XIII

Así murió Ezra ben Israel. Fue enterrado al lado de su padre poco más arriba del lugar donde el polvo de madame Ezra se mezclaba con la tierra china.

Éste era el pensamiento dominante en la imaginación de David mientras estaba frente a la abierta sepultura de su padre. Pensaba en su madre y en el ser fuerte que había sido. Había terminado la lucha que había sostenido toda su vida para mantenerse ella y toda su familia incontaminados. La muerte le había vencido. El aire del temprano atardecer era apacible sobre la colina, y David no dejaba de darse cuenta de la gran multitud que lo rodeaba para despedir a su padre. Casi se alegraba de que su madre no estuviera viva para ver cómo la amabilidad de los muchos amigos de Ezra había hecho de la ceremonia algo tan parecido al funeral de un dignatario chino, que habría sido difícil descubrir en él algo de su propio pueblo. Solamente en el corazón de David estaba presente el recuerdo de su origen. Comprendía por primera vez en su vida, por qué su madre había anhelado tan hondamente regresar a su tierra y ser enterrada allí. Ella sabía indudablemente —como sabía mucho más de lo que decía nunca—, que si moría en China, hasta sus mismas cenizas se perderían en el polvo de una tierra extraña. A cinco capas de profundidad yacían ciudades muertas bajo la tierra que pisaba; generación tras generación habían sido construidas en el antiguo país, y ninguna sepultura podía ser cavada bastante hondo como para escapar a aquella muerte antigua. Su padre y su madre estaban inexorablemente unidos al común suelo humano: ya nunca podrían pertenecer a un pueblo predestinado.

El canto de los sacerdotes budistas lo sobresaltó un momento. David intentó fervientemente negarse cuando el abad del Templo del Buda Dorado acudió a rendir sus respetos al muerto, y trató de reunir todo su valor para decirle que el budismo no era la religión de su padre. Con la mayor cortesía que pudo, trató de explicar al anciano sacerdote que no era adecuado permitir música budista ante la sepultura. Pero el abad replicó con gran dignidad:

—Vuestro padre, aunque extranjero, tenía un gran corazón y jamás se separó de ningún hombre. Nosotros deseamos honrarle con lo que tenemos, y no poseemos nada, excepto nuestra religión.

El lamento bajo y suave de los cantos rodaba sobre la ladera de la colina y se elevaba hacia el cielo. David meditaba, inclinada la cabeza y las manos cruzadas delante, mientras escuchaba. A su lado estaban sus hijos, vestidos, lo mismo que él, con tosca tela de saco. Hasta el más pequeño vestía igual. Detrás, su esposa lloraba respetuosamente, pero él sabía que se apoyaba en Peonía.

¡Peonía! De todos a cuantos quiso en su infancia, sólo quedaba ella. Pensaba en la hora, hacía tres días, en que le había dicho que la amaba. Lo que no se había atrevido decirle era cómo deseaba poseerla por entero. Se sentía incómodo al pensar en su anhelo, recordando la indignación de madame Ezra siempre que su padre la traía a la memoria que su propia madre había sido una concubina. Sin embargo, entre sus amigos, aquella gente que tan afectuosamente le trataba, ni una voz se elevaría contra él si quisiera hacer de Peonía su concubina. Lo felicitarían por su belleza y lo acogerían como uno de los suyos. Aun puede que ni su esposa se quejara… No lo haría, desde luego, porque Peonía era demasiado delicada y sus maneras no cambiarían nunca hacia su señora.

Sin embargo, aquella noche, cuando su corazón y su carne reclamaban con ansia a Peonía, había echado el cerrojo a la puerta de su dormitorio. Luego se obligó a sí mismo a leer un libro… ¿Qué casualidad hizo que su mano cayera sobre el Tora? Quedó espantado ante semejante coincidencia, permaneciendo sentado hora tras hora, leyendo, hasta que el grito de Peonía lo sobresaltó.

Su imaginación retrocedió rauda a la época en que Leah estaba viva y su corazón había temblado entre el amor y el miedo. Si Leah y él se hubiesen encontrado más tarde en la vida, después que el flujo de rebelión juvenil contra su madre hubiera pasado, quizá hubiera podido amarla. Pensaba en ella con un extraño pesar, recordando su belleza, su sencillez, la elevación de su espíritu orgulloso. Su muerte desesperada, de la que se acusaba, le había otorgado una fuerza en su memoria que no podía negar. Algo de Leah aún vivía en él, aunque no fuera sino un sueño de lo que no había sido jamás.

Sin embargo, le era difícil imaginar su vida sin Kueilan, y solamente con Leah… y Peonía… ¡Ah, pero Leah nunca habría tolerado a Peonía! Kueilan habría sido más generosa, y a él le agradaba esta generosidad. Sabía que si su madre hubiera estado viva en este momento, no habría reconocido ante ella su desilusión con respecto a su esposa. Se había casado con Kueilan por su linda cara y su redondeada carne lechosa, por sus ojos oscuros y sus manecitas, por su corazón tan libre, como el de un niño, del temor de Dios. Si tenía defectos de otro orden… Levantó la cabeza de repente y enderezó los hombros. ¡Quería reconocer la verdad! Con Peonía en su casa no había notado desidia alguna. Ella satisfacía plenamente su espíritu. Habían discutido acerca de sus hijos, sus negocios y todos sus problemas, y ella había cuidado de su comodidad y sus asuntos domésticos, evitándole preocupaciones. Su vida había sido buena.

Terminó el canto y oyó caer las primeras paletadas sobre el ataúd de su padre. El magistrado había hecho el presente de aquel ataúd, construido con un enorme leño de madera de ciprés, y tallado dorado. Kung Chen, de piel al otro lado de la sepultura, con las ropas de púrpura propias del luto secundario, se enjugaba los ojos. No había llorado en alto, como habían hecho los menos afectados, y aun ahora guardaba silencio, mientras la lágrimas seguían corriendo por sus mejillas. Había querido mucho a Ezra; el hecho de que no se hubiera fiado nunca enteramente de él no disminuía su cariño. Ningún hombre era perfecto, y a él le había divertido descubrir que ni siquiera la reunión entre sus familiares había logrado asegurarlo contra su amor al dinero. Pero en otros sentidos, Ezra había sido muy afectuoso. «Pudo verse tentado a engañarme, pero al menos no habría permitido jamás que otro me engañara», pensaba Kung Chen con dolor. Le apenaba sinceramente la idea de no volver a ver el rostro barbudo y de vivo color de su amigo. Sintió unos ojos fijos en él; levantó la vista y encontró la mirada de David a través de la sepultura.

David volvió a bajar la vista, y pensó que Kung Chen sería en lo sucesivo para él casi como un padre. Quería mucho al buen comerciante chino, y, sin embargo, la conciencia de su nueva aproximación lo sobresaltó. Quedaba cortada la última raíz con el pueblo de su madre. Allí estaba para siempre; pero, por desgracia, el recuerdo de aquella antigua conciencia se agitaba dentro de él.

Cuando al fin terminó el largo funeral, David volvió para casa, llevando esta punzada de la conciencia dentro de sí… Permanecía en él sólo para mantener vivos los vestigios de la antigua fe… o dejarlos morir.

Peonía se las había arreglado para llegar a casa temprano, y fue su cara lo primero que vio David cuando cruzó la puerta. Ella notó su consuelo.

—¡Ah, Peonía, vela por la casa! —murmuró—. Yo tengo que estar un momento solo.

—Déjalo todo a mí —respondió ella, con firmeza.

Se lo agradeció él con una afectuosa sonrisa en los ojos y asomándose a los labios. Pasó por su lado y se fue a sus habitaciones. Peonía tenía bastante quehacer con los niños; el más pequeño estaba llorando ruidosamente porque se sentía incómodo. Tomó al niño de brazos de la fatigada niñera y lo acalló en los suyos.

