XI

Peonía no sabía cómo vivir en la casa de Ezra sin su antigua señora. Volvió a ella después del entierro, acarició al niño que lloraba y se lo entregó a su ama de cría. Luego, su primer pensamiento fue para David y su padre. Kueilan estaba cansada y se quejaba de que los pies le dolían mucho, de que tenía hambre y se sentía débil, mientras los dos pequeños lloraban. Peonía mandó a las criadas inferiores que le atendieran, y ella y Wang Ma prestaron sus cuidados a los hombres.

Cada uno se había ido a su habitación; al enterarse, Peonía mandó a Wang Ma a la habitación de Ezra, y ella se fue a la de David. No sabía cómo lo encontraría, si llorando o no, pero no estaba preparada para su serenidad cuando, después de toser ante la puerta, oyó que la mandaba que entrase. Estaba allí de pie, quitándose el vestido exterior de tela de saco que había llevado para el funeral. Debajo tenía sus ropas de seda natural, que eran de un color azul oscuro, en señal de la solemnidad que acababa de verificarse. Cuando volvió la cabeza, vio ella su cara grave, pero no llorosa.

—Entra, Peonía —dijo sosegadamente—; estaba a punto de mandarte llamar.

Sentose y la miró con sentida bondad.

—No esperes a que te mande para sentarte —dijo—. Bien sabes lo importante que has llegado a ser en esta casa.

Se sentó ella y esperó.

—Si yo supiera cómo podría arreglármelas sin ti, no permitiría que la conciencia me inquietase —siguió—. Debería buscarte un marido, Peonía. Todos somos egoístas con respecto a ti, y yo más que ninguno. Pero la verdad es que sin ti estaríamos como una barca sin timón. Ahora que mi pobre madre se ha ido… —Hizo una pausa y apretó los labios.

—Yo no deseo casarme, joven amo —dijo Peonía.

—Siempre lo dices —replicó David—, pero eso no me absuelve de haber faltado a mi deber.

Peonía decidió dejar de lado ese asunto.

—¿Qué deseaba usted decirme? —preguntó.

David se levantó de repente, fue hasta la puerta y se quedó allí mirando hacia afuera. El invierno había terminado y la primavera estaba cerca. El aire era apacible aquel atardecer y la puerta que daba al patio estaba abierta.

—Quiero hacer un viaje —dijo.

—¿Un viaje? —repitió Peonía—. ¿Adónde?

—Tú sabes que mi madre y yo proyectamos hacer un viaje hacia el Oeste, a la tierra de nuestros antepasados. Ahora tengo la intención de hacer ese viaje solo. —Hizo una pausa y luego bruscamente—: Hay algo que me inquieta.

—¿Hay algo que le inquieta? —repitió Peonía. Sentíase torpe con la sorpresa y, sin embargo, comprendía que necesitaba de todos sus sentidos.

—Noto cierta íntima sensación de culpabilidad —siguió David—. He tenido esta sensación desde que murió Leah. Ahora mi madre ha muerto. Ese viaje sería en cierto modo por ella.

—¿Quiere usted dejar a su padre? —preguntó Peonía. Notaba que le faltaba el aliento, pero se mostraba serena.

—Él no me necesita —dijo David—. Tiene sus amigos… y sus nietos. A veces pienso que está más cerca de ellos que de mí. Y tú estarás aquí, Peonía…, Wang Ma.

—¡Pero sus hijos… y su mujer! —le apremió Peonía—. ¿Cómo puedo yo asumir esa responsabilidad?

—La asumirás, Peonía, esté yo aquí o no —le dijo.

Ella no pudo disimular sus temores.

—¿Y si muere usted en el camino? —gritó—. ¿Y si… si lo mataran?

Recordaba la espada de hoja fina que había hecho semejante mal a su pueblo en otros países, e incluso había hecho mal en aquella casa, pero de eso no podía hablar. El viejo Wang había llevado la espada al río y la había arrojado, todo lo lejos que sus fuerzas le permitieron, dentro de los remolinos amarillos.

—Han matado a muchos —dijo David tranquilamente—. No hay razón para que yo no afronte el mismo peligro.

¿Qué podía aducir Peonía? Ansiaba pedirle a gritos que se quedara por ella, porque él era su vida; y que si no volvía ella tampoco podría vivir, pero tenía miedo de asirse a tal consuelo. Su imaginación estaba muy lejos. Sentía unos celos extraños que no había conocido desde la muerte de Leah. La había olvidado durante meses y meses, incluso años, pero Leah volvió con toda su belleza. ¿Recordaba él aquella belleza? Consideró ella si tendría sentido mencionar su nombre, y decidió que no debería hacerlo. Si él pensaba en Leah, hablar de ella sería como acercarla a la habitación en que estaban ellos dos solos. ¡Qué siguiera muerta! Sin embargo, ¿qué lazo era aquel que unía más allá del sepulcro? ¿Qué era lo que él tenía en su conciencia? No supo responder a su propia pregunta y se levantó graciosamente, tranquila en apariencia, a pesar de su agitación interior.

—Que todo se haga según vuestro deseo, joven amo —dijo por fin.

Con sorpresa suya, David se volvió a ella enojado.

—¡No me llames así, Peonía! —dijo con impaciencia—. Al menos cuando estemos solos, llámame por mi nombre. ¿No hemos sido hermano y hermana durante toda nuestra vida?

¿Qué palabras podrían herirla más que aquéllas? Pero no se permitió mostrar la herida y respondió sencillamente:

—Trataré de recordarlo. No haga el viaje, a no ser que sea imprescindible. Pero si lo cree su deber, trataré de hacer todo lo que deba mientras esté fuera usted.

Dicho esto salió, habiendo evitado hábilmente pronunciar su nombre. Quizá lo pronunciará algún día, pero no mientras él recordará a Leah.

Se fue a su habitación y se sentó un largo rato, meditando qué haría. Oyó que la llamaban por su nombre y se metió en su dormitorio, se ocultó detrás de las cortinas de la cama y allí agachada caviló un rato más, hasta que aclaró sus pensamientos. Iría a ver a Kung Chen y éste la ayudaría. Él no permitiría, por cierto, que el marido de su hija vagará por los países del Oeste para no volver por lo menos en un año y acaso para no regresar. Pensarlo y hacerlo fue todo uno, y una vez más se deslizó por la Puerta de la Escapada Pacífica, que no había necesitado utilizar durante los últimos años, desde el casamiento de David.

Kung Chen estaba en casa porque se había fatigado con los largos funerales; se hallaba sentado en sus habitaciones particulares, tomando vino caliente y contemplando un braserillo de carbón que había mandado preparar más por gusto que por falta de calor. La llevaron inmediatamente a su presencia, puesto que todo el mundo estaba enterado de que servía a su hija.

—Honorable señor —dijo Peonía con vocecilla dulce.

Levantó él la vista bondadosamente hasta su figura esbelta vestida de gris y recordó que la había visto parar al lado de su hija, sosteniendo a un niño llorón.

—No se quede en pie en mi presencia —le mandó—. Nosotros somos viejos conocidos. ¿Recuerda aquella mañana junto al estanque de los peces?

No le dijo lo que pensaba: que se había vuelto muy hermosa desde aquella mañana. Entonces era una muchacha en capullo, pero ahora ya era una mujer, graciosa y dueña de sí misma. Si la antigua mirada alegre había desaparecido de sus ojos, una encantadora quietud ocupaba su lugar. Nadie imaginaría que era ella una esclava. Había sobrepasado en mucho aquella situación.

—¿Qué tiene usted que decirme? —preguntó él.

