Una voz clara gritó a través de las habitaciones en penumbra.
—¿Ma-má?
Él se sobresaltó a causa del grito. El sueño era como una cueva repleta de extraños ecos, cálida y oscura, y despertarse de pronto le resultó doloroso. Durante unos segundos, su conciencia no pudo atribuirse un nombre, un lugar; apenas algunos recuerdos y pensamientos confusos. ¿Ethel? No, Ethel no, sino… Katrine, Katrine. Y un par de ojos que parpadeaban desconcertados, buscando una luz en medio de toda aquella oscuridad.
Unos segundos más tarde, su propio nombre le vino de repente a la memoria: se llamaba Joakim Westin. Estaba tumbado en una cama de matrimonio, en Åludden, al norte de Öland.
Joakim estaba en casa. Vivía allí desde hacía veinticuatro horas. Katrine, su mujer, y sus dos hijos se habían instalado en el lugar hacía dos meses. Él acababa de llegar.
01.23. Los números rojos del radio-despertador eran la única luz en la habitación sin ventanas.
Ya no se oía el sonido que lo había despertado, pero sabía que era real. Había oído quejidos y lamentos apagados de alguien que dormía intranquilo en otra parte de la casa.
Un cuerpo inmóvil yacía junto a él en la cama de matrimonio. Era Katrine; dormía profundamente y se había acurrucado al borde del lecho, llevándose el edredón consigo. Le daba la espalda, pero podía ver los suaves contornos de su cuerpo y sentir su calor. Durante dos meses, ella había dormido allí sola, mientras Joakim seguía viviendo y trabajando en Estocolmo e iba de visita cada dos fines de semana. A ninguno de los dos le había gustado esa solución.
Alargó la mano hacia la espalda de Katrine, pero entonces volvió a oír una llamada.
—¿Ma-má?
Ahora reconoció la voz de Livia. Eso le hizo apartar el edredón y abandonar la cama.
La chimenea que se encontraba en un rincón del dormitorio aún despedía calor, pero al ponerse en pie notó helado el suelo de madera. Tenían que reparar y aislar aquel suelo al igual que habían hecho con el de la cocina y el de los cuartos de los niños, pero ese sería un proyecto de Año Nuevo. Podían comprar más alfombras para pasar el invierno. Y madera. Necesitaban encontrar leña barata para las chimeneas, pues el terreno carecía de bosque.
Katrine y él tendrían que comprar unas cuantas cosas para la casa antes de que llegara el frío de verdad; por la mañana harían una lista.
Joakim contuvo la respiración y escuchó. No se oía nada.
El albornoz colgaba del respaldo de una silla. Se lo puso en silencio encima del pijama, dio una larga zancada entre dos cajas de cartón de la mudanza y salió de la habitación.
Se equivocó en la oscuridad. En la casa de Estocolmo, siempre torcía a la derecha cuando se dirigía a las habitaciones de los niños, pero allí estas se encontraban a la izquierda.
El dormitorio de Joakim y Katrine era pequeño, uno más de la enorme red de cuartos de la casa. Nada más salir había un pasillo, con más cajas de cartón apiladas contra la pared, que acababa en un amplio recibidor con una hilera de ventanas. Estas daban al patio interior con suelo de piedra, flanqueado por dos alas.
La casa de Åludden daba la espalda a tierra y estaba orientada al mar. Joakim se acercó a la ventana del recibidor y miró hacia la costa, al otro lado de la valla.
Una luz roja titilaba allí abajo, procedente de los dos faros de los islotes. Los rayos de luz del faro sur se desparramaban sobre los montones de algas marinas y a lo lejos hacia el Báltico, mientras que el faro norte permanecía a oscuras. Katrine le había contado que nunca llegó a funcionar.
Oyó el silbido del viento alrededor de la casa y vio elevarse inquietas sombras junto a los faros. Las olas. Siempre le recordaban a Ethel, a pesar de que la causa de su muerte no habían sido las olas sino el frío.
Solo habían pasado diez meses.
