VII

—¡Cómo anciano maestro!

Deseo estar solo —dijo él—. Envíe recado a madame Ezra y dígale que no volveré. Y ordene a mi hijo que venga a casa.

El rabino no volvió a casa de Ezra. Cuando se dio cuenta de que estaba solo en la sinagoga y de que David se había ido, se marchó a su casa. Raquel se quedó sorprendida cuando sintió sus pasos, y salió de la cocina.

—¿Y Leah? —preguntó Raquel.

El rabino meditó.

—Déjela donde está —dijo.

Raquel miró con atención al anciano. Parecía agotado hasta las profundidades del corazón. Tenía el rostro pálido y la barba sin alisar. La mano que asía al cayado estaba temblorosa, y en su cabeza noto una ligera parálisis que no había observado antes. Y enjugó sus ciegos ojos con sus mangas.

—Antes de ir le haré una taza de sopa caliente de mijo: debe tomarla y descansar.

Luego llevó al rabino a su habitación, donde todo estaba dispuesto para él. El viejo se abandonó a ella, dejo caer su cayado y enjugó sus ciegos ojos con sus mangas.

—¡Ah, aquí se está bien! —suspiró—. No era feliz en los salones de los ricos.

—Usted no es feliz a menos de sentirse miserable, ésa es la verdad —dijo Raquel con energía—. Acuéstese, anciano, y descanse.

Una mirada de indignación dio otra vez fuerza a su cara.

El rabino volvió en sí de repente.

—¿Qué le ha hecho usted a mi cama? —gritó. Se había recostado en su estrecho canapé de bambú, pero luego se sentó.

Raquel se quedó mirando con las manos en jarras.

—Puse un cobertor más debajo de la estera —dijo con firmeza—. ¡Esas viejos huesos suyos sin nada debajo!

Pero el rabino se puso de pie y volvió hacia ella con sus ojos sin luz:

—¡Quítalo, mujer! —le ordenó.

Raquel se encogió de hombros, meneó la cabeza e hizo muchos ademanes negativos que él no podía ver; pero su voz fue tan enérgica y tan clara, que no se atrevió a decir en alto que no le obedecía. En último término, no tuvo más que hacer sino quitar el cobertor y extender la estera sobre el duro bambú. Entonces el rabino volvió a acostarse, y suspiró y cruzó las manos sobre su pecho.

—Vete, mujer —le ordenó con voz profunda, tan firme como siempre—. Vete y déjame solo con el Señor.

Cuando Raquel se fue censurándolo todo y murmurando para sus adentros contra el viejo santo tozudo, metió el cobertor en una arca. Pero estaba enojada y no fue enseguida a llevar el recado a madame Ezra. En lugar de hacerlo, lo dejó todo para el día siguiente. Cuando el rabino preguntó si Aarón había regresado, invento una piadosa mentira y le dijo que Leah le había rogado que le permitiera quedarse uno o dos días más con ella. El rabino suspiró al oír esto, pero no dijo nada. Se levantó a la mañana siguiente, tomó su papilla de mijo y se sentó, repitiendo para sí las páginas del Tora.

Cuando ya eran cerca de las doce y comprendió que madame Ezra estaría ya arreglada, fue Raquel a llevarle el mensaje. Encontró a madame Ezra vigilando la limpieza del estanque para peces al lado de la cocina. Los peces, furiosos, formaban un enjambre en las cubas, mientras dos hombres rastrillaban el fondo cenagoso. Madame Ezra estaba regañando a los hombres y a los peces a la vez, no se encontraba de humor para escuchar lo que Raquel tenía que decirle.

—Vamos, ¿qué ha sucedido? —gritó, cuando Raquel se detuvo para tomar aliento—. Ayer iba todo bien… ¿Por qué ha dejado mi casa?

—No sé nada, a no ser que el anciano llegó ayer a casa desde la sinagoga —dijo Raquel.

Entonces madame Ezra llamó a Wang Ma y a Peonía. Wang Ma no sabía nada; Peonía sabía solamente que la noche pasada David había vuelto a casa tarde con su padre.

—Deberías haber venido a decírmelo —dijo madame Ezra.

—Señora, creí que usted lo sabía —replicó Peonía.

Ya no era posible hacer nada sino decirles que se fueran, y eso fue lo que hizo madame Ezra, pero retuvo a Peonía para darle una orden.

—Ve a buscar a Leah, mientras voy a mi habitación y me aseo.

Peonía se fue a buscar a Leah, mientras madame Ezra daba las últimas ordenes a los dos hombres y se dirigía a su patio.

En cuanto a Peonía, adoptó un aire servicial y tosió antes de entrar en el cuarto de Leah; cuando oyó la voz de ésta mandando pasar, entró, hizo una inclinación de cabeza y dijo sencillamente:

—Mi señora le ruega que vaya junto a ella.

Luego se inclinó y volvió a marcharse, esta vez a su cuarto, donde se quedó pensando un rato. ¿Qué había pasado entre el rabino y David? ¿Tenía Leah parte en esto?

Esperar era superior a sus fuerzas, de modo que decidió descubrirlo por cualquier modo. Corrió con pies silenciosos y se ocultó detrás de un gran árbol de casia en el patio de madame Ezra. El árbol se inclinaba contra una ventana que estaba abierta, porque la mañana era calurosa y tranquila. Allí, oculta, escucho la voz de madame Ezra hablándole a Leah con firmeza y claridad estas palabras:

—¿Cómo puedes decir que no ha sucedido nada entre David y tú? Yo os vi con mis propios ojos, una vez en el jardín de los durazneros. Y por cierto que estabais muy juntos.

La voz de Leah surgió precipitada y suave, llena de agitación:

—¿Cómo puedes remediarlo, tía, si…, si… no sucedió nada más? Aquella vez…, bueno, sí, estuvimos muy cerca.

—Todos estos días habéis estado juntos ante el Tora —gritó madame Ezra.

—Él apenas me ha hablado —la voz de Leah se apagó con esta confesión.

Madame Ezra se dejó arrebatar por repentina furia.

—¡La culpa es tuya! Nunca intentaste nada…; te limitaste a esperar.

—¿Qué puedo hacer sino esperar? —preguntó Leah.

Peonía la escuchaba, sus negros ojos chispeantes, sus labios rojos curvándose. ¡Ah, entonces no estaba decidido! ¡David no amaba a Leah! Pero ¿y si la amaba? Se deslizó de detrás del árbol de casia y corrió a las habitaciones de David. El saloncito estaba vacío; ella apartó a un lado la cortina y atisbó en su dormitorio. Estaba acostado en su cama, profundamente dormido. El sol del mediodía entraba a raudales en la habitación. Peonía había corrido las cortinas de la cama personalmente la noche pasada, cuando arregló la habitación, pero él las había puesto detrás de los ganchos de plata. Estaba allí echado con su ropa de dormir de seda blanca, los brazos abiertos y caídos y la cabeza doblada sobre la almohada.

Su corazón latió de alegría. No era demasiado tarde. El rabino se había ido y no existía compromiso alguno. La alegría corría por sus venas y le bailaba en el cuerpo. Nunca es demasiado tarde para la felicidad.

Atravesó furtivamente el cuarto y se arrodilló al lado de la cama.

—¡David! —murmuró—. ¡David!

Se despertó él, sonrió, extendió los brazos hacia ella y la cogió por los hombros.

—¿Cómo te atreves a despertarme? —inquirió todavía medio dormido.

—Es mediodía —murmuro ella—. Vine a decirte una cosa…, ¡algo admirable!

