrine, y le dedicó una larga mirada—. Cuando vuelvas a casa, te contaré una cosa sobre el establo.
—¿El establo? —preguntó Joakim.
—El altillo del heno del establo —respondió ella.
—¿De qué se trata?
—Te lo enseñaré mañana —le contestó.
Él la miró.
—Bien…, te llamaré esta tarde desde casa de mamá. —Abrió la puerta del coche—. No te olvides de ir a buscar a nuestras ovejitas.
A las ocho y veinte paró en una gasolinera a la entrada de Borgholm para recoger el remolque que había alquilado. Ya estaba reservado y pagado, y solo tuvo que engancharlo al coche y seguir camino.
El tráfico se intensificó pasado Borgholm y Joakim acabó circulando en una larga fila de vehículos: seguramente, la mayoría era gente que vivía en la isla y trabajaba en Kalmar, en el continente, y los isleños avanzaban a su pausado ritmo campestre.
La carretera giraba hacia el oeste y desembocaba en el puente. A Joakim le gustaba atravesarlo, conducir por el arco que unía la isla al continente, sobre el agua del estrecho. Esa mañana era difícil ver su superficie allá abajo; aún reinaba la penumbra. Al salir del puente y coger la carretera de la costa hacia Estocolmo el sol comenzó a elevarse sobre el mar Báltico. Pudo sentir su calor a través de las ventanillas.
Puso un canal de radio con música rock, pisó el acelerador y mantuvo una buena velocidad en dirección norte, pasando de largo los pequeños pueblos que bordeaban la costa. La serpenteante carretera era bonita incluso en un día frío y nublado. Discurría a través de poblados bosques de pinos y amplias arboledas junto al mar, calas y arroyos que desembocaban y desaparecían en el agua.
Poco a poco, la carretera torcía hacia el oeste y se alejaba de la costa para enfilar hacia Norrköping. Nada más dejar esta ciudad, Joakim se detuvo a comer un par de sándwiches en un desierto restaurante de hotel. En la nevera, podía elegir entre siete botellas distintas de agua mineral, sueca, noruega, italiana y francesa: comprendió que había regresado a la civilización, pero decidió tomar agua del grifo.
Después de comer, continuó su camino; primero pasó por Södertälje y más tarde llegó a Estocolmo. A la una y media, alcanzó los altos edificios de los suburbios del sudoeste, y su Volvo con remolque se convirtió en uno de los muchos vehículos, grandes y pequeños, que rodaban por los carriles hacia el centro. Pasó de largo interminables hileras de almacenes, edificios de viviendas y estaciones de tren de cercanías.
La bella Estocolmo se perfilaba en la lejanía, una gran ciudad junto al Báltico, construida sobre islas de diferentes tamaños. Pero Joakim, en realidad, no se sentía contento de regresar al lugar de su infancia. Solo pensaba en las aglomeraciones, las colas y la lucha por ser el primero. En la ciudad siempre había problemas de espacio; insuficientes viviendas, escasas zonas donde aparcar, pocas plazas de guardería. Faltaban incluso tumbas. Joakim había leído en el periódico que, actualmente, se recomendaba a la gente que incinerara a sus muertos para que así ocuparan menos espacio en los cementerios.
Ya echaba de menos Åludden.
La autopista se bifurcaba constantemente en un infinito laberinto de puentes y cruces. Joakim eligió una de las salidas, giró y descendió a la cuadrícula de la ciudad, con sus señales de tráfico, ruido de motores y calles en obras. En un cruce, se encontró encajonado entre un autobús y un camión de la basura y vio a una mujer que cruzaba la calle empujando un cochecito. El niño le preguntó algo, pero la madre mantenía la mirada al frente, con expresión enfadada.
Joakim tenía un par de cosas que hacer en la capital. La primera, visitar una pequeña galería de arte en Östermaln y recoger un óleo, un paisaje, una herencia de la que él, en realidad, no quería responsabilizarse.
El dueño no estaba, pero sí la madre de este, que reconoció a Joakim. Después de que él firmara el recibo ella desapareció en el interior del local para abrir una puerta de seguridad y sacar el cuadro de Rambe. Este se encontraba dentro de una caja de madera atornillada.
—Lo estuvimos admirando ayer antes de guardarlo —comentó la mujer—. Es una maravilla.
—Sí, lo hemos echado de menos —contestó Joakim, a pesar de que no era cierto.