Peonía se sentó con delicadeza y cruzó las manos. No le dijo tampoco lo que pensaba: que había envejecido mucho desde aquella mañana en que lo vio junto al estanque de los peces. Desde aquel día sólo lo había visto a distancia. Ahora lo encontraba mucho más delgado de lo que había sido. Su llena cara estaba fláccida, y la barba rala, que se estaba volviendo blanca, le había crecido, pero se mantenía erguido y los hombros todavía eran anchos. Sabía ella que todas sus hijas estaban casadas aunque para Lilí, la hija de la concubina, sólo había sido capaz de darle al hijo de un ferretero. Las familias ricas no deseaban casar a sus hijos con la hija de una concubina que se había escapado con un mayordomo. Esto había sido un pesar para Kung Chen, porque quería a la pequeña Lilí más que a todos sus hijos.

—Señor, he venido por causa de mi joven señora —dijo Peonía—. Después que regresamos de los funerales fui a servir comida caliente a mi joven amo, como es mi obligación, y lo encontré turbado; cuando traté de averiguar por qué, me contó que tenía la intención de hacer solo el viaje a la tierra de sus antepasados que una vez había proyectado hacer con su madre. No le dije nada, pero vengo a contárselo a usted, señor, porque el viaje llevará un año entero. Y esto no es lo peor. Los musulmanes que hay en el camino son muy fieros, como Kao Lien le dijo a mi señora, antes de que ésta muriera. Mi joven amo tendrá la vida en constante peligro si se va. Yo pienso en nuestra señora, su hija, y en los niños.

Kung Chen oyó esto con gran asombro.

—¿Cómo es que el hijo quiere hacer una peregrinación cuando su padre no la hace? —inquirió—. ¿No tiene esto el sabor de una impiedad filial? ¿No llegaría a sentirse el padre culpable ante el cielo?

Peonía reunió todo su valor. Tenía una tela muy delicada que tejer.

—Señor —dijo—, nuestro joven amo es hijo de nuestra anciana señora. Nuestro anciano señor es hijo de nuestro pueblo. El alma de la madre está en el hijo.

Kung Chen comenzó a comprender. Asintió con un lento movimiento de cabeza y se mesó la barba.

—Continúa —dijo.

Peonía inclinó la cabeza modestamente. La tela estaba bien empezada, pero no concluida.

—Señor, hay algo más que esto. Yo no deseo ofender a nadie…, pero puede ser que usted recuerde a la señorita con quien nuestro joven señor estuvo prometido una vez…, o casi prometido.

—Aquella que… —Kung Chen pasó su largo índice a través de la garganta.

—Aquélla.

—¿Él…, ¡ejem!… la amaba? —inquirió en seguida Kung Chen. Sentía ciertos celos por su hija, pero no los manifestó en alta voz.

Peonía pudo apreciarlo bastante bien.

—Yo no diría que la amaba —dijo con vacilación—. Incluso diría que no, pues por ese mismo tiempo amaba a nuestra joven señora…, su hija. Pero en cierto extraño sentido, las dos señoritas lucharon en su corazón una contra otra, de manera que la extranjera le impedía amar enteramente a nuestra señora, ahora madre de sus hijos; y nuestra señora lo incapacitaba para amar a la extranjera, a quien su madre deseaba como nuera. Una desplazaba a la otra en él.

Kung Chen meditó sobre esto un rato.

—¿Era la otra más hermosa que mi hija? —preguntó entonces.

Peonía reflexionó.

—No —dijo, y luego añadió—: Pero tenía algún poder oculto sobre él. Era el mismo poder que tenía su madre, cosa que él amaba y detestaba al mismo tiempo. Mientras vivió su madre se rebeló y se sostuvo como era. Pero ahora que ella está muerta, recuerda también a la otra y tiene la sensación de que en alguna parte tiene un deber que cumplir y está intranquilo.

—¿Qué tiene que ver el viaje con todo esto? —investigó Kung Chen.

—Las dos querían dejar nuestra tierra e ir a aquella de la que procedían sus antepasados —replicó Peonía.

Kung Chen meditó más largamente. Recordaba todo lo que sabía acerca de los judíos y del imán de la fe que los arrastraba de vuelta a la árida faja de terreno que una vez había sido suya. Ciertamente su pequeña tercera no debía sufrir ni quedarse viuda con tantos hijos y en la cúspide de su joven feminidad. Y se dispuso a proteger lo suyo.

—El joven está intranquilo —dijo mesándose la barba—. Es bastante natural. No ha viajado nunca. Los hombres suelen ponerse inquietos después de los primeros años de matrimonio. Conocen todo lo que tienen y piensan en panoramas nuevos. Muy bien, viajará; pero mi hija, los niños y usted deben ir con él. Yo les prestaré mis coches de mulas y mis cocheros para que los recojan cuando dejen el río; también irán mis cocineros y todos harán un viaje hasta la capital del Norte. Le pediré al gobernador de nuestra provincia, además, que los haga acompañar por algunos de sus guardias como precaución contra los ladrones y los piratas del río. La primavera empieza precisamente pasado mañana; el viaje será agradable. Le pediré a su padre que decida que el viaje es necesario para los negocios, como bien podría ser desde luego.

Kung Chen estaba muy complacido consigo mismo y meneaba su gran cabeza de aquí para allí. Su imaginación vivía sus proyectos por adelantado.

—Sí; veré el modo de tener un fino regalo que deberá ser entregado en mi nombre a las dos nuevas emperatrices; mandaré aviso a mis dos amigos para que den fiestas en honor de mi yerno; daré órdenes al Teatro del Jardín del Peral para que represente comedias para él y los amigos a quienes deba agasajar en retribución. ¿A quién no entusiasma la capital del Norte? Es la ciudad más bella del mundo. —Se frotaba las manos sobre los carbones—. Todo es como debe ser —dijo—. La corte imperial ahora ha vuelto del exilio, ha regresado de Johon a Pekín, y la capital está llena de alegría. Se ha convenido una tregua sobre el opio con los hombres blancos de la India, y los rebeldes se encuentran derrotados en las provincias orientales. Retorna el tiempo del placer y los negocios.

Golpeaba con las manos sobre sus rodillas, resplandeciente de animación, Peonía, desde luego, estaba encantada. Se levantó, con su cara también brillante.

—Es un proyecto del cielo —declaró—. Esperaré entonces, señor, hasta que llegue la orden. —Luego, con una inclinación de cabeza, se volvió para la casa.

Al salir ella, Kung Chen se quedó solo mesándose la barba, y fruncido el ceño delante del fuego. Su pequeña tercera… ¿era feliz? Había dado por sentado que lo era, puesto que cada año había dado a luz un hijo. Una o dos veces había preguntado a su madre qué pensaba, pero madame Kung raras veces pensaba en las hijas salidas de su casa para pertenecer a otra familia.

Su imaginación pasó con agrado a Peonía. Donde ella estuviera, sin duda todo marcharía bien.

Así aconteció que un hermoso día, a fines de la primavera David, persuadido por Peonía, se puso en camino hacia el Norte. Él, su esposa, sus hijos y Peonía embarcaron en un gran junco[9] sobre el río y navegaron hacia la capital del Norte. Con ellos iban criadas y sirvientas inferiores y los dos cocineros que había escogido Kung Chen porque provenían del Norte y le suplicaron que les ofreciera la oportunidad de volver a ver su hogar. Delante de ellos, en un bote más pequeño, iban los guardias.

Ezra los vio marchar con el corazón tembloroso. Temía a la soledad durante el tiempo que estuvieran ausentes. Sin embargo, no se atrevió a dejar sus negocios, porque Kao Lien estaba a punto de cargar sus camellos otra vez para el Oeste, y para los cargamentos se debían escoger las mejores mercaderías chinas. Además, puesto que se había hecho la paz con los blancos en la India, Ezra tenía la idea de enviar dos hombres dignos de confianza con mercaderías chinas para vender allá. Kung Chen acabó de convencerlo afirmando que su propia pérdida sería grave si Ezra no enviaba los cargamentos bastante pronto, para traer de vuelta las mercaderías del Oeste por lo menos a principios del invierno. De suerte que Ezra se resignó lo mejor que pudo a su suerte; Wang Ma y el viejo Wang se quedaron, y Kao Lien se trasladó a casa de Ezra durante las últimas semanas, antes de emprender su marcha. David hizo promesas de volver pronto, en cuanto que Kung Chen aseguró que comería con Ezra todos los días. Así se produjo la separación.

