XII

Durante el viaje de vuelta a casa, David, desde luego, habló poco. El placer que había hallado en las regiones nuevas de la ribera cuando iban hacia el Norte, apenas lo sentía ya. La campiña estaba tan hermosa como siempre, y quizá más aún, porque cada árbol y cada campo estaban en la plenitud de su madurez. El trigo había sido cosechado y el sorgo se erguía alto hacia el Norte. Era la estación propicia para el bandidaje, porque la mies estaba tan crecida que los ladrones podían ocultarse fácilmente en ella. David estuvo intranquilo hasta que llegaron al canal. Pero la buena fortuna los acompañaba, porque aunque supieron de salteadores de camino a su paso, ninguno se acercó en los días que ellos pasaron.

La razón de esto estuvo en que por alguna estupidez, los ladrones no se enteraron de que el gobernador de la provincia iba de viaje hacia la capital y lo habían tomado por un hombre rico cualquiera. Cuando sus soldados les hicieron frente, quedaron tan confundidos, que tras una corta batalla se retiraron desalentados y se ocultaron en sus cuevas y colinas durante algunos días. Se reputaba como crimen atacar al gobernador o a algún oficial; el rey de los bandidos envió tributo rápidamente al gobernador maldiciéndose de todo corazón por molestar a tan augusto personaje, prometiendo que cortaría las cabezas a aquellos que habían dirigido el ataque y que se las enviaría al gobernador el día que estuviera dispuesto a recibirlas. A esto respondió el gobernador que los hombres fueran perdonados. Impuso el castigo, no obstante, de que durante un mes no hubiera robos en ninguna parte, a lo largo de los caminos de la capital al río. Tocoles en suerte a David y su familia dirigirse durante aquel mes hacia el Sur, camino del río, donde tomaron un junco para regresar. Había piratas en el río, pero David le ordenó al barquero que utilizara las mismas banderas que habían empleado antes, con el nombre de la corte imperial, ya que bajo ellas estaban seguros.

El viaje fue lento, porque en medio del verano los vientos son suaves y moderados, y conforme marchaban hacia el Este, la corriente del río era contraria a los viajeros. Había tiempo para que David estuviera solo con sus pensamientos, ya que pasaba muchas horas solitario sobre la cubierta, contemplando el paisaje de las orillas, que se cambiaba lentamente a cada lado del junco. El sol era ardiente, de suerte que los barqueros levantaron, para hacer sombra, un ancho toldo debajo del cual se sentaba él en ocasiones sobre almohadones, cómodo en cuanto al cuerpo, pero con la mente agitada. Esta turbación lo hacía muy amable con su esposa e hijos, a quienes prestaba más atención que de costumbre, escuchando su parloteo y mostrándose cortés ante cualquier nuevo capricho de Kueilan. Con el correr de los años, había desarrollado un poco el hábito de la impaciencia, pero lograba contenerse y respondía con amabilidad, aunque lo que ella dijera fuese una tontería. A sus hijos les daba explicaciones interminables en respuesta a sus muchas preguntas; a veces incluso sostenía el extremo de la faja que rodeaba a la cintura del más pequeño, para que el niño no cayera al agua. Claramente se advertía en David un cambio con respecto a su personalidad.

Peonía notaba todo esto, pero luego descubrió con pena que la nueva amabilidad no la alcanzaba a ella. David la esquivaba; esto lo vio claramente conforme pasaban los días en la obligada intimidad del junco. Tenía cuidado de no estar solo con ella, y si Peonía salía a la puerta al atardecer, después que las personas a su cargo estaban acomodadas para la noche, David no estaba nunca allá, aunque la luz de la luna brillase esplendida sobre el río. Transcurrían los días, pero David nunca le hablaba a solas; raras veces le dirigía la palabra, excepto para darle una orden concerniente a sus hijos o a la madre. Peonía estaba sinceramente dolida al principio, pero pensaba que este cambio podría deberse a que por causa de ella había tenido que dejar la capital, cuando le habría gustado quedarse más tiempo. Suspiró al pensar que él era como los demás hombres en esto, ya que amaba menos a aquel por quien tenía que sacrificarse. Empezó a culparse por haberle permitido abandonarlo todo por ella; su orgullo se arrastraba en su pecho con desesperación, luego se hizo el propósito de que si este cambio duraba, se mostraría más reservada en lo sucesivo y aun quizá dejara su casa. Pero ¿adónde iría? No tenía respuesta a esta pregunta. «Todavía debo permanecer escondida en su casa, como el ratón y los grillos», se decía.