—Ve a cambiarte de ropa —le mandó a la mujer—. Cuando estés con la de siempre no tendrá tanto miedo.

Lo sostuvo ella y mimó con suaves palabras. Así había tenido que consolar a todo los hijos de David, porque eran sus únicos hijos. Todos sabían que no era su madre, y, sin embargo, en cierto modo era más fuerte que ella, una voz decisiva en su vida y un consuelo cuando su padre estaba de mal humor o durmiendo. Peonía no cambiaba jamás. Kueilan podía querer a sus hijos de un modo extravagante y hartarlos de dulces y caricias, apretones de manos y aspirar el olor de sus mejillas, pero también podía darles una manotada y regañarlos a gritos. Peonía estaba siempre amable, nunca demasiado afectuosa ni demasiado fría. Era la roca fundamental de sus vidas. El niño dejó de gritar y ella le quitó las ropas exteriores, lo secó y abrigo y le dio un poco de té fresco en una taza; cuando volvió la niñera, ya estaba alegre de nuevo.

Así iba Peonía de uno a otro, cuidando que cada niño quedara contento con alguna pequeña atención y entretenido en sus juegos. Guardaba un pequeño almacén de juguetes escondidos, bagatelas que compraba aquí y allá, siempre nuevos para los niños. Sacó alguno nuevo para cada uno a fin de ahuyentar la idea de la muerte.

—¿No volveremos a ver nunca al abuelo? —preguntó el mayor.

Peonía había sido la institutriz de los niños. Sentose, abrió un libro y los dos mayores apoyaron los codos sobre sus rodillas e intentaron leer. Se enorgullecía de su precocidad y los alababa sinceramente; así olvidaban la tristeza de la casa. El libro era uno que había encontrado en la estantería de madame Ezra. Hacía mucho tiempo que Peonía había clasificado estos libros y puesto algunos en la biblioteca y otros en el arca de las cosas íntimas de madame Ezra, con los chales, las joyas y emblemas sagrados que ya no le servían a nadie. Peonía se había dejado un librito escrito en sencillas palabras chinas que contaban la historia del pueblo de madame Ezra, cómo habían sido sometidos una vez en Egipto y luego puestos en libertad por un favorito de la reina, la cual tenía en sus venas algo de sangre extranjera. Esta misma historia la leían ahora con admiración los hijos de David.

—¿Dónde está Egipto? —preguntó uno.

—¿Por qué fue esclavo aquel pueblo? —preguntó el mayor, y volvió a insistir—: ¿Quién era ese Moisés que los puso en libertad?

A ninguna de aquellas preguntas podía contestar Peonía, así que les dijo:

—No es más que una historia que sucedió hace mucho tiempo.

Después que hubo guardado el libro y vigilado que los niños tomaran su cena y quedaran jugando, meditó íntimamente sobre estas cuestiones. Desde luego, alguien de la casa debería responder más adelante; de lo contrario cuando crecieran, no sabrían nada de sus antepasados, lo que estaría mal. Los antepasados son las raíces de toda casa y los niños son las flores; ambas no deben ser cortadas por separado. Tomó la resolución de sondear, cuando tuviera tiempo, los libros de madame Ezra con el objeto de descubrir por sí misma lo suficiente como para responder a las preguntas de los pequeños.

Debía acudir inmediatamente junto a su señora y ver si estaba conforme y con el espíritu sereno. Caía el crepúsculo y el aire era suave y agradable cuando cruzó los patios. La casa estaba muy tranquila y ella echaba de menos, con una especie de opresión, a quienes habían desaparecido. Pero las generaciones se suceden, y ahora David era el jefe y el mayor de la generación viva. De repente pensó en la puerta cerrada. Se había encerrado para defenderse de ella por primera vez en su vida. ¿Y si hubiera sido para precaverse de sí mismo? Sin embargo, era por ella. Nunca iría hacia él ahora. La puerta permanecería cerrada para siempre…, a no ser que él mismo descorriera el cerrojo.

Sin embargo, ella no había cambiado. Debía hacer mucho por él, más que nunca. Las comodidades y distracciones ya no eran suficientes. Debía estudiar qué añadiría para su provecho y pleno desarrollo. Su vida debía revestirse de la mayor dignidad, para que él pudiera encontrar fuerza y paz dentro de sí mismo. Levantó la cabeza al cielo por un momento. No había rezado una oración en su vida y no reconocía a su Dios, pero su corazón buscaba el cielo y se fijó en el pueblo de David, cuyo nombre recordaba que era Jehová.

«Dígnate oír la voz de uno que desconoces —oraba para sus adentros—. Ilumina mi espíritu, para que pueda servir con sabiduría al hombre que amo».

Se quedó quieta un momento esperando, pero no percibió ninguna señal. Los bambúes susurraban ligeramente en el aire casi silencioso, y en alguna parte de la ciudad la voz afligida de una mujer gritaba en la lejanía, llamando al hogar el espíritu de su hijo moribundo.

Dentro de la casa, Kueilan estaba sentada con gran dignidad. Era ya dueña, la señora mayor de la generación reinante. Se había repuesto de las incomodidades inherentes al funeral de la colina y estaba comiendo dulces y bebiendo té caliente con deleite. Incluso sus ojos ya no estaban rojos de llorar.

No obstante, cuando vio entrar a Peonía, inició un sollozo y dejó el pastel que estaba a punto de servirse.

—Echaré mucho de menos a nuestro querido señor mayor —dijo.

—Y lo mismo todos nosotros, señora —respondió serenamente Peonía. Vio que su señora estaba dispuesta a hablar, y se sentó a su lado, cruzando las manos.

—Era muy amable conmigo —se lamentó Kueilan—. Nunca le note aspereza ni mal humor alguno.

—No los tenía —convino Peonía.

Las lágrimas acudieron a los ojos de Kueilan.

—Era mejor que mi señor —declaró.

—Su señor es muy bueno, señora —dijo Peonía amablemente.

Las lágrimas de Kueilan se secaron de repente.

—Hay algo duro en el fondo de su corazón —replicó con energía—. Yo lo siento, y tú también lo notarías, Peonía, si no lo creyeras tan perfecto. Pero tú no estás casada con él y yo sí. Te digo que hay algo muy duro en su corazón…; lo veo a veces en sus ojos cuando me mira.

Peonía suspiró.

—Ya le he dicho señora, que a él le gusta verla siempre fresca y bella; a veces no quiere usted permitirme que la vista para cuando él llega, ni siquiera que le cepille el cabello. Y hay noches en que usted está cansada y no me deja que la bañe antes de irse a dormir. Esos dulces, señora… Usted sabe que a él nunca le ha gustado el olor de la grasa de cerdo, y éstos tienen mezcla de ella. ¿Por qué los come?

Con los años había aprendido Peonía a hablarle muy honradamente a la hermosa criaturilla que estaba sentada frunciendo el ceño delante de ella. Kueilan todavía era hermosa, aunque era cierto que una capa de suave gordura se estaba extendiendo sobre su elegante esqueleto, y se quejaba siempre de que le dolían los pies desde que Peonía le quitó los vendajes. Raras veces se movía si no era necesario, y le encantaban los dulces y los alimentos delicados.

Peonía se reía de su enojo.

—No me odie, señora, porque yo la quiero demasiado.

Kueilan se aferró a su disgusto todo lo que pudo, hasta que su propia risa le obligó a olvidarlo.

—Me reprendes demasiado —declaró—. Te digo, Peonía, que debes dejar de hacerlo. Yo soy la señora mayor ahora y debes obedecerme. No tienes ya derecho a decirme qué debo hacer.

La pequeña se enderezó y miró a Peonía con algo más que risa brillando en sus ojos negros.