En el junco, todo era confusión al principio. Los niños lloraban con extrañeza aterrorizados cuando, cuando con muchos gritos y maldiciones, los boteros soltaron la enorme embarcación de la orilla y enfilaron hacia el centro del río, empujando con las largas pértigas de bambú, remando hasta que en medio de la corriente el viento hinchó sus velas. Cada niñera consolaba al niño que tenía a su cargo; el menor se apegaba al pecho del ama cría; luego vino la calma. Peonía atendió a su joven ama y cuido de que se sentara en un canapé y tuviera té y golosinas; saco del equipaje cojines y abanicos, ropas de cama y braseros de carbón y todo cuanto podía utilizarse para mayor comodidad. Hecho esto, les preguntó a los cocineros qué iban a preparar para las comidas del día, puesto que habían llegado por la mañana temprano; solamente cuando estuvo satisfecha con sus proyectos dejó reposar su corazón y miró alrededor para ver dónde iban a vivir.

El junco era poderoso para el río; proa y popa sobresalían bastante del agua. En la proa había pintados dos ojos grandes, y en la popa, la cola de un pez. Los barqueros vivían en dos pequeños camarotes en la popa; con ellos estaban sus esposas e hijos; unas puertas los separaban de los demás, y los mantenía aparte. Cada niño tenía una cuerda atada a la cintura, de manera que si alguno caía al agua, pudiera la madre volver a izarlo. Peonía reclamó que las cuerdas se deberían poner a los niños a su cargo. Tomó dos rollos de suave cuerda de cáñamo que le dio un barquero, pero cuando las ató alrededor de la cintura de los hijos de David, éstos gritaron rabiosos y no quisieron consentirlo. Peonía no pudo sino mandar a las doncellas que los sujetaran por sus fajas y que no les permitieran quedar solos ni por un momento. Así las doncellas estuvieron atareadas todo el día, en tanto que Peonía agradeció al cielo que el niño pequeño no caminara aún.

Las cocinas venían inmediatamente después de los camarotes de los boteros, y los cocineros dormían en ellas por la noche. Eran pequeñas, pero había en ellas todo lo necesario para preparar una buena comida, y pronto los cocineros estaban atendiendo a sus obligaciones. Enfrente de las cocinas estaban los dormitorios de la familia y el gran salón central, donde pasaban el día. Allí debía dormir Peonía por la noche, porque los niños y sus niñeras tenían que ocupar un dormitorio, y David y su esposa el otro, así que no había lugar para Peonía. Esto era molesto, sin duda, pero se decía que cuando necesitara mucha soledad podría sentarse fuera de las ventanas del gran salón, donde la cubierta era tan estrecha, que los niños no se atreverían a ir y por donde su señora no se atrevería a pasear. Este lugar se convirtió, pues, en el suyo. Enfrente del salón había una cubierta amplia con suelo de fina madera barnizada que ni el sol ni la lluvia podrían deteriorar. Este barniz provenía de Ningpo, cuyos pobladores son famosos por sus juncos y sus barcos.

Así empezó un viaje que iba a durar días. En cuanto a Peonía, personalmente, contemplaba con placer los días que tenía delante. Tenía que trabajar bastante para cuidar solícitamente de todos; pero quedaban horas para sentarse en su lugarcito, sólo molestada por un barquero cuando pasaba de proa a popa, y viceversa, o cuando faltaba el viento y había que usar los remos hasta que los cabos de remolque estuvieran fuera. A pesar de todo, temía mucho que aumentara la intranquilidad de David. Estaba acostumbrado al espacio y a los muchos patios, ¿y tendría paciencia para estar encerrado en aquel velero con niños gritones y con una esposa a veces impaciente? Al principio tuvo miedo; luego encontró que no tenía qué temer, porque David se encontraba absorto con los paisajes que pasaban ante sus ojos. A veces la marcha era bastante lenta, de manera que podía ir a pie por la orilla y caminar muchas leguas por un país nuevo y a través de las provincias que no había visto jamás. En todas partes era tratado con cortesía; cuando los hombres del remolcador se detenían a descansar, comer y tomar té, entonces comía también en tierra y la gente de la región le hablaba cortésmente, preguntándole con curiosidad de que país venía.

Cuando pronunciaba el nombre de la ciudad, admirábanse ellos.

—Nosotros no sabíamos que allí vivían extranjeros —le decían.

—No soy extranjero —replicaba él, y ellos asentían con un movimiento de cabeza, satisfecho su interés.

No hablaba con frecuencia con Peonía, pues había pocas oportunidades para ello; pero ambos, sin hablar, sabían que a Kueilan no le agradaba ver a su marido hablando con una esclava más de lo necesario. Sin embargo, a veces, cuando Peonía dejaba a su señora en cama e iba a la cubierta de proa para advertirle a David que todo estaba dispuesto para la noche, éste se detenía unos minutos, sobre todo si brillaba la luna.

Una noche de aquéllas le dijo a Peonía:

—Mi padre siempre ha dicho que vuestro pueblo es bueno con el nuestro, pero la profundidad de esta bondad solamente ahora la veo por mí mismo. Estas gentes de las aldeas del río y a lo largo de las orillas no me conocen, y, sin embargo, me hablan cortésmente y me dan la bienvenida en las posadas. Me asombra esta gentileza.

—¿No son todos los hombres hermanos bajo el cielo? —respondió Peonía con las palabras de los sabios.

David meneó la cabeza.

—Esas buenas palabras están en todas partes —replicó—, pero no siempre las buenas acciones.

Se fue a descansar, y Peonía se quedó sola a la luz de la luna.

Era, desde luego, un hermoso país. La tierra, a lo largo de las márgenes del río, verdeaba con el arroz nuevo, y en torno a cada pequeña villa los durazneros se hallaban en plena florescencia, rosados de día y perlinos por la noche. Colinas distantes se elevaban contra el cielo y el agua corría dorada bajo la luna. Era una buena tierra y las gentes también lo eran. Había ladrones, es cierto, y piratas en el río, pero roban en todas partes, cualesquiera que sean su figura y su color. Con los guardianes, la familia estaba segura, y el gobernador le había dado al barquero una bandera que proclamaba que llevaban obsequios para la corte imperial, y nadie hubiera osado robarles nada.

Cuando todo estuvo tranquilo, Peonía entró en el vacío salón, sacó las colchas que durante el día se ocultaban debajo de los canapés y se dispuso a dormir. Durmió bien; un viento fresco llegaba hasta ella.

Al salir de una provincia entraban en otra, hasta que por último llegaron cerca del puerto donde el río se encuentra con el Gran Canal. No deseaban llegar al mar ni trasladarse a los pequeños botes que había. En un lugar dado, por lo tanto, dejaron la embarcación, que se había convertido en un hogar para ellos; allí estaban los coches de mulas que los llevarían al norte.

Con frecuencia Peonía sintió deseos de volver al junco, porque ahora tenían que viajar todo el día por caminos de toscos guijarros, parándose para servir comidas improvisadas, excepto por la noche, cuando dormían en posadas. Peonía estaba impaciente, desde luego, porque encontrar una posada buena y limpia, era casi imposible. Todas las tardes el posadero principal, donde quiera que estuvieran, saldría abanicándose y prodigando alabanzas al ver cuán larga escolta tenían, chillaría y gritaría a sus hombres que prepararan la comida y el té, jurando que tenía habitaciones limpias y de todo lo mejor. Pero cuando Peonía inspeccionaba las habitaciones, con frecuencia las hallaba asquerosas. Si veía que había pulgas y chinches en las camas, no permitía que fuesen abiertos los paquetes de las ropas hasta que hervía agua y la vertía sobre las tablas de la cama. Todo esto se hacía bajo su vigilancia, porque su señora era incapaz y David estaba impaciente por ver cada nuevo panorama, de suerte que cuando llegaban a una villa o ciudad nueva, dejaba a su familia y se iba a visitarla.