Si David notaba su silencio y orgullo, no daba señales de ello. Los días pasaban uno tras otro en medio del verano, mientras se acercaban a su casa. Envió emisarios por delante para comunicarle a su padre que si había vientos favorables llegarían a casa dentro de siete días, y si los vientos se retardaban o les sorprendía una tormenta de verano, que se retrasarían a lo sumo siete días más. Estaba ansioso de volver a casa antes de la estación de las tormentas de fines de verano, en que toda embarcación de río debe estar dispuesta a buscar puerto.

Los vientos fueron favorables durante unos cuantos días, e hicieron a remolque el resto del viaje; al final de décimo día vieron las murallas de la ciudad sobre las llanuras. Todos se alegraron de ver las márgenes que conocían tan bien. Ezra se encontraba en la ribera para recibirle, lo mismo que Kung Chen y sus hijos. Había allí coches de mulas, sillas de mano y conductores.

—¡Bien, hijo mío! —gritó Ezra con alegría. Tomó a David en sus brazos y apretó su mejilla contra el alto hombro de su hijo—. No te esperaba hasta dentro de medio año, pero ¡con cuánta ansia te recibo!

Kung Chen estrechó sus manos, las cruzó y meneó la cabeza. Saludó a su hija y a sus nietos y también a Peonía; luego entraron en los coches, las sillas y se dirigieron a casa. Las autoridades de la ciudad habían ordenado que se dispararan cohetes en la puerta de la ciudad y frente a la casa de Ezra. El viejo Wang y Wang Ma sostenían unos cuantos metros de cinta de cohetes y les prendieron fuego. Así, en medio del ruido y el regocijo, se reunió la familia.

¡Qué contenta estaba Peonía de volver a encontrarse segura dentro de aquellas puertas!

—¿Todo está lo mismo? —le dijo en voz baja a Wang Ma cuando hubo entrado en el patio.

—Ha habido una pequeña muerte —dijo Wang Ma—. Por lo demás todo está bien.

Ya Peonía había echado de menos la voz de Perrita, pero se había imaginado que el animalito estaría durmiendo en alguna parte, porque era vieja y perezosa.

—¿Perrita? —preguntó.

Wang Ma asintió con un movimiento de cabeza.

—El animalito languideció cuando tú te fuiste y no quiso comer. Yo la tentaba con raspaduras finas de carne para que no gastara sus dientes y le compraba hígado de cerdo fresco, pero no quería comer nada.

—¡Cuánto siento no haberla llevado conmigo! —gimió Peonía, apenada.

—Habría extrañado el lugar —replicó Wang Ma—. De cualquier manera, estaba condenada a morir.

Peonía no dijo nada más pero echaba mucho de menos a Perrita. Cuando hubo acomodado a su señora y a los niños en sus habitaciones se fue a su patio, pero la quietud le resulto demasiado pesada para soportarla. Se sentía separada de todos; se sentó y lloró un rato en silencio, suspirando de vez en cuando. El cojín de Perrita estaba todavía debajo de la mesa; al mirarlo se preguntaba con dolor si debería adquirir otro perrito. Perros había muchos, podían reemplazarse fácilmente y a nadie le importaría si vivían o morían. Pero sin saber por qué, ella no quería ningún perro, excepto el que conocía y había perdido, y se maldecía por ser tan exclusiva en sus afectos.

—Soy una estúpida —murmuraba en voz alta—. Quiero demasiado exclusivamente.

Pensaba en Perrita, pero su cerebro fue más allá, maldiciendo que el mismo egoísmo de su corazón la hiciera apegarse a David, cuando otra mujer lo habría abandonado y elegido un buen marido, esperando sus hijos con alegría, contenta aun cuando no pudiera conquistar al hombre que amaba. Pero todas sus maldiciones no podían cambiar su tozudo corazón. «Tengo que aguantarme tal como soy», pensaba con pena; luego, cuando hubo llorado un rato, se lavó la cara, se cepilló el pelo, se cambió sus ropas y salió a cumplir su deber con su señora y los niños.