—¿Qué es? —preguntó con autoridad.

Pero ella demoraba la contestación por puro goce.

—El sol brilla en tus ojos —le dijo—. Como son negros, ¡tienen oro en el fondo!

—¿Eso es admirable? —preguntó él, y se rió en alto, terminando de despertarse con su propia risa.

—El sol brilla en tu boca —siguió ella— y es tan dulce como una granada.

—¿Para eso me despertaste? —inquirió él. Se sentó, ahora bien despierto.

—No —murmuró ella—. ¡David escúchame! —Le cogió una mano y la sostuvo contra su pecho—. David, al mediodía… ella… va a ir al templo budista a rezar y dar gracias. Ha estado enferma.

Sintió que las manos de él se ponían tensas.

—No me lo habías dicho —la recriminó.

—No quería decírtelo —contestó ella—. Pero ya está bien, de veras. Puedes verla personalmente. —Los ojos de él estaban fijos en los suyos, y ella siguió rápidamente—: Si te levantas ahora, yo te traeré algo para comer; puedes entrar por la puerta lateral del templo y encontrarla cuando se dirija al Kwanyin de Plata[6], al sur del templo.

—Pero se enterara de que he ido para verla —dijo él tímidamente.

Peonía se rió.

—¡Cómo la complacerá eso! —contestó traviesa. Dejó su mano, se puso en pie y se tocó los dedos con los labios—. Volveré con comida caliente. —Escapó corriendo. ¡Ah, pero aquello requería velocidad!

Se detuvo solamente para buscar su bolsa y luego salió corriendo por la Puerta de la Escapada Pacífica y bajo la callejuela hasta la casa de Kung; allí preguntó por Chu Ma y la encontró ante su comida del mediodía. La gruesa anciana se llevaba una enorme taza de arroz a la boca, pero dejó de comer y escuchó a Peonía.

—Debe usted persuadirla de que vaya allí; fíjese en el patio de Kwanyin de Plata; él estará allí dentro de una hora. —Peonía lo dijo sin tomar aliento siquiera.

—Pero ¿y si su madre se lo prohíbe? —preguntó Chu Ma.

—Dígale a su señorita que llore, que grite, que amenace con algo…; dígale que finja tener un dolor en el pecho y que quiere rezar. Él le envía esto a usted. —Vació la bolsa en las manos de Chu Ma y luego arrancó de sus propias orejas sus pendientes de jade—. Y yo le doy esto.

Chu Ma dejó la taza sobre la mesa e hizo un movimiento afirmativo con la cabeza, y Peonía volvió a salir volando para casa. En pocos minutos salía de la cocina con una vasija de porcelana llena de puré de arroz caliente, que había siempre sobre las hornillas; un criado la seguía con trocitos de carne y pescado salado para el desayuno de David. Confiaba en que éste se habría retrasado más que de costumbre en vestirse, y estaba en lo cierto. Cuando entró en su saloncito, aún no había llegado él.

—¡Joven amo! —lo llamó.

—¿Iré de rojo o azul? —gritó él, en respuesta.

—¡De rojo vivo! —replicó ella. Azul era el color que llevaba en la sinagoga y nada debía recordárselo. Conocía ella la influencia sutil de los colores: cómo el gris puede subyugar el espíritu de un hombre, cómo el azul lo eleva y lo vuelve errabundo, y cómo el rojo, el rojo vivo, lo apega a la tierra.

Pronto salió tan hermoso que a Peonía le dieron ganas de llorar. Iba destocado; por encima del lino blanco de su túnica lucía su cara morena, sonrosada y llena de salud. Se dominó, sin embargo.

—Vamos —dijo—, hay poco tiempo.

Destapó las vasijas mientas hablaba, y se sentó. Comía en silencio y meditaba. Si no hubiera sido por lo que sucedió la víspera, no habría podido acceder al requerimiento de Peonía. Porque no, ansiaba con gran vehemencia volver a ver a Kueilan. Recordaba a la bella chinita con afectuoso placer, pero no con necesidad apremiante. Sólo quería verla al menos como defensa contra sí mismo. Sabía que Leah estaba allí, creía que el rabino también estaba todavía; además que su madre seguía tan obstinada como siempre. Necesitaba tiempo contra ellos, tiempo para ordenar sus ideas, para ser él mismo sobre todo. La noche pasada, en el lago, se había tranquilizado y ahuyentado la amargura del alma. Por la mañana se sentía descansado, fuerte y solitario.

Comió y después volvió a refrescarse, lavándose las manos en una palangana con agua perfumada y cepillándose el cabello, sin prisa, todo tan lentamente que Peonía estaba casi fuera de sí.

—¡Ella se habrá ido, no la verás! —se lamentaba—. ¡Oh, cuándo volverá a haber una ocasión tan apropiada!

La hizo rabiar un rato con su lentitud, haciendo como que tenía hambre aún; por último ella quitó los platos y no quiso dejarle comer más; a él le agradaba tanto la risa y el jugueteo de nuevo, que se fue de buen humor, mientras dejaba a Peonía recogiendo los platos.

Peonía tenía bastantes razones de amor para hacer todo lo que había hecho, pero lo que sucedió en seguida agregó el odio como una razón más.

Después que Raquel hubo hablado con madame Ezra, se dirigió a las habitaciones que había utilizado el rabino, una vez enterado del camino por los sirvientes, y allí encontró a Aarón todavía medio dormido.

Le dijo que su padre le mandaba que fuera para casa en seguida; mientras lo hacía, se decía que era una vergüenza que Aarón, el único hijo del rabino, fuera aquel pelele de piernas torcidas, de cabeza larga y estrecha, con su torva cara delgada y ruines ojos amarillentos.

Aarón oyó la orden de su padre, pero era demasiado tímido para decir que no iría. En lugar de eso, preguntó:

—¿Leah va para casa también?

—Hoy no —replicó Raquel.

Entonces, como esto le incomodaba, murmuró que su padre siempre trataba a Leah con blandura, y le gritó a Raquel:

—¡Vete, vieja asquerosa! ¿Por qué te quedas ahí contemplándome?

Al oír esto, ella se incomodó y le dijo sin ambages:

—Por mí, me alegraría que no volvieras a casa. Será un trabajo pesado cocinar para conservarte la vida.

Dicho esto, se fue. Aarón, al quedar solo, se enterneció y derramó algunas lágrimas. Estaba poco dispuesto a dejar aquella casa rica, donde le habían dado mejor comida gracias a su padre, y donde ningún criado desobedecía sus órdenes. Le molestaba pensar que tenía que volver a su estrecha vida y a su habitación solitaria. No quería ni a su padre ni a Leah, pero los temía porque eran buenos y él no lo era.

Así, compadeciéndose de sí mismo y enojado por todo, se levantó, se vistió malhumorado y salió luego al salón donde comían los hombres, para buscar su desayuno. Sucedió por casualidad que en su camino se cruzó Peonía, en el patio donde estaba el estanque de los peces. Él la vio antes que ella; constituía un bello espectáculo a la luz del sol de la mañana. Su pelo era de un negro resplandeciente y sus mejillas rosadas; llevaba chaqueta y pantalones de seda amarilla y una gardenia blanca en el pecho.

Aarón miró a derecha e izquierda. No había nadie cerca. La muchacha caminaba con la cabeza baja y sonreía al andar. Entonces sintió su presencia, como podía haber sentido una serpiente cerca de sus pies. Levantó la cabeza, sorprendida, y en aquel momento Aarón corrió hacia ella, la agarró entre sus brazos y apretó su boca contra la suya.