—¿Hay alguno más en Öland?
—No lo sé. La familia real tiene uno, me parece, pero no creo que lo tengan colgado en Solliden.
Con el cuadro guardado en el portaequipajes, Joakim condujo hacia el oeste, hacia las casas de Bromma. A las dos y media, la hora punta aún no había empezado del todo, y tardó apenas un cuarto de hora en salir de la ciudad y llegar a la manzana donde se encontraba Äppelvillan.
Se acercó a su viejo hogar con más nostalgia de la que había sentido por Estocolmo. La casa estaba a solo cien metros del lago, dentro de un gran jardín rodeado por una valla y espesos setos de lilas. En la misma calle había otras cinco grandes casas, pero entre los árboles solo se vislumbraba una.
Äppelvillan era una alta y amplia casa de madera construida para un director de banco a principios del siglo XX. Pero antes de que Joakim y Katrine la compraran, estuvo habitada durante muchos años por un colectivo New-Age, jóvenes familiares de los propietarios que se habían dedicado a alquilar habitaciones y que, al parecer, se preocupaban más por meditar que por hacer trabajos de carpintería y pintura.
Ningún integrante del colectivo se había implicado o había mostrado el más mínimo respeto por el edificio, y los vecinos de las casas adyacentes lucharon durante años por echarlos de allí. Cuando finalmente la adquirieron Joakim y Katrine, la casa estaba en ruinas y el jardín cubierto de maleza. Ambos se aplicaron a la reforma de Äppelvillan con la misma energía con la que arreglaron su primer apartamento en Rörstrandsgatan, donde antes de ellos había vivido una vieja loca de ochenta y dos años con siete gatos.
Joakim trabajaba como profesor de manualidades y se ocupaba de restaurar Äppelvillan por las tardes y durante los fines de semana; Katrine aún conservaba su puesto de media jornada como profesora de dibujo y dedicaba el resto del tiempo a la casa.
Celebraron el segundo cumpleaños de Livia con Ethel e Ingrid en medio de una confusión de suelos levantados, botes de pintura, rollos de papel de pared y lijadoras. Solo tenían agua fría, pues el calentador se había estropeado ese mismo fin de semana.
Sin embargo, cuando Livia cumplió tres años pudieron celebrar una tradicional fiesta infantil con suelos recién acuchillados, paredes pulidas y empapeladas y escaleras y barandillas reparadas y enceradas. Y en el primer cumpleaños de Gabriel, la casa estaba prácticamente reformada.
En la actualidad la casa parecía de nuevo una mansión de fin de siglo, y podían entregarla en buen estado, a no ser por las hojas del jardín y el césped sin cortar. Sus nuevos propietarios iban a ser los Stenberg: una pareja en la treintena, sin hijos, que trabajaban en Estocolmo, pero no querían vivir en el centro.
Joakim detuvo el coche en la entrada de grava y dio marcha atrás de forma que el remolque quedara junto al garaje. Se apeó y miró alrededor.
Toda la manzana estaba en silencio. Los únicos vecinos cuya casa quedaba a la vista eran los Hesslin. Lisa y Michael Hesslin se habían hecho buenos amigos de Katrine y Joakim; pero esa tarde sus coches no estaban en la entrada. Habían pintado la fachada el verano anterior, en esa ocasión de amarillo. Cuando la revista Vackra villor hizo un reportaje sobre ella la tenían pintada de blanco.
Joakim volvió la cabeza y miró hacia la valla de madera y la entrada de grava de Äppelvillan.
Pensó sin querer en Ethel. Había pasado casi un año, pero aún recordaba sus gritos.
Junto a la valla, un estrecho sendero conducía a una arboleda. Aquella noche, nadie vio a Ethel recorrerlo, aunque fuera el camino más corto para llegar al lago.
Se encaminó hacia la casa y levantó la vista hacia la blanca fachada. El color aún conservaba su lustre, y Joakim recordó todos y cada uno de los largos brochazos que había dado cuando la pintara, con finas capas de aceite de linaza, hacía dos veranos.
Introdujo la llave en la cerradura, abrió y entró. Al cerrar tras de sí, permaneció inmóvil.
Tras la mudanza había limpiado, y el suelo aún aparecía libre de polvo. Todos los muebles, alfombras y cuadros habían desparecido del recibidor y de los salones: pero permanecían los recuerdos. Eran muchos. Durante más de tres años, Katrine y él se habían dejado la piel en aquella casa.