Aquella noche, David se quedó hasta tarde con su padre. Habían comido los dos solos y prometió hacerlo al día siguiente con Kung Chen. Cada uno tenía noticias que darle al otro. Ezra le dijo que se encontraba bien, pero delgado, y David, al verlo, de nuevo notó que su padre estaba envejeciendo. Las mejillas de Ezra se veían arrugadas bajo la barba y el párpado izquierdo le caía un poco. Se quejaba de rigidez en el lado izquierdo y de que el pie izquierdo le pesaba cuando caminaba. Sin embargo, los ojos eran todavía audaces y brillantes, y su voz era tan potente como siempre.

—¿La rigidez se manifestó poco a poco o rápidamente? —preguntó David.

—Me desperté así una mañana hace dos meses —respondió Ezra—. Durante unos días tuve la lengua hinchada y no podía pronunciar claramente. Wang Ma fue a buscar al médico, el cual me dio una bebida de hierbas y me puse mejor.

—Padre, debe usted permitirme que le ayude más —dijo David.

A esto Ezra respondió.

—Ya lo he hecho así, hijo mío. Mientras estabas fuera te nombré jefe de los negocios; desde ahora tú eres el único para decir sí o no y hacer todos los proyectos. Los jóvenes sois los socios; y nosotros, dos abuelos que estaremos en casa, a menos que nos agrade daros un consejo.

David se sintió conmovido y orgulloso; sin embargo, una vaga pena lo abrumaba. Aquél era el comienzo del fin de la vida de su padre. Conforme él alcanzaba su cenit, su padre debía declinar. Era la marcha inevitable de las generaciones y nadie podía detener su curso, pero se decía que desde aquel momento hasta el día que su padre muriera, siempre sería amable con él y cedería en todos sus deseos.

—Echo mucho de menos a tu madre, hijo mío —dijo Ezra de repente.

Miró a David y sus ojos se humedecieron; luego borró sus lágrimas con el puño. Era una hora avanzada, la casa estaba silenciosa y las grandes velas oscilaban con el soplo del viento de verano a través de las puertas abiertas a la suave oscuridad del patio.

—Todos la echamos de menos —dijo David sosegadamente—. La casa nunca ha sido la misma para ninguno de nosotros desde que ella se fue…

Ezra apenas parecía oírlo. Se inclinó contra el respaldo y sus manos gruesas agarraron los brazos de la butaca.

—Yo pienso en nuestra vida en común; la de ella y la mía —continuó—. No fue un matrimonio fácil, hijo mío. Ella era inflexible…, hasta que aprendí a conocerla. No pude tratarla dos veces de la misma manera. Era una mujer con muchas facetas. A veces yo afrontaba su enojo con el enojo; otras, el enojo con amor y luego con risas… Tenía que elegir mis armas. Siempre debía afrontar alguna novedad. Sin embargo, en todos sus cambios había una pureza insuperable. Su corazón era la bondad misma. Podía fiarme de ella. A Dios no lo traicionó nunca, y a mí no podía traicionarme. Era una verdadera esposa.

David no hablaba. Para él sus padres habían sido sencillamente padres, pero empezaba a verlos oscuramente como hombre y mujer. Se avergonzó de pensar en ellos así, de contemplar a aquellos dos seres de quienes había nacido, tan distintos de él, pero realizando la vida vigorosa e íntima de un hombre y una mujer.

—Ella no fue jamás estúpida —añadió Ezra—. Bueno, a veces era casi demasiado, ¡porque yo comprendía en cuántos sentidos era más inteligente que yo! Cuando joven, esto a veces provocaba mi hastió, pero conforme me iba haciendo más viejo comprendía lo afortunado que era. ¡Mira a Kung Chen! Un hombre solitario, ¿eh, hijo mío? No me habla nunca de la madre de sus hijos, pero las pocas veces que la he visto… me ha parecido un poquito estúpida, ¿eh, David? Y él es un hombre melindroso… No puede salir y arrancar flores a lo largo del camino. Yo tampoco pude. Cuando un hombre ha conocido a una mujer como tu madre, en cuerpo y alma… —Ezra se interrumpió, suspiró y siguió luego—: Mientras vosotros estabais fuera, hijo mío, después que Kao Lien me dejó para irse hacia el Oeste con las caravanas, como yo disponía de tiempo sobrado, recordé toda mi vida con tu madre. Mucho consuelo se llevó consigo cuando me dejó, pero aquí hay algo extraño: y no he sido devoto nunca, como tú bien lo sabes, David; pero mientras ella estaba en casa, yo tenía la sensación de que todo marchaba bien en mi casa ante Dios. Ella era la conciencia… que me punzaba a veces y contra la cual yo andaba a tientas, pero a la que le daba su valor. Ahora me siento perdido. Dios está lejos de mí…