Peonía vio esto con asombro y sorpresa. Caprichosa había sido siempre su ama, pero se la podía engatusar, embromar y hacerla reír. Si se volvía orgullosa y altanera, sin duda David perdería la paciencia con ella. El lazo que los unía era solamente corporal, y eso se podía romper fácilmente. David no era un hombre dominado por la sensualidad. Tenía pasión, pero mezclada con espíritu y cerebro; no podía separar en partes lo que constituía todo su ser. Mientras su mujer fuera bonita, afectuosa y de buen carácter en su presencia, podría retenerlo por los hilos que llegaban a su corazón. Pero que lo ofendiera en algo, y éstos serían muy débiles para sujetarlo. Ella no lo poseía.

Estas cosas las sabía Peonía. Disponía de bastante tiempo para meditar, y puesto que toda su vida estaba concentrada en aquella casa, había meditado acerca de cada una de las almas cobijadas bajo su techo, pero sobre todo había cavilado acerca de David. Se decía que ya había superado los celos y la esperanza, y que solamente le preocupaba que él recibiera de todas las fuentes lo que pudiera proporcionarle felicidad y bienestar.

Dominó su asombro ante el nuevo orgullo que descubrió en su ama.

—Usted sabe muy bien que lo hice todo por su señor y para darle gusto, señora —dijo tranquilamente. Paseose entonces por la habitación para ver si todo estaba preparado para la noche. Era la habitación de una dama, hecha para su señor, pero ella sabía cuando David la visitaba. Siempre había señales de su presencia por la mañana: su pipa, sus zapatillas, su pañuelo de seda blanco, un libro. Tales libros los examinaba con frecuencia. Al principio eran libros de poesía, pero después eran siempre libros de historia o de filosofía, páginas abstrusas que seguramente no podía leerle a su esposa. Desde que habían vuelto a casa, los libros procedían de la biblioteca de su madre, la que por primera vez estaba empezando a leer. El motivo, Peonía no lo comprendía, aunque cavilaba mucho acerca de qué cambio se habría operado en David para que en los últimos tiempos tuviera que recordar a sus antepasados.

Cuando hubo examinado la lámpara, quitado el polvo de la mesa, soltado las pesadas cortinas de sus ganchos de plata, cerrado las celosías de las ventanas para precaverse de las mariposas nocturnas y mosquitos, y quemado incienso para esparcir fragancia en el aire, salió silenciosamente de la habitación. Su señora todavía estaba sentada perezosamente al lado de la mesa.

—¿Quiere que la ayude a desnudarse, señora? —preguntó Peonía, al retirarse.

Kueilan meneó la cabeza.

—Es demasiado temprano para dormir —declaró imperiosamente—. Déjame sola un rato.

Peonía obedeció la orden y se retiró. Indudablemente la casa cambiaría mucho si su señora dirigía la vida diaria. Se detuvo en el tercer patio y quedose meditando. ¿Iría junto a David? Si no lo hacía, le parecería extraño. ¿Y si no la necesitaba? No, no debía ir. El recuerdo de la puerta cerrada se hizo presente. En lugar de hacerlo, se fue a un patio lateral en busca de Wang Ma; la encontró sentada en la cama, y al viejo Wang, cerca de ella, en una banqueta de bambú. Ambos estaban llorando.

Ella los había olvidado, en medio de sus obligaciones, porque conforme habían pasado los años, ellos habían ido atendiendo casi exclusivamente a Ezra, mientras que Peonía había servido a la generación siguiente. Estaban desolados. No trató de consolarlos, sino que tomó sus mangas y les enjugó los ojos, hasta que Wang Ma habló.

—Hermana, quiero pedirte un favor —dijo sollozando.

—Pide lo que quieras, hermana mayor —respondió Peonía.

—No tengo valor para quedarme más en esta casa, ni yo ni mi viejo. Iremos a la aldea a vivir con nuestro hijo mayor y con nuestros nietos. Háblale en nuestro nombre al nuevo amo.

Estaban tan desechos por la pena, que Peonía no tuvo valor para decir que había estado a punto de pedirles que fueran a servir a David en su lugar.

—Le hablaré tan pronto como él sea capaz de olvidar su pena durante una hora —prometió—; y consolaos vosotros dos, porque él no os negara nada. Pero ¿cómo me las arreglaré yo sola, hermana mayor? Siempre me he apoyado en usted.

—Ya no tengo interés por esta casa —replicó Wang Ma, y empezó a llorar de nuevo.

Peonía los dejo apesadumbrada y, llamando a un criado, lo mandó a ver si el amo quería comida o necesitaba algo, mientras ella se retiraba a sus habitaciones.

Era de noche, se sentía muy fatigada, y, desde luego, no veía claro el porvenir.

Ezra no había tenido tiempo para contarle a Kung Chen por qué razón David y su familia habían dejado tan de improviso la capital del Norte y luego, como si el duelo no fuese bastante, los barcos cargados con mercaderías de la India mandaron aviso de que habían llegado a puerto y que las mercaderías serían acarreadas por tierra. Pero como las guerras habían terminado hacía poco y los pueblos en todas partes sufrían pobreza, había muchos ladrones, por lo que David debía disponer de guardias y soldados en cada provincia a través de las cuales pasaban los cargamentos. No tuvo tiempo siquiera para entregarse al dolor que le causaba la pérdida de su padre. Inmediatamente tuvo que reincorporarse a sus negocios. En medio de todas estas molestias, olvidó contarle a Kung Chen lo que había sucedido con respecto a Peonía. Tenía preocupaciones externas e íntimas, porque pronto notó que Peonía se había separado de él, aun cuando se daba cuenta que obraba con prudencia al hacerlo. Se decía que cuando se resolvieran sus preocupaciones y las mercaderías estuvieran seguras en las tiendas, cuando el continuo dolor de no ver más a su padre hubiera pasado, volvería a enfrentarse con su corazón y sabría que hacer con Peonía.

No estaba armado de prudencia, por lo tanto, para afrontar a Kung Chen, el cual llegó una mañana con mirada de consternación. David estaba en su oficina de la tienda computando la cantidad de mercaderías que llegaba cada día y apreciando la calidad de las finas telas de algodón provenientes de la India. Con él se hallaba su socio, el hijo mayor de Kung Chen; ambos estaban tan absortos en su trabajo, que quedaron sorprendidos cuando entró Kung Chen.

—David, ven conmigo un momento, y tú también, hijo —dijo Kung Chen con gravedad.

Los dos lo siguieron a una pequeña habitación, cerrando Kung Chen la puerta tras sí. Su cara estaba alarmantemente gris y tenía los labios pálidos.

—Ha llegado un mensajero de nuestras tiendas de la capital del Norte —dijo con una voz que era apenas un murmullo—. Me informa que hay un disgusto en el palacio contra nosotros, David. El mayordomo principal ha hecho circular el rumor de que una de tus esclavas se portó groseramente con la emperatriz de Occidente. ¿Qué significa esto?

El corazón de David latía aceleradamente. Éste lo vio claro en un instante, y con dificultades les contó la historia a los dos, que lo escucharon en silencio.

—No cabe duda de que el mayordomo exigirá que le sea enviada Peonía so pretexto de un castigo —dijo Kung Chen, cuando David hubo terminado—. Si nos negamos a entregársela debemos perder toda esperanza de volver a hacer buenos negocios. El brazo del favorito principal es largo.

—Yo volveré solo a la capital —dijo David—. Procuraré conseguir audiencia con la emperatriz y le diré la verdad.

Ambos chinos gritaron al oír esto.

—¡Qué disparate! —declaró Kung Chen—. ¿Esperas prevalecer contra el mayordomo principal? Él goza de la confianza imperial, tú sólo lograrías hundir tu propia vida. No, no queda otra esperanza que inducirla a ir.

—Yo no puedo hacer eso —dijo David.

