VIII

David se despertó. Estaba en su cama. Era de noche y no había más luz que el resplandor de una lamparilla de aceite que había colocada sobre la mesa fuera de las cortinas de la cama. ¿Noche? ¡Pero si brillaba el sol!

—Leah —llamó desmayadamente.

Peonía le oyó al instante. Estaba sentada en una banqueta dura, incomoda, a propósito para no dormitar y poder oír aún el más ligero cambio en la respiración de David. Tocó con los dedos la cama, separó las cortinas y lo miró.

Sus ojos, que despertaban, se levantaron hacia ella.

—Leah —volvió a murmurar.

—Leah está dormida —dijo Peonía.

Tomó su pañuelo de suave seda y le enjugó las mejillas y los labios.

—Me siento… débil —murmuró él.

—Necesitas alimento —replicó ella—. Estate tranquilo. —Dejó caer las cortinas y, acercándose a un pequeño brasero de carbón de madera colocado sobre la mesa, destapó una tetera puesta a hervir sobre los carbones. Con un cucharón sacó sopa de arroz y azúcar rojo y los puso en una taza. Se movía con suave tranquilidad en todo lo que hacía; luego volvió junto a la cama.

—Yo te daré de comer —dijo con ternura.

Temía que David fuera a preguntarle por qué estaba en cama, pero no preguntó. Tragaba lentamente, bocado a bocado, la dulce mezcla caliente. El azúcar rojo era para dar sangre. Además, él había perdido mucha sangre. Por eso estaba débil. La cabeza le dolía mucho. Recordó el motivo. Leah le había pegado con la espada. Veía su salvaje rostro hermoso, las manos sosteniendo en alto la espada. Mientras viviera la recordaría. Nada que ella pudiera decir ni hacer lo haría olvidar. ¡Y estaba durmiendo!

—Me duele la cabeza —murmuró.

—Te daré un poco de opio —dijo Peonía, volviendo a la mesa. Preparó la pipa de opio, calentando una pastilla hasta que estuvo blanda, y volviendo luego a la cama, puso la boquilla en los labios de David.

—Aspira, joven amo —dijo.

Aspiró él una y otra vez; el humo parecía retorcerse en torno a circunvoluciones de su cerebro. El dolor se fue mitigando; con el paulatino alivio, pudo ver la cara de Peonía rodeada de luz.

—¡Qué bueno…, qué…, qué bueno…, qué bueno! —empezó y no pudo cesar de murmurar.

Ella le puso la mano en los labios y lo hizo callar.

—Yo te amo —dijo claramente—. No podría herirte nunca… Yo te amo. ¿Me oyes?

Sonrió él con deliciosa somnolencia. Se hundía en una suavidad de terciopelo, oía música, veía la cara de Peonía repetidamente, llena de ternura, y sus ojos se cerraron.

Cuando Peonía estuvo segura de que dormía, le tomó el pulso. Era ya más fuerte. Podía dejarlo con seguridad durante los pocos momentos que necesitaba para ir a decirle a madame Ezra que se había despertado, había comido y se había dormido de nuevo. Silenciosamente, pasó a la otra habitación y pasó al lado del viejo Wang, dormido en una silla junto a la mesa, con la cabeza sobre los brazos cruzados. Ezra le había ordenado que pasara la noche allí, dispuesto a obedecer las órdenes de Peonía. Respetando su sueño, pasó sin despertarlo.

La casa parecía extraña por la noche, silenciosa y envuelta en suave oscuridad. Atravesó sola un patio y el siguiente. Delante de cada puerta estaba colgada una linterna de papel para servirle de guía, de modo que se guiaba por su opaca luz. Cuando pasó por su patio, Perrita echó a andar detrás de ella, olfateando y bostezando.

Así llegaron al patio de madame Ezra. Una luz ardía en el dormitorio y allí entró Peonía. Madame Ezra estaba incorporada en su cama, apoyada en las almohadas, dormida. No había tenido intención de dormir, sin duda, pero la fatiga había sido excesiva para ella. Su cabeza estaba caída hacia atrás, la boca entreabierta, y respiraba profundamente.