David no supo qué decir. Siguió guardando silencio.

Al ver que no contestaba, Ezra empezó a hablar de nuevo.

—Ni tú ni yo podemos responder a esa pregunta. Por eso muchos de nosotros ya no somos judíos. Yo hice mi elección; haz tú la tuya. ¿Volveré atrás? ¡Ah!, yo soy lo que soy, y si volviera atrás haría la misma elección, y tú igual.

—Yo no estoy tan seguro como usted —dijo David entonces—. Pude haber sido un hombre… u otro. Si Leah hubiera vivido… —se interrumpió.

—¡Si Leah hubiera vivido! —repitió Ezra. Dio vueltas a esto en su cabeza. Luego dijo—: Si Leah hubiera vivido, tal vez tu madre estaría viva también. Todo habría sido diferente. Pero, del mismo modo, nosotros habríamos tenido que ser diferentes.

—No estaríamos ahora aquí —dijo David.

Ezra lo miró sorprendido a través de la mesa.

—Quieres decir…

—Que no podríamos vivir aquí, entre este pueblo, y continuar separados, padre —arguyó David—. En los países de Europa sí, porque allí los pueblos nos obligan a separarnos de ellos con sus persecuciones. Nosotros nos adherimos a nuestro propio pueblo porque ningún otro nos aceptaría, y somos martirizados y glorificados por el martirio. No tenemos otro país que el dolor. Pero aquí, donde todos somos amigos, ¿cuál es la recompensa por mantenerse aparte?

—Desde luego…, desde luego, así es —dijo Ezra—. Todo lo que nos ha sucedido es inevitable.

—Inevitable —convino David.

—Y tus hijos, mis nietos, llevarán más allá todavía esta mezcla —siguió Ezra.

—Así será —dijo David.

—¿Desapareceremos entonces? —meditó Ezra.

David no contestó. Era inevitable, como ya había dicho, cuando un pueblo era bondadoso y justo con el otro, que desaparecieran las murallas entre ellos y se convirtieran en una sola humanidad. Sin embargo, él no podía prever el lejano futuro, cuando sus descendientes no lo conocieran ya, cuando quizás hubieran olvidado hasta el nombre de Ezra, cuando sin duda estarían tan perdidos como un puñado de arena arrojado en el desierto y una taza de agua en el mar. Contemplaba la larga línea de aquellos que vendrían de su sangre y de la sangre de sus hijos y de los hijos de sus hijos. Veía las caras vueltas hacia él, y eran caras de chinos.

—Nos estamos poniendo demasiado fúnebres —dijo Ezra de repente—. Lo que ha sucedido es un hecho, y no se puede evitar. Háblame de tu viaje, hijo mío.

David se sosegó y se lo contó todo a su padre. Le habló de la belleza de la capital del Norte, del aspecto de la gente y de cuán noble era su natural; de lo que había comido y bebido y en qué consistían las alegrías que había disfrutado y cómo le había sido concedida una audiencia ante la emperatriz de Occidente; le habló de los rumores que corrían acerca de ella; y así llegó a la razón íntima de por qué habían dejado la ciudad tan precipitadamente, por causa de Peonía.

Ezra escuchaba atentamente, riéndose a veces y brillándole los ojos otras, astuto y cauto cuando David hablaba de negocios. Cuando oyó lo de Peonía, se mostró muy grave.

—¡Qué desgracia! —exclamó—. El largo brazo del mayordomo principal puede alcanzar a todas partes; deberemos contarle esto a Kung Chen mañana.

—Yo no podía haber obrado de otra manera, padre —dijo David.