Nunca otros labios habían besado los de Peonía. Sentía la asquerosa boca de Aarón, temblorosa y ardiente, y se sintió desmayar. La cabeza le daba vueltas; gritó, pero tan grande era su malestar, que el grito fue demasiado débil para ser oído. Entonces sintió la mano de él en su cuerpo. El malestar pasó, la ira le hizo recobrar sus fuerzas, y cayó sobre Aarón con toda la indignación de su ser. Le arañó la cara, le arrancó el cabello, le tiró de las orejas y le dio de puntapiés cuando trataba de correr; lo agarró por el pelo con una mano y le dio un puñetazo en la cara con la otra mano cerrada, todo en silencio, a no ser por la respiración agitada de ella. No quería que nadie supiera que la vergüenza de aquel contacto había caído sobre ella.

Al fin, completamente fatigada, gruñó dirigiéndose a él:

—¡Atrévete a tocarme de nuevo, tú, maldito hijo de una liebre, y te mataré con la espada y morirás como murieron tus antepasados!

Referíase Peonía a la espada que David había escogido de la caravana y que tenía colgada en la pared de su habitación. Esta espada tenía un filo extraordinariamente agudo y fino; Aarón creyó que Peonía era capaz de hacer lo que decía. No podía haber elegido una amenaza más eficaz. Todo el antiguo temor y debilidad que le habían sido transmitidos por sus padres, e impresos sin duda en el Tora mismo cayeron sobre él. El viejo rabino era un hombre fuerte y podía gozar con los truenos de Jehová, pero Aarón era un débil gusano que desde su lastimosa infancia había temido y detestado a Jehová, y deseaba con vehemencia ser cualquier cosa, menos lo que era: el hijo del rabino. Cuando la muchacha invocó a sus antepasados, recogió sus ropas, esparcidas por el suelo, y se escabulló.

Peonía le dirigió una larga mirada de burla. Luego se encaminó con pasos rápidos y firmes a su habitación; allí se lavó y frotó de la cabeza a los pies, cambió sus vestiduras y se cepilló el cabello, se perfumó y se puso sus mejores joyas y colocó una flor fresca en sus cabellos. Pero la rabia ardía en ella aún. Sacaría de la casa todo lo que pertenecía a Aarón. Cuando estuvo limpia de nuevo, se dirigió a las habitaciones de David y permaneció allí con el pretexto de que debía limpiar y quitar polvo y componer un abanico de sándalo que él había roto.

Sus mejillas estaban todavía amoratadas de enojo cuando, una o dos horas más tarde, volvió David. Se hallaba sentada delante de la mesa, componiendo el delicado abanico con una pluma mojada de engrudo. En cuanto lo miró, supo que había visto a Kueilan. Entro el galán satisfecho de sí mismo. Al verlo, pensó para sus adentros: «¡Qué satisfecho de sí mismo parece un hombre cuando se cree amado!». Pero se dio cuenta que aquello era la amargura de su propio amor oculto, y no le dio importancia. Dejo el abanico con cuidado y, revistiéndose de docilidad, se puso en pie. Los ojos de él encontraron los suyos con la antigua alegría que tanto había echado de menos.

—¿Qué? —contestó para hacerla rabiar.

—¿La viste?

—¿No me dijiste que estaría allí? —replicó él.

—Pero ¿estaba?

—¿Suponías que no?

Con sorpresa suya, Peonía empezó a sollozar de repente.

—¿Qué te pasa? —preguntó él.

Ella meneó la cabeza y no pudo hablar. David se acercó más.

—Dime —la instó—, ¿te ha hecho algo alguien?

Asintió ella con la cabeza, todavía sollozando y enjuagándose los ojos con las mangas.

—¿Mi madre? —preguntó él, enojado.

Meneó la cabeza. Lloraba con una vocecilla traspasada de dolor.

—Fue…, fue… ¡Oh, no puedo pronunciar su nombre!

—¡Un hombre! —exclamó David.

Ella dijo que sí con la cabeza.

—El hijo del rabino —murmuró.

David la contempló durante un segundo. Luego se volvió bruscamente y echo a andar a grandes pasos hacia la puerta del patio. Pero Peonía corrió tras él.

—No, no —gritó—. Que no sepa nunca que lo sabes. Es demasiada vergüenza para mí.

—¿Qué te hizo? —exigió David.

—No puedo decírtelo —balbuceó ella.

—No te… —empezó David; sus rojas mejillas desprendían llamas.

—¡Oh, no, oh, no! —grito ella. Entonces, para que él no fuera a imaginar las cosas peores de lo que eran, se rió a través de sus lágrimas—. Yo le pegue —confesó—. Lo agarre por los cabellos y… lo abofeteé.

David se rió con un placer brutal.

—¡Me gustaría haberte visto! ¿Le hiciste algún cardenal? ¡Déjame ir!

—No, espera —dijo mimosa—. Por favor, lo que digo es verdad. Él…, él puso su boca en la mía…

—¡Maldito sea! —dijo David de repente.

Peonía puso el pequeño índice de su mano derecha a través de los labios de él, y las lágrimas llenaron hasta los bordes de sus bellos ojos.

—Estoy deshonrada —murmuró.

¿Cómo podía David negarse a consolarla? Colocó las manos sobre sus hombros y miró sus suaves labios rojos; ella dejó escurrir sus dedos y le dijo con la más suave de las voces:

—¡Toca mis labios y límpiamelos!

Se inclinó un poco hacia él. David agachó la cabeza, tratando de reírse y tomarlo como un juego; inclinó la cabeza todavía más, hasta que su labios estuvieron sobre los de ella. Nunca sus labios habían tocado la boca de una mujer. Ésta no era más que Peonía, solamente su pequeña Peonía de siempre, a quien conocía tan bien, pero de repente sus labios le parecieron dulces y extraños.

Ella se retiró y su voz fue rápida y clara.

—Gracias —dijo melindrosamente—. Ahora puedo olvidar. Diga, joven amo, ¿de verdad usted vio a la linda hija tercera de Kung?

Tan veloz fue su cambio, que David apenas supo qué decir. Todo era confusión en él. El dulce efecto que Peonía había provocado en él, lo volvía ella velozmente hacia otra. Sin darse cuenta de que estaba siendo llevado de aquí para allá, engañado, inducido a hacer lo que Peonía deseaba, dejó su imaginación volver al templo y al momento en que había estado oculto detrás del gran Dios Guardián del Oeste. Vio entrar a Kueilan, con la bordada orilla de su larga falda de suave seda verde manzana barriendo el piso de mosaico. Una vieja servidora la llevaba de la mano; al lado de aquella robusta figura, la muchachita parecía un pequeño sauce en primavera. Entonces recordó su cara.

—Sí —dijo lentamente—, la vi. Había olvidado lo hermosa que era.

—¿Es demasiado bajita? —dijo punzante Peonía.

—Una cosilla pequeña —contesto David—, no más alta que tú. Pero a mí me gustan las mujeres bajitas.

—¿Sus ojos… son tan grandes como los míos?

La principal belleza de Peonía estaba en sus ojos. Eran de forma de albaricoque, con pestañas rectas, suaves y largas, y el color del iris era de un profundo castaño cálido, no enteramente negro. Mirando sus ojos, David se vio obligado a recordar a Kueilan, y como había pasado muy cerca de ella, dijo:

—Los de ella son los más hermosos que he visto.