Los dos hombres lo miraron de un modo extraño y les fue difícil que sus ojos no parpadearan. Luego padre e hijo se miraron mutuamente. Recordaban lo hermosa que era Peonía. Desde luego, Kung Chen ya había hecho notar una o dos veces a su hijo que sería difícil para cualquier hombre permanecer inconmovible ante tan hermosa esclava, inteligente e instruida además.

Para David la situación resultaba intolerable.

—Me miran ustedes con asombro —dijo rígidamente—, pero les aseguro que lo que piensan no es posible. En mi religión…, la religión de mi pueblo…, a un hombre solamente se le permite una esposa. Yo siento… gratitud hacia la esclava…, que ha sido una hija en nuestra casa. No puedo entregarla a un eunuco.

Kung Chen se aferró a una esperanza.

—¿Y si ella quiere ir por su propia voluntad?

David no pudo decir la verdad ni supo por qué no pudo. Aquellos hombres no lo hubieran criticado si hubiera dicho abiertamente que amaba a Peonía y que la quería para sí. Se habrían reído y meditado cómo salvarla. Pero no pudo decirlo e inclinó la cabeza.

—Si ella por su propia voluntad desea ir… —balbució—, sea.

Volvieron ellos a sus negocios entonces, y también David trató de aplicarse. Pero ¿cómo podía pensar en números y mercaderías, ni siquiera beneficios? Kung Chen citaría a Peonía y la forzaría, la presionaría para que comprendiera qué daño tan grande haría a David y a las dos casas, y ella, con su bondad y su falta de egoísmo, podría ceder. Se le oscureció el pensamiento y no pudo seguir.

—Me siento enfermo —le dijo a Kung Chen el primero—. Me voy a casa y dormiré un rato; volveré mañana.

Su socio se lo quedó mirando y nada dijo, pero David vio lo penetrante de sus ojillos y se marchó apresurado. No podía retrasarse un instante. Tan pronto como llegó a casa, mandó llamar a Peonía y esperó intranquilo hasta que ella acudió corriendo a sus habitaciones, todavía enjugándose las manos.

—Estaba en las cocinas —confesó—. Me dijeron que la vasija con la salsa de sorgo no se espesaba como era debido y fui a ver.

No prestó atención a esto, pero la vio hermosa y fuerte: el pilar de su casa. No podría vivir sin ella.

—Siéntate, Peonía —le ordenó bruscamente.

Sentose ella en el borde de una silla, alarmada por su mirada y el sonido de su voz.

—¿Qué ha sucedido?

Se lo contó a grandes rasgos y rápidamente, ansioso de librar a su corazón de esta carga y sabiéndola capaz de soportarlo todo. Pero se quedó horrorizado cuando vio desaparecer el color rosado de sus mejillas y la fortaleza de su figura.

—Ya le dije que debía hacerme monja —murmuró—. No podré salvarlo de otra manera. —Se levantó y empezó a desatarse el delantal azul, que había olvidado quitarse.

—Espera —le mandó él—. Hay un medio de que te quedes conmigo.

Peonía sabía bien lo que quería decir, pero su corazón había terminado por endurecerse y no se lo perdonaría.

—¿Qué medio? —dijo.

—Tú lo sabes —dijo David, en voz baja y sin querer mirarla.

A ella le molestó que volviera la cabeza, y habló con firmeza por él.

—¿Se refiere… a tomarme como concubina?

—Sí —dijo él, y siguió sin mirarla.

Peonía vio su rostro fijo y tenso. No había alegría en sus ojos. El delantal cayó de sus manos.

—Usted cerró su puerta contra mí —dijo—. ¿Por qué?

—¡Qué sé yo!

—Lo sabe —replicó ella—. Temía lo mismo que ahora pide. Tenía miedo de sí mismo…, ¡de lo que lleva oculto dentro y que llevará mientras viva!

—¡Lo niego! —dijo David en voz alta.

—No vale negarlo —respondió ella—. Le ha nacido dentro.

Inclinó la cabeza sobre una mano y no respondió. Tan claramente como si viviera, vio a Leah y oyó su voz; era la voz de su madre y la de todos aquellos hombres y mujeres que habían vivido antes que él. Era la voz del propio Jehová.

—Si acepto —dijo Peonía, con su manera gentil y ligera—, su conciencia le será cada vez más exigente conforme menos me ame. No, David, no me atrevo, déjeme ir. Sí, me iré por propia y libre voluntad…, ¡pero no al palacio!

Salió corriendo de la habitación y David no pudo perseguirla. Lo que había dicho era verdad. Aquello que su madre hizo penetrar a la fuerza en su alma rebelde había echado raíces. Él lo había desafiado y crucificado, pero no estaba muerto. Aún vivía en el espíritu de la fe de su pueblo. Se había levantado de entre los muertos y lo reclamaba. No podía liberase. Cayó de rodillas, los brazos doblados sobre la mesa, apoyando en ellos su cabeza.

—¡Oh, Jehová, el único Dios verdadero, escúchame… y perdóname!

A través de la ciudad iba Peonía a pie, de prisa, la cabeza baja, las manos vacías. La puerta del convento estaba abierta. Los patios estaban silenciosos cuando entró, pero ella gritó:

—¡Eh, madre abadesa, aquí estoy!

Una anciana amable, vestida con ropas grises, salió y extendió las manos para recibirla.

—Ven, pobre alma —dijo.

—Estoy en peligro —jadeó Peonía.

—Aquí los dioses nos protegen de todos los hombres —respondió la madre abadesa.

—¡Ah, cierre la puerta! —suplicó Peonía. Ya que estaba allí se hallaba aterrada por lo que había hecho. Tomó la mano de la anciana—. ¡Si le pido que me deje salir… no me lo permita! —imploró.

—No te lo permitiré —prometió la madre abadesa, y colocó la barra de hierro sobre la puerta.

¿Cómo iba a suponer David que Peonía no volvería a casa? Esperó durante varias horas, con el cerebro embotado por la confusión. Luego, demasiado intranquilo para esperar más, hizo llamar a Wang Ma y le mandó que fuera al convento y se enterase si Peonía estaba allí. Tan temblorosa era su mirada, que Wang Ma no se atrevió a hacerle una pregunta, y salió consternada y en silencio.

En lo más recóndito de su corazón, David temía que Peonía se hubiera arrojado al río: se alivió su espíritu cuando volvió Wang Ma al cabo de una hora y le dijo que Peonía estaba, desde luego, en el convento. Oyó estas noticias en silencio; en seguida, sabiendo que pronto se extendería por la casa, comprendió que debía contarle a Kueilan inmediatamente lo que había sucedido. Esto es, le diría que Peonía había temido que el jefe eunuco la alcanzara con su brazo y la agarrara, a pesar de todo lo que pudiera hacerse. No le hablaría de la confusión que sentía en su corazón, ni de la extraña calma que sentía desde que se había cerrado la puerta entre él y Peonía. Sin embargo, ¿no lo había dejado ella? En cierto modo le dolía que pudiera dejarlo y huyera de su casa como una esclava maltratada, aunque él la había querido tanto en su infancia que no sabía cuándo el amor infantil se había convertido en algo más. Temía enfrentarse con este amor; se hubiera convertido en lo que fuera; pero huir ahora, se apartaba de él y su corazón se lo reprochaba. «No tiene derecho a dejarme tan bruscamente», se decía, y al sentirse así tratado, dio curso a su enojo contra ella; con este sentimiento fue al encuentro de su mujer.