—No…, no —vaciló Ezra, y luego dijo con firmeza—: ¡No, hijo mío, no! Desde luego, si ella hubiese sido como otras mujeres y hubiese recibido con entusiasmo la oportunidad de entrar en el palacio…, bien…, entonces, habría sido una fortuna para nuestra casa. Habríamos tenido una amiga en los puestos más elevados. Pero siendo como ella es…, no, verdaderamente no. Sin embargo, debemos aprovechar todas las oportunidades para evitar los malos resultados. Sería un sacrificio hacerlo por una sola mujer, permitiendo que nuestros negocios se arruinasen a causa de un rencor en la corte. Tu madre siempre decía que le dábamos demasiada importancia a Peonía.

Al oír esto, David sintió que una especie de calor con mezcla de ira se gestaba en su interior, y para defenderse a sí mismo habló con firmeza:

—Bien, padre mío, si he obrado con poca prudencia, debo ver la manera de buscar la solución, porque Peonía ha sido como una hermana. No podría ponerla en manos de ese malvado mayordomo a ningún precio; de eso estoy seguro.

—Mientras ella no sea para ti más que una hermana, no me quejaré —dijo Ezra.

Esta frase era tan clara, que David quedó confundido. Escudriñaba demasiado profundamente, más allá de lo que él mismo quería saber, y no respondió. Miró las velas y las vio goteando, lo que tomó como excusa para levantarse y utilizar los despabiladores.

—¡Es tarde! —exclamó—. Mañana tengo que estar temprano en las tiendas, padre; así que le deseo buenas noches.

Wang Ma estaba esperando fuera, de modo que cuando oyó esto, entró con té nuevo y el caldo espeso de arroz que Ezra tomaba antes de dormir.

Así terminó el día.

Pero David no tenía sueño ni se dirigió en busca de su esposa. En lugar de hacerlo, se quedó en su habitación, donde en cada detalle pudo notar las señales de las atenciones que Peonía le prodigaba: el embozo de la cama doblado, su pipa preparada, las velas despabiladas. Pero ella ya se había retirado.

Preparose para acostarse, apagó las velas, separó las cortinas y se acostó. Sin embargo, no podía dormir. La conversación de su padre había removido todo lo que había ocupado su imaginación durante aquellas semanas de viaje. Su madre, Leah, Peonía, Kueilan, aquellas cuatro mujeres que de algún modo habían moldeado su vida, influían en ella. Anhelaba liberarse de todas, y, sin embargo, sabía que ningún hombre está libre jamás de las mujeres que lo han hecho ser como es. Suspiró y se movió bruscamente, deseando que llegara el día en que pudiera volver a las tiendas, junto a aquellos hombres que nada tenían que ver con su corazón ni con su alma.

Peonía también estaba intranquila aquella noche. Sabía que David había pasado mucho tiempo con su padre, porque Wang Ma le había comunicado que los dos conversaban gravemente desde hacía horas, no atreviéndose ella a entrar, aun cuando era con mucho pasada medianoche. Luego había esperado afuera con Wang Ma, a pretexto de hacerle compañía, pero en realidad, porque deseaba ver la cara de David, por lo menos al pasar. Sin embargo, él no la había visto, y ella no se había atrevido a llamarlo. Estaba sentada a oscuras en el patio, fuera del alcance de la débil luz de las velas, que desbordaba a través de la puerta abierta, escuchando desde allí sus voces; él había pasado tan cerca de su lado, que pudo haberlo tocado, pero no alargó la mano. Indudablemente le había contado a su padre el motivo de su regreso de Pekín y quizás Ezra se lo hubiese reprochado. Bien sabía ella que el peligro de nuevos disgustos por parte del mayordomo principal no había pasado, y se estremecía al pensar que podía ser la causa de ellos.

Cuando David hubo salido, ella se dirigió a su alcoba; ya sola en la cama, en aquella noche de verano sin luna, consideró su situación. Las gentes ricas pueden ser buenas, como la familia de Ezra lo había sido siempre con ella; pero si uno de los inferiores, a quienes favorecieron, se convierte también en un motivo de disgusto, sus corazones pueden enfriarse rápidamente. Recordaba cómo había creído que David la amaba, y pensaba en la mirada que a veces había en sus ojos. Luego recordó lo indiferente que había estado todas aquellas semanas. «Indudablemente se arrepiente ya de lo que le he obligado a hacer», se dijo.