Al oír esto, a Peonía le aparecieron los hoyuelos y se llevó el pañuelo a la cara para ocultar su rápida sonrisa… y sus lágrimas.

—¿Hablaste con ella? —preguntó enseguida.

—Sí —dijo David—. Me vio cuando se disponía a pasar al templo.

—¿Y qué le dijiste? —insinuó Peonía.

—Solamente que esperaba que me perdonara por haber ido a verla. —Esto lo dijo David con gran vehemencia; se sentó al lado de la mesa y dejo toda broma a un lado—. Peonía —dijo gravemente—, tú sabes que yo no puedo casarme como los demás hombres. Si la elijo a ella como novia y no a Leah, tengo que zaherir a mi madre y al rabino, e incluso a mi padre.

—Tu padre solamente piensa en ti —intervino Peonía.

—¡Ah, pero en nuestro pueblo las mujeres son más fuertes que los hombres! —dijo David—. Y yo no sé qué hará mi madre.

—¿Sabe algo Leah… de esta otra? —preguntó Peonía.

—No —respondió David. Parecía triste—. Y le di motivos para pensar… —Meneó la cabeza.

Peonía, que había estado de pie todo este tiempo, se sentó a la mesa frente a él.

—¿Le diste motivos a Leah para creer… que la amabas? —Preguntó esto con vocecilla aterrada. Y luego se apresuró a añadir—: ¿Cómo puede ser verdad eso? No le has hablado desde que estabais estudiando en el libro. El anciano maestro se sentaba entre vosotros.

—Una vez, en el jardín de los durazneros… —dijo David, sonrojándose intensamente.

—¿En el jardín de los durazneros? —dijo como un eco Peonía—. ¿Qué hiciste?

—Fue al día siguiente de llegar la caravana —dijo David de mala gana—. Estábamos todos un poco excitados.

—¿Se acercó ella a ti en el jardín de los durazneros? —interrogó Peonía. Su clarividente cerebro se adelantaba veloz—. ¿La crees resuelta como para acercarse a ti por propia voluntad? Seguramente fue tu madre quien se lo mandó.

David se quedó contemplándola, y de repente, dándose cuenta de que podía ser verdad, dijo:

—Mi madre… —golpeó la mesa con los puños, Peonía gritó y retiró el recompuesto abanico. David se echó hacia atrás, con los ojos llenos de ira—. Yo le diré a mi madre…

Pero Peonía lo miró por encima del abanico tallado, que tenía contra su cara porque le encantaba el aroma de la madera de sándalo.

—¿Qué necesidad tienes de decir nada? —dijo engatusadora—. Déjame ver a tu padre y le diré lo que sientes. ¡Vamos, haré la casamentera contigo!

Pero David volvió a menear la cabeza.

—De todas maneras no es honorable para mi permitir que Leah siga en esta confusión —dijo—. Tengo que pensar que le diré.

—No le digas nada —le rogó Peonía—. Lo que no se ha dicho, no tiene que rectificarse nunca. Si se expresa con palabras, entonces todo es duro y difícil de borrar. ¡Oh, y ella sentiría mucha amargura y renegaría de ti!

—¿Leah renegar? —repitió David—. ¡Ah, en eso estás equivocada! Es lo que más daño me hace. Es demasiado buena. Por ella…, no por mi madre…, desearía con todo mi corazón poder amarla. —Se interrumpió de nuevo, vaciló, y siguió, como hablando consigo mismo—: Podría haberla amado quizá…, si simplemente hubiese sido una mujer. Pero ella es mucho más.

Creía a Peonía demasiado infantil para comprender lo que quería decir, pero ella entendió y fue lo bastante astuta para guardar silencio. Leah era más que una mujer…, era un pueblo, una tradición y un pasado; si David se casaba con ella, se desposaba con el conjunto y tendría que entregarse a aquello. No podría ser quien era, ni libre, pues tendría que formar parte de su antiguo pueblo y llevar sobre sí el peso de sus antiguas aflicciones. Pero no se lo dijo Peonía. En lugar de hacerlo, saltó ligeramente sobe sus pies, batió palmas y simuló su infantilismo de costumbre.

—¡Déjame decírselo a tu padre! —le rogó.

David con su cara juvenil ensombrecida por una vaga pena, sonrió un poco tristemente.

—¿Qué puede hacer mi padre por mí? A él lo atraparon de la misma manera.

—¡Ah, pero él no tenía nadie que lo salvara! —dijo Peonía dulcemente—. No había ninguna flor de orquídea en su juventud. Piensa en esta chiquita que está ahora pensando en ti. ¿No sabes que piensa en ti? ¡Ah, sí lo sabes! ¡Déjame decírselo a tu padre!

Al fin, escuchando su dulce voz, asintió con un movimiento de cabeza, y ella se fue rápidamente, temerosa de que volviese a llamarla. Se fue directamente junto a Ezra, y lo encontró durmiendo en la silla, el abanico descansando sobre su estómago y las piernas extendidas. Estaba roncando y durante un rato nada que pudiera hacer ella lo despertaría. Tosió, cantó y lo llamó con voz suave, teniendo cuidado de no despertarlo demasiado intempestivamente, temerosa de que su alma anduviera errante y no volviera a su cuerpo. Al fin se fijó en un grillo que había sobre unas piedras, lo cogió de las patas y lo puso en la barba de Ezra. Estaba tan asustado, que empezó a chillar dolorosamente; Ezra se despertó, volvió la cabeza y luego se atusó la barba con los dedos; encontró el grillo y lo tiró.

—Yo vi al pícaro saltar a su barba, amo —dijo Peonía dulcemente—, pero tuve miedo de despertarle.

—Nunca me había sucedido esto —dijo Ezra con sorpresa. Se enderezó en su asiento, se estiró, bostezó y sacudió la cabeza para despejar su cerebro—. ¿Tiene algún significado? Debo consultar a un quiromántico.

—Eso significa buena suerte, amo —dijo Peonía—. Los grillos sólo vienen a una casa segura y opulenta.

Le sirvió una taza de la tetera que había sobre la mesa, se la entregó con ambas manos, y luego, recogiendo el abanico del suelo, donde había caído, empezó a abanicarlo. Cuando él pareció que volvía a ser el mismo, empezó a darle sus noticias.

—Amo, tengo que confesarle una falta.

—¿Otra? —preguntó él. Bostezó, se frotó la coronilla y sonrió.

—Mi joven amo…, su hijo, señor… —Aquí se detuvo.

Ezra se alarmó al instante. Peonía parecía demasiado feliz. ¿Sería posible que David hubiera sido tan loco como para responder a su amor? Aquello transformaría la casa como un torbellino. ¡Una esclava! ¿Qué haría madame Ezra?

Peonía comprendió el terror que había en sus ojos y trató de sonreír. Bien sabía lo que él estaba pensando, y su corazón se estremeció. Nadie, ni siquiera el buen amo suyo, a quien quería como el único padre que conocía, pensaba en ella más que como una sirvienta amable, una persona educada para el servicio y el placer, pero nada más.

—No tema —dijo dulcemente—. No es a mí a quien ama su hijo.

Dijo esto sabiendo que estaba dentro de su alcance hacer que David la amara. Su corazón había rehusado a Leah y no había aceptado todavía a Kueilan; dentro de aquel vacío podía haber penetrado ella, y su corazón podía haberla encerrado. Pero era demasiado prudente. Nunca le habrían concedido el lugar de una esposa, y aunque lo fuera, la vida de David no tendría paz. Lo amaba demasiado para querer verlo desgraciado, y había sido criada en la obediencia a sus superiores. Nadie podía ser feliz si se desconocían las proporciones. No era su destino ser la nuera de aquella casa. No, ella era como el ratoncillo que sale de su escondrijo y baila solitario al sol. Debía encontrar su alegría sola, cobijada bajo el basto techo.