Peonía se quedó entre las cortinas separadas; temía despertarla.

—Señora… señora —la llamó. Puso la voz muy suave al principio, luego más alta, arrastrando de pasada a aquella afligida alma errante.

Madame Ezra quedó, de momento, sin respiración; toda su persona se hallaba sobresaltada.

—¡Eh! —gritó, y, abriendo los ojos se inclinó hacia delante y contempló a Peonía. Su alma parecía estar a medio camino de su hogar. Peonía le tomó las manos y las hizo palmotear.

—Nada más que buenas noticias —murmuró—. Nuestro joven señor despertó, comió y durmió de nuevo.

Madame Ezra volvió plenamente en sí.

—¿Pregunta por mí?

Peonía no quiso decirle que no había preguntado por su madre, así que respondió:

—Estaba todavía aturdido con el dolor de cabeza; después que hubo comido, le preparé la pipa, lo que lo alivió. Está otra vez dormido.

—¿No dijo nada? —preguntó madame Ezra. Y apartó sus manos de las de Peonía.

—Pronunció el nombre de Leah —replicó ésta.

—¿Qué le dijiste? —interrogó madame Ezra.

—Le dije que estaba dormida —dijo Peonía.

Reclinose madame Ezra y suspiró.

—Debo volver junto a él —siguió Peonía.

—Cuando se despierte, no le digas que Leah ha muerto —le ordenó madame Ezra.

—No se lo diré —prometió Peonía, y volvió a marcharse, deteniéndose sólo para encerrar a Perrita en su habitación a fin de evitar que despertarse a David.

David seguía durmiendo cuando entró ella. Peonía también se sentía muy fatigada. Ya que él había comido, no temía tanto que pudiera morir, de modo que se sentó a los pies de su cama y se acurrucó sobre los cobertores, pensando cómo le ocultaría la muerte de Leah durante uno o dos días por lo menos. Tan delicada era la conciencia de David, que se culparía a sí mismo de algún modo por lo que había sucedido. Sin embargo, ¿qué culpa tenía nadie, excepto Leah misma y su alma arrastrada por Dios?

«¿Cómo hacerle creer esto?», se decía Peonía llena de aflicción.

Pero tenía que creerlo, o Leah continuaría ejerciendo su poder sobre él toda su vida. Se apegaría, como hacía toda su gente, al sufrimiento.

«Tenemos que persuadirlo —se dijo Peonía resueltamente—. Debemos divertirlo y hacerle feliz a pesar de sí mismo».

Con esta resolución se quedó dormida.

Sin embargo, ¿cómo podía ocultársele a David la muerte de Leah? Cuando se despertó por la mañana, no preguntó a nadie por ella, pero sus ojos estaban meditabundos. Peonía le sintió moverse; estaba levantada y atendiéndolo cuando llegó Ezra, poco después de la madrugada, antes de lavarse ni vestirse; luego se presentó madame Ezra, envuelta en una gran túnica acolchada; en seguida llegaron Wang Ma y el viejo Wang; los sirvientes atisbaban por la puerta para ver a su joven amo y poder llevar noticias. Sin embargo, David no hizo preguntas a nadie. Volvió el anciano doctor y quitó los vendajes de seda que cubrían la herida de David observó los negros emplastos que unían los bordes y declaró que todo marchaba tan bien como era posible; luego ordenó que le dieran budines de la mejor sangre.

—La sangre de cerdo es la mejor —declaró.

Ezra miró a Naomí.

—Nosotros no comemos cerdo, hermano mayor —le dijo amablemente al viejo médico chino—, pero si es necesario para la vida de mi hijo…

—Es joven y fuerte —replicó el chino—; la sangre de pollo bastará. Si fuese muy viejo le recomendaría leche de mujer en lugar de sangre.

