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El barco dentro de la botella era una pequeña obra de arte, pensó Henrik: una fragata de tres mástiles con velas de tela blanca, casi quince centímetros de largo tallados en una sola pieza de madera. Cada vela tenía un cabo de hilo negro, y todas estaban atadas y aseguradas con pequeñas piezas de madera de balsa. El barco, con los mástiles tumbados, había sido introducido con cuidado en la vieja botella de ron con la ayuda de un alambre de acero y unas pinzas y empujado a un azulado mar de masilla. Después, con agujas de hacer punto dobladas, se habían levantado los mástiles y desdoblado las velas. Por último, la botella se había sellado con un corcho lacrado.

Seguro que todo ello había costado semanas de trabajo, pero los hermanos Serelius lo destrozaron en un par de segundos.

Tommy Serelius tiró la botella desde la estantería de forma que el cristal estalló en afiladas esquirlas en el pulido suelo de parqué de la casa. El barco aguantó la caída, pero debido al impulso continuó por el suelo un par de metros. Lo detuvo la bota de Freddy, el hermano pequeño. Lo iluminó con curiosidad durante un par de segundos con la linterna, después levantó el pie y aplastó el barco por completo con tres fuertes pisotones.

—¡Trabajo en equipo! —exclamó luego.

—Odio esa jodida artesanía —dijo Tommy, que se rascó la mejilla y le dio una patada a los restos del barco que había en el suelo.

Henrik, el tercer hombre presente en la casa, salió de uno de los dormitorios donde había estado buscando cosas de valor en un armario. Vio los restos del barco y negó con la cabeza.

—¡Dejad de romper cosas, joder! —exclamó en voz baja.

A Tommy y a Freddy les gustaba el ruido del cristal al romperse, de la madera al despedazarse; Henrik se había percatado de ello la primera noche de trabajo, cuando se metieron en media docena de casas de verano cerradas al sur de Byxelkrok. A los hermanos les gustaba destrozar; de camino al norte, Tommy había atropellado a un gato blanco y negro de ojos brillantes que se encontraba al borde de la carretera. La rueda derecha hizo un ruido sordo cuando la furgoneta pasó por encima del gato, y al segundo siguiente ambos hermanos estallaron en risas.

Henrik nunca rompía nada, para entrar en las casas levantaba la ventana con cuidado. Pero una vez dentro, los Serelius se volvían unos vándalos. Arrojaban el mueble bar al suelo, tiraban los vasos y los platos. También rompían los espejos. En cambio, los jarrones de cristal de Småland hechos a mano se salvaban, ya que podían venderse.

Por lo menos, eso no afectaba a los insulares. Desde el principio, Henrik había decidido que solo elegiría casas que fueran propiedad de gente del continente.

A Henrik no le gustaban los hermanos Serelius, pero tenía que cargar con ellos: como cuando unos parientes llegan de visita para quedarse una noche y después se niegan a partir.

Aunque Tommy y Freddy no eran de la isla y ni siquiera eran amigos o parientes suyos. Eran amigos de Morgan Berglund.

Habían llamado a la puerta de su pequeño apartamento de Borgholm a finales de septiembre, a las diez de la noche, cuando estaba a punto de acostarse. Al abrir, se encontró con dos jóvenes de su misma edad, anchos de espaldas y con el pelo al rape. Ambos saludaron con la cabeza y entraron en el recibidor sin pedir permiso. Olían a sudor, a aceite y a asiento sucio de automóvil, y el hedor se esparció por el apartamento.

—Hubba bubba, Henke —dijo uno de ellos.

Llevaba puestas unas grandes gafas de sol. Resultaba cómico, pero no era una persona de la que reírse. Tenía largas marcas rojas en las mejillas y la barbilla, como si alguien lo hubiera arañado.

—¿Qué tal? —preguntó el otro, más alto y más ancho de espaldas.

—Bien —contestó él, despacio—. ¿Quiénes sois?

—Tommy y Freddy. Los hermanos Serelius. Joder, ¿no nos conoces, Henrik? Seguro que sí.

Tommy se recolocó las gafas y se rascó con fuerza la mejilla. Ahora Henrik sabía de dónde provenían los arañazos: no había tenido una pelea, se los causaba él mismo.

Luego, los hermanos se dieron una vuelta por el pequeño apartamento y se dejaron caer sobre el sofá, frente al televisor.

—¿Tienes patatas fritas? —preguntó Freddy.