Oyó de nuevo un sonido apagado en la penumbra, detrás de él, pero ya no era un quejido. Sonaba como si Livia hablara para sí misma en voz baja.
Joakim retrocedió por el pasillo. Atravesó con cuidado un ancho umbral de madera y entró en el dormitorio de su hija, que solo tenía una ventana y estaba oscuro como boca de lobo. Un estor verde con cinco cerditos color rosa que bailaban felices en círculo colgaba de la ventana.
—Vete… —dijo una clara voz de niña en la oscuridad—. Vete.
El pie de Joakim tropezó con un suave animalito de tela que había en el suelo, junto a la cama. Lo recogió.
—¿Mamá?
—No —respondió él—. Soy papá.
Oyó la débil respiración en la oscuridad y presintió los adormecidos movimientos del cuerpecito que yacía bajo el floreado edredón. Se inclinó sobre la cama.
—¿Estás dormida?
Livia levantó la cabeza.
—¿Qué?
Joakim puso el animal de tela sobre la cama, junto a ella.
—Foreman se había caído al suelo.
—¿Se ha hecho daño?
—No…, no creo que se haya despertado siquiera.
Ella pasó el brazo alrededor de su muñeco favorito, un animal de tela con dos piernas y cabeza de oveja que había comprado en Gotland el verano anterior. Mitad oveja, mitad hombre. Joakim había bautizado al extraño objeto como Foreman, en recuerdo del boxeador que un par de años antes había regresado al ring después de cumplir los cuarenta y cinco años.
Alargó la mano hacia la frente de Livia y se la acarició con cuidado. Tenía la piel tibia. Ella se relajó, dejó caer la cabeza sobre la almohada y luego lo miró de reojo.
—¿Llevas mucho rato aquí, papá?
—No —respondió Joakim.
—Había alguien aquí —dijo la niña.
—Era solo un sueño.
Livia asintió y cerró los ojos. Se quedó dormida.
Joakim se incorporó, giró la cabeza y vio de nuevo el débil brillo intermitente del faro sur a través del estor. Dio un paso hacia la ventana y lo levantó unos centímetros. La ventana daba al oeste y los faros no se veían desde allí, pero el resplandor rojo barría el campo vacío que había detrás de la casa.
La respiración de Livia se había vuelto acompasada: dormía profundamente. A la mañana siguiente no recordaría que él había estado en su habitación.
Echó un vistazo al cuarto del niño. Era el último dormitorio reformado; Katrine lo había empapelado y amueblado mientras Joakim se encargaba de limpiar la casa de Estocolmo tras la mudanza.
Todo estaba en silencio. Gabriel, de dos años y medio, yacía como un bulto inmóvil en su camita junto a la pared. Ese último año, el niño se acostaba a las ocho de la tarde y dormía casi diez horas seguidas. Un hábito así era la fantasía de cualquier familia con hijos pequeños.
Joakim se dio la vuelta y se alejó en silencio por el pasillo. La casa resonaba y se estremecía a su alrededor; los crujidos sonaban casi como pasos.
Cuando volvió a meterse en la cama, Katrine dormía profundamente.
Ese mismo día por la mañana, la familia había recibido la visita de un tranquilo y sonriente hombre de unos cincuenta años. Había llamado con los nudillos a la puerta de la cocina, en la parte norte de la casa. Joakim había abierto creyendo que era un vecino.
—Hola —saludó el extraño—. Soy Bengt Nyberg, del Ölands-Posten.
Nyberg llevaba una cámara colgada sobre su prominente estómago y un cuaderno en la mano. Joakim vaciló antes de estrecharle la mano.
—He oído que durante estas últimas semanas habían pasado unos cuantos camiones de mudanza en dirección a Åludden —dijo el periodista—, así que he pensado que la casa estaría habitada.
—Solo yo me acabo de mudar —respondió Joakim—. El resto de mi familia se instaló aquí hace tiempo.
—¿Se han mudado por etapas?
—Soy profesor —aclaró él—. No he tenido más remedio que trabajar hasta ahora.
Nyberg asintió.