—Entonces, ¿a quién ama mi hijo? —preguntó Ezra, severamente.

Peonía levantó la cabeza y lo miró fijamente, con ojos tan dulces que parecían tan francos como los de un niño.

—Todavía ama a la señorita tercera de la casa Kung —dijo.

Ezra miró a lo lejos y no respondió. Se sentó, tirándose de la barba, suspirando y palpándose los labios, pensando en una y otra alternativa, sin ver luz por ninguna parte. Descubrió solamente un ferviente deseo dentro de él: que su hijo pudiera casare con quien quisiera y para su felicidad. «¿No he sido yo feliz con Naomí?», preguntó a su propio corazón. Había sido feliz. Si no había amado a Naomí cuando se casaron, tampoco había amado mucho a ninguna otra mujer. No, él no había amado a Flor de Jade…, al menos lo bastante como para abandonar el favor de sus padres por causa de ella. Si David hubiera dicho que amaba a Peonía, él le habría regañado y se lo habría prohibido, como había hecho con él su padre en su juventud. Pero una hija de la gran casa china de Kung, no podía ser despreciada. Era igual a David en todo…, excepto en la fe. Sin embargo, muchos judíos se habían casado con mujeres chinas y no habían dejado en absoluto de ser judíos. Se lo diría a Naomí.

Ezra era un hombre que tenía que hacer una cosa tan pronto como pensaba en ella; olvidándose de Peonía, se levantó impetuosamente y fue en busca de la madre de su hijo. Ella lo siguió a corta distancia y ocupó un lugar detrás del árbol de casia. En cuanto a Ezra, encontró a su esposa en sus habitaciones y de muy mal humor. Esto lo vio tan pronto como llego a la puerta, pero supuso que su disgusto era debido a algún asunto doméstico. Madame Ezra era muy perspicaz y buena ama de casa, y podía muy bien abatirse por el robo de un huevo o la rotura de un plato.

—No fuiste a la tienda hoy —dijo.

Trató de sonreír al entrar y se sentó en una silla frente a la de ella, al otro lado de la mesa.

—No, porque llegué muy tarde anoche —confesó—. Kung Chen me invitó a ver la luna. Llevó a sus dos hijos. Y David fue conmigo.

—¡Qué aspecto tienes! —exclamó ella—. ¡Estás amarillo como el azufre!

—Vamos, vamos —replicó Ezra—, no estoy tan mal.

—Los ojos legañosos —siguió ella severamente—. ¡Tienes el pelo como un nido de cuervos! ¿Bebió demasiado David?

—No lo he visto esta mañana —dijo Ezra.

Ella frunció los labios.

—He estado hablando con Leah —dijo.

Ezra le dirigió una astuta y tierna mirada por debajo de sus espesas cejas.

—¡Ah, Naomí! —suspiró—, ¿por qué no dejar al muchacho?

—No sé lo que quieres decir —dijo ella enojada.

—Él no quiere a Leah —continuó Ezra—. Si se casa con ella, es solamente por complacerte. ¿Y qué felicidad puede haber en ello para ninguno de los dos?

La hermosa cara de madame Ezra se puso roja.

—David no sabe nada acerca de las mujeres —declaró—. Es tan tonto como lo eras tú cuando me casé contigo.

—Yo era mucho más tonto —dijo Ezra amablemente—. Fui arcilla en tus manos, querida mía.

Ella no estaba dispuesta a dejar aplacar su enojo.

—Además, Leah lo ama —dijo.

—Entonces la compadezco —repitió Ezra.

—¿Por qué? —volvió la cabeza rápidamente para mirarlo de nuevo—. ¿Por qué has de compadecerla?

—Yo no… amaba a ninguna otra mujer…, lo que se dice amar —dijo Ezra.

Entonces sus ojos se encontraron y cada uno desvió la mirada. Había habido una hora, hacía años, en aquella misma habitación, en que ella, joven y orgullosa, extraordinariamente hermosa y austera en su fe, lo había acusado de entrar a hurtadillas en la habitación de una esclava. Se suponía que ambos lo habían olvidado, pero no era así.

—Si te refieres a Peonía… —dijo madame Ezra, en voz baja.

Ezra meneó la cabeza.

—No, no me refiero a la esclava. Me refiero a la hija de Kung Chen.

Madame Ezra se levantó como se había levantado una vez hacía tiempo y bajó la vista hacia él.

—No —gritó—, ¡jamás! No lo permitiré. ¿Por qué vuelves a hablar de ella?

Pero Ezra no era ya aquel amable joven amigo de la paz. Se había hecho robusto y fuerte, después de tantos años de vivir con ella; habiendo aprendido a amarla, al fin, podía sostener su punto de vista frente a ella.

—¡Ah, Naomí! —dijo con amable crueldad—. ¿Cuando aprenderás de una vez que la vida no espera tu permiso?

Dichas estas palabras, volviose y la dejó. Peonía detrás del árbol de casia, meditaba sobre lo que había oído. ¿Volvería junto a David para decírselo? Pero ¿qué había oído excepto la antigua disputa entre dos mayores? Más le valdría esperar hasta que se resolviera la disputa como quisiera el cielo. Se escurrió de detrás del árbol y volvió a su habitación.

Madame Ezra había aguijoneado a Leah hasta la desesperación. No era su intención hacerlo, pero en la exasperación de su propio temor, la había atormentado, culpado y presionado hasta que Leah quedó aterrorizada. ¡Aquella casa, que le había prometido amparo, no era segura, después de todas sus esperanzas! La amiga de su madre, la única cercana a su padre, estaba incomoda con ella. ¿Qué sucedería si madame Ezra la despedía? Vio la monotonía de su vida extendiéndose en adelante en la casita de su padre. Cuando él muriera se quedaría sola, sin nada, excepto la regañosa caridad de madame Ezra. No, estaría peor que sola. Aarón estaría allí. Con temor y desesperación, abandonó todo intento de defenderse y terminó en un total silencio. Dijera madame Era lo que dijese, no respondería. Se quedó allí, con la cabeza inclinada, mientras madame Ezra seguía hablando y hablando. Sus manos, cruzadas delante, estaba tan frías que parecían habérsele helado juntas. Sentía el cuerpo entero magullado y pesado y tenía el cerebro entorpecido.

Cuando madame Ezra le gritó al fin: «Déjame… y que no vea tu cara en un rato», se volvió y salió sin saber adónde iba.

No sentía enojo contra madame Ezra. Comprendía demasiado bien la agonía que había hecho caer a aquella mujer afectuosa en semejante furia. Madame Ezra estaba llena de desesperación también. Era solamente la desesperación la que hacía su alma tan cruel…, la desesperación y el amor. Madame Ezra amaba a David más de lo que había amado a nadie, más aún de lo que amaba a Dios, y por esta razón quería conservar a su hijo, conservarlo en la fe de su pueblo. David se perdería para ella si no lo conservaba en su fe. En sus sueños, él era el conductor que podría algún día llevarlos a todos de nuevo al hogar. Todo esto lo sabía Leah. Veía claramente dentro del corazón de madame Ezra, y nada de lo que veía la enojaba, porque lo comprendía todo.