De modo que la sangre de pollo fue convertida en jalea y metida dentro de un budín con hígado; cocinaron arroz rojo con raíces de espinaca, mezclado con huevos crudos, todo esto destinado a reparar la pérdida de sangre de David. Su madre se pasó todo el día sentada a su lado y el padre iba y venía incansablemente; sin embargo, David no pregunto a ninguno por Leah.

Pero al día siguiente y al otro, conforme se iba fortaleciendo, su oído percibió ciertos ruidos en la casa. Pies furtivos que iban y venían; una vez escuchó la voz del rabino, que prorrumpió en un grito. Hacia la tarde oyó el golpeteo de un martillo carpintero. Su padre y su madre estaban con él, y Peonía calentaba agua en el brasero de carbón.

—¡Madre! —dijo de pronto.

Madame Ezra se levantó de la silla en que estaba sentada y se acercó a su cama.

—¿Qué, hijo mío? —Su voz era tan triste y todas sus maneras tan suaves, que le pareció extraño.

—¿Dónde está Leah? —preguntó David distintamente.

Madame Ezra se volvió para mirar a Ezra. Éste se hallaba al lado de la mesa, moviendo un pulgar lentamente al lado del otro.

—Mejor será que se lo digamos, Naomí —murmuró.

—¿Habéis castigado a Leah, madre? —gritó David—. ¡Ah, eso estaría mal!

—Dios la ha castigado, hijo mío —dijo madame Ezra. De repente empezó a llorar. Aquella mujer alta, fuerte y valerosa, que toda su vida había seguido su propio camino, se desató en un llanto de agonía. No pudo decir más, y salió apresurada de la habitación; Ezra fue detrás de ella. Quedó solamente Peonía, y fue ella quien tuvo que decírselo a David. Se acercó a él y se lo dijo con palabras suaves, afables y rápidas.

—Leah entró sola en la habitación contigua, mientras yo estaba aquí restañándote la sangre con mi cinta de seda. Levantó la espada, se la hundió en el cuello… y se le escapó la vida.

Él cerró los ojos. ¡Aquella espada, envuelta en la basta tela de los fardos de la caravana, la veía hundirse en la carne de Leah! De repente sintió nauseas, y Peonía gritó y sostuvo la colcha debajo de su boca.

—¡Aun muerta te hace daño! —gimió.

David cayó exhausto sobre la almohada.

—¡Chist! —habló jadeante—. Tú no podrás comprender nunca.

Esta palabras cayeron como piedras en el blando corazón de Peonía. No replicó; no podía, desde luego. Levantó la colcha y la llevó para que la limpiaran; antes de volver junto a David, se paró detrás de una puerta y se enjugó los ojos con las mangas, durante un momento. Luego se volvió hacia un lado y entró en la habitación donde el carpintero terminaba su trabajo. El pesado ataúd de madera de alcanforero estaba hecho y la tapa dispuesta, apoyada contra la pared. Dentro de él los criados habían colocado ya el cuerpo de Leah. Habían terminado su tarea. Peonía no había hecho nada, ni tampoco Wang Ma. Las doncellas inferiores habían trabajado solas. Solamente quedaba una joven doncella para alisar las ropas y poner una vela entre las manos cruzadas, para que alumbrase el alma de la muchacha muerta en su camino.

—Le cubrí el cuello —murmuró la doncella. Había puesto un pliegue de seda a través de la herida.

Peonía se acercó y miró a Leah. La sangre se había agotado y la cara parecía delgada e irreal, como si estuviera hecha de alguna blanca sustancia transparente. Sus ojos estaban hundidos y las largas pestañas oscuras eran espesas sombras sobre sus mejillas. El hermoso cabello negro caía hacia atrás desde la pálida frente y sus labios estaban apretados y duros.

Alguien tropezó en el umbral, y Peonía levantó la vista. Era el rabino, inclinado sobre su cayado. Extendía las manos, palpando el camino en un terreno desacostumbrado.