El orgullo acudió de nuevo en su ayuda, diciendo que en el primer momento favorable se presentaría ante David y le diría que deseaba entrar en un convento budista que había dentro de las puertas de la ciudad. Allí estaría segura contra cualquier hombre, y él podría mandar recado de alguna manera al mayordomo principal avisándole que ella hacía mucho que había hecho los votos, esperando solamente que terminara el viaje al Norte para entrar de monja. Dentro de aquel tranquilo abrigo, donde solamente vivían mujeres, estaría segura, lo que le parecía dulcemente confortable.

Cuanto más pensaba en el proyecto, mejor le parecía, y se asió a él en su imaginación durante unos cuantos días, hasta que el primer ímpetu de los negocios de David hubiera pasado. Sin embargo, no se atrevía a guardar silencio mucho tiempo, temerosa de que la poderosa mano fofa del palacio imperial acarreara disgustos con su puño.

Al quinto día vio a David descansando después de la comida del mediodía, como si no tuviera prisa en regresar a las tiendas. Ezra dormía sobre el largo canapé, que en tiempos de verano se instalaba al lado de los bambúes, y Wang Ma, sentada su lado, espantaba las moscas. Los niños, los sirvientes y su señora también dormían la siesta. Peonía se había encargado de vigilar la comida del mediodía, y, mientras las criadas inferiores secaban los platos, entregó ella a David los palillos de bambú y le dijo:

—¿No quieres ir a dormir un rato también? El aire está pesado y hay nubes de tormenta hacia el Sur.

—Dormiré una hora en mi patio —respondió él.

A aquel lugar se dirigió ella para colocar un canapé de bambú bajo un antiguo pino que allí había; mientras estaba extendiendo una cubierta suave sobre él, entró David.

Se había quitado las túnicas y llevaba sus ropas interiores de seda verde pálido.

—Todo está listo —dijo Peonía, preparándose a dejarlo. El día era tan caluroso, que claros hilillos de sudor corrían por sus mejillas; se las enjugó riéndose.

—¡Me estoy derritiendo! —exclamó.

Sus ojos encontraron los de David inconscientemente, y súbitamente desapareció su risa. Nunca lo había visto mirándola así. Sus ojos se posaban en ella apasionadamente, graves y afectuosos. Sus mejillas se encendieron y temblaron las rodillas. Empezó a hablar sin sentido, sin intervención del cerebro, repitiendo, sin embargo, lo que su mente había pensado.

—Yo he… he estado… buscando el momento… para decir algo —empezó.

—Este momento —dijo David.

Ella cruzó las manos delante.

—He… he llorado mucho…

—¿Por qué? —preguntó él.

—Por lo que sucedió en la capital. —Sus palabras se precipitaron, en su prisa por desahogarse—. Yo quería pedirte…, rogarle… Me moriría si le hubiese causado algún daño, ni siquiera un pequeño disgusto. Yo puedo…, quiero… entrar en el convento de budistas. Se está segura allí; puedo decirle… al mayordomo principal… que voy a ser monja.

—¡Monja tú! —exclamó David, en voz baja. Se rió silenciosamente, como si no quisiera que lo oyese nadie.

Pero ¿quién había allí para oírlo? La casa estaba durmiendo y alrededor de ellos resplandecía el cálido sol de la tarde. No llegaba un ruido ni desde fuera de las murallas siquiera. La ciudad dormía y las mismas cigarras estaban silenciosas. Y Peonía de pie delante de David, parecía como cogida en una tela de araña. No intentó hablar de nuevo.

No podía, desde luego.

No se podía explicar que le había llevado a él en aquel momento. Estaba asombrada y temerosa, y el amor enardecía su sangre, agitaba su corazón. Él, a quien había creído tan frío todas aquellas semanas, de pronto parecía todo fuego.

—Sígueme, Peonía —le ordenó.

Se volvió y Peonía lo siguió al gabinete. Se apoyó él contra la mesa y la miró de frente.

—Voy a decirte algo que debes tener presente mientas dure nuestra vida. Si te lo digo, ¿lo recordarás?