No, no era madame Ezra la que había estado mal, sino ella, Leah, la que había fallado. No había sido capaz de hacer que David la amara y la deseara por esposa. ¿Cómo había de culpar a David tampoco?, se preguntaba humildemente. Ella no había hecho nada en su vida, a no ser atender una casa para dos hombres. Levantó las manos y se las miró. Wang Ma le había enseñado cómo frotarlas aplicándoles aceite, y ella había tratado de hacerlo fielmente, pero el trabajo y la pobreza las había hecho grandes y era demasiado tarde para cambiarlas. Había intentado aprender el Tora, pero seguía pensando y soñando en David cuando estaban sentados allí. Ni una vez la había mirado él, ni mostrado por un solo indicio que recordara el día en que ella había conmovido su corazón, el día en que llegó la caravana, cuando Dios la ayudó. Pero después ella no había hecho nada…, ni siquiera había invocado la ayuda de Dios. En lugar de eso, había dejado pasar los días en sueños, con una fe tonta. Ahora, atravesando a ciegas los pasadizos, terrazas y patios, sin ver nada, empezó a orar en alto:

—¡Oh, Jehová, Dios nuestro, el único verdadero, escúchame y ayúdame!

Y conforme caminaba a ciegas y orando, le pareció oír la voz de Dios mandándole que buscara a David y le abriera su corazón. Elevó la cabeza, y las lágrimas empezaron a inundar sus mejillas. Si Dios volvía a ayudarla, entonces todo sería como madame Ezra deseaba…, sí, y como ella lo deseaba también. Amaba a David, ¡y con cuánta alegría sería su esposa!

Sus pies empezaron a recorrer apresurados aquellos caminos que no había pisado desde que era niña. Hacía mucho tiempo, cuando David tenía siete años, lo habían sacado del patio de su madre y puesto en unas habitaciones cerca del de su padre. Leah, de niña, había ido con él un día a verlas; madame Ezra se enteró y se lo había prohibido. Ninguna mujer, excepto las sirvientas, debía ir al cuarto de los hombres.

Pero los pies de Leah encontraron la senda olvidada, y, puesto que era la hora en que la servidumbre estaba preparando la comida del mediodía, nadie la vio. Llegó así, sin anunciarse, a la puerta de David.

Éste se hallaba sentado, como lo había dejado Peonía, al lado de la mesa. Se había levantado una vez para coger un libro, pero no lo había leído. No podía fijar su pensamiento en las palabras, aun cuando había pensado que quería encontrarlas, porque con ellas había formado una estrofa por la mañana, cuando vio a Kueilan. No eran sencillos versos de amor. Eran líneas acerca de la elección que debe hacer un hombre entre el amor y el deber.

Y, sin embargo, meditaba, aún antes de abrir el libro, en que él no estaba haciendo una elección entre el amor y el deber. Su elección se refería al deber solamente. Todavía podía dejar de lado a la linda muchacha china a quien no amaba tanto como sabía que podría llegar a amarla si se le daba la oportunidad de elegir. No, lo que debía decidir en el microcosmos de su propio ser era la misma determinación que afrontaba todo su pueblo. ¿Se mantendría separado, dedicado a una fe que lo haría solitario en medio de cualquier pueblo en que viviera, o vertería la corriente de su vida en el rico océano de toda la vida humana que lo rodeaba? ¿Osaría perderse en aquel océano? ¿Lograría mezclarse? Nada se pierde jamás. Lo que él era, con sus antepasados y los hijos que vinieran, se hundirían en el océano, pero no podría perderse.

En aquel preciso momento anterior a su decisión, vio a Leah en el umbral.

Se puso en pie, asombrado de que ella hubiera llegado hasta allí…

—¡Tú!… ¿Me estabas buscando?

En el momento en que ella lo miró se aclaró su cerebro. No debía haber más confusiones entre ellos. El espíritu debía encontrar al espíritu.

—Sí —dijo—. Tu madre me mandó llamar esta mañana y me acusó de muchas cosas con respecto a ti.

—Hizo muy mal —dijo él amablemente. Pero estaba confuso. ¿Qué significaba la presencia de ella en aquel momento? ¿La enviaba el propio Dios?

Entró ella y se sentó donde un rato antes se había sentado Peonía. David tomó asiento de nuevo. Vio que Leah había estado llorando, pero algo había secado sus lágrimas. Sus grandes ojos estaban brillantes y tenía las mejillas sonrosadas. Estaba tan bella, que se preguntó por qué no la amaba con toda su alma y todo su corazón. Pero éste guardó silencio. Él no podía amar a nadie hasta que su alma hubiera hecho su elección.

En el mismo momento vio las palabras de la tablilla de la sinagoga grabadas en su propio cerebro:

Celebrar el culto es honor al Cielo, y es justo seguir a los antepasados. Pero el cerebro humano ha existido siempre antes del culto y de la justicia.

Aquellas audaces e inflexibles palabras de algún antiguo ser humano fortalecieron el alma de David y le dieron entereza ante Dios y ante los hombres.

—No debes permitir que mi madre te moleste —dijo con brusquedad—. Solía molestarme mucho a mí. Cuando yo era un niño pequeño, me parecía que nunca podría darle gusto. Nunca era bastante bueno. —Sonrió un poco tristemente—. Ella es muy buena, muy llena de celo.

—Tu madre tiene razón —dijo Leah con energía—. Soy yo quien ha obrado mal…, y tú. ¡Tú también, David!

—¿He obrado mal? —Trataba de bromear con estas palabras, porque temía lo que presentía ella, opuesto a su propia determinación de ser libre.

—Si no fuera por mujeres como tu madre y hombres como mi padre —dijo Leah con fervor—, hace mucho que se habría perdido nuestro pueblo. Nos habríamos convertido en lo que son todos los demás pueblos, sin conocimiento del único Dios verdadero. Pues ellos son fieles, son quienes nos han conservado como un pueblo vivo y separado.

Los ojos de David cayeron sobre sus fuertes manos jóvenes, que descansaban cruzadas sobre la mesa. Guardó silencio un momento. Luego habló muy sosegadamente.

—Sin embargo, yo me pregunto si no son ellos los que vuelven a los demás contra nosotros… todavía.

Los labios de Leah se abrieron. Vio que ella no comprendía lo que quería decir.

—Es difícil para otros pueblos creer que nosotros somos mejores que ellos —siguió—. Y, después de todo, ¿en qué somos mejores, Leah? Nosotros somos buenos comerciantes, nos hacemos ricos, somos inteligentes, amantes de la música, pintamos cuadros y tejemos finos rasos; dondequiera que estemos, hacemos el bien…, y luego despertamos el odio de los hombres y nos matan. ¿Por qué? Esto es lo que me pregunto a mí mismo día y noche, y creo que empiezo a ver por qué.

Leah no pudo soportar estas palabras.

—Los hombres nos odian porque nos envidian —declaró—. Ellos no quieren conocer a Dios. Son malos y no quieren ser buenos.

David meneó la cabeza.

—Nosotros decimos que son malos. Nosotros nos llamamos buenos.

A Leah le ofendieron estas palabras.

—David, ¿cómo puedes tergiversar tan intencionadamente el significado del Tora? —gritó. Toda su joven energía vibraba en la vehemencia de sus voz y sus ojos—. ¿No te lo ha dicho mi padre? No es que nosotros seamos buenos. Es que Dios nos ha elegido para hacer conocer Su voluntad por medio de nuestro Tora. Si nosotros nos perdemos, ¿quién mantendrá entonces vivo el bien? ¿Pertenecerá la tierra al mal?