Puso las botas sobre la mesa de cristal de Henrik. Cuando se desabrochó el anorak, dejó al descubierto una barriga cervecera bajo una camiseta azul claro que ponía «SOLDIER OF FORTUNE FOREVER».

—Tu amigo Mogge te manda saludos —dijo Tommy, el hermano mayor, y se quitó las gafas. Era algo más delgado que Freddy, miraba fijamente a Henrik esbozando una media sonrisa y llevaba una bolsa de cuero en la mano—. A Mogge se le ocurrió que podríamos pasar por aquí.

—Por Siberia —añadió Freddy, que había cogido el bol con patatas fritas que Henrik había sacado.

—¿Mogge? ¿Morgan Berglund?

—El mismo —respondió Tommy, y se sentó en el sofá junto a su hermano—. Sois amigos, ¿no?

—Lo éramos —replicó Henrik—. Mogge se mudó.

—Lo sabemos, está en Dinamarca. Trabajaba ilegalmente en un casino de Copenhague.

—Repartía cartas —dijo Freddy.

—Hemos estado por Europa —prosiguió Tommy—. Durante casi un año. Uno se da cuenta de que Suecia es pequeña de cojones.

—Un jodido patio —añadió Freddy.

—Primero estuvimos en Alemania. En Hamburgo y en Dusseldorf, nos lo pasamos de puta madre. Después nos fuimos a Copenhague, donde también lo pasamos bien. —Tommy echó un vistazo alrededor—. Y ahora estamos aquí.

Asintió y se llevó un cigarrillo a los labios.

—Aquí no se puede fumar —señaló Henrik.

Pensó en cuál sería la razón por la que los hermanos Serelius habrían abandonado las grandes ciudades europeas —donde se lo habían pasado tan cojonudamente— y habían regresado a un lugar tan poco poblado de Suecia. ¿Se habrían peleado con la persona equivocada? Tal vez.

—No podéis quedaros aquí —anunció, y miró la habitación—. Como veis, no tengo sitio.

Tommy se había guardado el cigarrillo. Parecía no escuchar.

—Somos satanistas —dijo—. ¿Te lo habíamos dicho?

—¿Satanistas? —repitió Henrik.

Los dos hermanos asintieron.

—¿Adoradores del diablo? —inquirió Henrik sonriendo.

Tommy no sonrió.

—No adoramos a nadie —respondió—. Satanás representa la fuerza del hombre, eso es en lo que creemos.

The force —añadió Freddy acabándose las patatas.

—Exactamente —dijo Tommy—. Might makes right, ese es nuestro lema. Cogemos lo que queremos. ¿Conoces a Aleister Crowley?

—No.

—Un gran filósofo —apuntó Tommy—. Crowley veía la vida como una lucha constante entre los fuertes y los débiles. Entre los listos y los tontos. Donde los más fuertes y los más listos siempre ganan.

—Tiene su lógica —contestó Henrik, que nunca había sido religioso. Tampoco pensaba empezar a serlo entonces.

Tommy siguió estudiando el apartamento.

—¿Cuándo se fue? —preguntó.

—¿Quién?

—Tu chica. La que puso cortinas, flores secas y todas esas chorradas. No has sido tú, ¿verdad?

—Se marchó en primavera —reconoció Henrik.

Lo asaltó un involuntario recuerdo de Camilla leyendo tumbada en el sofá donde ahora se sentaban los hermanos Serelius. Comprendió que Tommy era más listo de lo que aparentaba: se fijaba en los detalles.

—¿Cómo se llamaba?

—Camilla.

—¿La echas de menos?

—Como a la mierda de perro —contestó al momento—. Sea como sea, no os podéis quedar aquí…

—Tranquilo, vivimos en Kalmar —apuntó Tommy—. Ya nos hemos instalado, pero pensábamos trabajar aquí, en Öland. Así que necesitaremos un poco de ayuda.

—¿Con qué?

—Mogge nos contó a lo que os dedicabais durante el invierno. Nos contó sobre las casas de veraneo…

—Vaya.

—Dijo que no te importaría empezar de nuevo.

«Gracias, Mogge», pensó Henrik. Se había peleado con Morgan a la hora de repartir el dinero antes de que este se largara: quizá esa fuera su forma de vengarse.

—Fue hace mucho tiempo —dijo—. Cuatro años…, y en realidad solo lo hicimos durante dos inviernos.

—¿Y? Mogge dijo que os fue bien.

—Nos fue bien —confirmó Henrik.