—Sí —murmuró ella, y sus ojos parpadearon.

—Me he engañado a mí mismo todos estos años diciéndome que eras como una hermana —dijo—. He sido estúpido. Tú no has sido nunca una hermana. Nunca podría haber amado a una hermana como te amé a ti cuando éramos niños… y como te amo ahora.

La miraba con firmeza y ella sostuvo su mirada. Éste era el regalo que le hacía la vida: el momento en que él pronunciaba aquellas palabras. Habría sido fácil extender ambas manos y tomar el obsequio, olvidando todo lo demás. Pero esto no era posible para Peonía. Demasiados años lo había cuidado, amparado, animado y amado y hecho proyectos para él. No podía pensar en sí misma ahora.

Intentó reír.

—¡Razón de más para que yo sea monja, me parece!

Desdeñó David su fingida alegría.

—No te escapes con risas —dijo severamente—. Sé tan bien como tú lo que significa para mí… decir lo que he dicho. Sin embargo, tenía que decirlo para que sepas porque no pude dejarte en el palacio. Mientras yo viva, tú debes quedarte en mi casa, Peonía, porque no me sería posible vivir sin ti. Al fin no sé.

—¿Por eso estuviste tan frío conmigo todas las semanas del viaje? —preguntó ella.

—No estaba frío contigo. Pensaba en ti día y noche —respondió David.

No podía hacer ya como que reía. Estaba apenada y resuelta; no podía soportar el saber que su amor por ella le acarrearía disgustos.

—Agradézcole que me haya dicho lo que tiene en el corazón. —Su voz era clara y suave—. Guardaré sus palabras para siempre en el mío. Serán mi consuelo y constituirán mi hogar.

Cruzó las manos, hizo una inclinación y se volvió para dejarlo. En la puerta la retuvo su voz.

—Más allá de esto no he pensado nada. Sin embargo, ¿qué va a ser de nosotros?

Ella se detuvo, con un pie en el umbral y una mano en el marco de la puerta.

—El tiempo lo dirá —contestó gentilmente, y luego, temiendo que fuera él a iniciar un paso para cogerle la mano o tocarle un hombro, y temiendo también la debilidad de su corazón, se fue rápidamente.

Aquella noche le era imposible dormir. Estaba contenta de que la brillante luna que los había acompañado durante su viaje hubiera desaparecido. Se deslizó a través de la oscuridad hasta el jardín de los duraznos, y allí se sentó solitaria bajo los árboles. Las estrellas estaban ocultas por las nubes y el aire era húmedo y anunciaba lluvia. Sin embargo, no pudo estar sentada mucho tiempo, porque pronto los mosquitos empezaron a zumbar a su alrededor. Levantó sus anchas mangas y las hizo ondular como alas; luego se levantó y caminó de acá para allá. Era lo que Leah solía hacer, hora tras hora. Al pensar en esto, de repente tuvo la aguda sensación de su presencia, siéndole imposible liberarse de ella. Sin embargo, ¿por qué había de sentirse ya temerosa de Leah? Tenía el arma para silenciar su espíritu para siempre. Si quisiera, podía ir donde David y sellar su amor con su cuerpo. ¿Qué podía hacer Leah…, Leah, cuya carne era ya polvo? Levantó la cara hacia el oscuro cielo; el éxtasis llenaba hasta los bordes su corazón. ¿Y si fuera de puntillas, mientras la casa dormía, y gozara del amor de David? La victoria sería suya.

Se paró sola en la oscuridad, con un dedo en los labios, sonriendo para sí. En su vida secreta entraría él, y ya no estaría sola. Meneó la cabeza, cayó su mano y desapareció su ligera sonrisa. Su corazón latía fuerte. ¿Por qué habría de ser secreto? No había ley que castigara a un hombre que tomase para sí a la mujer amada. Por toda la ciudad los hombres lo hacían; incluso Kung Chen había tenido una linda muchacha cantora, que después lo traicionó. Nadie levantaría la voz contra David. Sin duda, sería lo más conveniente, porque lo haría más íntimo de sus amigos. Allí no se necesitaba ceremonia. Se abandonaría a su corazón e iría a su lado; por la mañana se lo contaría a Wang Ma, y pronto lo sabrían todos; su señora podría aceptarlo y concederle el segundo lugar, o negarse a saberlo y todo seguiría como antes.

