Tilda Davidsson estaba sentada en el pasillo de la residencia de Marnäs, sosteniendo la bolsa de la grabadora, al otro lado de la puerta de la habitación de Gerlof, su anciano pariente. No se encontraba sola; un poco más allá, en un sofá del pasillo, se habían sentado dos señoras de pelo cano que quizá esperaran el café de la tarde.
Las mujeres hablaban sin parar, y Tilda no tuvo más remedio que escuchar el murmullo de su conversación.
Conversaban en un tono descontento y preocupado, con una larga serie de prolongados suspiros.
—Sí, se pasan el día viajando —dijo la mujer más cercana a Tilda—. Un viaje al extranjero tras otro. Cuanto más lejos, mejor.
—Así es, no se privan de nada —añadió la otra—, así viven…
—Sí, y cuando compran cosas… tienen que ser caras —apuntó la primera—. La semana pasada, llamé a mi hija pequeña y me dijo que su marido y ella van a comprarse un coche nuevo. «Pero si tenéis un buen coche», dije. «Sí, pero este año todos los vecinos se han cambiado el suyo», respondió.
—Sí, hay que comprar y comprar sin parar.
—Ya. Y tampoco llaman por teléfono.
—No, no… Mi hijo nunca llama, ni siquiera el día de mi cumpleaños. Siempre soy yo quien llama, y entonces no tiene tiempo para hablar. Siempre está a punto de salir a alguna parte, o si no están dando algo interesante en la televisión.
—Sí, también compran televisores todo el tiempo, y tienen que ser bien grandes…
—Y neveras nuevas.
—También cocinas.
Tilda no tuvo tiempo de oír más, porque la puerta de la habitación de Gerlof se entreabrió.
Este tenía algo encorvada su larga espalda y las piernas le temblaban un poco, pero sonrió a Tilda de manera desenfadada y a ella su mirada le pareció más despierta que cuando se habían visto el invierno pasado.
Gerlof, que había nacido en 1915, celebró su ochenta cumpleaños en la casa de verano de Stenvik. Sus dos hijas estuvieron presentes: Lena, la mayor, con su marido y sus hijos, y Julia, la hermana pequeña, con su nuevo marido y los tres hijos de este. Ese día el reumatismo de Gerlof lo mantuvo recluido en el sillón toda la tarde. Pero ahora la recibía de pie en el umbral, apoyado en su bastón; vestía chaleco y pantalones de tela de gabardina.
—Bien, ya se ha acabado el pronóstico del tiempo —dijo en voz baja.
—Perfecto.
Tilda se levantó. Había tenido que esperar a que Gerlof terminara de escuchar la información meteorológica. Tilda no comprendía por qué le daba tanta importancia —no era probable que fuera a salir con aquel frío—; seguramente había adquirido esa costumbre en su época de capitán de barco en el mar Báltico.
—Pasa, pasa.
Le tendió la mano desde el otro lado del umbral: Gerlof no era una persona que abrazara a la gente. Tilda ni siquiera le había visto palmearle el hombro a nadie.
Sintió la aspereza de su mano al estrechar la suya. Gerlof había empezado a trabajar en el mar a los quince años y, a pesar de que llevaba en tierra más de veinticinco, aún tenía callos en las manos de todas las maromas de las que había tenido que tirar, de todas las cajas que había levantado y de todas las cadenas que habían arañado su piel.
—¿Qué tiempo hará? —preguntó ella.
—No preguntes. —Gerlof suspiró y se sentó con dificultad en una de las sillas junto a la mesa del café—. Han cambiado de nuevo la hora de emisión, así que me he perdido el parte local. Pero hará más frío en Norrland, así que seguramente aquí también. —Dio un desconfiado vistazo al barómetro que había junto a la estantería y luego miró por la ventana el árbol sin hojas, y añadió—: Este año tendremos un invierno duro, frío y anticipado. Se puede ver en la claridad con que brillan las estrellas por la noche, sobre todo la Osa Mayor. Y también por el verano.
—¿El verano?
—Un verano húmedo significa un invierno riguroso —contestó él—. Eso lo sabe todo el mundo.
—Yo no —reconoció Tilda—. Pero ¿eso es importante para nosotros?
—Sí, claro. Un invierno largo y duro influye en muchas cosas. La navegación por el Báltico, por ejemplo. El hielo retrasa los barcos y las ganancias son menores.
Tilda entró en la habitación y vio los recuerdos de la época marinera de Gerlof. De las paredes colgaban fotografías de sus barcos en blanco y negro, las placas con el nombre de los mismos estaban relucientes y los documentos de navegación enmarcados. También tenía pequeñas fotografías de sus difuntos padres y esposa.
«El tiempo no transcurre aquí dentro», pensó Tilda.