Casi todos los robos salieron bien, pero un par de veces fueron descubiertos por los vecinos y tuvieron que huir saltando los muros de piedra como ladrones de manzanas. Siempre fijaban de antemano al menos dos vías de escape, una a pie y otra en coche.

—A veces no había nada de valor… —prosiguió—, pero una vez encontramos un mueble, era antiguo de cojones. Una arquimesa alemana del siglo dieciocho. En Kalmar nos dieron treinta y cinco mil coronas por ella.

Mientras hablaba le invadía el fervor, casi la nostalgia. Tenía mucho talento para forzar puertas y ventanas sin romperlas. Su abuelo había sido carpintero en Marnäs y había estado igual de orgulloso que él de sus conocimientos.

Pero también recordaba lo enervante que le resultaba conducir por el norte de Öland una noche tras otra. En invierno hacía un frío helador, tanto a la intemperie como dentro de las casas cerradas. Y las urbanizaciones de veraneo estaban deshabitadas y en silencio.

—Las casa viejas son como mercadillos —comentó Tommy—. Entonces, ¿te apuntas? Te necesitamos para encontrar los caminos.

Henrik guardaba silencio. Pensó que quien llevaba una vida triste y predecible debía de ser también triste y predecible. Y él no deseaba serlo.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo? —preguntó Tommy.

—Quizá —respondió él.

—Eso suena a un sí.

—Quizá.

—Hubba bubba —exclamó Tommy.

Henrik vaciló mientras asentía.

Deseaba ser excitante, llevar una vida excitante. Ahora que Camilla se había ido, las tardes eran tristes y las noches vacías, y sin embargo dudó. Lo que lo llevó a abandonar los robos no fue el peligro a ser detenido, se trataba de otra clase de miedo.

—El campo es muy oscuro —dijo.

—Eso suena bien.

—Oscuro de cojones —añadió Henrik—. En los pueblos no hay farolas y la electricidad de las casas suele estar cortada. Apenas se ve nada.

—Ningún problema —contestó Tommy—. Ayer robamos unas linternas en una gasolinera.

Henrik asintió despacio. Las linternas contrarrestaban la oscuridad, aunque solo en parte.

—Tengo un cobertizo que podríamos utilizar como almacén hasta que encontremos un comprador adecuado —dijo.

—Perfecto —asintió Tommy—. Entonces, solo tenemos que dar con la casa adecuada. Mogge dijo que tú conocías buenos sitios.

—Conozco unos cuantos —respondió—. Forma parte de mi trabajo.

—Danos las direcciones y nosotros controlaremos que sean seguras.

—¿Cómo?

—Le preguntaremos a Aleister.

—¿Qué has dicho? —preguntó Henrik.

—Solemos hablar con Aleister Crowley —dijo Tommy, y colocó la bolsa sobre la mesa. La abrió y sacó una pequeña caja plana de madera oscura—. Nos ponemos en contacto con esto.

Henrik observó en silencio mientras el otro abría la caja y la colocaba sobre la mesa. En el interior había letras, palabras y números grabados a fuego en la madera. Estaba todo el alfabeto, números del cero al nueve y las palabras «SÍ» y «NO». A continuación, Tommy sacó un pequeño vaso de la bolsa.

—Jugué a eso cuando era niño —comentó Henrik—. El espíritu del vaso, ¿verdad?

—Y una mierda, esto va en serio. —Tommy colocó el vaso sobre el tablero de madera—. Es un tablero de güija.

—¿Uija?

—Así se llama —contestó Tommy—. La madera proviene de la tapa de un viejo féretro. ¿Puedes apagar la luz?

Henrik sonrió para sí, pero se acercó al interruptor.

Los tres se sentaron alrededor de la mesa. Tommy posó el dedo meñique sobre el vaso y cerró los ojos.

En la habitación se hizo el silencio. El mayor de los Serelius se rascó lentamente el cuello y aparentó escuchar algo.

—¿Quién está ahí? —preguntó—. ¿Eres tú, Aleister?

Durante unos segundos no pasó nada. Luego, el vaso comenzó a moverse bajo el dedo de Tommy.

Al día siguiente al anochecer, Henrik condujo hasta el cobertizo de su abuelo para ponerlo en orden.

La pequeña cabaña de madera estaba pintada de rojo y se hallaba en una pradera, a una decena de metros de la playa, junto a otros dos cobertizos propiedad de veraneantes, y vacíos desde mediados de agosto. Allí nadie los molestaría.