—Comprenderá que tendremos que escribir algo sobre esto —dijo—. Publicamos una pequeña noticia sobre la venta de Åludden, y ahora la gente querrá saber quién la ha comprado…
—Descríbanos como una familia normal —contestó Joakim enseguida.
—¿De dónde son?
—De Estocolmo.
—Como la familia real —comentó el periodista, y miró a Joakim—. ¿Harán como el rey y solo vivirán aquí mientras haya sol y calor?
—No, viviremos aquí todo el año.
Katrine apareció en el recibidor y se colocó junto a su marido. Él la miró de reojo, ella asintió brevemente y entonces invitaron a Nyberg a entrar. Este traspasó el umbral lentamente, sin prisa.
Decidieron sentarse en la cocina, que con su nuevo mobiliario y el suelo de madera acuchillada era la estancia más reformada de la casa.
En agosto, mientras Katrine y el instalador de suelos ölandés trabajaron allí, encontraron algo interesante: un pequeño escondrijo debajo de las tablas del suelo, un cofrecillo de piedra caliza. En su interior, había una cuchara de plata y un mohoso zapato de niño. El instalador le había contado que se trataba de una ofrenda a la casa para asegurar a los habitantes de la misma muchos hijos y suficiente comida.
Joakim hizo café de puchero y Nyberg se sentó a la larga mesa de madera de encina. Abrió su bloc.
—¿Cómo empezó todo esto?
—Bueno…, nos gustan las casas de madera —dijo Joakim.
—Nos encantan —puntualizó Katrine.
—Pero debió ser un gran paso… comprar Åludden y mudarse de Estocolmo.
—Para nosotros no fue un gran paso —explicó Katrine—. Teníamos una casa en Bromma, pero queríamos cambiarla por otra en esta zona. Empezamos a buscar el año pasado.
—¿Por qué el norte de Öland? —preguntó Nyberg.
Esta vez fue Joakim el que respondió:
—Katrine se siente un poco ölandesa…, su familia vivió aquí.
Su mujer le lanzó una rápida mirada, y él supo lo que pensaba: si alguien tenía que hablar de su pasado, debía ser ella. Y a Katrine no le gustaba hacerlo.
—Vaya, ¿de dónde?
—De diferentes lugares —respondió ella sin mirar al periodista—. Mi familia se mudó muchas veces.
Joakim podría haber añadido que su esposa era hija de Mirja Rambe y nieta de Torun Rambe —lo que quizá hubiera hecho que Nyberg escribiera un artículo mucho más largo—, pero guardó silencio. Katrine y su madre apenas se hablaban.
—Yo soy un urbanita —dijo entonces—. Me crie en un edificio de ocho plantas en Jakobsberg, y el tráfico y el asfalto me parecían aburridísimos. Así que deseaba mudarme al campo.
Al principio Livia permaneció sentada sobre las rodillas de su padre, pero pronto se cansó de la conversación y salió corriendo de la cocina hacia su habitación. Gabriel, al que Katrine tenía en el regazo, saltó al suelo y siguió a su hermana.
Joakim lo oyó alejarse, sus pequeñas sandalias de plástico resonando en el suelo y recitó la misma cantinela que, durante los últimos meses, les había soltado a sus amigos y vecinos de Estocolmo:
—Sabemos que este es un lugar fantástico para los niños. Praderas y bosque, aire limpio y agua fresca. Nada de resfriados. Nada de coches contaminando con sus gases… Es un sitio perfecto para todos.
Nyberg escribió esas sabias palabras en su cuaderno. Luego dieron una vuelta por la planta baja de la casa, por las habitaciones reformadas y todas las estancias que aún tenían el papel de la pared estropeado, el techo parcheado y el suelo sucio.
—Las chimeneas son maravillosas —dijo Joakim, y señaló el suelo—: la madera está en muy buen estado… Solo hay que fregarlo de vez en cuando.
Quizá su entusiasmo por la casa fuera contagioso, pues, tras un rato, el periodista dejó de hacer preguntas para la entrevista y comenzó a mirar con curiosidad alrededor. También insistió en ver el resto de la vivienda, aunque Joakim prefería no recordar lo mucho que aún les quedaba por hacer.