Finalmente llegaron a Pekín. Los niños se quedaron mudos de admiración al mirar las grandes murallas que se alzaban gradualmente, grises y elevadas, de las llanuras circundantes. Todos había oído hablar de las maravillas de esta capital, pero ni siquiera David estaba preparado para la vastedad de lo que veía. Pasaron a través de la puerta de la ciudad; las murallas eran tan macizas, que había tinieblas entre la luz del sol de ambos extremos. Kung Chen había escrito a sus tiendas que preparasen una casa para el hijo de Ezra y su familia, y hubieron de atravesar calles tan anchas todas pavimentadas con piedras, que hasta Peonía no se le ocurría que decir y solamente podía expresar su admiración con la mirada. Así llegaron a una puerta inserta en un muro; al trasponerla encontraron a los hombres de Kung Chen esperando para recibirlos, David se quedó con ellos en la sala de recibo, y Peonía condujo a la familia a los patios interiores, mientras los sirvientes se apresuraron para que pronto todo estuviese dispuesto.

Los pequeños estaban contentos con la novedad y Kueilan andaba de un lado para otro por los jardines, profiriendo exclamaciones ante las rosas y los ciruelos enanos. La fiesta había empezado, pero Peonía observaba sobre todo a David. ¿Sería fiesta para él también? Se sintió consolada cuando, una vez despedidas las visitas, pudo ver a su familia. Tenía la cara alegre y los ojos brillantes de excitación.

—Quedémonos aquí mucho tiempo, ¿eh, madre de mis hijos? —le dijo a su esposa, y ella le sonrió en respuesta, contagiada por su alegría. Él se enterneció de repente—. ¡Chiquita —exclamó—, tienes el mismo aspecto que la primera vez que te vi!

Al oír estas palabras Peonía salió silenciosamente, para evitar que su presencia coartara la renovación de su amor. Su antigua y profunda tristeza seguía en el fondo de su corazón, y ella sabía que estaba allí, pero no se permitiría abismarse en ella. Fuera de la oscuridad y el sombrío fondo del lago, brotan sobre su superficie las flores de loto. Ella arrancaría las flores.

Pekín estaba en su mejor momento aquella primavera. La gente, liberada de los temores y esfuerzos de la guerra, se regocijaba con el regreso de la corte imperial a la ciudad. Las dos emperatrices, la más vieja del Este y la más joven del Oeste, actuaban en calidad de regentes, ya que el joven emperador era todavía un niño. Ambas eran hermosas, pero la emperatriz del Occidente, enriquecida por el amor a la vida y al poder, hacía fácil prever que bajo su reinado prosperaría la nación y que todas las artes y el comercio se robustecerían.

El aire era lo que más le agradaba a David. Su antigua tristeza se desprendía de él y hasta la misma mirada de sus ojos estaba cambiada. El tinte de melancolía que se había vuelto natural en él lo abandonaba, y la vitalidad, que solamente la rebelión había encendido hasta ahora, se convertía en su energía diaria.

—Amo esta ciudad —le dijo un día a Peonía—. Observa a la gente; los hombres, altos; las mujeres, hermosas. Aquí pareces una niña.

Peonía no estaba segura de que le agradara aquella comparación. Verdad que la mayoría de las mujeres la sobrepasaban en estatura, tenían pómulos sobresalientes y figura maciza. Se enfurruñó, y David se echó a reír.

—¡Hablemos de otra cosa entonces! De sus calles anchas… A mí me gusta el espacio.

En esto Peonía estuvo de acuerdo. Había por todas partes espacio suficiente para que corrieran diez coches de frente, entre las tiendas abarrotadas de finas mercaderías. La gente era, más que hermosa, amable y de espíritu noble. La nobleza del Norte estaba en la ciudad, donde la gente acompañaba la comida con pan de trigo en lugar de arroz.

Había muchas reuniones, y David encontraba gran placer en celebrar banquetes en las posadas elegantes con los amigos que Kung Chen le había proporcionado. Comer cordero asado en una posada mahometana, pasar la mitad de la noche ante un pato asado en otra y declarar que ambas constituían la más fina de las comidas era bastante fácil. El cordero tierno y aromatizado se descuartizaba y asaba en espetones sobre carbón de madera y se llevaba caliente a la mesa para ser comido con bollitos de pan humeante.

Y sin embargo, el pato de Pekín podía considerarse el mejor bocado. Noche tras noche se las pasaba David en una posada o en otra con hombres tan libres de cuidados y tan llenos de buen humor, que se habría dicho que sólo trabajaban por placer, si no los hubiera visto como perspicaces comerciantes durante el día. Sentábanse alrededor de una gran mesa redonda, comiendo platitos, pequeños primero, hasta que el hostelero introducía para su aprobación los patos muertos y desplumados, pero sin asar todavía. Cuando había escogido un par de ellos, apreciado el tamaño, la gordura y la contextura de la piel, eran metidos en el espetón y se los hacía girar sobre los carbones hasta que la piel se tornaba crujiente, dorada y brillante con la grasa. Pronto el primer plato era servido, consistente en bollos de exquisita corteza tostada, acompañados de pasteles de harina de trigo y de jalea roja, dulce, hecha de bayas. Estos pasteles se ponían alrededor de la piel del pato asado y dentro de cada uno se vaciaba una cucharada de jalea; así se comían pan y bollos todos juntos, calientes y dulces, con vino tibio servido en tazas pequeñas. Luego eran servidos otros platos: carne de pato asado aromatizada y mezclada con repollo tierno; luego con hongos, después con pimpollos de bambú; en seguida con castañas, cada plato diferente de los demás y cada uno tan bueno como el siguiente, hasta culminar en la delicadeza final. Consistía ésta en la cabeza del pato, abierta de un tajo de manera que los sesos pudieran picarse con palillos y ser gustados en todo su fino sabor y ahora.

¿Quién podría cansarse de semejantes viandas? Y todavía estaban las posadas vegetarianas donde los devotos budistas, aquellos que renunciaban a comer carne en beneficio de sus almas, podían darse un festín. En estas posadas se daba a los vegetales una forma y aroma tales, que los festejantes podían haber jurado que eran carne, si no fuera porque no contenían la de ningún animal. Los ojos de los devotos quedaban satisfechos y sus paladares gustaban la semblanza de las carnes que se habían negado, mientras sus almas quedaban a salvo.

—¡Qué inteligentes son estas personas! —exclamaba David, cada día, cuando descubría tantas cosas nuevas. Indudablemente, los placeres de que él había disfrutado en su juventud resultaban pequeños en comparación con la variedad que encontraba en Pekín. Los más hermosos teatros, las mejores representaciones de magia y juegos de manos, los más famosos cantantes, músicos y hombres doctos estaban allí.

Mientras esperaba una audiencia de las dos emperatrices dejaba David su alma en libertad y gozaba de todos los placeres que la cuidad ofrecía. No era egoísta ni solitario. Todas las mañanas las empleaba en los negocios de su padre y de Kung Chen, visitaba a los comerciantes ricos de la ciudad y convenía nuevos contratos para la expedición de mercaderías y recibía encargos para importar fabulosos artículos de Europa y de la India, porque los mercaderes conocían las maquinas, telas, lámparas y las chucherías hechas en el extranjero, y les gustaban aquellas cosas para ellos y para la venta. Especialmente querían relojes. El gran reloj dorado que años atrás había ofrecido Kao Lien como obsequio para el emperador, competía ahora con muchos otros en el palacio. En una habitación, según oyó David, había más de cien relojes. Lo que había sido un regalo real se convertía ahora en algo codiciado por el hombre corriente, y David le escribió a su padre:

Aquí se pueden vender muchos miles de relojes, a mi parecer, sobre todo esos de precio no demasiado elevado, pero ornamentados con figuras doradas. A todas las mercaderías extranjeras se les concede valor. Estas gentes tienen lo mejor de todo: las sedas, rasos y bordados más valiosos, y, sin embargo, su amor por la novedad es tal que comprarían cualquier engañifa siempre que fuera extranjera.