Daba la casualidad de que Kueilan estaba aquel día de excelente humor. Gozaba con ser la señora de la casa y sabiendo que su marido era el amo y que no había mayores por encima de ellos. Todo lo que era extraño había desaparecido; sonreía con facilidad y se sentía complaciente con los criados y los niños. Cuando llegó David a la puerta de su patio, vio un cuadro que podría alegrar el corazón de cualquier hombre. La linda mujer que era su esposa estaba sentada, rodeada de sus hijos, que jugaban en torno a ella. Los niños habían tenido un día de fiesta, puesto que Peonía no había acudido a darles clase; el mayor estaba jugando al volante, y el segundo lo hacía con una vilorta sobre un cordel; Kueilan tenía al tercero en su regazo. Los crisantemos florecían en las terrazas junto a las paredes, y el sol de la tarde brillaba sobre las flores y los niños. David volvió a ver lo que a veces olvidaba: cuánta era la belleza de Kueilan. Su lechosa piel era tan suave a la luz como la del bebé; tenía los labios rojos y el cabello —bajo el largo cuidado de Peonía— de un negro resplandeciente y aceitoso. Aquella misma mañana le había ella colocado alfileres de jade en el moño de abundante cabello para hacer juego con los pendientes de la misma piedra y una chaqueta verde manzana.

«¿Por qué no he de ser feliz?», interrogó David a su propio corazón.

Se paró en la puerta y todos lo vieron entonces. Kueilan se levantó y los chicos corrieron hacia su padre. Las doncellas estaban ocupadas en otra parte y Kueilan lo siguió. El sol había sido favorable para David como para ella; hacia el mismo momento en que él había entrevisto cuán hermosa era, Kueilan había observado a su marido de pie en la puerta, alto y en plenitud de su virilidad. Nunca se había dejado crecer demasiado la barba, como hacían algunos extranjeros; su cara lisa, de grandes ojos oscuros y firmes labios, y, sobre todo, su fuerte figura conmovieron su corazón. Amaba a su marido, pero en el transcurso de los días había olvidado cuánto. Se sentó cerca de él y las miradas de ambos se inflamaron. David retiró de sus brazos al más pequeño de los niños.

—Déjame ver cuán alto está —dijo.

Kueilan se dio prisa en poner debajo del niño la tela acolchada.

—¡No tan crecido el pícaro que no pueda mojarte! —exclamó.

David se río. Los dos niños mayores, al oírlo, se acercaron y apoyaron los codos sobre su rodillas. Por encima de los tres pequeñuelos, los ojos de los padres volvieron a encontrarse y sonrieron.

—¿Cómo es que estás en casa a esta hora? —preguntó Kueilan.

—Ha sucedido una cosa muy extraña —dijo David—. ¿Recuerdas al jefe eunuco que quería a Peonía? —¡Con qué facilidad le dijo esto a su esposa! Estaba asombrado de su propia calma.

—¡No me digas que todavía la quiere! —exclamó Kueilan con vivo interés.

David asintió con la cabeza.

—Puesto que Peonía no quiere ir, hay solamente un camino de escapar sin peligro de nuestra casa.

Kueilan estaba observando su cara muy atentamente. Sintió… —¡ah, no, lo sabía!…— que no podría nunca explicarle a ella las profundidades de su corazón. Pero ¿conocía él mismo aquellas profundidades? ¿Qué hombre sabe lo que es más querido, cuando pesa y mide todo lo que tiene, oponiendo un amor a otro?

—Se ha ido al convento —dijo sosegadamente.

—¿Para quedarse? —preguntó Kueilan, con los ojos muy abiertos.

—¿En qué otro lugar puede estar más segura? —replicó él.

Entonces los niños empezaron a hacer preguntas.

—¿Peonía no vivirá más con nosotros? —le interrogó el mayor.

—Si es monja tiene que vivir en el templo —dijo Kueilan.

El hijo más joven empezó a sollozar:

—Yo quiero volver a ver a Peonía.

—¡Tranquilízate! —le dijo su madre—. Ella podrá venir a vernos tan pronto sea monja.

David seguía silencioso, jugando con la mano del hijo mayor. Sobre su palma abierta sostenía la mano del nene y sentía la palma del niño caliente sobre la suya.

Kueilan formaba su opinión y ataba cabos sueltos. También pensaba y media bien contra mal. Echaría de menos a Peonía… y bastante, pero pensaba que podía ir con la frecuencia que quisiera después de haber terminado el noviciado. Verdad era que debería regresar al templo por la noche, aunque tal vez fuera agradable no tenerla siempre presente. No la necesitaba ya tanto como antes de que murieran los mayores. No importaba ya que todo no se hiciera de acuerdo con las reglas y tradiciones. Sí, quizá fuera mejor no retenerla allí. A veces parecía como si Peonía fuera la señora. Secretos celos dormidos renacían en ella al recordar su indispensable presencia. Peonía era demasiado bella, podía leer libros y a David le gustaba hablar con ella.

—Es una buena cosa para Peonía ser religiosa —declaró Kueilan de repente—. Ella no se casaría, ¿y qué puede hacer una mujer en ese caso excepto ser monja? Muchas veces le dije a Peonía que debería escoger un marido, pero no quería oírme. Una mujer no vuelve a ser muchacha. Habría tenido que hacerse monja cualquier día…, es decir, si no deseaba entrar en el palacio imperial. Si hubiese ido allí, entonces, desde luego…

—No podía irse —dijo David, bruscamente, sin levantar la vista.

Kueilan sintió la punzada de los celos.

—Podría haber ido si nos hubiera querido tanto como decía —gritó—. ¿Qué mejor garantía para la familia que tenerla en el palacio imperial? Podría haber hablado allí por ti, y cuando nuestros hijos fueran mayores, la habrían visitado, como yo también lo hubiese hecho. Habríamos disfrutado de toda clase de favores provenientes de allí.

David no respondió. Los dedos del nene se retorcían en su palma y cerró la mano sobre su puñito. De repente se puso en pie, y dejó al niño en el regazo de su madre.

—Parecerá extraño esto sin Peonía —dijo tranquilamente—. Pero ella ha tomado una decisión prudente. Ahora tengo que volver a la tienda por una hora.

Acarició la redonda mejilla de su esposa y se fue. Había tranquilidad en su corazón. Cierta parte de su vida había concluido. Había hecho una elección sin declararse siquiera a sí mismo en qué consistía, pero la lucha había terminado. Era dueño de su corazón, lo mismo que de su casa.

Cuando Wang Ma fue a buscar a Peonía, la monja de la puerta se negó a dejarla entrar hasta no tener permiso de la madre abadesa. Los claustros estaban llenos de murmullos con la excitación de las monjas y las novicias con motivo de la llegada de la hermosa mujer de la casa de Ezra. Todas sabían que el señor mayor de la casa había muerto hacía poco tiempo. ¿Quién en la ciudad no había oído hablar de sus espléndidos funerales? La madre abadesa sentía rumores pero aún no había interrogado a Peonía. Había que dejar tiempo al tiempo para que la pena se consumiera sola. Ordenó que dieran a Peonía una habitación grande y tranquila que daba a una pequeña espesura de bambúes. Le fue llevada agua caliente por las novicias para que pudiera bañarse y le dejaron sobre una silla ropas frescas y suaves de lisa tela verde gris. Cuando las novicias le informaron de que Peonía se había bañado y vestido con las ropas grises, la madre abadesa dispuso que se retiraran los otros atavíos de Peonía y se guardaran en un arca, y luego que le ofrecieran las comidas vegetarianas y un bote del más delicado té. Todo esto se hizo.

Cuando le avisaron que una anciana estaba en la puerta, fue personalmente junto a Peonía. La encontró sentada al lado de la ventana, con las manos cruzadas. Con las ropas grises se le veía tan bella, que la madre abadesa sintió dolor en su corazón. Hacía mucho, cuando murió su joven esposo, casi un mes después de la boda, había llegado ella a aquel lugar. Esperó hasta asegurarse de que su matriz no contenía fruto, y luego se había consagrado al Cielo. Comprendía entonces la mirada de una mujer que sabe que debe vivir sola.