—En realidad, no hay gran cosa que ver —apuntó—. Solo cuartos vacíos.
—Será solo un vistazo rápido —insistió el otro.
Al fin, Joakim cedió y abrió la puerta que llevaba al piso de arriba.
Katrine y Nyberg lo siguieron por la empinada escalera de madera hasta llegar al piso superior. Allí reinaba la penumbra, a pesar de que había una serie de ventanas que daban al mar, pero los cristales estaban cubiertos con planchas de conglomerado que apenas dejaban pasar pequeños rayos de luz.
El silbido del viento se oía claramente en la oscuridad del lugar.
—Aquí arriba el viento corre a sus anchas —comentó Katrine, e hizo una mueca—. La ventaja de esta ventilación es que la casa se ha mantenido seca: apenas tiene humedades.
—Vaya, eso está bien. —El periodista observaba el suelo de corcho abombado, el papel de la pared manchado y estropeado y las telarañas que colgaban de las vigas del techo—. Aún queda mucho trabajo por hacer.
—Sí, lo sabemos —asintió Katrine.
—Estamos deseando empezar —añadió Joakim.
—Seguro que quedará bien… —dijo Nyberg, y a continuación preguntó—: ¿Qué saben de esta casa?
—¿Se refiere a su historia? —inquirió Joakim—. No mucho, pero el agente inmobiliario nos contó algo. Se construyó a mediados del siglo diecinueve, al mismo tiempo que los faros. Pero luego se han hecho bastantes ampliaciones… El porche acristalado de la parte delantera parece ser del siglo veinte.
A continuación miró a Katrine con gesto interrogativo para ver si deseaba añadir algo más —quizá sobre cómo les fue a su madre y a su abuela cuando vivieron allí—, pero su mujer ni siquiera lo miró.
—Sabemos que los responsables y los guardas de los faros vivían en la casa con sus familias y el servicio —se limitó a decir Katrine—, así que ha correteado mucha gente por estas habitaciones.
Nyberg asintió y echó un vistazo general al sucio piso de arriba.
—No creo que demasiada durante los últimos veinte años —dijo—. Hace cuatro o cinco años, sirvió como centro de acogida de refugiados políticos, familias que habían huido de los Balcanes. Pero no se quedaron mucho tiempo. Es una pena que haya estado deshabitada…, es un lugar magnífico.
Comenzaron a bajar la escalera. De pronto, incluso las habitaciones más sucias de la planta baja parecían luminosas y acogedoras comparadas con las del piso de arriba.
—¿Sabe si tiene algún nombre? —preguntó Katrine, y miró al periodista—. ¿Lo sabe?
—¿Qué?
—Esta casa —contestó ella—. Siempre se llamó Åludden, pero eso es solo el nombre del lugar.
—Sí, Åludden en Ålgrundet, donde se reúnen las anguilas en verano… —dijo Nyberg como si recitara un poema—. No, no creo que la casa tenga nombre.
—En general, suelen tener uno —apuntó Joakim—. A nuestro hogar de Bromma lo llamábamos Äppelvillan.
—Esta casa no tiene nombre, por lo menos yo no lo conozco. —Nyberg acabó de bajar la escalera, y añadió—: Sin embargo, existen una serie de leyendas sobre ella.
—¿Leyendas?
—Yo he oído unas cuantas… Se dice que cuando alguien estornuda aquí, el viento sopla con más fuerza en Åludden…
Katrine y Joakim se echaron a reír.
—Entonces tendremos que quitar el polvo con frecuencia —bromeó ella.
—También circulan unas cuantas historias de fantasmas —añadió Nyberg.
Se hizo el silencio.
—¿Historias de fantasmas? —repitió Joakim—. El agente inmobiliario debería habernos avisado.
Estaba a punto de sonreír y negar con la cabeza, pero su mujer se adelantó:
—Los Carlsson, nuestros vecinos, me contaron unas cuantas cuando me invitaron a tomar café. Pero me dijeron que no las creyera.