Había heredado el cobertizo del abuelo Algot. Mientras este vivía, solían salir al mar varias veces durante el verano, tendían las redes y luego pasaban la noche en el cobertizo, para levantarse a las cinco y recoger la pesca.

Cuando se encontraba allí, en el Báltico, echaba de menos esos días, era una pena que su abuelo hubiera muerto. Algot siguió con la carpintería y la pequeña construcción después de jubilarse y hasta su último ataque cardíaco pareció satisfecho con su vida, a pesar de no haber salido de la isla más que un par veces.

Henrik abrió el candado del cobertizo y observó la oscuridad. Allí dentro todo estaba más o menos como cuando murió su abuelo, hacía seis años. Las redes colgaban de las paredes, el banco de carpintero seguía allí, igual que la estufa de hierro oxidada en un rincón. Camilla había querido limpiar el cobertizo y pintarlo de blanco, pero a Henrik le parecía bien dejarlo como estaba.

Apartó los bidones de aceite, las cajas de herramientas y el resto de cosas que había por el suelo de madera y cogió una lona para tapar la mercancía robada. A continuación, fue por el muelle cercano hasta el cabo, donde respiró el aroma a algas y agua salada. Al norte vio elevarse del mar los dos faros de Åludden.

En el embarcadero se encontraba su barca a motor, un fueraborda, y al mirarla vio que la lluvia había inundado el fondo. Bajó hasta ella y empezó a achicar el agua.

Mientras tanto, pensó en lo sucedido la noche anterior, cuando los hermanos Serelius y él se sentaron en la cocina y realizaron una sesión de espiritismo. O lo que fuera.

El vaso sobre el tablero se había movido y respondió a todas las preguntas, pero seguro que era Tommy quien lo movía. Tenía los ojos cerrados, pero de vez en cuando debía de mirar a escondidas para hacer que el vaso acabara en el lugar correcto.

Resultó que el espíritu Aleister apoyaba de todo corazón sus planes de robo. Cuando Tommy le preguntó sobre Stenvik, la propuesta de Henrik, el vaso se movió hacia el , cuando inquirió si había cosas de valor en las casas de por allí, recibió la misma respuesta: «».

Finalmente, Tommy había preguntado:

—Aleister, ¿qué te parece… podemos confiar los unos en los otros?

El pequeño vaso permaneció inmóvil unos segundos. Luego se movió lentamente hacia el «NO».

Tommy soltó una carcajada, corta y ronca.

—Eso está bien —dijo, y miró a Henrik—, porque yo no confío en nadie.

Cuatro días después, Henrik y los hermanos Serelius realizaron el primer viaje al norte, a la zona residencial que él había elegido y Aleister, el espíritu, había aprobado. Allí solo había casas cerradas, negras como boca de lobo en la oscuridad.

Cuando forzaban una ventana y entraban en una vivienda no iban en busca de cosas pequeñas y caras (sabían que ningún veraneante era tan tonto como para dejar dinero, relojes de marca o cadenas de oro en su casa durante el invierno). Pero algunas cosas eran demasiado pesadas para llevárselas al acabar las vacaciones: aparatos de televisión, equipos de música, botellas de alcohol, cartones de cigarrillos y palos de golf. Y en los cobertizos de los jardines se podían encontrar motosierras, bidones de gasolina y taladradoras.

Después de que Tommy y Freddy destrozaran el barco de la botella y Henrik hubiera dejado de mascullar, se dividieron y prosiguieron la búsqueda de tesoros.

Henrik se dirigió a las habitaciones pequeñas. La parte delantera de la casa daba al estrecho y a la costa rocosa, y a través de una ventana panorámica vio que una luna creciente, blanca como la nieve, colgaba sobre el mar. Stenvik era uno de los pueblos de pescadores que había en la costa oeste de la isla, desierta durante el invierno.

Cada habitación lo recibía en silencio; no obstante, Henrik sintió que el suelo y las paredes lo vigilaban. Por eso se movía con cuidado, sin desordenar nada.

—¿Hola? ¿Henke?

Era Tommy, Henrik respondió.

—¿Dónde estás?

—Aquí, en la cocina… Hay una especie de oficina.

Henrik siguió su voz a través de la pequeña cocina. Tommy se hallaba junto a una pared, en un cuarto sin ventanas, y señalaba con la mano derecha enguantada.

—¿Qué te parece esto?

No sonreía —casi nunca lo hacía—, pero tenía la vista fija en la pared, con la expresión de alguien que quizá ha hecho un gran descubrimiento. Miraba un gran reloj de madera oscura y números romanos tras la esfera de cristal.