Las habitaciones que lo rodeaban estaban en completo silencio, pero en su interior él podía oír el eco de los martillazos y sierras. Se quitó los zapatos y entró en el recibidor. Aún flotaba en el aire un ligero olor a productos de limpieza.
Recorrió las habitaciones, quizá fuera la última vez que lo hacía. En el piso de arriba, en uno de los dos cuartos de invitados, se detuvo en el umbral durante unos segundos. Una pequeña habitación con una sola ventana. Papel pintado blanco brillante y el suelo desnudo. Allí había dormido Ethel mientras vivió con ellos.
En el sótano aún quedaban unas cuantas cosas, las que no habían cabido en el camión de la mudanza. Joakim bajó la empinada y estrecha escalera y comenzó a recogerlas: un sillón, unas cuantas sillas, un par de colchones, una pequeña escalera y una jaula polvorienta, recuerdo de William el periquito, muerto hacía unos años. No habían tenido tiempo de limpiar allí, pero encontró la aspiradora. La encendió y la pasó rápidamente por el suelo de cemento pintado y luego, con una bayeta, quitó el polvo de armarios y molduras.
De esta manera, la casa quedó casi vacía e impecable.
A continuación reunió todos los utensilios de limpieza —aspiradora, cubos, productos varios y bayetas— y los dejó al pie de la escalera del sótano.
En el cuarto de carpintería, a la izquierda, aún colgaban de la pared muchas de sus herramientas de reserva. Joakim empezó a colocarlas en una caja de mudanza. Martillo, limas, alicates, taladradoras, escuadras, destornilladores. Quizá los destornilladores modernos fueran mejores, pero no eran tan sólidos como los antiguos.
Pinceles, serruchos de punta, nivel, metro… Sostenía un cepillo en la mano cuando de pronto oyó que se abría la puerta principal en el piso de arriba. Enderezó la espalda y aguzó el oído.
—¿Hola? —dijo una voz de mujer—. ¿Kim?
Era Katrine, y parecía preocupada. Oyó cómo cerraba la puerta de la calle tras sí y entraba en el recibidor.
—¡Aquí abajo! —gritó—. En el sótano.
Volvió a aguzar el oído, pero no obtuvo respuesta.
Avanzó hacia la escalera del sótano y siguió escuchando. Al ver que arriba todo permanecía en silencio, subió apresuradamente al tiempo que comprendía lo improbable que sería ver a Katrine en el recibidor.
No había nadie. El lugar estaba tan desierto como a su llegada, hacía media hora. Y la puerta de la calle seguía cerrada.
Se acercó a ella e hizo un intento de abrirla. No estaba cerrada con llave.
—¿Hola? —gritó hacia el interior de la casa.
Ninguna respuesta.
Durante los siguientes diez minutos Joakim recorrió la vivienda habitación por habitación, a pesar de saber que no encontraría a Katrine por ninguna parte. Era imposible, su esposa se encontraba en Öland.
¿Por qué habría cogido el coche y conducido tras él hasta Estocolmo, sin ni siquiera llamar antes?
Había oído mal. Tenía que haber oído mal.
Miró el reloj. Las cuatro y diez. Casi había anochecido al otro lado de la ventana.
Sacó su móvil y marcó el número de Åludden. Katrine ya debería haber regresado a casa después de recoger a Livia y Gabriel.
Sonaron seis señales, luego siete y ocho. No hubo respuesta.
La llamó al móvil. No obtuvo respuesta.
Intentó no preocuparse mientras recogía las últimas herramientas y muebles y lo cargaba todo en el remolque. Pero cuando acabó, apagó las luces de la casa y cerró con llave, cogió de nuevo el teléfono y marcó un número local.
—Westin.
Su madre siempre sonaba preocupada al responder, pensó Joakim.
—Hola, mamá, soy yo.
—Hombre, Joakim. ¿Estás en Estocolmo?
—Sí, pero…
—¿Cuándo vendrás?
Percibió su alegría al oír que era él, e igual de clara su desilusión cuando le dijo que no podría pasar a visitarla esa noche.
—¿No puedes? ¿Ha ocurrido algo?
—No, qué va —contestó enseguida—. Pero creo que es mejor que regrese a Öland hoy. Tengo el cuadro de Ramble en el portaequipajes y muchas herramientas en el remolque. No quiero dejarlo en la calle durante la noche.