A esto David replicó con cierto ardor personal:

—Yo no conozco hombres malos…, ni mujeres —sostuvo. Se sentía incomodado con Leah porque ella también era testaruda; luego dijo de repente—: Si hubiera de pronunciar el nombre de un hombre malo, diría que es tu hermano Aarón.

Con estas palabras la hirió en el corazón.

—¡Tú…, tú te atreves a decir eso! —gritó—. ¡Debería darte vergüenza, David!

—¿Porque él es tu hermano? —preguntó David con autoridad.

—No…, ¡porque es… uno de los nuestros! —gritó Leah.

David rió con aspereza.

—¡He aquí la prueba, entonces, de lo que digo! Tú no eres justa, Leah, como tampoco lo es mi madre. Para mí un hombre es bueno o malo, sea judío o no.

Ante la indignación de él, ella balbució:

—¿Qué ha hecho Aarón?

David se levantó, fue hasta la abierta puerta y allí se quedó, de espaldas a ella.

—No puedo decirte lo que hizo —dijo altivamente—. No sería adecuado para tus oídos. —Miró hacia el patio, sombreado por los bambúes.

—No hay nada que haga mi hermano que yo no pueda saber —replicó Leah.

—Óyelo entonces —dijo David—. Procedió asquerosamente contra una mujer.

Leah guardó momentáneo silencio. La prudencia le aconsejaba no decir más, pero estaba llena de ira contra David. Se había escapado de nuevo, y estaba enojada y atemorizada más allá de tosa prudencia.

—¿Qué mujer? —exigió.

—No quiero decírtelo —respondió David. Su espalda estaba todavía vuelta a ella y continuaba mirando al patio.

En aquel momento Perrita apareció en la Puerta de la Luna, frente a donde estaba él. Se detuvo en el umbral y lo espió con sus ojos redondos y tristes; la roja lengua le colgaba fuera de un ángulo de la boca. Tenía el hábito de seguir a Peonía, pero como era perezosa y lenta, siempre llegaba tarde. Seguía por el olfato y no por la vista.

Pero Leah sabía que Perrita iba siempre detrás de Peonía y comprendió con la misma rapidez con que la llama prende en la seca yesca.

—¡Conozco a esa mujer! —gritó—. ¡Es Peonía!

David maldijo a Perrita dentro de su corazón, pero ¿qué podía decir? Volvió a grandes zancadas a su habitación, se sentó y palmoteó con las manos sobre la mesa.

—¡Fue Peonía! —gritó—. ¡Una esclava de la casa en que estaba de huésped!

Sus ojos se encontraron con furia mutua, pero ninguno cedió.

—¡Si hubiese sido cualquier otra mujer, no te hubiera importado! —gritó Leah brutalmente. Tenía un solo deseo: herir a David con todas sus fuerzas, y buscaba las palabras que mejor pudieran conseguirlo—. ¡Ya sé porque no me quieres! —gritó—. Peonía te ha corrompido y malcriado y te ha hecho débil hasta los huesos. Ella ha robado tu verdadera alma. —No pudo seguir. Trataba de no llorar, pero empezó a sollozar en alto, odiándose a sí misma por abatirse…

El enojo abandono a David de repente. Mirando su bella cara afligida, se llenó de piedad y de ternura.

—No es a Peonía a quien quiero —dijo—. A otra… quizás…, una que tú no has visto nunca. —Así su corazón se decidió, después de todo, y su alma guardó silencio.

Leah dejó de llorar. Lo contempló, con los ojos en blanco, temblorosos los labios, mientras el significado de estas palabras se filtraba en su cerebro. Lo sentía retumbar en su corazón y verterse a través de su sangre como un veneno. Entonces se le oscureció el cerebro. Se puso en pie de un salto y bajo de golpe la espada colgada de la pared, al alcance de su mano derecha. La empuñó y la volteó a través de la mesa. La aguda hoja afilada golpeó a David en la cabeza. Levantó él la mano, sintió el chorro de sangre, se vidriaron sus ojos y cayó.

Leah se quedó contemplándole, la espada empuñada todavía.

En aquel momento, Perrita, que había espiado todo esto, se adelantó y olió su mano. Lamió su sangre con la punta de la lengua, y luego, levantando la cabeza, empezó a aullar.

Cuando oyó el ruido del aullido de la perra, la espada cayó de manos de Leah. Toda su razón, inundándola, volvió a ella. Cayó de rodillas, rasgo la manga de su túnica y la puso en la cabeza de David.

—¡Oh, Dios! —murmuró—. ¿Cómo pude yo…? —Todo su ser se enterneció—. ¿Qué haré?

Mientras tanto, Perrita continuaba gimiendo.

Peonía estaba acostumbrada a la voz de Perrita; siempre que la oía, si la perra no acudía, iba ella a buscarla. Oyó el agudo aullido de la perra a través de las abiertas puertas de los patios y se levantó rápidamente y siguió el sonido; así llegó al patio de David. A través de la puerta abierta vio a Leah arrodillada y llorando, y la espada tirada en el suelo.

—Cielos…, ¿cómo se hirió? —chilló Peonía, corriendo dentro de la habitación.

Entonces Leah se levantó; toda su sangre se le agolpó en la cara.

—Yo lo hice —dijo. Sentía la voz estrangulada en la garganta.

—¡Usted! —murmuró Peonía. Dirigió a Leah una espantosa mirada—. ¡Ayúdeme a llevarlo a su cama! ¡Luego vaya a decírselo a su madre!

Daba órdenes a Leah como si ésta fuera la sirvienta y ella la señora. Leah obedeció temblando. Entre ambas levantaron a David, lo transportaron a la otra habitación y lo acostaron en su cama; su cabeza cayó hacia atrás, mientras la sangre corría por la almohada.

—¡Oh, está muerto! —chilló Leah.

—No, no lo está —dijo Peonía duramente—. Déjeme a mí. Vaya a decírselo a su madre.

—No puedo, no puedo —gimió Leah.

Peonía se volvió hacia ella.

—¿Quiere que lo deje morir mientras voy yo? —inquirió.

¿Qué respuesta podía haber a esto? Sollozando, Leah salió corriendo de la habitación y luego se detuvo, llorando ofuscada. Allí estaba la espada, tirada en el suelo, al lado de Perrita, que permanecía allí, como guardándola cual pieza de convicción. Leah se quedó quieta al lado de la espada. Inclinose y la recogió; Perrita gruño, pero Leah no prestó atención a la perra. Levantó la espada y de un golpe se atravesó la garganta; la afilada y liviana hoja hizo su trabajo. Cayó ella poco a poco, la espada resonó contra el piso de azulejos y Perrita empezó a ladrar fuertemente.

En la habitación contigua, Peonía oyó detenerse los pasos de Leah. Bajo su mano sentía latir el corazón de David, y en esa posición se quedó, escuchando. Se produjo un silencio y luego esperó. Sintió entonces aullar a la perra. Volvió a esperar. Un instante después oyó el estrépito de la espada, y corrió silenciosa a la puerta, oculta con una cortina. Allí estaba Leah estirada, casi seccionado el cuello y el cabello ya empapado en sangre. La espada estaba a su lado, y la perrita aullaba.

—¡Chist! —dijo Peonía—. ¡Chist, Perrita!

Entró en la habitación y huyó como si la persiguieran los fantasmas. Peonía había mandado a Leah que fuera a buscar a buscar a madame Ezra, pero en aquel terrible momento ella misma no tuvo bastante valor para llamarla. En lugar de hacerlo, corrió junto a Wang Ma y guardó silencio; no quería que nadie supiera lo que había acontecido.