—¿Quiere conducirme alguien hasta mi hija? —preguntó éste con su profunda voz afligida.

Peonía se acercó, le cogió de la mano, le condujo adentro y estuvo a su lado mientras él parecía mirar la cara de Leah.

—Veo a mi hija —dijo al fin—. La veo con su madre. Su madre bajó a sacarla del infierno. Ella llevará a su hija ante Jehová y le llorará hasta que él la oiga. —Murmuró para sí mismo, el anciano rabino continuó—: La madre llorará…, se golpeará el pecho, y Jehová escuchará su voz. Leah, hija mía, el Señor escudriña todos los corazones y comprende todos los pensamientos. Si tú lo buscas. Él será hallado por ti.

Tan apasionado estaba el anciano en su solitario murmullo, dirigido a la muchacha muerta, que la doncellita sintió miedo y se fue. Peonía quedó sola. Ella también estaba aterrada, pero compadecía al padre.

—Venga y descanse, anciano maestro —dijo dulcemente, y tomó el borde de su manga y tiró de él.

Ante el sonido de su voz el rabino se volvió hacia ella. Sus ciegos ojos se abrieron mucho y la larga barba blanca le temblaba.

—¿Quién eres tú, mujer? —gritó en voz alta.

Peonía se sintió incapaz de moverse. Aquel anciano alto llenaba su alma de terror.

Su poderosa voz gritó de repente, por encima de su cabeza:

—¡Dios ha privado a esta mujer de su sabiduría! ¡No le ha dado conocimiento! Ella busca su presa y sus ojos están muy lejanos. Donde están los asesinos, allí está ella.

Extendía los brazos como para agarrarla, y Peonía, al ver aquellas manos delgadas, bellas y terribles en su fuerza, se volvió y huyó como si en verdad la persiguieran.

El rabino oyó los pasos que huían. Escuchó, y una sonrisa de astuto placer pasó por su cara.

—Alejaos de mí, vosotros, forjadores de la inquietud —murmuró. Levantó los ojos y parecía mirar profundamente en torno suyo. Luego suspiró y con dificultad camino a tientas por la habitación. Dio vueltas y vueltas, y llegó de nuevo, sin darse cuenta, al ataúd; lo palpó cuidadosamente de arriba a abajo, metió la mano dentro y toco los pies y las rodillas de Leah y sus frías manos. Cuando encontró la vela, la sacó y la tiró al suelo. Entonces, muy lentamente, temblándole la cara de horror y agonía, con las puntas de los dedos le palpó la herida del cuello y la delgada cara exhausta de sangre. Le habían dicho que Leah había dirigido la espada contra sí misma. Ezra se lo había contado, pero no lo había comprendido entonces. Pero ahora acababa de darse plena cuenta; fue demasiado. Cayó sobre el piso de piedra, inconsciente, y allí lo encontraron, horas más tarde, cuando las mujeres del entierro llegaron, para llenar el ataúd de cal y con ellas el carpintero para cerrarlo. Levantaron entre todas al anciano, lo colocaron en un canapé y fueron a decírselo a Ezra y a madame Ezra.

Fue madame Ezra la primera en saber el nuevo desastre que había sobrevenido. El anciano rabino volvió en sí. Suspiró, un gemido brotó de sus labios y luchó como si peleara con un espíritu invisible. Wang Ma lo estaba vigilando y corrió a llamar a madame Ezra.

Cuando ésta entró en la habitación, él abrió los ojos. Madame Ezra le habló dulcemente:

—Padre, estoy aquí.

Pero los ojos sin vista del rabino solamente se mantenían fijos.

—¡Oh, señora, su alma está perdida!

Indudablemente lo estaba. Durante días el rabino no habló en absoluto. Seguía acostado en su canapé, tomaba la comida, pero guardaba silencio. Ni para orar hablaba. Cuando un día, sin motivo, abrió la boca, fue para decir algo sin sentido. Su alma se había ido para siempre. No conocía a nadie y no recordaba nada, excepto la época en que Leah era niña y su madre estaba en la casa con él.