Henrik asintió.

—Sí…, puede valer algo. ¿Es antiguo?

—Eso creo —respondió Tommy, y abrió el cristal—. Si tenemos suerte, quizá sea una antigüedad. Debe de ser alemán o francés.

—No funciona.

—Habrá que darle cuerda. —Cerró el cristal y gritó—: ¡Freddy!

Pasados unos segundos, apareció su hermano, arrastrando los pies por la cocina.

—¿Qué?

—Echa una mano aquí —dijo Tommy.

Freddy era el que tenía los brazos más largos. Descolgó el reloj de los clavos y lo bajó. Después, Henrik lo ayudó a cargarlo.

—Venga, saquémoslo de aquí —ordenó Tommy.

La furgoneta estaba aparcada cerca de la casa, entre las sombras en la parte trasera.

En los laterales llevaba el rótulo «FONTANERÍA KALMAR». Tommy había comprado las letras de plástico y las había pegado. No existía tal empresa en Kalmar, pero por la noche resultaba menos sospechoso un vehículo de empresa que una vieja furgoneta anónima.

—La semana que viene abrirán una comisaría en Marnäs —anunció Henrik mientras pasaban el reloj a través de la ventana forzada del porche.

Aquella noche apenas corría aire, pero hacía frío.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Tommy.

—Lo leí en el periódico.

Oyó la ronca risa de Freddy en la oscuridad.

—Vaya. Entonces se acabó —dijo Tommy—. Lo mejor será que los llames y nos delates a los dos, así tendrás una rebaja en la condena.

Bajó el labio inferior y mostró los dientes, esa era su manera de reír.

Henrik sonrió en la oscuridad. Había miles de casas de veraneo en la isla, la policía no podría vigilarlas todas, y además, los agentes casi siempre trabajaban de día.

Introdujeron el reloj en la furgoneta. En ella tenía ya una bicicleta estática, dos grandes jarrones de piedra caliza tallada, un aparato de vídeo, un pequeño motor fueraborda, un ordenador con impresora y un televisor con altavoces.

—¿Nos vamos? —preguntó Tommy al cerrar la puerta trasera del vehículo.

—Sí…, creo que no nos dejamos nada.

Sin embargo, Henrik fue hasta la casa para cerrar la ventana forzada. Cogió un par de lascas de pizarra del suelo y las metió en el marco de madera para mantener la ventana en su sitio.

—Venga, vámonos —gritó Tommy tras él.

A los hermanos les parecía una pérdida de tiempo cerrar tras un robo. Pero Henrik sabía que podían pasar meses antes de que alguien regresara a la casa, y si dejaban la ventana abierta, la lluvia y la nieve estropearían los muebles.

Cuando Henrik se hubo sentado en el asiento del copiloto, Tommy puso en marcha el vehículo. Luego, apartó un trozo del panel de la puerta e introdujo la mano. Allí guardaba el cristal —metanfetamina—, envuelto en pequeños pedazos de papel de cocina.

—¿Quieres otro? —le preguntó Tommy.

—No. Tengo suficiente.

Los hermanos habían traído la droga del continente, para venderla y para consumirla ellos mismos. El cristal le sentaba a Henrik como si le pusieran un cohete en el culo, pero si tomaba más de una dosis por noche, empezaba a temblar como el asta de una bandera y tenía dificultades para pensar con lógica. Sus pensamientos saltaban de un tema a otro y le resultaba imposible conciliar el sueño.

Él no era un drogadicto; aunque tampoco un tipo aburrido. Una dosis era suficiente.

Tommy y Freddy no parecían tener ese problema, o quizá planeaban pasar el resto de la noche sin dormir cuando regresaran a Kalmar. Se metieron los cristales en la boca con papel de cocina y todo, y se los tragaron con agua de una botella de plástico que había en el asiento trasero. Después, Tommy pisó el acelerador, dio la vuelta a la casa y salió al desierto camino vecinal.

Henrik consultó su reloj: eran casi las doce y media.

—Vayamos al cobertizo —dijo.

Al llegar a la carretera nacional, Tommy se detuvo obedientemente en la señal de stop, a pesar de que no pasaba ni un coche, y luego giró hacia el sur.

—Tuerce aquí —dijo Henrik diez minutos después, cuando apareció la señal de desvío a Enslunda.

No había nadie a la vista. El camino de grava terminaba en unos cobertizos y Tommy se acercó marcha atrás todo lo que pudo.