Finiquitados los negocios de la mañana, David pasaba la tarde con su familia, a no ser que el día fuera lluvioso o, peor que eso, oscurecido por el polvo que los vientos altos traían a la ciudad desde distantes desiertos. Con sus hijos de la mano, paseaba David por los parques de los templos, asistía a los teatros y visitaba los bazares y lugares en que representaban los faquires; con él iba con frecuencia su esposa, temerosa de ser vista fuera de casa, pero a quien la curiosidad hacía audaz. Fuera Kueilan o no —a veces se quejaba de que le dolían los pies y no podía caminar—, Peonía iba siempre con dos niños. Entonces disfrutó ella también de los momentos más felices de su vida. Reía con David y sus hijos, observaba y se quedaba pasmada ante muchos espectáculos. Nunca se cansaba, siempre estaba amable, y conforme transcurrían las semanas, insensiblemente cada vez era ella quien salía y no su esposa.

Porque Kueilan había hecho amistad con algunas señoras de los comerciantes y se aficionó a jugar con ellas. De una casa en otra iban estas damas, un día aquí y otro allá, viajando en sus literas encortinadas; así pasaban toda la tarde y primeras horas de la noche, con el mah-jong, hasta que este juego se convirtió en su pasión. En esto las alentaban las sirvientas, puesto que antes de que cada señora diera las buenas noches a las demás, debía, por cortesía, poner plata en un cuenco sobre la mesa que luego se repartían las criadas entre ellas. Peonía no participaba porque se consideraba por encima de aquello; pero siempre cuidadosa de no herir susceptibilidades, se excusaba con las demás diciendo:

—Puesto que tengo que quedarme con los pequeños señores y su padre, y no puedo ayudarlas a ustedes a atender a las señoras, sería de todo punto injusto que yo compartiera el dinero del servicio.

Nada se hablaba de un próximo regreso al antiguo hogar. Por algún motivo, la presentación de los obsequios que David había llevado para las emperatrices fue retrasada hasta que ellas estuvieran dispuestas a recibirlos, pero ya se prolongaba meses, porque estaban ocupadas con las reparaciones que necesitaba el palacio. Mientras la corte había estado en el exilio, muchas partes se habían derruido, de modo que debían ser reparadas. Pero de mucho mayor alcance eran los vastos planes que tenía la emperatriz de Occidente: construir un nuevo palacio y añadir patios, estanque, puentes, rocas y jardines. El tesoro imperial se hallaba empobrecido por las guerras con los blancos y las luchas con los cristianos del Sur. La emperatriz de Occidente exigía, por lo tanto, nuevos impuestos y tributos, especialmente para la construcción del palacio de verano y el embellecimiento de su lago. Soñaba con construir un hotel de mármol que fuera lo bastante grande como para comer con todas sus damas y ver luego una representación cuyos actores pudieran contarse por centenares. Sus ministros gruñían al pensar en semejante gasto y se rumoreaba en la ciudad acerca de sus ambiciones y su obstinación. Los ministros le suplicaban que recordase que las guerras con los blancos se habían perdido por falta de un buen ejercito y que las espadas no eran suficientes en una época en que las naciones extranjeras tenían armas de fuego. Pero la emperatriz de Occidente respondía con arrogancia: «Cuando la corte imperial es gloriosa, la nación comparte su gloria», y este rumor corría también por la ciudad.

Sin embargo, el pueblo reía cuando oía hablar del orgullo y la energía de la joven emperatriz, y los tomaban como una buena señal. La debilidad y la languidez del gobernante eran temidas, pero carecía de ellas la emperatriz de Occidente. Incluso los rumores de sus disputas con la emperatriz del Este eran materia de bromas y canciones; el atrevimiento y la terquedad entraban en el espíritu del pueblo porque estaban presentes en la joven emperatriz.

A principios del verano recibió David, por fin, las citaciones para la corte y se dispuso a comparecer. La hora había sido fijada poco después del amanecer, cuando la audiencia con los ministros terminaba y la emperatriz estaba dispuesta a recibir proposiciones de nuevas rentas públicas y obsequios.

Peonía se levantó temprano, desde luego; ayudó a David a vestirse y se ocupó en darle de comer y de que todo estuviera en orden. Fue con él hasta la puerta; detrás de ella estaban los criados, asombrados de saber que su amo iba a ser recibido en la corte. Todos contemplaban a David, muy elegante con sus nuevos atavíos de seda azul y terciopelo negro, su sombrero con borlas en la cabeza y sortijas de jade en los pulgares, cuando entró en su gran silla de manos.

Peonía se quedó mirando hasta que desapareció la silla, y luego volvió a su dormitorio. No podía dormir —eso era superior a ella—, dentro de una hora o dos horas debía levantarse y ver que los niños estuvieran alimentados, cuidados y felices; más tarde debía procurar que la reunión de su señora estuviera preparada para la noche, porque las damas iban a jugar al mah-jong. No sabía cuándo regresaría David, pero la casa debía estar arreglada y su señora levantada, vestida y dispuesta para oír la historia que él tendría que contarle, porque Peonía tenía siempre cuidado de preparar a su señora para cumplir con sus deberes de esposa perfecta. No le permitía a Kueilan presentarse delante de su marido con el cabello sin peinar ni los trajes arrugados. Kueilan gruñía con frecuencia, diciendo:

—Ya soy una vieja mujer casada, Peonía. ¿No puedes dejarme en paz? Primero me desate los pies para complacerte; ahora es el cabello el que tiene que ser una preocupación para mí; luego mis cejas, que deben ser depiladas y las uñas pintadas; me tienes perfumada como una muchacha en flor. ¿Cuándo voy a disfrutar un poco de paz?

Al oír esto, Peonía se limitaba a sonreír y decía:

—Eso le procura placer a su señor, ¿no es cierto, señora mía?

Un día que Peonía había respondido así, Kueilan le dirigió una astuta mirada y dijo:

—¿Es solamente por complacerle a él entonces? Tú no te preocupas por mí.

Peonía sintió que se le paralizaba el corazón. Luego dijo inocentemente:

—Supongo que lo que le agrada a él, también le proporciona placer a usted. Pero si estoy equivocada, señora, sírvase instruirme.

Esto puso a Kueilan en una dificultad, porque, ¿cómo podía decir que no deseaba complacer a su marido? Guardó silencio, pero después de esto Peonía tuvo cuidado de no volver a mencionar a David. Aprendió a tener mayor prudencia y su alma se hizo profunda como la vida misma.

Cuando regresó David a media mañana, con aspecto fatigado, pero triunfante, toda la casa estaba esperando para recibirlo, su esposa vestida y bella, los niños limpios e impacientes, los sirvientes respetuosos, aunque llenos de curiosidad.

Peonía lo recibió en la puerta.

—¿Sería demasiado pedirle que nos refiera lo que ha sucedido? Ansiamos saberlo, de modo que puede referirlo de una vez para todos.

—Primero dejadme comer y beber, porque me desvanezco —replicó David—. No se nos permitió sentarnos y tuve que estar de rodillas hasta que éstas me quedaron doloridas.

Ella lo siguió dentro de la casa y a sus habitaciones particulares y le sacó el pesado sombrero de la cabeza; la tiesa túnica de brocado la puso él después a un lado, al igual que sus altas botas de terciopelo. Luego Peonía le dio la cómoda bata de seda de verano y los zapatos bajos de raso; él comió y bebió las cosas que ella pidió que le sirvieran y durmió una hora. Después estuvo dispuesto.