Se sentó frente a él y colocó la grabadora sobre la mesa del café. Después conectó el cable con el micrófono de mesa.
Gerlof lo miró del mismo modo en que había mirado el barómetro. La grabadora no era grande, y Tilda observó cómo él desviaba la mirada desde el aparato hasta ella.
—Entonces, ¿solo vamos a hablar? —preguntó—. ¿De mi hermano?
—Entre otras cosas —respondió Tilda—. Es sencillo, ¿no?
—Pero ¿por qué?
—Bueno, para conservar los recuerdos y las historias… antes de que desaparezcan —dijo ella, y enseguida añadió—: Vivirás muchos años más, Gerlof. No me refería a eso. Quiero grabar para estar segura. Papá no me contó gran cosa del abuelo antes de morir.
Él asintió.
—Podemos hablar. Pero cuando se graban las cosas, uno tiene que tener cuidado con lo que dice.
—No te preocupes —contestó Tilda—. Siempre podemos borrar la cinta.
Gerlof había aceptado la grabación casi sin pensarlo cuando ella lo llamó en agosto y le contó que se mudaría a Marnäs, pero ahora parecía que la grabadora lo inquietara.
—¿Está encendida? —preguntó en voz baja—. ¿La cinta está rodando?
—No, todavía no —respondió Tilda—. Ya te avisaré.
Pulsó el botón de grabación, controló que la cinta empezara a girar y asintió con la cabeza alentando a Gerlof.
—Bien…, entonces comenzamos. —Tilda se irguió y le pareció que, al hacerlo, su voz adquiría un timbre más tenso y solemne—. Soy Tilda Davidsson y me encuentro en Marnäs con Gerlof, el hermano de mi abuelo Ragnar, para hablar de la vida en Marnäs de nuestra familia…, y la de mi abuelo.
Gerlof se inclinó hacia el micrófono y la corrigió con voz clara:
—Mi hermano Ragnar no vivía en Marnäs. Vivía junto al mar, a las afueras de Rörby, al sur de Marnäs.
—En efecto, Gerlof… ¿Qué recuerdos guardas de Ragnar?
Él dudó unos segundos.
—Muchos buenos recuerdos —dijo por fin—. Durante los años veinte, pasamos la infancia juntos en Stenvik, pero después elegimos oficios completamente distintos…, Regnar se compró una pequeña casa y se convirtió en campesino y pescador, y yo me mudé a Borgholm y me casé. Y compré mi primer barco.
—¿Os veías con frecuencia?
—Bueno, cuando regresaba a casa después de una temporada en el mar, un par de veces al año. En Navidad y en alguna ocasión durante el verano. Generalmente, Ragnar venía a la ciudad para visitarnos.
—¿Entonces celebrabais una fiesta?
—Sí, sobre todo en Navidad.
—¿Cómo era?
—Éramos muchos, pero era divertido. Comíamos muchísimo. Arenques, patatas, jamón, pies de cerdo y kroppkakor. Y Ragnar, por supuesto, siempre traía anguilas, ahumadas y encurtidas, y grandes cantidades de bacalao remojado…
Cuanto más hablaba, más se relajaba. Y Tilda también.
Siguieron charlando durante media hora. Pero tras contar una larga historia sobre un incendio en un molino de Stenvik, Gerlof alzó la mano hacia ella y la agitó débilmente. Tilda comprendió que estaba cansado y apagó enseguida la grabadora.
—Muy bien —dijo—. Te acuerdas de muchísimas cosas, Gerlof.
—Sí, aún recuerdo las historias familiares, las he oído tantas veces. Contar historias es bueno para la memoria. —Miró la grabadora—. ¿Crees que se ha grabado algo?
—Sí, claro.
Tilda rebobinó y pulsó el botón de play. La voz grabada de Gerlof sonaba apagada, un poco temblorosa y monótona, pero se oía claramente.
—Bien —dijo él—. Será algo que los investigadores de la cultura popular podrán escuchar.
—Es sobre todo para mí —replicó Tilda—. Yo no había nacido cuando el abuelo se ahogó, y a papá no se le daba bien contar historias de la familia. Así que siento curiosidad.
—Eso pasa con los años. Cuando uno tiene más pasado a sus espaldas empieza a interesarse más por sus raíces —dijo Gerlof—. Lo he notado también en mis hijas… ¿Cuántos años tienes?
—Veintisiete.
—¿Y ahora vas a trabajar en Öland?
—Sí. Mi año de prácticas ha terminado.
—¿Cuánto tiempo te quedarás?
—Ya veremos. Por lo menos hasta el próximo verano.
—Fantástico. Está bien que los jóvenes vengan aquí y encuentren trabajo. ¿Y vives aquí, en Marnäs?
—Tengo un estudio en un edificio de la plaza. Desde él se divisa la costa sur…, casi puedo ver la casa del abuelo.