Junto al mar reinaba una oscuridad total, pero al norte parpadeaba el faro de Åludden.

Henrik abrió la puerta del coche y oyó el rumor de las olas. El sonido fluía desde el negro mar. Eso le hizo pensar en su abuelo. Había muerto precisamente allí hacía seis años. Algot tenía ochenta y cinco y estaba enfermo del corazón y, sin embargo, se levantó de la cama y cogió un taxi un ventoso día de invierno. El taxista lo dejó en el camino, y justo después tuvo que darle el infarto. Pero Algot consiguió llegar hasta el cobertizo, y allí, junto a la puerta, lo encontraron muerto.

—Tengo una idea —dijo Tommy, tras haber descargado la mercancía robada a la luz de las linternas—. Una propuesta. Escuchad y decidme qué pensáis.

—¿Qué?

Tommy no respondió enseguida. Se estiró hacia el interior de la furgoneta y tiró de algo. Parecía un gran gorro de lana negro.

—Conseguimos esto en Copenhague —explicó.

Después, iluminó la lana negra con la linterna y Henrik vio que no se trataba de un gorro.

Era un pasamontañas, con agujeros para los ojos y la boca.

—Mi propuesta es que la próxima vez nos pongamos esto —dijo Tommy—, y que pasemos de las casas de veraneo.

—¿Sí? ¿Y qué hacemos entonces?

—Casas habitadas.

Durante unos instantes, se hizo el silencio entre las sombras junto a la playa.

—Claro —asintió Freddy.

Henrik observó el pasamontañas sin decir nada. Pensaba.

—Lo sé…, el riesgo aumenta —prosiguió Tommy—. Pero las ganancias también. Nunca encontraremos dinero ni joyas en las residencias de verano…, solo en casas habitadas todo el año. —Guardó el pasamontañas en la furgoneta y añadió—: Por supuesto, tendremos que consultar con Aleister si todo está bien. Y elegiremos casas seguras, alejadas y sin alarma.

—Y sin perros —añadió Freddy.

—Claro. Tampoco ningún jodido perro. Y con los pasamontañas puestos nadie nos reconocerá —dijo Tommy, y miró a Henrik—. ¿Qué te parece?

—No sé.

En realidad, lo importante no era el dinero —ahora Henrik tenía un buen trabajo artesanal—; lo que buscaba era excitación. Huir de la rutina.

—No importa, lo haremos Freddy y yo solos —decidió Tommy—. Así tocaremos a más.

Henrik negó enseguida con la cabeza. Quizá no haría muchos más viajes con Tommy y Freddy, pero quería ser él quien decidiera cuándo acabar.

Pensó en el barco dentro de la botella que habían destrozado contra el suelo al comienzo de la noche y dijo:

—Seguiré con vosotros…, si nos lo tomamos con calma. Si nadie sale herido.

—¿A quién podríamos herir? —preguntó Tommy.

—A los dueños de las casas.

—Estarán durmiendo, joder…, y si alguien se despierta solo hablaremos en inglés. Entonces creerán que somos extranjeros.

Henrik asintió sin estar convencido del todo. Cubrió con la lona los objetos robados y cerró el cobertizo con el candado.

Se metieron en la furgoneta y condujeron hacia el sur de la isla, de vuelta a Borgholm.

Tardaron veinte minutos en llegar a la ciudad, donde hileras de farolas impedían el paso a la oscuridad otoñal. Pero las aceras estaban tan desiertas como la carretera nacional. Tommy redujo la velocidad y torció hacia el edificio en el que vivía Henrik.

—Bueno —dijo—, hasta la semana que viene. ¿Nos vemos el martes?

—Sí, claro…, pero pasaré por allí antes de eso.

—¿Te gusta andar por sitios deshabitados?

Henrik asintió.

—Vale —contestó Tommy—, pero que no se te ocurra hacer negocio con las cosas. Encontraremos un comprador en Kalmar.

—Eso espero —repuso Henrik, y cerró la puerta del vehículo.

Se encaminó hacia la entrada en penumbra y miró el reloj. La una y media. Aún era bastante temprano, y podría dormir en su cama solitaria durante cinco horas antes de que el reloj lo despertara para ir al trabajo.

Pensó en todas las casas de la isla donde dormía alguien. Los residentes del lugar.

Si pasaba algo, se largaría. Si alguien se despertaba durante el robo, entonces sencillamente se largaría. Los hermanos y el espíritu del vaso se las tendrían que arreglar solos.