—Hay en la puerta una anciana sirvienta, Wang de apellido, que desea verla —dijo amablemente—. ¿Quiere que la haga pasar?

Peonía se levantó y volvió sus grandes ojos llenos de pena a la bondadosa cara de la madre abadesa. Estaba a punto de menear la cabeza, pero no pudo. Comprendía que su decisión había sido precipitada. Era indudable que David había enviado a Wang Ma para saber de ella.

—Es mejor que entre —dijo Peonía.

Así que Wang Ma entró y vio a Peonía con ropas grises, se quedó sin habla y las lágrimas empezaron a correrle por sus arrugadas mejillas. Estiró los brazos y Peonía no pudo contenerse. Corrió hacia Wang Ma y lloraron juntas ruidosamente; la abadesa inclinó la cabeza indecisa.

Fue Wang Ma quien enjugó los ojos primero y se sentó.

—Me tiemblan las piernas —murmuró.

Con lágrimas en las mejillas, Peonía seguía en pie.

—¿Qué te hizo? —preguntó Wang Ma.

Peonía meneó la cabeza y enjugó los ojos con las mangas.

—Nada —respondió con débil vocecilla.

—Así que él no hizo nada —replicó Wang Ma. Continuaba contemplando a Peonía.

Ésta miraba al suelo.

—El eunuco me mandó buscar de nuevo —dijo con la misma vocecilla.

—Y no siendo tú esposa ni concubina… —siguió Wang Ma.

—… no tengo a nadie que me proteja —convino Peonía.

Wang Ma suspiró ruidosamente.

—¿Es demasiado tarde para que vuelvas a atrás?

—¿Qué hay allí para mí excepto penas? —respondió Peonía.

—Si al menos hubieras hecho lo que hice yo… —se lamentó Wang Ma—. Acepté el hombre que ellos me dieron, seguía viviendo con la familia y serví a mi amo hasta que se nos fue a los Manantiales Amarillos. Ahora incluso mi viejo es un consuelo para mí.

¿Cómo podía Peonía explicarle que David era distinto de su padre, y ella diferente de Wang Ma? Sonrió con los labios, mientras sus ojos seguían llenos de lágrimas.

—¿Recuerda cuando una vez me dijo que la vida era triste?

Dijo esto con voz tan dulce y tan distante, que Wang Ma no respondió. Gruñó dos o tres veces, las manos plantadas sobre sus rodillas, mientras miraba a Peonía; luego contempló a la madre abadesa.

—¿Le afeitaran la cabeza? —preguntó a ésta.

—Obedeceré las reglas —intervino Peonía antes de que la abadesa pudiera contestar.

Wang Ma suspiró y se levantó.

—Si tienes el corazón puesto en el Cielo, es inútil que me quede aquí —dijo agudamente—. ¿No tienes ningún mensaje para nuestro amo?

La madre abadesa, al observar a Peonía, comprendió la historia sin dificultad. Un tinte rosado, pleno y encantador, se extendió por la cara y el cuello de Peonía. Sus rojos labios temblaron y gruesas lágrimas pendían de sus pestañas.

—No puedo verlo más —murmuró.

Al oír esto, la madre abadesa tuvo compasión de Peonía. Hacía mucho que ella había llorado noches enteras, pensando que no podía verse nunca libre del amor y las ansias de su corazón. Pero, sin saber cómo, su corazón había curado y la agonía quedó perdida en lo remoto. Lo que recordaba ahora, cuando recordaba algo, era la dulzura de los días en que vivía su marido; la pena de su pérdida se había desvanecido.

—No es necesario hablar de eso ahora —le dijo a Peonía—. Veremos cómo cura el corazón.

Wang Ma asintió a esto con un perspicaz movimiento de cabeza y se fue.

Después que se hubo ido, la madre abadesa se sentó, mientras Peonía continuaba de pie. Las palabras de la madre abadesa habían sido pronunciadas con gran sosiego, pero resonaron como campanas en el corazón de Peonía. Levantó la vista.

—¿Quiere usted decir, madre, que dejaré de amarlo?

La madre abadesa sonrió.

—El amor cambia —respondió—. Cuando muere la llama, continúa el resplandor, pero no se concentra ya en una criatura humana e inunda el alma entera. Entonces el espíritu contempla a todos los seres con un amor difuso.

Peonía escuchó esto y guardó silencio. Estaba allí, de pie, flotantes sus ropas y la madre abadesa sintió de nuevo renacer su compasión y envolvió en ella a la joven.

—¿Tengo que decirle por qué vine aquí? —preguntó Peonía, después de un momento.

—Sólo si te sirve de consuelo —respondió la abadesa.

—¿No hay regla que me obligue a decir por qué escapé? —preguntó Peonía.

—Ninguna —respondió la abadesa—. Todas nosotras estamos aquí por una pena u otra. Lo que fue nuestra vida nos parece monstruoso; aquí encontramos refugio. La única cosa que debo saber es si tiene el poder de un marido sobre usted, para poder hacer un convenio con él y conseguir la libertad.

—He dicho la verdad, madre, no tengo marido —respondió Peonía.

—Viva aquí en paz entonces —dijo la abadesa—. El cielo está encima y la tierra debajo de todos nosotros.

Dicho esto, se levantó y se fue. Peonía permaneció de pie un buen rato sin sentir fatiga ni dolor. Una profunda tranquilidad se deslizaba en su ser.

Durante tres años vivió Peonía tras la puerta del claustro. Tanto tiempo tardó la llama de su corazón en convertirse en aquel resplandor de que había hablado la madre abadesa. En todo aquel tiempo no vio a David. A ningún hombre le era permitido traspasar la puerta, y a ella le estaba vedado salir. Al día siguiente de haberla dejado Wang Ma, abrazó la vida del claustro. Cuando hubo estudiado los libros sagrados, aprendido las oraciones de ritual y tomado su parte de labor en el cuidado de los dioses, en atender el jardín y el servicio de cocina; cuando las monjas más viejas le cortaron su largo cabello negro y le afeitaron la cabeza, terminó su vida de novicia. Hizo los votos y se convirtió en monja. La vida secreta de su corazón había concluido. La madre abadesa le dio un nombre; Ching An, o Clara Paz.

Pero durante aquellos tres años Kueilan había ido con frecuencia a ver a Peonía. El primer año lo hizo dos veces solamente. Peonía había estado sentada casi en silencio, mientras Kueilan, como de costumbre, había charlado con viveza y mostrado su curiosidad por todo lo que veía, contándole todos los chismes de la casa. Así se enteró que Wang Ma y el viejo Wang habían regresado a su aldea y vivían con sus hijos. Así supo también que Aarón después de la muerte de Ezra, había vuelto a sus malas costumbres, hasta que David, furioso, había mandado a los hijos de Kao Lien que lo llevaran con la caravana en su viaje, porque ya Kao Lien estaba demasiado viejo. Esto habían hecho, dejándolo después en algún país al oeste de las montañas, donde vivían gentes judías que podrían enseñarle a enmendarse de corazón. Nunca más se hablo de él.

Pero después del primer año Kueilan la visito con más frecuencia. Había dado a luz otro niño, el cuarto, y cuando tuvo un mes lo llevó a Peonía para que lo viera. Kueilan estaba orgullosa de tener tantos hijos, pero cuando salieron las monjas y se quedaron solas, dejó escapar su desagrado.

—¡Míralo! —exclamó, mientras la niñera, de pie, se inclinaba con él en sus brazos—. ¿Es hijo mío Peonía?

Nunca pudo Kueilan acordarse de llamarla sino por su antiguo nombre.

—Usted fue la que lo dio a luz —dijo Peonía, sonriendo. El cielo la había hecho igual que Kueilan, y no necesitaba, por lo tanto, llamarla ya señora.