Así entró el rabino en el cielo antes de morir. Ezra, con la gran bondad de su corazón, dijo a los criados:

—Preparad un lugar para él. Yo lo cuidaré mientras viva.

Hablaba sin darse cuenta de su propia voluntad, pero el corazón de madame Ezra estaba conmovido. Cuando los sirvientes se hubieron ido, volviose ella hacia su marido y se humilló como no lo había hecho nunca.

—¡Qué bueno eres! —sollozó. Estaban de pie uno al lado del otro; ella alargó su mano para sentir la de él y se tapó los ojos con la otra—. Desearía haber sido más buena para ti, Ezra.

—Pero si has sido muy buena, querida mía —dijo él con agrado. Le tomó la mano y la retuvo.

—No, con frecuencia he estado de mal humor contigo —sollozó ella.

—Yo sé con cuánta frecuencia he puesto tu paciencia a prueba —replicó Ezra.

—Seré mejor —prometió madame Ezra.

—No seas demasiado buena, esposa mía —dijo Ezra, tratando de bromear para consolarla—. Si no, ¿cómo podría yo ser tu pareja? Me gusta tener un poco de mal genio a veces.

—Tú eres bueno… tú eres bueno —insistió ella; como él conocía su estado de ánimo, la dejó hablar. Tomó su mano, la pasó debajo de su brazo y la sacó de la habitación, hablando con animación cuando se iban.

—Ahora, mi Naomí, debemos recordar que nuestro hijo vive, y que es nuestro deber rehacer su vida y hacerlo feliz. Debe haber aquí niños de nuevo, y nosotros tenemos que olvidar el pasado.

Así hablaba él, obligándola a mirar de cara al porvenir; ella se dominaba y trataba de ser sumisa.

—Sí, Ezra —murmuraba—, sí, sí…, tienes razón.

Él estaba alarmado y preocupado ante semejante sumisión; temeroso de que estuviese enferma. Entonces razonó consigo mismo que aquello no duraría. Ella era una mujer de coraje y con el tiempo volvería a recuperar su genio y su salud, así que la dejó decir lo que quisiera. Pero el corazón de madame Ezra estaba dolorido con la pena y desorientado con el derrumbe de sus proyectos y la pérdida de todas las esperanzas. Cada vez estaba más débil, por el momento al menos.

—Ezra —dijo con voz trémula cuando él la hubo conducido a sus habitaciones y ayudado a acomodare en su silla—, ¿qué haremos con nuestro hijo?

Ésta era la pregunta que había estado desgarrando sus pensamientos desde el mismo instante en que vio a Leah muerta.

Ezra se mostraba entero, sobrepuesto a su llorosa mujer; por primera vez en su vida se sintió superior a su esposa, a la que había amado a su modo; comprendió que la amaba de verdad. Tomó su gordezuela mano y la acarició.

—Pensemos solamente en su felicidad, querida mía —dijo zalamero—. Hagamos la boda lo más rápido posible.

Ella alcanzó hasta él unos ojos húmedos y humildes.

—¿Quieres decir…? —balbució.

Él asintió con un movimiento de cabeza.

—Me refiero a la linda chica que él ama, a la hija de Kung Chen. Iré a hablar con su padre y fijaremos el día en que de nuevo tendremos alegría en nuestra casa.

—Pero Leah… —empezó madame Ezra.

Ezra habló rápidamente, como si ya lo hubiese decidido todo:

—Será enterrada mañana, y nosotros le dedicaremos un mes de duelo. Para entonces David estará bien.

Madame Ezra no pudo responder a eso. ¡Un mes! Inclinó la cabeza y retiró la mano. Ezra se quedó un momento más.

—¿Consientes, esposa mía? —preguntó con voz potente y sonora.

Madame Ezra asintió con la cabeza.