Antes de encontrar a Wang Ma halló al viejo Wang. Éste se había aprovechado del calor de mediodía, cuando todos dormían, para sacar un melón del pozo del Norte. Había hendido la fruta y estaba gozando de su dorado frescor, en un tranquilo y poco transitado corredor que daba al patio de la cocina. Peonía había elegido este corredor y allí se encontró con él. Al principio, el viejo Wang quedó aterrado, temeroso de que viese el melón robado; luego se dio cuenta de que ella ni siquiera reparaba en lo que estaba haciendo.

—¿Dónde está Wang Ma? —preguntó.

—Durmiendo más allá, bajo los bambúes —y señaló con la barbilla.

Apresurose Peonía; pronto vio a Wang Ma sentada en una banqueta y profundamente dormida, con la cara sobre las rodillas.

—¡Wang Ma! —gritó en voz baja y apremiante.

Wang Ma se despertó inmediatamente del ligero dormitar de un criado vigilante. Aún atontada por el sueño, contempló a Peonía y ésta la sacudió por los hombros.

—¡Wang Ma…, la muerte está aquí! La judía y nuestro joven amo se pelearon. Ella le dio con la espada en la cabeza.

—¡Oh, cielos! —murmuró Wang Ma. Se enderezó de un salto—. ¿Dónde? —gritó.

—En sus patios. ¡Espere, Wang Ma! Ella volvió la espada contra sí.

—¿Los dos… muertos? —la voz de Wang Ma era un murmullo de terror.

—No…, solamente ella.

—¿Lo saben los mayores?

—¿Se lo digo yo, o quiere decírselo usted?

Las dos mujeres se miraron una a otra. Ambas discurrían rápidamente.

—Yo iré a preparar las cosas que tienen que ver los mayores —decidió Wang Ma—. Vete tú a decírselo.

Luego se separaron, y Peonía fue en busca de madame Ezra. «Es mejor decírselo a ella primero», pero cuando llegó a la puerta, vio que Ezra también estaba, de modo que no cabía otra cosa sino decírselo a los dos.

Ambos gritaron a la vista de la expresión de su cara.

—¿Qué te pasa, Peonía? ¿Estás mal? —exclamó madame Ezra.

—Silencio, Naomí —ordenó Ezra.

Se levantó, pero Peonía les hizo seña con las manos. Después de todo, no podía decírselo. Debían verlo por sí mismos.

—¡Vengan…, vengan…, los dos! ¡Oh…, oh!

Empezó a llorar y a correr de nuevo por donde había llegado; ellos se miraron uno al otro y, sin una palabra más, se dieron prisa en ir detrás de ella.

¡Con qué emoción siguieron los padres a Peonía cuando la vieron torcer hacia el patio de David! No dijeron una palabra, pero siguieron a toda prisa. Madame Ezra iba delante.

Peonía se detuvo ante la Puerta de la Luna.

—Debo decirles… —empezó.

Pero madame Ezra la empujó a un lado y siguió adelante.

Ezra vaciló.

—¿Es David?… —preguntó con los labios secos.

—No —dijo Peonía—. Él no…, pero… ¡Oh, amo, prepárese… Leah se ha quitado la vida… con aquella espada!

Entonces fue Ezra quien gritó y la empujo para pasar adelante también; siguió a madame Ezra, y Peonía fue detrás. Pero la habitación donde yacía Leah estaba vacía. Wang Ma había cogido al viejo Wang por el cuello al pasar a su lado y juntos habían acudido a toda prisa. Entre los dos habían levantado a Leah y la transportaron a la habitación del patio siguiente, donde el rabino enseñaba el Tora a David, y allí la dejaron sobre el canapé. Wang Ma arrancó la cortina de una puerta y la cubrió con ella. Mientras hacía esto, el viejo Wang regresó, se quitó la chaqueta, empapó con ella la sangre de los azulejos y, sumergiéndola en el agua de la cisterna, fregó el lugar, dejándolo limpio.

De modo que cuando madame Ezra miró hacia dentro lo vio todo vacío; entonces se apresuró a llegar al cuarto de David. Allí yacía sobre la cama. Peonía le había atado su cinta de seda blanca alrededor de la cabeza para detener la sangre de la herida; estaba acostado como si estuviese dormido, pero con la respiración penosa y acelerada. Madame Ezra se volvió brutal con el miedo. Pronunció su nombre a gritos, y, al ver que no respondía, maltrató a Peonía.

—Espera, Naomí —le ordenó Ezra—. Debemos mandar por el médico.

—Pero ¿por qué no decirnos que ella lo había herido? —le gritó madame Ezra a Peonía; asió a la muchacha por los hombros y la sacudió. Ezra tuvo que interponerse entre ambas. Peonía no dijo una palabra porque no culpaba a su señora. Sabía que la pena enloquecía a madame Ezra y que la aliviaría dar curso a su cólera.

El viejo Wang entró en aquel momento y también Wang Ma. Ezra le ordenó al viejo Wang que fuera en seguida por el médico y a Wang Ma que mezclara hierbas.

Así dejaron en paz a Peonía para que contará lo que sabía. Y ella lo hizo en pocas y sencillas palabras. Ezra y madame Ezra escuchaban, latiéndoles los corazones; madame Ezra se sentó al lado de David y empezó a restregarle las manos sin decir nada.

—Pero ¿por qué riñeron? —preguntó Ezra, con triste sorpresa.

—No lo sé —dijo Peonía—. Yo solamente pensaba en él cuando lo vi allí tirado; mientras le ataba la cabeza ella…

Madame Ezra estalló en un sonoro y repentino llanto.

—¡Oh, esa malvada, esa malvada muchacha!… ¡Y yo que la trataba como si fuera mi propia hija! ¿Y si ha matado a mi hijo?

—Leah no era una malvada —dijo Ezra con pena—. Alguna cosa la volvió loca…, pero ahora no sabremos jamás lo que fue.

Madame Ezra dejó de llorar de repente.

—No la perdonaré jamás —dijo.

—¿Aunque David viva? —preguntó Ezra.

—Intentó matarlo —replicó ella.

David se movió y abrió los ojos; miró de una cara a otra.

—¿Y Leah? —preguntó desmayadamente.

—¡Chist! —dijo madame Ezra.

—Pero ella… no pretendió nunca… —su voz se desvaneció poco a poco.

—¡Chist! —dijo madame Ezra con fiereza.

—No hables, hijo mío —dijo Ezra. Se acercó y tomó la mano de David; así siguieron esperando. David cerró los ojos de nuevo y no habló más. Entonces Wang Ma llegó con una taza de té de hierbas y una cuchara, y Peonía hizo beber lentamente la infusión a David, hasta que al fin llegó el médico. Era un hombrecillo encorvado y silencioso, que llevaba grandes lentes bordeados de marfil y olía a jengibre y huesos secos.

Todos se levantaron y permanecieron de pie cuando él entró, esperando vigilantes mientras examinaba la herida, le tomaba el pulso y meditaba un rato.

—¿Vivirá mi hijo? —preguntó Ezra al fin.

—Vivirá —dijo el médico—, pero durante largo tiempo su vida no estará asegurada. La herida no es solamente en el cuerpo. Su espíritu también ha recibido un golpe.

—¿Qué podemos hacer nosotros? —imploró madame Ezra.

—Déjenle hacer su gusto en todo —respondió el médico.