—La verdad es que no nos queda mucho tiempo para fantasmas —señaló Joakim.
Nyberg asintió y dio unos pasos hacia el recibidor.
—No, pero cuando una casa se queda deshabitada durante un tiempo, la gente empieza a hablar —dijo—. ¿Podemos salir y tomar unas fotos, ahora que aún hay luz?
Bengt Nyberg finalizó la visita con un paseo por el césped y los caminos de piedra del patio. Inspeccionó rápidamente las dos alas: a un lado el enorme establo, cuya planta baja era de piedra caliza con la parte superior de madera pintada de rojo; al otro lado estaba la pequeña cabaña.
—Me imagino que también reformarán esto —dijo al echar un vistazo por la ventana polvorienta de la cabaña.
—Por supuesto —contestó Joakim—. La iremos arreglando poco a poco.
—¿Y luego la alquilarán en verano?
—Quizá. Habíamos pensado abrir un bed & breakfast dentro de unos años.
—A mucha gente en la isla se le ha ocurrido la misma idea —replicó Nyberg.
Lo último que hizo fue sacar una veintena de fotografías de la familia Westin sobre la explanada de hierba pajiza frente a la casa.
En el frío viento, Katrine y Joakim, de pie, miraron en la misma dirección, hacia los dos faros junto al agua. Joakim irguió la espalda cuando la cámara hizo clic y pensó en la casa de sus vecinos en Estocolmo, que había salido tres veces a doble página en la revista mensual Vackra villor del año pasado. Ellos se tendrían que conformar con un artículo en el Ölands-Posten.
Llevaba a Gabriel a hombros. El niño vestía un anorak verde que le iba demasiado grande, mientras Livia permanecía de pie entre Katrine y él, con un gorro blanco de lana calado hasta las cejas. Miraba a la cámara con recelo.
La casa de Åludden se alzaba tras ellos como un castillo de madera y piedra que vigilara en silencio.
Más tarde, cuando el periodista se hubo marchado, toda la familia bajó a la playa. El viento era más frío que en los días precedentes y el sol ya alcanzaba el tejado de la casa, detrás de ellos. El aire transportaba un aroma a algas marinas.
Bajar a la playa de Åludden era como llegar al fin del mundo, a la última etapa de un largo viaje, lejos de todo y de todos. A Joakim le gustaba esa sensación.
El nordeste de Öland parecía estar formado por un cielo enorme y una estrecha franja de tierra ocre. Los pequeños islotes semejaban arrecifes herbosos. La costa llana de la isla, con sus profundas calas y estrechos istmos, se sumergía imperceptiblemente en el agua formando un fondo poco hondo y regular de arena y barro, cuya profundidad aumentaba a medida que penetraba en el mar Báltico.
Un centenar de metros más allá, las blancas torres de los faros se alzaban hacia el cielo azul marino.
Los dos faros de Åludden. A Joakim le parecían artificiales los dos islotes sobre los que se asentaban, como si alguien hubiera colocado dos pilas de piedras y grava en el agua y las hubiera unido con grandes bloques de cemento. Desde la playa un largo espigón se extendía cincuenta metros al norte: un muelle ligeramente curvado de grandes piedras, casi con toda seguridad construido para proteger los faros de las tormentas de invierno.
Livia llevaba a Foreman bajo el brazo y de pronto echó a correr hacia el rompeolas de un metro de ancho que conducía a los faros.
—¡Yo también! ¡Yo también! —gritó Gabriel, pero Joakim le sujetaba con fuerza la mano.
—Iremos juntos —dijo.
Al cabo de una decena de metros, el rompeolas se bifurcaba sobre el mar, como una gran Y con dos brazos más estrechos que conducían uno a cada faro. Katrine gritó:
—¡Livia, no corras! ¡Cuidado con el agua!
La niña se detuvo, señaló hacia el gran faro del sur y gritó con una voz que apenas se oía a causa del viento:
—¡Es mi torre!
—¡La mía también! —gritó Gabriel tras ella.
—¡Y punto! —exclamó Livia.