Así razonaba el tierno corazón de Peonía. Luego su imaginación, tanto tiempo solitaria, cobró claridad y dureza. ¿Era David como los demás hombres? Su cerebro interrogaba sin cesar a su corazón.

En aquel momento, antes de que se respondiera, la sobresaltó un extraño grito sordo. Levantó la cabeza para escuchar y sus pensamientos se detuvieron. No hubo un segundo ruido, pero sintiéndose siempre responsable ante la familia, se dirigió en seguida, atravesando el oscuro jardín, hacia el salón, débilmente iluminado, y escuchó atenta. Las habitaciones de Ezra se abrían hacia el Este desde el salón y sus ventanas daban al jardín; Peonía se puso a escuchar junto a la cerrada puerta. Oyó su respiración entrecortada por gemidos, pesada y lenta, y abrió la puerta con suavidad.

—¡Soy yo, Peonía! —dijo con dulzura—. ¿Está usted enfermo, señor mayor?

Él no respondió, pero su ruidosa respiración subía y bajaba, como si arrancara con esfuerzo del pecho. Corrió entonces al dormitorio y avivó un soplo del fósforo de papel humeante siempre en su urna de cenizas, prendió la lámpara de aceite y la sostuvo en alto con la mano derecha, mientras que la otra separaba las cortinas. Allí yacía Ezra, la almohada tirada a un lado, echada hacia atrás la cabeza, hasta quedar la barba levantada en el aire. Tenía los ojos abiertos y vidriosos, pálida la cara, la espalda arqueada y rígida. No la veía ni la oía, porque toda su atención estaba fija en aspirar el aire y volver a expulsarlo.

—¡Oh, cielos! —gritó Peonía. Soltó la cortina, corrió al cuarto de David, golpeó la puerta. Luego trató de abrirla. ¡Estaba cerrada por dentro! Se detuvo en medio de su terror. ¿Por qué había cerrado la puerta… a no ser por ella? ¡O quizá contra sí mismo! Él la oyó y preguntó:

—¿Quién es?

—¡Soy yo, Peonía! —gritó—. ¡Tu padre se encuentra mal!

Él salió casi en seguida, con sus pálidas ropas de noche, asegurándose el cinturón de seda al salir y pasar delante.

—Oí gritar a tu padre…, entré… Estaba yo en el jardín de los duraznos… —balbució ella, mientras le seguía y entraban ambos en el cuarto de Ezra.

No había ruido de respiración. Cuando David separó las cortinas y Peonía miró por un lado de su hombro, vio al anciano tendido, con los brazos y piernas muy separados, como si hubiera batallado contra la muerte. Pero había perdido. Estaba muerto. Le caía la barba sobre el pecho y sus ojos miraban severos y fríos. Empujó ella a David hacia un lado cuando vio aquellos ojos y con sus dedos le cerró los párpados, temerosa de que se pusieran rígidos con aquella mirada, hasta caer deshechos; luego le colocó los brazos a los costados, juntó sus pies y los cubrió.

—Para que parezca dormido —murmuró.

Todo este tiempo David había permanecido de pie, inmóvil. Cayó entonces de rodillas, tomó una de las manos de su padre y la levantó. No cabía duda de la muerte de Ezra. Supo en el momento de verlo que no cabría albergar esperanzas. Debía despertar a toda la casa, llamar a Kung Chen, hacer difundir su muerte por la ciudad. Todo tenía que hacerse. Pero se retrasaba en su incredulidad.

—Estuvimos hablando hace sólo unas horas —murmuró.

—Es una buena manera de morir —dijo Peonía, suavemente. Pero de repente se quedó aterrada. Sin Ezra en la casa…, ¿desaparecería de ella el espíritu de la bondad? ¿Por qué…, por qué había cerrado David la puerta contra ella? Se arrodilló y, colocando la cabeza sobre la cama, empezó a llorar.

—¡Era tan bueno! —sollozó—. ¡Era tan bueno… conmigo!

Esperó, preguntándose, con el corazón destrozado, si David la rodearía con su brazo para consolarla. Pero no lo hizo. En lugar de ello empezó a acariciar la mano de su padre suavemente, como si Ezra viviera todavía.