Peonía los reunió a todos en el gran salón de la casa; David se sentó en el asiento más alto y contempló a su familia y sirvientes alrededor de él. El día era hermoso y los rayos de sol de verano caían en el patio y brillaban a través de las puertas, abiertas de par en par. David pensaba para sí que lo que tenía era suficiente para enorgullecer a cualquier hombre. Su esposa, sentada al otro lado de la mesa, frente a él, vestida con una túnica de raso verde pálido, con jade en las orejas y en el nudo del cabello, llevando oro en sus manos y muñecas, estaba tan bella como la muchacha que había visto por primera vez en casa de Kung Che. Cerca de ella, de pie, estaban sus dos hermosos hijos, vestidos como hombrecitos, con largas túnicas de seda, el cabello trenzado y atado con una cinta roja. Su tercer hijo estaba ahora empezando a caminar; la niñera lo sujetaba por una ancha faja de seda y lo seguía en su andar vacilante por todas partes. Peonía estaba sentada cerca de la puerta; ya conocía su cara hermosa y apacible. Los sirvientes reunidos de pie, estaban limpios y expectantes. Levantó su taza de té, bebió un sorbo, la dejó, y empezó luego:

—Debéis comprender que no es cosa fácil comparecer ante emperatrices. Esperé durante más de dos horas en la antecámara con otros a quienes se les había concedido audiencia para hoy, pero no nos ofrecieron asiento ni té. Un eunuco nos condujo allí y nos mandó esperar, diciendo que el mayordomo jefe nos llamaría personalmente. Pero cuando éste llegó tuvo que enseñarnos primero a esperar y cómo proceder. «La emperatriz del Este —nos dijo— está enferma; solamente los recibirá la emperatriz del Occidente». No teníamos que mirar hacia la Mampara Imperial, detrás de la cual estábamos…

En este punto el hijo mayor de David gritó:

—Papá, ¿no la viste?

David meneó la cabeza.

—A nadie se le permite verla, hijo mayor. Es emperatriz, pero también es mujer… una mujer hermosa y viuda. Su proceder es correcto. Bueno —agregó—, todos entramos; a mí me dieron el tercer lugar…

—¿Por qué el tercer lugar? —volvió a preguntar su hijo.

A todo esto, David parecía impaciente; Peonía se levantó con suavidad, llevó al pequeño a su lado y lo tomó en brazos. Entonces David prosiguió:

—Que yo haya sido el tercero se debió a que no tengo categoría oficial; había dos delante de mí que la tenían. Fui el primero de los que carecían de jerarquía, esto es porque Kung Chen goza de favor especial en nuestra provincia y ha sido mencionado en la corte por nuestro gobernador.

Así prosiguió David. Contó cómo entró y cómo inclinó la cabeza hasta el suelo; cómo tuvo que quedarse en esta posición hasta que fue pronunciado su nombre; cómo se levantó luego con la cabeza inclinada y presentó los obsequios, que le habían sido retirados en la puerta cuando entró. Explicó que los regalos provenían de Europa, y que no eran en modo alguno superiores a los que había visto allí; pero que esperaba, sin embargo, que Su Majestad encontraría un momento de vano placer en su curiosidad. Entonces habló de la casa de Ezra y de sus contratos con la casa de Kung, y dio las gracias a la emperatriz porque, aunque sus antepasados provenían de tierras extranjeras, ellos, sin embargo, habían vivido en paz allí. En este punto David se detuvo y miró con cierto orgullo.

—Cuando dije esto, la emperatriz me habló.

—¿Qué dijo ella? —preguntó Kueilan.

—Me preguntó si tú también eras extranjera, pero yo le respondí que no. Entonces me preguntó si tenía hijos; dije que sí, que tenía tres hijos. Ahora escúchame: ¡ella me ordenó que le llevara a mis hijos y se los dejara ver, porque nunca había visto niños de sangre extranjera!

¡Qué consternación, orgullo y excitación sobrevinieron sobre la familia de David!

—¿Fijó un día? —exclamó su esposa.

—Mañana, a las cuatro de la tarde, vamos a ir todos. Yo esperaré en la antecámara, pero tú, los niños y sus niñeras debéis pasar al jardín, donde las damas de la corte estarán juntando flores. El mayordomo jefe os llevará allí; tenéis que quedaros solamente hasta que él diga y luego volver.

—Peonía tiene que venir conmigo —dijo Kueilan.

—¡Oh, no! —exclamó Peonía.

—Sí, debes ir —dijo David con autoridad—. Eres la única que puede hacer callar a un niño cuando llora.

Así se decidió. Aquella tarde, Kueilan estuvo distraída jugando su mah-jong, y por la noche estuvo muy impertinente cuando fue Peonía a ayudarla a acostarse, pues había perdido mucho dinero.

—Su señor es rico y poderoso —le recordó Peonía—. No se lo reprochará, señora.

Pero Kueilan no quería dejarse consolar y continuó de mal humor hasta que Peonía la dejó en la cama y fue a decirle a David que estaba dispuesta para irse a dormir. Encontró a éste muy meditabundo en su jardín, sentado bajo un retorcido pino en una silla de bambú. Oyó su recado e inclinó la cabeza, pero no se levantó inmediatamente. Peonía esperó, dándose cuenta de que había estado pensando y que tal vez deseara decirle en qué pensaba. Como no hablara, le hizo una pregunta para excusar su permanencia allí:

—¿Cómo sonaba la voz de la emperatriz del Oeste en vuestros oídos?

—Fuerte y fresca, pero sin dulzura —respondió él. Entonces dijo lo que tenía en la cabeza—: Peonía, jamás sentí tan claramente la clemencia imperial dispensada a mi pueblo. Ella sabía que yo era extranjero, me oyó darle las gracias…, y su único deseo fue ver a mis hijos.

—Curiosidad de mujer en una emperatriz —dijo Peonía, sonriendo.

—¡Pero no desagrado! —exclamó él.

—¿Por qué ha de haber aquí desagrado, si vuestro pueblo nunca hizo la guerra ni tomó lo que no era suyo, ni en tierras ni en mercancías? —respondió Peonía, afectuosamente—. Vosotros habéis sido un buen pueblo…, y usted y su padre, buenos hombres.

David la miró de un modo extraño.

—Nuestra bondad no nos ha salvado en otras partes del mundo —dijo.

—Esos otros pueblos extranjeros no son razonables —replicó Peonía—. Nosotros hemos aprendido a razonar con la leche de nuestras madres.

Después de esto se fue, pero cuanto más meditaba sobre lo que David había dicho, más insegura estaba con la conveniencia de estarle agradecido a la emperatriz o si no habría sido mejor señal que ella lo hubiera hecho sentirse de nuevo extranjero. Peonía suspiró y por primera vez deseó que se fijara el día para el regreso a su ciudad.

No hubo tiempo de pensar ni de desear nada por la mañana. Todo el día lo invirtió Kueilan en bañarse, empolvarse y vestirse; la línea de cabellos de su frente debía quedar bien recta y cada pelito rebelde había de ser arrancado, pero solamente Peonía podía hacer esto sin lastimarla. La larga uña del dedo anular de su derecha se rompió y esto la hizo verter lágrimas de ira.

—¿Cómo ocultaré esto? —le preguntó a Peonía, y tendía su manita, todavía tan pequeña como un capullo de loto.

—Pondremos el broquel de plata sobre ella —replicó Peonía—. ¿Quién notará que la uña ha desaparecido debajo? Siéntese tranquila, señora, por favor, y deje que la atiendan si no quiere romperse otra uña.

Luego fueron los pies los que disgustaron a Kueilan. Miraba con mucho desagrado sus zapatos, de mayor tamaño que lo que habían sido primitivamente.

—Estoy avergonzada de mostrar estos enormes pies de campesina —declaró a Peonía—. Quisiera no haber escuchado nunca lo que me dijiste.

—Su señor estaba muy complacido —le recordó Peonía, olvidando que no debía hablar de él.

—Solamente un día o dos —dijo Kueilan enfurruñada—. Ahora nunca se fija en mis pies. Ha olvidado todos mis sufrimientos. Pero yo tengo que verlos todos los días y ahora me harán caer en desgracia delante de la emperatriz. ¡Estoy segura de que sus pies son muy pequeños!