—Vaya —dijo Ingrid en voz baja.
—Mamá…, ¿te ha llamado Katrine hoy?
—¿Hoy? No.
—Bien —dijo enseguida—. Solo era curiosidad.
—¿Cuándo tienes previsto volver por aquí?
—No lo sé —respondió—. Ahora vivimos en Öland, mamá.
Nada más colgar, llamó de nuevo a Åludden.
Ninguna respuesta aún. Eran las cuatro y media. Arrancó el coche y salió a la calle.
Lo último que Joakim hizo antes de conducir hacia el sur fue entregar las llaves de Äppelvillan a la inmobiliaria. Ahora Katrine y él carecían de toda propiedad en Estocolmo.
Cuando se incorporó a la autopista, la salida hacia los suburbios de las afueras se encontraba en plena hora punta, y tardó cuarenta y cinco minutos en dejar la capital. Cuando el tráfico finalmente se volvió más fluido eran las seis menos cuarto, y Joakim se detuvo en un aparcamiento cerca de Södertälje para llamar a Katrine de nuevo.
Sonaron cuatro señales, después descolgaron el auricular.
—Tilda Davidsson.
Era la voz de una mujer, aunque el nombre le resultó desconocido.
—¿Hola? —dijo Joakim.
Tenía que haberse equivocado de número.
—¿Quién es? —preguntó la mujer.
—Soy Joakim Westin —contestó lentamente—. Vivo en la finca de Åludden.
—Comprendo.
Ella no dijo nada más.
—¿Están mi mujer y mis hijos ahí? —preguntó entonces.
Una pausa al teléfono.
—No.
—¿Y tú quién eres?
—Soy policía —contestó Tilda Davidsson—. Quisiera que…
—¿Dónde está mi mujer? —la interrumpió él.
De nuevo una pausa.
—¿Dónde se encuentra usted, Joakim? ¿Está aquí, en la isla?
La agente tenía una voz joven y algo tensa, y no le inspiró gran confianza.
—Estoy en Estocolmo —dijo—. O saliendo de allí, me encuentro a las afueras de Södertälje.
—¿Así que viene de camino hacia Öland?
—Sí —contestó—. He ido a recoger las últimas cosas de nuestra casa de Estocolmo. —Quería parecer lúcido y conseguir que la mujer respondiera a sus preguntas—. ¿Me puede decir que ha ocurrido? ¿Le ha pasado…?
—No —lo interrumpió ella—. No puedo decirle nada. Pero lo mejor será que venga lo antes posible.
—¿Le ha…?
—No sobrepase el límite de velocidad —le recomendó la policía, y colgó.
Joakim permaneció sentado, con el móvil en silencio pegado a la oreja y mirando fijamente el aparcamiento desierto. Coches con las luces encendidas y conductores solitarios pasaban zumbando por la autopista.
Puso la primera, salió a la carretera y continuó hacia el sur, conduciendo veinte kilómetros por encima del límite de velocidad. Pero empezó a ver imágenes de Katrine y los niños diciéndole adiós con la mano frente a la casa de Åludden, y salió de la carretera y detuvo de nuevo el coche.
Esa vez sonaron solo tres señales.
—Davidsson.
Joakim no se preocupó por saludar o presentarse.
—¿Ha ocurrido un accidente? —preguntó.
La policía guardó silencio.
—Tiene que contármelo —insistió él.
—¿Está conduciendo? —quiso saber la mujer.
—Ahora no.
Se hizo el silencio durante unos segundos, y después llegó la respuesta:
—Alguien se ha ahogado.
—¿Hay algún… muerto? —preguntó Joakim.
La agente volvió a quedarse callada y luego respondió como si recitara una letanía aprendida:
—No damos nunca esa información por teléfono.
Era como si el pequeño aparato que sujetaba en la mano pesara cien kilos, los músculos de su brazo derecho temblaban mientras lo sostenía.
—Esta vez tendrá que hacerlo —dijo despacio—. Quiero que me dé un nombre. Si alguien de mi familia se ha ahogado, tiene que decirme quién es. Si no, seguiré llamando.
De nuevo se hizo el silencio.
—Un momento.
La mujer dejó el teléfono y se ausentó durante lo que a Joakim le parecieron varios minutos. Temblaba dentro del coche. Luego algo chirrió en el auricular.