—Ahora es propiedad de otra familia —dijo Gerlof—, pero podemos ir a visitarla. Y también mi casa de Stenvik, claro.
Tilda abandonó la residencia de Marnäs a las cuatro y media pasadas, con la grabadora en la mochila.
Después de que se hubiese abrochado la chaqueta y hubiese entrado en el camino que conducía al centro de Marnäs, pasó un joven con una ruidosa motocicleta azul claro. Tilda negó con la cabeza, mirándolo, para mostrarle lo que pensaba de la gente que conducía demasiado rápido, pero él ni la miró. Se había alejado en menos de veinte segundos.
En otro tiempo, Tilda creía que los quinceañeros con moto eran el no va más. Hoy día le parecían mosquitos: pequeños e irritantes.
Se ajustó la mochila y emprendió el camino a Marnäs. Pensó pasar por el trabajo, aunque en realidad no empezaba hasta el día siguiente, y luego continuar hasta su apartamento y seguir desembalando. Y llamar a Martin.
El petardeo del motor no se había apagado del todo tras ella, y ahora volvía a aumentar. El joven motociclista había dado la vuelta en algún lugar junto a la iglesia y regresaba al pueblo.
Esta vez, se vio obligado a adelantar a Tilda por la acera. Redujo un poco la velocidad, pero luego aceleró al máximo e intentó pasarla. Ella clavó la mirada en él y se interpuso en su camino. La motocicleta se detuvo.
—¿Qué pasa? —la increpó el muchacho por encima del estruendo del motor.
—No se puede circular en moto por la acera —contestó ella alzando también la voz—. Es conducción indebida.
—Sí, claro. —El muchacho asintió—. Pero se va más deprisa por aquí.
—Y también puedes atropellar a alguien.
—Vaya —respondió el chico, y le lanzó una mirada de hastío—. ¿Vas a llamar a la policía?
Tilda negó con la cabeza.
—No, no lo voy a hacer, pero…
—Hace tiempo que aquí no hay policía —la interrumpió él dando gas—. Cerraron hace dos años. No hay un solo policía en el norte de Öland.
Ella se cansó de intentar hablar por encima del ruido del motor. Se inclinó hacia delante y tiró del cable de la bujía. La moto se silenció al punto.
—Ahora sí lo hay —dijo en voz baja y tono calmado—. Yo soy policía.
—¿Tú?
—Hoy es mi primer día.
El muchacho la miró fijamente. Tilda sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta, la abrió y mostró su carnet. Él lo miró un buen rato, y luego le dirigió una mirada respetuosa.
La gente siempre miraba de manera diferente a una persona si sabía que era policía. Cuando Tilda vestía de uniforme, hasta ella misma se veía distinta.
—¿Cómo te llamas?
—Stefan.
—Qué más.
—Stefan Ekström.
Ella sacó su cuaderno del bolso y anotó el nombre.
—Esta vez será solo un aviso, pero la próxima habrá multa —anunció—. Tu moto está trucada. ¿Has limado la culata?
Él asintió.
—Entonces tendrás que bajarte y empujarla hasta casa —ordenó Tilda—. Luego tendrás que arreglar el motor para que sea legal.
Stefan se apeó.
Caminaron en silencio hacia la plaza.
—Diles a tus amigos que la policía ha regresado a Marnäs —dijo Tilda—. La próxima moto trucada será multada y confiscada.
El chico asintió de nuevo. Ahora que lo habían pillado, parecía verlo como una especie de mérito.
—Tienes un arma, ¿verdad? —preguntó al llegar al pueblo.
—Sí —respondió ella—. Guardada bajo llave.
—¿Qué modelo?
—Una Sig Sauer.
—¿Le has disparado a alguien?
—No —dijo Tilda—. Y no pienso usarla aquí.
—Vale.
Stefan pareció decepcionado.
Había quedado con Martin en que llamaría a las seis, antes de que él regresara a casa. Hasta entonces, tenía tiempo para pasar por su nuevo lugar de trabajo.
La nueva comisaría se encontraba en una calle lateral, a un par de manzanas de la plaza, con el escudo de la policía encima de la puerta aún recubierto de plástico blanco.
Tilda se sacó las llaves de la oficina del bolsillo de la chaqueta. Las había recogido el día anterior en la comisaría de Borgholm, pero cuando fue a abrir, vio que no estaba cerrado. Oyó voces masculinas al otro lado de la puerta.
La comisaría constaba de una sola estancia sin recepción. Tilda recordaba vagamente, de cuando de pequeña visitó Marnäs, que allí había una tienda de caramelos. Las paredes estaban desnudas, las ventanas no tenían cortinas y el suelo de madera carecía de alfombras.