Era su expresión favorita de ese otoño, algo que había aprendido en la guardería. Katrine se le acercó apresurada y señaló con la cabeza el faro norte.
—Entonces esa será la mía.
—De acuerdo, yo me encargaré de la casa —intervino Joakim—. Será coser y cantar si me echáis una mano de vez en cuando.
—Lo haremos —replicó Livia—. ¡Y punto!
La niña asintió entre risas, pero para Joakim no era una broma. Sin embargo, deseaba que llegara todo ese trabajo que iban a hacer el próximo invierno. Katrine y él intentarían encontrar empleo como profesores en la isla, y reformarían juntos la casa por las tardes y fines de semana. Ella ya había empezado.
Joakim se detuvo sobre la hierba, junto a la playa, y lanzó una mirada hacia los edificios a su espalda.
«Situada en un lugar aislado y tranquilo», como decía el anuncio.
Todavía no se había acostumbrado al tamaño de la casa; se elevaba en la cima de una leve pendiente herbosa, con sus esquinas blancas y sus paredes de madera roja. Dos hermosas chimeneas sobresalían del tejado como dos torres negras de hollín. Una cálida luz dorada brillaba en la ventana de la cocina y en el porche, mientras el resto de la casa permanecía a oscuras.
Todas las familias que habían vivido allí durante todos aquellos años habían desgastado paredes, umbrales y suelos: fareros, ayudantes de farero y asistentes, o como se llamaran. Todos habían dejado su huella en la casa.
«Recuerda que cuando nos mudamos a una vieja casa de madera, la casa también se muda a nosotros»; Joakim lo había leído en un libro sobre cómo reformar construcciones de madera. Pero ese no era su caso; ellos habían abandonado Bromma sin problema. Sin embargo, durante aquellos años sí era verdad que habían encontrado a algunas familias que cuidaban de sus casas como si de un hijo se tratara.
—¿Os apetece ir a los faros? —preguntó Katrine
—¡Sí! —exclamó Livia—. ¡Y punto!
—Las piedras pueden estar resbaladizas —apuntó Joakim.
No quería que sus hijos le perdieran el respeto al mar y bajaran solos a la playa. Livia apenas podía nadar unos cuantos metros y Gabriel aún no había aprendido.
Pero Katrine y Livia ya se dirigían de la mano por el camino de piedra que conducía al mar. Joakim cogió a Gabriel en brazos y las siguió cauteloso por los irregulares bloques de piedra.
No estaba tan resbaladizo como había pensado, solo eran rugosos e irregulares. En ciertos puntos, las olas los habían movido de su sitio y habían resquebrajado el cemento que los mantenía unidos. Ese día, el viento era suave, pero Joakim percibió el poder de las fuerzas de la naturaleza. Invierno tras invierno, con hielo a la deriva y fuertes tormentas: pese a todo, los faros habían aguantado.
—¿Qué altura tendrán? —inquirió Katrine, y observó la torre.
—No tengo nada con qué medirlas…, pero diría que unos veinte metros —repuso Joakim.
Livia dobló el cuello hacia atrás y miró a lo alto de su faro.
—¿Por qué no está iluminado?
—Se encienden cuando anochece —contestó Katrine.
—¿Aquel de allí no se enciende nunca? —preguntó Joakim, y retrocedió para alzar la vista hacia la torre norte.
—Me parece que no —respondió su mujer—. Desde que nos mudamos, siempre ha estado apagado.
Cuando el rompeolas se bifurcó, Livia eligió el lado izquierdo, alejándose del faro de su madre.
—¡Cuidado, Livia! —gritó Joakim, y bajó la vista al oscuro mar que quedaba por debajo del camino de piedras.
Quizá solo hubiera un par de metros de profundidad, pero no le gustaban las sombras ni la oscuridad de allí abajo. Sabía nadar bastante bien, aunque nunca había sido de esos que en verano se tiran alegremente al agua; ni siquiera en los días de mucho calor.
Katrine había llegado al islote y se acercó a la punta del mismo. Miró a ambos lados. Al norte solo se veían playas desiertas y bosquecillos, al sur praderas y, a lo lejos, cobertizos de pesca.