Peonía recordó sus lecturas.

—No, señora, en eso está usted equivocada. La emperatrices son manchúes, no chinas, y nunca han visto vendados sus pies. ¡Por lo tanto, deben ser más grandes que los suyos!

Kueilan prorrumpió en exclamaciones al oír esto, pero quedó consolada; por último, vestida y hermosa, se sentó inmóvil en una silla para no estropear su aspecto, mientras Peonía vigilaba la operación de vestir a sus hijos delante de sus ojos. Ésta también era una tarea que necesitaba mucha paciencia; porque a Kueilan no le gustaba la túnica de su hijo mayor; cuando al fin estuvieron todos listos, el tercer hijo fue dominado por la excitación y el deseo de ruido, tiró la comida, se manchó las ropas y hubo que arreglarlo de nuevo.

—¡Desearía que hubiera pasado todo ya y estar en la cama! —exclamó Kueilan, cuando se levantó finalmente y se dirigió a la cancela, donde la esperaba la silla de manos.

—Señora, un día podrá contarles a sus nietos lo acontecido hoy —dijo Peonía, sonriendo para tranquilizarla.

Así, David delante y toda su familia detrás, se pusieron en marcha y se acercaron a las grandes paredes cuadrangulares del palacio. En la cancela se detuvieron para sobornar a los guardianes, que luego permitieron entrar a los portadores de las sillas. Entonces las cancelas se cerraron de nuevo detrás de ellos y las sillas fueron depositadas en el suelo. David salió el primero y esperó a que salieran todos. Los contempló y sintió despertar su orgullo a la vista de su linda esposa y sus hermosos hijos. Luego se volvió ansiosamente a Peonía:

—¡Quédate cerca de todos, Peonía! No dejes que los pequeños corran de aquí para allá… Ayuda a su madre a responder bien cuando le hablen.

—Estad tranquilo —respondió Peonía, pero su corazón distaba de estarlo.

De manera que lo dejaron a él allí, mientras un eunuco los conducía a una puerta interior; luego el mayordomo jefe les salió al encuentro. Era un hombre alto y fuerte, un eunuco como todos los hombres que vivían dentro de aquellas paredes, excepto el emperador. A Peonía le desagradaron al instante sus miradas. Era hermoso, de cara llena y lampiña, voz alta y suave, aunque fría. Pero sus ojos no eran los de un eunuco. La miró con instantánea e insolente admiración, y ella apartó la vista. Contra su voluntad se sintió ruborizada y luego se quedó fría. ¿Y si él tomaba el rubor como señal de que la impresionaba su mirada? Se quedó junto a su señora, tomó una mano de cada niño, y juntos caminaron detrás del mayordomo jefe hacia los jardines. En la puerta se detuvo éste un momento, y de nuevo sus ojos insolentes se fijaron en Peonía, mientras les daba órdenes con voz alta y cruel.

—Sus majestades imperiales están examinando ahora los lirios acuáticos —dijo—. Ustedes tienen que pararse junto al gran pino dentro de la cancela. Cuando ellas pasen, deben inclinar todos la cabeza, incluso los niños. No hablen, a no ser que sus majestades se dirijan a ustedes. Si les hacen una pregunta, yo la repetiré; ustedes tienen que responderme, y yo transmitiré la respuesta a sus majestades.

Luego las introdujo y esperaron junto al gran pino, mientras aguardaba con ellas. A distancia, entre las flores, a la luz del sol, podían ver a las emperatrices seguidas por más de una veintena de damas, todas con hermosas túnicas de varios colores. Era un bello espectáculo y Peonía deseaba disfrutarlo, pero no podía por causa del mayordomo jefe. ¿Qué hacía él sino tomar lugar directamente detrás de ella? Se colocó tan cerca, que podía sentir su cálido aliento sobre la nuca; ella sabía que esto significaba que le estaba contemplando el cabello, el cuello y los hombros. Dio un paso hacia delante y él lo dio también; de repente se sintió desmayar. El cuadro soleado que tenía delante se borraba, convirtiéndose en una bruma, y todos los colores brillantes se mezclaban en un nebuloso arco iris. Si daba un paso más, sería impropio para su señora, y, sin embargo, no podía soportar el terror que le causaba este hombre a sus espaldas. Mientras vacilaba, lo sintió más cerca todavía y tuvo la audacia de decir en voz alta:

—La alta es la emperatriz de Occidente. Ella hablará, si habla alguna; la emperatriz del Este no habla nunca delante de ella.

Mientras decía esto, atisbaba por encima de la cabeza de Peonía; ésta sintió su enorme cuerpo apretarse de un modo asqueroso contra ella. No pudo soportarlo más, se escurrió hacia un lado y puso a la niñera del tercer pequeño en su lugar. Peonía no levantó la vista mientras hizo esto, pero él la reprendió.

—No perturbe, mujer. ¡Sus majestades están ceca!

—¡Permanece quieta, Peonía! —le dijo Kueilan en voz alta.

¿Qué podía hacer Peonía sino quedarse donde estaba? Sintió enrojecer su cara de nuevo y perdió toda su alegría. Casi no se dio cuenta de lo que sucedió después y apenas pudo contener el llanto. La emperatriz de Occidente se había parado y luego la emperatriz del Este y todas las damas.

—¿Quiénes son éstas? —preguntó la emperatriz de Occidente al mayordomo principal.

Respondió éste y ellas permanecieron quietas mientras la emperatriz las miraba. Peonía no levantó los ojos, sabiendo que estaba prohibido mirarla, pero vio las reales manos, una sosteniendo un abanico de jade, la otra colgando vacía. Eran manos fuertes para una mujer; no pequeñas, pero de bella forma. Sobre cada dedo había un broquel de oro para las uñas, con relieves y joyas incrustadas. Sus pies, debajo de la larga túnica, estaban calzados con zapatos bordados, los cuales llevaban suelas de raso acolchado de quince centímetros de espesor, para darle la estatura de emperatriz.

La emperatriz del Este no habló, pero la emperatriz de Occidente miraba a su satisfacción a los niños.

—Parecen extranjeros —declaró a sus damas—. Sin embargo, son hermosos y de aspecto saludable. Desearía que nuestro real hijo tuviera una apariencia tan sana.

Suspiró y ordenó que les dieran dulces; Peonía dio las gracias al cielo de que no llorase el pequeñito. Luego oyó a la emperatriz de Occidente hacer otra pregunta:

—¿Quién es esta linda muchacha?

Comprendió que la pregunta se refería a ella, y bajó aún más la cabeza.

—Es nuestra esclava —replicó Kueilan al mayordomo principal.

—¡Una esclava! —transmitió éste.

—Demasiado bonita para esclava —dijo la emperatriz de Occidente.

No hubo más. La emperatriz de Occidente siguió pomposamente su marcha y con ella la emperatriz del Este y sus damas; el mayordomo principal volvió a conducirlas fuera. Se mostraba muy afable y abrumó de dulces a los chicos; luego metió las manos en su pecho y sacó algún dinero.

—Aquí hay algo para usted —le dijo a Peonía—. Su Majestad nunca repara en una mujer; fue algo extraordinario que hablara de usted. Una palabra mía la traería a usted a estos patios y tendría todo lo que necesitase durante toda su vida.

Mientras hablaba sostenía el dinero en su gran palma abierta, pero Peonía no lo tomó. Se dio prisa en seguir con los niños y meneó la cabeza, pero no le fue posible hablar. Nunca le había agradado ver tanto a David como entonces. Él se adelantó a su encuentro y ella contestó rápidamente a sus preguntas mientras se cuidaba de todo.

—Sí, los niños se portaron bien. Nuestra señora estaba muy hermosa. Su Majestad habló de la salud de los niños.