—Sí, consiento. —Su voz estaba llena de fatiga y no se rebeló ya.

Ezra se inclinó, la besó la mejilla y se fue sin decir otra palabra.

El día del entierro de Leah llovió, y Ezra le prohibió a David que dejara la cama. Esto le causó pesar porque David había jurado que estaba en condiciones de levantarse. Leah muerta había hecho presa de sus pensamientos como Leah viva no había sido capaz de hacerlo. Tenía una sensación de culpabilidad que no podía sondear. Se decía que si hubiese sido más paciente aquel último día, ella no habría perdido su razón enteramente y él hubiera podido salvarla. Parecíale, pues, que debía acompañar su cuerpo a la sepultura.

Pero Ezra no quiso acceder, y David se quedó asombrado por la fuerza que había en la fisonomía y en la voz de su padre y por la energía de su determinación. Además, su madre no habló para disentir, David la miraba para que se pusiera de su parte, pero lo que ella dijo le causó más asombro todavía.

—Hijo mío, obedece a tu padre —aconsejó.

Con ambos unidos contra él, David no podía discutir, así que se limitó a levantarse, a ir a la habitación donde estaba el ataúd ya cerrado de Leah. Allí estuvo de pie, apoyado en un sirviente; Peonía a su lado, para vigilar si se desmayaba; allí siguió parado mientras se lo permitieron. Los portadores levantaron el pesado ataúd y los pocos que componían el cortejo fúnebre lo siguieron. El rabino estaba allí, admirado y sonriente, no así Aarón. Hasta aquel día no había sido hallado; Ezra decía que debía haberse escapado de la ciudad.

—Cuando todas nuestras preocupaciones hayan terminado, yo lo encontraré y lo traeré de vuelta —le dijo a madame Ezra—. Después de todo, ¿quién lo echa de menos? El rabino lo ha olvidado todo, y Leah se ha ido.

David se quedó observando afligido, mientras la pequeña comitiva atravesaba el patio y salía por la puerta; luego se volvió a su cama. Allá se quedó con los ojos cerrados; Peonía era demasiado prudente para hablarle. Estaba sentada a su lado, dejándole sentir su presencia en silencio. David no hablaba y Peonía no lo molestó. Sabía que la pena debe agotarse antes que la alegría pueda ocupar su lugar, pero bien comprendía que la pena también pasa.

Fuera de la ciudad, en el terreno situado sobre una colina, que era el lugar de descanso de los judíos, Leah fue depositada en tierra, al lado de su madre. El rabino, su padre, estaba entre Ezra y madame Ezra, sonriendo ciego bajo el frío sol de otoño. Pero cuando habló Ezra, él obedeció inesperadamente.

—Rece, padre —le ordenó Ezra, en alta voz, al oído.

El anciano rabino alzó la cara al cielo.

—¡Qué ardoroso está el sol! —murmuró. Y luego, después de un instante, empezó a orar así—: ¡Mira desde el cielo y contempla desde la morada de Tu santidad y Tu gloria! Tú, sin duda, eres el Padre, aunque Abrahán nos ignore e Israel no nos reconozca. Tú, ¡oh, Señor!, eres nuestro Padre. Tu nombre sempiterno. Nosotros somos tuyos…

Y entonces el rabino se imaginó que estaba en la sinagoga y, por costumbre, extendió las manos y gritó:

—¡Dios, nuestro Señor, Jehová, el único Dios verdadero!

Alrededor, los transeúntes se paraban con curiosidad a observar y miraban con asombro; los chinos porteadores del ataúd se quedaron admirados ante la extraña figura de aquel anciano.

Así, sin saberlo, oró el rabino sobre la sepultura de su hija muerta. Ezra vio llorar a madame Ezra, se interpuso entre ellos y los sostuvo a los dos; cuando estuvo llena la sepultura y el césped bien apretado sobre la tierra, los sacó de allí y los acompañó hasta la casa.