—Ni un alma —dijo—. Creía que por lo menos se verían algunas casas.
—Hay demasiados cabos e islotes en medio —apuntó Joakim. Señaló con la mano libre hacia la orilla norte—. Mirad. ¿Habéis visto?
Se trataba de los restos de un barco encallado a un kilómetro de distancia, en la costa rocosa; era tan antiguo que lo único que quedaba de él era un casco estropeado y tablones descoloridos por el sol. La embarcación había sido empujada hacia allí durante una tormenta invernal y lanzada a tierra, donde se quedó. El barco yacía tumbado de costado entre las rocas; el armazón que sobresalía le recordó a Joakim unas costillas gigantes.
—El pecio, sí —dijo Katrine.
—¿No vieron los faros? —preguntó él.
—A veces los faros no bastan…, sobre todo en una tormenta —respondió ella—. Livia y yo fuimos allí hace unas semanas. Buscábamos piezas bonitas de madera, pero ya se lo habían llevado todo.
La entrada al faro consistía en una bóveda de piedra de un metro de grosor con una pesada puerta de hierro, bastante oxidada, en la que apenas quedaban restos de la pintura blanca original. No había cerradura, solo una traviesa con un candado asimismo oxidado, y cuando Joakim tiró de la puerta para abrirla, esta no se movió ni un milímetro.
—He visto un llavero con llaves viejas en el armario de la cocina —comentó—. Tendremos que probarlas alguna vez.
—Si no, podemos hablar con capitanía marítima —apuntó Katrine.
Joakim asintió y retrocedió un paso. Los faros no entraban en el precio de la casa.
—Mamá, ¿los faros no son nuestros? —preguntó Livia cuando regresaron a la playa.
Parecía decepcionada.
—Sí —contestó Katrine—, en cierto modo. Pero no tenemos que encargarnos de ellos. ¿No es cierto, Kim?
Sonrió a su marido, y él asintió.
—Tenemos de sobra con la finca.
Katrine se había dado la vuelta en la cama mientras Joakim estaba en la habitación de Livia, y cuando él se metió de nuevo bajo el edredón, tanteó entre sueños con los brazos, buscándolo. Él notó el olor de ella y cerró los ojos.
Todo esto, solo esto.
La vida en la gran ciudad parecía finiquitada por completo. Estocolmo había encogido hasta convertirse en un punto gris en el horizonte, y los recuerdos de la búsqueda de Ethel se habían difuminado.
Paz.
Una vez más, se oyeron débiles quejidos desde la habitación de Livia, y Joakim contuvo la respiración.
—¿Mamá?
En esta ocasión, su grito sonó más alto que la vez anterior, y él soltó un cansado suspiro.
A su lado, Katrine levantó la cabeza y aguzó el oído.
—¿Qué? —masculló.
—¿Mamá? —gritó Livia de nuevo.
Katrine se sentó. A diferencia de Joakim, podía pasar del sueño a la vigilia en un par de segundos.
—Yo ya lo he intentado —dijo él en voz baja—. Creía que se había dormido, pero…
—Iré yo.
Katrine se levantó de la cama sin dudarlo, y se puso las zapatillas y la bata.
—¿Mamá?
—Ya voy, mocosa —murmuró.
Joakim pensó que eso no estaba bien. No estaba bien que cada noche Livia quisiera dormir con su madre a su lado. Era una costumbre que había comenzado el año anterior, cuando el sueño de la niña se tornó inquieto —quizá debido a Ethel—. Le costaba dormirse y solo lo hacía realmente tranquila cuando Katrine estaba a su lado. Hasta el momento, no habían conseguido que se acostumbrara a dormir sola una noche entera.
—Hasta luego, lover boy —dijo Katrine, y salió de puntillas de la habitación.
El deber de los padres. Joakim yacía en la cama y ya no se oía ningún ruido desde el cuarto de Livia. Katrine había tomado el relevo, y él se relajó y cerró los ojos. Sintió que volvía a dormirse.
La finca estaba en silencio.
La vida en el campo había comenzado.