Kueilan frunció el ceño.

—Se parece a su abuela extranjera.

Peonía no pudo menos que reírse. Desde luego, el pequeñito se parecía de un modo curioso a madame Ezra. Sus grandes facciones fuertes no se ajustaban a su carita. Le indicó a la niñera con un movimiento que la dejara tomar al niño. Cuando estuvo en su regazo, le miró las manos y los pies. Eran grandes también.

—Será un hombre grande —declaró—. Mírele las orejas, qué largos lóbulos tienen… Eso significa abundancia y prudencia. Tendrá suerte.

Así consoló a Kueilan, y ésta, que sentía afecto por Peonía, la adulaba ingenuamente:

—Ven a visitarnos… ¿Por qué no? Las doncellas no me atienden tan bien como lo hacías tú, Peonía. Mi hijo mayor es perezoso con los libros y su padre le pegó ayer por eso; yo lloré, y entonces se enojó conmigo. Si tú vienes, todos te escucharan, Peonía, como lo hicieron siempre.

Pero Peonía, sonriendo aún, meneó la cabeza y devolvió el nene a su niñera.

—Aunque tengas la cabeza afeitada eres la misma… —la halagaba Kueilan.

Peonía sintió un sobresalto. ¿Descubrirían aquellas palabras su corazón? ¿Era porque estaba afeitada y era una monja por lo que no quería que David la viera? Se puso grave, y por su silencio Kueilan pensó que había triunfado. Cuando aquel día volvió a casa, le dijo a David que había convencido a Peonía para que fuera a visitarlos un día. Entonces también él se quedó grave y silencioso.

De nuevo en su celda, Peonía examinó cruelmente su corazón. «Es verdad —pensaba—; temo que sus ojos me vean».

No había espejo en el cuarto de ninguna monja, pero ella llenó su palangana de agua clara y se inclinó sobre ella a la débil luz del sol del atardecer. Se vio borrosamente. Contempló por primera vez su desaparecida cabellera y se encontró fea. No pudo distinguir otra cosa, ni sus oscuros ojos serenos, ni los rojos labios, ni el suave contorno de su cara. Toda su belleza le parecía que había estado en sus cabellos. Durante un largo rato se miró. Luego levantó la palangana y vertió el agua por la ventana abierta, sobre un macizo de lirios que crecían al lado de la pared.

«Será mi castigo dejar que él me vea», se dijo.

Sin embargo, durante dos años completos no fue a la casa de David. Kueilan dio a luz un quinto hijo; esta vez una niña, y había concebido el sexto cuando un día la sirvienta llegó presurosa al convento para suplicar a Peonía que fuera, porque el hijo mayor de la casa se estaba muriendo. Le entregó un papel doblado, que Peonía abrió, en el cual David había escrito unas pocas palabras.

Ven. ¡Por mi hijo!

—Iré —le dijo a la criada, y se presentó ante la madre abadesa para que le concediera permiso. La abadesa se había vuelto anciana y débil en los últimos años y nunca dejaba su celda. Era buena con todas, pero a Peonía la quería extraordinariamente, como si fuese la hija que nunca había tenido. Estrechó su mano y se la retuvo un momento.

—¿Tu fuego se ha extinguido? —preguntó.

—Sí, madre —dijo Peonía.

—Entonces ve, hija mía —respondió la abadesa—: mientras estés fuera yo rogaré por la vida del muchacho.

Así salió Peonía aquel día del refugio que era su hogar; mientras caminaba por las calles, aquietaba los latidos de su corazón con rápidas oraciones, con el rosario de palo de águila castaño retorcido entre sus dedos. Cuando entró por la familiar puerta, David estaba esperándola; al verlo se le aceleró el corazón, pero su voluntad le impuso calma. Lo miró sin temor, decidida a que sus ojos no expresaran nada más que fría amistad.

—¡Peonía! —gritó David.

Sintió que sus ojos buscaban las transformaciones operadas en ella.

—Mi nombre es Clara Paz —le dijo sonriendo. No, no tendría miedo de sonreír.

—Yo pienso en ti siempre como Peonía —respondió David.

No contestó a esto.

—¿Dónde está tu hijo? —preguntó.

Iban caminando uno al lado del otro, ella tratando de sosegar su corazón, los dedos siempre ocupados con el rosario. Había olvidado lo alto y fuerte que era. Su aire de juventud había desaparecido; era un hombre poderoso y grave. Se enorgulleció de él sin sensación de pecado; levantó los ojos y encontró los suyos de nuevo.

—No has cambiado mucho —dijo él bruscamente—. Bueno… a no ser por el cabello.

—He cambiado mucho —dijo ella alegremente—. Ahora llévame junto al niño.

—¡Ah, mi hijo! —suspiró él.

Apresuraron sus pasos y entraron en las habitaciones donde David y sus dos hijos mayores vivían ahora. Cada muchacho al llegar a la edad de siete años, había dejado los patios de su madre para ir a vivir con su padre. David guió a Peonía a su habitación; allí, en su propia cama, estaba acostado el muchacho enfermo. Ya no era un niño…, Peonía lo vio enseguida. Su figura alta y esbelta yacía extendida sobre la cama. Respiraba, pero se ahogaba a cada instante, y tenía la cara congestionada y los ojos cerrados. Peonía le cogió la muñeca entre sus dedos y le tomó el pulso, que era demasiado rápido para poder contarlo.

—¡No hay tiempo que perder! —exclamó—. Tiene mucosidad maligna en la garganta.

Peonía, como era deber en todas las monjas, había estado mucho con enfermos y conocía una enfermedad que había caído sobre la ciudad aquel año, impelida por los malos vientos del Norte. Ordenó a una sirvienta que fuera por una lámpara de mecha fuerte, y otra que cortara un trozo de bambú nuevo y se lo llevase. Mientras esperaba sumergió telas en agua caliente y las ató alrededor de la garganta del chico para calentar sus músculos. Tan pronto como tuvo en sus manos la delgada caña de bambú, mandó a David que sujetara al muchacho con fuerza y ordenó a un criado que le inmovilizara los pies. Entonces, apretando delicadamente el pulgar y el índice de su mano derecha contra la mandíbula del muchacho, le obligó a abrir la boca, le metió el tubo hacia abajo y succionó lentamente. El muchacho se ahogaba y defendía, pero ella persistió hasta que subió un coagulo por el tubo y él cayó hacia atrás con una gran boqueada.

—Echen ese tubo al fuego —dijo al sirviente—. Está lleno de veneno. Tráigame vino para darle.

Siguió de pie inmóvil y observando, hasta que trajeron el vino y vertió un poco por la garganta del muchacho; luego se lavó la boca también con vino y lo escupió.

—¡Está mejor! —exclamó David con alegría.

—Vivirá —dijo Peonía.

No obstante, no se separó de la cama hasta cerca del oscurecer, hora en que según las leyes del convento debía regresar. Volvió al día siguiente, y todos los días, hasta que el rapaz volvió a estar bien.

Comprendió que debía seguir yendo con frecuencia. David la necesitaba muchísimo, porque estaba perplejo ante los hijos que crecían, la impetuosidad de los varones mayores y numerosos criados perezosos y desobedientes. Se encontraba fatigado, porque sus prósperos negocios le robaban mucho tiempo fuera de casa. Peonía vio claramente los años venideros cuando hijos e hijas debieran prometerse, se planearan los casamientos y toda la vida de aquella casa grande y agitada pasara a otras generaciones. Podía ir con toda seguridad, porque David amaba a su esposa, aunque vio esto con cierta melancolía. Se preguntó, desde luego, por qué había de tener pena. ¿No había llevado ella a Kueilan a la casa? No había sido Kueilan quien la había echado fuera. El matrimonio que ella había fomentado, había florecido y producido simiente. Entre David y Kueilan había ahora el estrecho lazo de la carne, la casa, el hogar, los hijos y la prosperidad; toda su vida estaba unida y entrelazada. ¿No era esto lo que ella había querido?