Durante todo este tiempo se daba prisa para ocultarse detrás de las cortinas de su silla, porque el mayordomo jefe seguía mirándola. Cuando las cortinas fueron corridas y sintió levantar la silla en hombros de los portadores, sacó el pañuelo y lloró desconsoladamente y de todo corazón. Había estado completamente aterrada y por fin se sentía segura. Nunca volvería a dejar las paredes de la casa hasta que volvieran a su hogar. Un hombre tan poderoso como el mayordomo principal del palacio imperial podía extender las manos y agarrarla por las calles en cualquier lado. Persuadiría a David de que volvieran para casa tan pronto como pudiera. Pero ¿cómo podría decírselo?

Lloró todo el camino de vuelta, enjuagándose los ojos solamente cuando vieron su calle. Una vez dentro de casa, volvió a los trajines; con la fatiga de todos, el enfado de su señora y los gritos de los niños, pasó inadvertida; en cuanto a David, se retiró a sus habitaciones, como hacía siempre cuando los niños estaban impertinentes. Así terminó el día. Cuando todos se fueron a reposar, Peonía se dirigió a su dormitorio, sin haber visto a David. Volvió a llorar y se preguntó si debía contárselo; pero, fatigada por el temor y la excitación, quedose también dormida antes de poder responder a sus propias preguntas.

David no descubrió su estado de ánimo hasta la mañana siguiente, antes de que Peonía lo hubiera visto siquiera. Había terminado su desayuno y estaba a punto de salir para hacer una visita a una nueva tienda del extremo sur de la ciudad, donde se estaban tejiendo alfombras con nuevos diseños, cuando llegó un mensajero a la puerta con el atavío amarillo del palacio imperial. Era muy altanero, y aterró al portero y a los criados con su voz fuerte y sus altivas maneras diciendo que traía una carta dirigida «Al extranjero, Chao de sobrenombre, de la ciudad de Kai-feng, ahora residente en el Caballo de Plata».

Chao era el sobrenombre chino de la familia de Ezra y la carta era para David. El portero la recibió, y, rogando al mensajero imperial que se sentara, corrió con la carta al jefe de los sirvientes, quien se la llevó a David cuando estaba a punto de salir por su puerta.

—¡Amo…, del palacio! —jadeó el sirviente.

David tomó la carta con sorpresa y la abrió. Fue cambiando su cara conforme leía las palabras que contenía. Parecía asombrado y luego severo.

—¿Todavía espera el mensajero? —preguntó.

—En la cancela, amo —replicó el sirviente.

—Págale bien y dile que enviaré una respuesta cuando haya considerado la proposición.

Se fue el hombre, pagó al mensajero y luego difundió por toda la casa el rumor de que le habían ofrecido al amo un gran puesto en la corte imperial. Este rumor llegó a Peonía e inmediatamente aumento su temor. Si David se sentía tentado de vivir cerca de la corte, ¿cómo podría quedarse con él? Nunca podría estar cerca de aquel eunuco malvado. Su vida se derrumbaba en pedazos ante sus ojos; sintió tal desánimo, que apenas pudo continuar con su tarea de arreglar lirios en un cuenco. Desde luego, debía hablarle a David y contarle todo lo que le había acontecido.

Pero David la mandó buscar antes de que ella pudiera hablarle. No era usual que hiciera esto, puesto que cuando tenía algo que decirle recorría toda la casa hasta que la encontraba. Peonía comprendió, por lo tanto, que deseaba hablar reservadamente con ella; inclinó la cabeza cuando el sirviente fue a llamarla, dejó las flores dentro del agua y se encaminó adonde estaba David.

Al llegar, éste se hallaba de pie en medio de su gabinete. En una mano tenía un gran sobre amarillo. Cuando vio a Peonía se lo entregó.

—¿Qué significa esto? —preguntó.

Tomó ella la carta y la leyó. Era una oferta del mayordomo principal de comprarla como doncella para una de las damas de la corte. Dictada en frases arrogantes, no era más que una orden. Dobló ella la carta, la metió en el sobre y miró a David, incapaz de hablar. Las lágrimas inundaron de nuevo sus ojos. David se sentó.

—Siéntate, Peonía —dijo.

Sentose ella con la cabeza inclinada y enjugándose los ojos con el borde de la manga.

—¿Conoces el motivo de esto? —le preguntó bondadosamente.

Con desmayo vio que David imaginaba que ella había previsto que se iba a hacer la oferta. Meneó la cabeza y el llanto no la dejó hablar.

—Vamos, Peonía —dijo David, al fin, enojándose con ella—. ¡Ten valor de decírmelo si quieres dejar mi casa!

Su enojo secó sus lágrimas inmediatamente.

—¡Atrévete a decir que no tengo valor! —replicó.

—Así eres más tú —dijo—. Ahora cuéntamelo todo.

De manera que Peonía le contó lo sucedido la víspera; cuanto más oía David, más enojado y desanimado estaba.

—¡Qué incertidumbre! —exclamó—. No podemos permanecer aquí; si no el mayordomo principal nos arruinará la vida. Una palabra de él y todos los comerciantes temerán tratar con nosotros.

—¡Y todo por causa mía! —dijo Peonía, con gran dolor—. Déjeme ir.

—¿Venderte? —dijo David. Su voz era tan afectuosa que a Peonía le llegó al corazón.

—Podría escaparme.

—¡Tú escaparte! —replicó—. ¿Y qué sería de mí, Peonía? ¿Podría perdonarme a mí mismo?

—Si me escapo, podría encontrar el camino de vuelta hasta usted —murmuró Peonía.

Se miraron uno al otro y fue la suya una mirada larga y extraña. Peonía, humilde, temblorosa y aterrada, y David con miedo no solamente por lo que veía en la cara de Peonía, sino por el que sentía ahora en su propio corazón. No podía permitirle que lo dejara. Estaba celoso de que el mayordomo principal la hubiera visto siquiera y se culpaba a sí mismo.

—¿Cómo me atrevo a dejarte salir fuera de mis puertas? —exclamó.

Peonía bajó la vista y no respondió. Vio él sus largas pestañas rectas caídas sobre sus mejillas y se levantó bruscamente.

—Prepáralo todo —ordenó—. Nos vamos a casa esta noche.

Ella se levantó lentamente y alzó los ojos hasta su cara.

—David —murmuró, y no se dio cuenta de que pronunciaba su nombre—, ¡no pienses en mí!

—Pienso en ti —dijo él, brevemente—. ¡Obedéceme, Peonía! Es una orden que te doy.

—Te obedezco, David. —Su voz era tan suave como su aliento.

Aquella noche, poco después de las doce, David y su familia salían de la ciudad en coches de mulas alquilados. A su amigo, el principal de las tiendas de Kung Chen en la ciudad, le explicó sinceramente porque tenía que irse.

—La joven ha sido como una hermana para mi esposa, más que una esclava, y eso no se puede permitir —dijo.

—Ese mayordomo principal es muy malo —convino el mercader—. ¡Cuántas familias de esta ciudad han perdido a sus hijas por causa de él! Hace usted bien en marcharse.

También a su esposa le contó la verdad en pocas palabras. Kueilan se quedó aterrada; sin embargo, no quería ceder al temor.

—Tal vez sea bueno para Peonía estar en el palacio —razonaba—. Tendríamos una amiga allí y ella es muy inteligente… ¡Quién sabe!, ¡podría incluso llegar a ser una servidora de la emperatriz!

Esto David no lo escuchó.

—Peonía ha estado siempre en nuestra casa; no estaría bien que yo la vendiera como esclava. —Si Kueilan lo miró con suspicacia, no quiso verlo—. Vamos —dijo—. ¡Date prisa, cosita! Nos vamos está misma noche, estés dispuesta o no.

Fue una marcha silenciosa. La puerta de la ciudad estaba cerrada y David tuvo que sobornar al centinela antes que descorriera los grandes cerrojos. Pero una vez estuvieron descorridos, los carros atravesaron la puerta velozmente. Por la mañana estaban bastante lejos, en su camino hacia el canal.