—Tengo un nombre —dijo la agente en voz baja.
—¿De quién se trata?
La voz de ella sonaba mecánica, como si recitara de memoria.
—La accidentada se llama Livia Westin.
Joakim contuvo la respiración y agachó la cabeza. Tan pronto como oyó el nombre deseó alejarse de aquel instante, alejarse de aquella noche.
La accidentada.
—¿Hola? —dijo la policía.
Joakim cerró los ojos. Deseaba taparse los oídos y silenciar todos los sonidos.
—¿Joakim?
—Sí, estoy aquí —respondió—. He oído el nombre.
—Bien, entonces podemos…
—Tengo una pregunta más —la interrumpió—. ¿Dónde están Katrine y Gabriel?
—Están en casa de los vecinos, en la granja.
—Entonces voy para allá. Salgo ahora mismo. Dígale…, dígale a Katrine que voy de camino.
—Nos quedaremos aquí toda la noche —contestó la agente—. Alguien le estará esperando.
—De acuerdo.
—¿Quiere que venga un sacerdote? Yo podría…
—No es necesario —la cortó él—. Nos apañaremos.
Joakim apagó el teléfono, puso en marcha el coche y se incorporó rápidamente a la carretera.
No quería hablar con ningún policía ni ningún sacerdote, solo deseaba estar junto a Katrine.
Estaba en la granja de los vecinos, le había dicho la mujer policía. Tenía que tratarse de la gran casa al sur de Åludden, la de las vacas pastando en las praderas de la playa: pero no tenía su número de teléfono, ni siquiera sabía cómo se llamaba la familia que vivía allí. Al parecer, Katrine se relacionaba con ellos. Pero ¿por qué no lo había llamado ella misma? ¿Estaría conmocionada?
De pronto, Joakim comprendió que estaba pensando en la persona equivocada.
Ya no veía nada. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas y tuvo que detenerse en el arcén, encender las luces de emergencia y apoyar la frente sobre el volante.
Cerró los ojos.
Livia los había abandonado. Aquella misma mañana había estado escuchando un cuento en el asiento de atrás del coche.
Se sorbió los mocos y miró por la ventanilla. La carretera estaba a oscuras.
Joakim pensó en Åludden, y en los pozos.
Debía de tratarse de un pozo. ¿Acaso no había encontrado una tapadera de uno en el jardín?
Viejos pozos con tapaderas partidas: ¿por qué no había mirado si existía alguno en su terreno? Livia y Gabriel habían corrido libremente por la finca. Debería haber hablado con Katrine sobre los riesgos que podía haber.
Ahora era demasiado tarde.
Tosió y arrancó el Volvo de nuevo. Ya no se detendría más.
Katrine lo esperaba.
Al regresar a la carretera, se le representó el rostro de su mujer frente a él. Todo comenzó cuando ambos se conocieron en aquella visita a un apartamento. Luego había llegado Livia.
Responsabilizarse del bebé había sido un gran paso. Querían tener hijos, pero no tan pronto. Katrine quería hacer las cosas en el orden correcto. Habían pensado vender el apartamento y comprarse una casa en las afueras de la ciudad antes de tener descendencia.
Recordó las horas que habían pasado sentados en la cocina, hablando en voz baja de Livia.
—¿Qué podemos hacer? —había dicho Katrine.
—Me encantaría cuidar de ella —había respondido Joakim—. Aunque no estoy seguro de que sea el momento perfecto.
—No es perfecto —había replicado su mujer, irritada—. Al contrario. Pero es el momento en el que nos encontramos.
Finalmente, se decidieron por Livia. Compraron también la casa y tres años más tarde Katrine se quedó embarazada. Gabriel fue planeado, a diferencia de su hermana.
Y justo como Joakim había pronosticado, le encantó ver crecer a su hija. Le gustaba su voz clara, su energía y su curiosidad.
«Katrine».
¿Cómo se sentiría ahora? En su cabeza lo había llamado; él la había oído.
Cambió de marcha y pisó el acelerador. Con el remolque detrás, el coche no podía mantener la velocidad máxima, pero casi.
Lo más importante era llegar cuanto antes a la finca, a Öland; a casa, con su mujer y su hijo. Necesitaban estar juntos.
El claro rostro de Katrine flotaba en la oscuridad frente al coche. La podía ver.