La inquietud de David había desaparecido. Olvidaba, o así lo parecía, que hubiera habido jamás en aquella casa una vida diferente de la suya. Hasta los vestigios de su madre fueron retirados. El rollo de pergamino de encima de la mesa del gran salón había desaparecido; en su lugar colgaba un cuadro de peñascos, nubes y pinos. Por orden de quien se hizo aquello, no lo preguntó Peonía; pero allí estaba; eso simbolizaba el cambio de la casa…, sí, y el de David también. Y él estaba contento.

Así durante años, Peonía iba y venía; trataba a David y a Kueilan como sus iguales, y conforme el tiempo pasaba, como algo más que iguales. Ellos se apoyaban en ella y esperaban su consejo, y ella hablaba con autoridad en la casa.

Cuando Peonía llevaba diez años de monja con el nombre de Clara Paz, murió la madre abadesa. Durante aquel lapso se había conquistado tal respeto y reverencia, que cuando fue enterrada la anciana abadesa, fue elegida por las monjas para ocupar su lugar. Tuvo entonces menos tiempo para visitar la casa de David, porque tenía su propia casa de mujeres que gobernar, y lo hacía con sabiduría, sin abatir el espíritu de nadie ni herir el corazón de ninguna criatura, ni siquiera de la monja más humilde de la cocina.

Siguieron luego unos años, en los que Peonía y David llegaron a una comprensión perfecta. Ella, como madre abadesa, era libre para salir cuando quisiera, y nadie podía empañar su nombre. No era joven ya, por lo demás. Los dos hijos mayores de David estaban casados y sus esposas e hijos vivían en la casa; el tercero estaba comprometido. Su hija mayor se casó joven en el seno de una familia china, las esposas de sus hijos eran chinas todas.

Pudo haberse olvidado que la casa era algo más que china de no ser porque el cuarto hijo de David creció tan diferente de los demás, que le recordaba constantemente lo que habían sido sus antepasados. De corazón ardiente, impetuoso, excitable, este hijo cuarto tenía la casa en constante barahúnda. Peonía se reía con él y lo quería más que a todos; en cierto modo vino a ser como el hijo de su corazón infecundo.

—Déjemelo a mí —le dijo a David un día en que el padre y el hijo habían vuelto a discutir como con frecuencia sucedía—. Yo lo comprendo mejor que usted… porque se le parece más de lo que usted mismo se figura.

—¡Yo no fui nunca como este joven loco! —protestó David.

Ante esto, Peonía se limitó a sonreír.

Así pasaron los años, y conforme los tres, Peonía, David y Kueilan, se hacían viejos, cada año era mejor que el anterior. Los dos, más sabios, trataban a Kueilan como una niña vieja muy querida, y hacían de ella lo que querían y se reían un poco de su mala cabeza. Ella se dejaba mimar y a veces usaba su lengua para zaherirlos; a veces se enfurruñaba cuando se reían de ella, pero se apoyaba en su amor.

Era una casa próspera, y David era uno de los honorables de la ciudad, y Peonía llegó a ser su mejor consejera. Los años cayeron amablemente sobre todos ellos.

En la ciudad, la sinagoga era un montón de polvo. Ladrillo por ladrillo, los pobres habían contribuido a la ruina definitiva del templo. Los tallados habían desaparecido también; quedaron solamente tres grandes tablas de piedra, que luego fueron sólo dos. Éstas se mantuvieron firmes y fuertes bajo el cielo durante mucho tiempo. El hijo del cuarto hijo de David, Chao de nombre, vendió las piedras. Sobre su cabeza cayó la ira del gobernador de la ciudad.

—¿Cómo es que tú, mal hijo, has vendido las piedras de tus antepasados a un extranjero? —lo amenazó el gobernador—. Debes devolverlas, no vaya a ser que las saque de nuestro país y los muertos de tu casa se levanten para reprochártelo. —Y ordenó a los guardias que pusieran a Chao en prisión.

Pero Chao tenía la sangre de madame Ezra, potente todavía en sus venas, y gritó a través de las barras:

—Aunque acumules una fortuna sobre mí, no le pediré a ese extranjero que devuelva las piedras. Ellas pertenecieron a nuestra religión, que se ha extinguido en esta tierra; pero su religión brotó de la nuestra; déjalo, pues, que las guarde.

Chao fue apoyado por toda su familia, que tenía su origen en las entrañas de David ben Ezra, y ellos hicieron ver al gobernador de la ciudad que durante una veintena de años habían permanecido las piedras bajo el sol y la lluvia y nadie las había protegido. ¿Por qué habían de quejarse entonces porque fueran vendidas?

No había nadie que pudiera hacerse tercero en discordia, hasta que se recordó en la ciudad que la madre abadesa había conocido a fondo a la familia. El gobernador le envió a sus mensajeros y ella los recibió a la puerta del convento, puesto que las reglas no permitían que ningún hombre traspasase el umbral.

Peonía estaba muy anciana, pero conservaba el cerebro despejado y frío y escuchó a los mensajeros. Entonces, con convincente calma, se expresó con sabiduría y pronunció estas palabras:

—Chao fue un niño muy vivaz y se convirtió en el hombre que conocéis. Su naturaleza le haría pasar la vida en la cárcel, a no ser que se encuentre un camino de salida sin dejar su orgullo en prenda. Yo conocía a su padre antes que a él y a su abuelo antes aún. Os daré la fórmula: el extranjero conservará las piedras sagradas que ha comprado, pero no las sacará de nuestra ciudad. Dejad que las instale en su templo, y dejadle construir el pabellón sobre ellas, que las preserve para las generaciones venideras.

Los hombres se miraron, rascándose las mandíbulas y reconocieron que la madre abadesa era sabia. Le dieron las gracias y se fueron.

Tal como dijo Peonía, así se hizo. Allí, en el nuevo templo, permanecen las piedras hasta el día de hoy, bajo el amparo de un pabellón. Sobre ellas están grabadas la antiguas palabras: «Templo de la pureza y la verdad». Y debajo está grabada la historia de los judíos y su camino, y allí dice: «El camino no tiene forma ni figura, pero está hecho a imagen del camino del cielo, que está en lo alto».

Cuando Peonía regresó a su celda, meditó largo tiempo. Su memoria volvió a traer a la vida toda la historia de la casa de Ezra, a la cual había estado entrelazada por casualidad la suya, con algún propósito que ella no comprendía, excepto su convencimiento de que todo cuanto sucede es voluntad del cielo. ¿Aquella fuerte y poderosa familia, la semilla de Israel y de Ezra, y de David, iba un día a desaparecer, como había desaparecido la sinagoga, que sus antepasados habían erigido como templo? ¿Había hecho mal ella cuando indujo a David a separarse de Leah para casarse con Kueilan?

Meditó mucho tiempo, y como le sucedía con frecuencia en su avanzada edad, le llegó la respuesta. No había hecho mal, porque nada se había perdido.

—Nada se pierde. Él vive y se repite entre nuestro pueblo —murmuró—. Donde hay una frente más audaz, unos ojos más brillantes, hay uno como él; donde una voz canta más claramente, hay uno; donde se dibuja una línea con más inteligencia para esclarecer una pintura, una talla más fuerte, hay uno; donde un estadista se mantiene más honorable, un juez más justo, hay uno; donde un estudiante es más instruido, hay uno; donde una mujer es a la vez hermosa y sabia, hay uno. Su sangre está llena de vida por cualquier molde que corra, y cuando ha desaparecido la forma, su polvo mismo enriquece el todavía bondadoso suelo. El espíritu de ellos renace con cada generación. Ellos ya no existen, y, sin embargo, perduran.