Dentro había dos hombres de mediana edad, con chaquetas y zapatos de calle. Uno de ellos vestía un uniforme azul oscuro, el otro iba de civil y llevaba un anorak verde. Guardaron silencio y volvieron lentamente la cabeza hacia Tilda, como si los hubiera interrumpido en medio de un chiste inoportuno.
Ella había visto antes a uno de ellos, el que vestía de civil: era el comisario Göte Holmblad, el jefe de la policía de proximidad. Llevaba el pelo gris muy corto y esbozaba una permanente sonrisa; pareció reconocerla.
—Hola, hola —dijo—. Bienvenida al nuevo distrito.
—Gracias. —Le tendió la mano a su jefe y se volvió hacia el otro hombre, de pelo negro ralo, cejas pobladas y unos cincuenta años—. Tilda Davidsson.
—Hans Majner. —El apretón de manos de Hans fue duro, seco y corto—. Supongo que tendremos que trabajar aquí juntos.
No sonaba muy convencido de que fuera a ir bien, pensó ella. Abrió la boca para contestar, pero Majner continuó:
—Al principio yo no estaré mucho por aquí. Pasaré de vez en cuando, pero trabajaré sobre todo desde Borgholm. Mantendré mi despacho allí —concluyó, y sonrió al jefe de la policía de proximidad.
—Vaya —dijo Tilda, y comprendió de repente que iba a ser la única policía del norte de Öland—. ¿En un proyecto especial?
—Sí, se puede llamar así —respondió Majner, y miró por la ventana hacia la calle, como si viera algo sospechoso allí fuera—. Se trata de drogas, claro. Esa mierda llega a la isla al igual que a todas partes.
—Esta será tu mesa, Tilda —dijo Holmblad, que se había acercado a la ventana—. También se instalarán ordenadores, fax…, y allí una unidad de radio móvil. De momento tendréis que apañaros con el teléfono.
—De acuerdo.
—Además no estarás mucho aquí, en la oficina, al contrario —añadió Holmblad—. Esa es la idea de la reforma de la policía local: tenéis que salir y ser vistos. Os dedicaréis a las infracciones de tráfico, vandalismo, hurtos y robos. Investigaciones sencillas. Y delincuencia juvenil, claro.
—Eso se me da bien —dijo Tilda—. He parado una moto trucada de camino.
—Bien, bien. —El jefe de policía asintió—. Entonces ya has mostrado que aquí hay policía de nuevo. La semana próxima será la inauguración. La prensa está invitada. Periódicos, radio local… ¿Podrás asistir, verdad?
—Sí, claro.
—Bien, bien. Luego había pensado que sería…, bueno, sé que antes estuviste en Växjö, pero aquí en la isla el trabajo será un poco más independiente. Para bien y para mal. Tendrás más libertad para organizar tu jornada de trabajo como prefieras, pero también más responsabilidad… Se tarda media hora desde Borgholm y la comisaría de allí no está siempre abierta. Así que si ocurre algo puede pasar un tiempo antes de que recibas ayuda.
Ella asintió.
—En la Escuela Superior de Policía practicábamos con frecuencia situaciones con refuerzos retrasados. Mis profesores tenían mucho cuidado…
Majner sonrió desde su mesa.
—Los profesores de la Escuela Superior no están muy al día —dijo—. Hace tiempo que no trabajan en la calle.
—En Växjö eran muy competentes —replicó Tilda enseguida.
Se sentía como cuando iba en la fila de atrás de la furgoneta antidisturbios; se esperaba de ella que cerrara la boca y dejara hablar a los mayores. Odiaba eso.
Holmblad la miró y dijo:
—Es importante que tengas en cuenta las largas distancias que hay en la isla antes de decidir enfrentarte sola a una situación de peligro.
Ella asintió.
—Espero poder afrontar todos los problemas.
El jefe de policía abrió de nuevo la boca, quizá para continuar con su sermón; pero entonces sonó el teléfono que colgaba de la pared.
—Yo contesto —dijo, y dio unos pasos hacia la mesa—. Puede ser de Kalmar.
Cogió el auricular.
—Comisaría de Marnäs, Holmblad.
Luego escuchó.
—¿Qué? —preguntó.
Volvió a guardar silencio.
—Vaya —dijo por fin—. Tendremos que ir a echar un vistazo.
Colgó el auricular.
—Era de Borgholm. La central de emergencias ha recibido aviso de un accidente mortal en el norte de Öland.
Majner se levantó de su mesa vacía.
—¿Cerca de aquí?
—En los faros de Åludden —contestó Holmblad—. ¿Sabéis dónde quedan?
—Åludden está al sur —respondió Majner—. A unos siete u ocho kilómetros de aquí.
—Entonces tendremos que coger el coche —dijo el jefe de policía—. La ambulancia está en camino… Al parecer, se trata de un ahogado.