V

Después que Peonía lo hubo dejado, Kung Chen se quedó solo en su jardín. Por hábito trabajaba mucho, y con regularidad, en la gran sala de su tienda principal; iba allá temprano y volvía tarde a casa. Su fortuna crecía bajo sus manos y ya era un hombre rico. Gozaba su riqueza, pero no estaba corrompido. Cuando notaba que de su imaginación se apoderaba demasiado insistentemente la idea de la persecución del dinero, hacía un alto y durante un día entero no se acercaba a sus tiendas. En lugar de hacerlo, se quedaba en su jardín privado, sin hacer nada, y dejaba vagar sus pensamientos.

En uno de esos días, había encontrado a Peonía en su jardín; después que ella se hubo ido, se sentó en un gran asiento de porcelana a observar los peces. Siempre se sentaba allí, nadie le molestaba. Varias veces miraba alguno por la puerta, dudaba y se quitaba de delante. En medio de su casa atestada de gente, la vida de Kung Chen estaba llena de cuidados y responsabilidades, pero aquél era un sitio de paz. Estaba reconciliado con todo lo que tenía, y se consideraba, como sin duda lo era, un hombre feliz. Para él la felicidad era razonable y posible obtenerla. En la tierra deseaba riquezas, el respeto de sus asociados, satisfacción con las mujeres y bastantes hijos para no estar preocupado con el temor de que murieran uno o dos. Todo esto lo tenía.

Del cielo no pedía nada. Aunque estaba contento con no creer en ningún dios, sabía que no se sorprendería ante nada que, después de su muerte, pudiera descubrir que era verdad. Así, no veía la necesidad de la inmortalidad de su ser; pero si descubría que la inmortalidad era la suerte del alma humana, afrontaría el porvenir como afrontaba el presente, con la sonriente certeza de que él, como hombre bueno, no necesitaba temer ni a Dios ni al diablo, si es que existían. Ezra lo había interrogado una vez acerca de su fe en Dios, y Kung Chen le había respondido con calma:

—Si hay Dios y es el que usted dice, será lo bastante sensato como para no pedirme que crea en lo que no he visto.

Hacer el bien, amar la justicia, convenir en que todos los hombres tienen su derecho igual a la vida agradable, eran cosas que creía Kung Chen, y, como creía, hacía todo lo que podía para cumplir con sus creencias.

Pues bien, solo en su jardín, gozando en grande con la belleza de la mañana, la transparencia del estanque y los colores de los flamantes peces, dejaba su cerebro vacío y descansaba. Pero aquel día el vacío fue invadido por la necesidad de decidir acerca de la vida de su hija tercera. Si era verdad que ella había comenzado a pensar en el joven hijo de la casa Ezra, no podía haber muchas dilaciones. Lo primero que debía decidir era si le agradaba tal unión. No era una decisión carente de importancia para un hombre dar a su hija a una familia entre los cien nombres de la antigüedad. Pero, conocedor de la historia de su pueblo, Kung Chen recordaba que otros antes que él habían hecho estas cosas, creyendo que solamente así podría convertirse toda sangre en una, y comprendía que esto era justo. No obstante, era un padre amante de sus hijas y no deseaba hacer demasiado pesada la carga de la vida a su pequeña tercera.

Mientras meditaba profundamente, algo bello sucedía en el estanque ante sus ojos. Un día o dos antes, había observado que la hembra de una especie de peces siameses estaba cargada de huevos. Había dispuesto, por lo tanto, que compraran un macho en el mercado de peces de adorno, y el día antes lo habían hecho. Ahora veía nadar al nuevo pez orgullosamente en el estanque. Era un ejemplar hermoso, y cuando nadaba iba rodeado de una nube de flotantes aletas iridiscentes. Nadaba cerca de la superficie, y la luz del sol se reflejaba en sus aletas como en una pequeña red. En aquel momento la hembra lo vio y se lanzó como una flecha hacia él, llena de alegría.

Kung Chen sabía lo que estaba a punto de suceder. Observaba, sonriendo con cierta ternura, la pequeña escena de amor que se desenvolvía ante sus ojos. El pez macho sopló cuando vio a la hembra, formando un nido de burbujas que se elevaron hasta la superficie del estanque. La hembra se le acercó, y él la recibió y la retorció con su cuerpo alrededor del suyo. En su abrazo la volvió gentilmente y la cubrió con sus aletas doradas. Hubo un instante de éxtasis, luego se separaron y la hembrita esparció sus huevos. El macho cogió cada huevo en su boca, conforme se sumergía, y remontándose los introdujo uno a uno en el nido de burbujas. Una y otra vez, el pez la encontraba, se apareaba, y se separaba, hasta que la hembrita no pudo soportar más semejante ardor. Pero el macho se enojaba cada vez más cuando ella se evadía, y la perseguía para forzarla. Cuando Kung Chen vio su apuro, se rió en silencio; deslizó su mano suave dentro del agua, levantó a la hembra en su palma y la metió dentro de un jarro de porcelana que había cerca para colocar a los peces cuando empezaban a luchar en el estanque. Cuando el pez macho la buscó sin poder encontrarla, Kung Chen volvió a reírse.

—No te enojes, hombrecito… ¡Ya has tenido bastante!

Volvió a sentare, y los separados amantes siguieron sus caminos aparte. Pero el jueguecito había puesto su imaginación en movimiento. Recordó la linda cara de Peonía y pensó en ella dentro de la casa de Ezra, su amigo extranjero, y se dijo que debía ser un lugar extraño para una muchacha joven y hermosa. Entonces recordó al hijo de Ezra y sonrió. Pero luego pensó en su pequeña tercera y volvió a ponerse grave. No habría considerado siquiera semejante matrimonio si ella hubiera sido su única hija, o, si se hubiera tratado de Lilí, su pequeña cuarta. Lilí era su favorita, porque era la hija de la mujer que había amado. La herida que esta mujer le había hecho, había curado ya, como suele ocurrir, pero la cicatriz quedaría siempre. Kung Chen no era hombre lujurioso. No había andado detrás de muchas mujeres. Había aceptado la esposa que le dieron sus padres en su juventud y vivió con ella bastante tiempo, pero sin gran felicidad, a no ser por los hijos que ella le había dado, cuatro varones y tres niñas. Después hacía unos cuantos años, se había enamorado de repente de una muchacha que había visto en una casa de placer y la había traído a su hogar, con el consentimiento de su esposa, y entonces le había parecido que su vida personal estaba completa.

Hacía un año había descubierto a la muchacha con su mayordomo. Cuando agotó la rabia y sondeó todo el alcance de su pena, comprendió que ésta también es parte del amor. Al principio había pensado en dar un castigo a los que lo habían traicionado; pero luego, comprendió que con el castigo no se puede recuperar el amor de una mujer ni la lealtad de un hombre y que, por lo tanto, aquello no podía ser más que un abandono a sus bajas pasiones. Mas como no se lo iba a consentir, había hecho comparecer a los dos ante sí; con cara sonriente y bondadosas palabras, les había dicho que se fueran y formaran su propia familia, les dio dinero y los despidió, conservando solamente a su hija. Cuando la hermosa mujer reflexionó con ansiedad en lo que habría de ser fuera, después de haber elegido al criado en lugar del amo, el rostro de Kung Chen permaneció inexorable, a pesar de su intranquilidad, y ella se dio cuenta que lo que había abandonado estaba perdido irremisiblemente y no le quedaba sino marcharse.

Aunque Kung Chen ya había cesado de pensar en el amor, el pequeño idilio del pez volvió a traerle a la imaginación, por un momento, un sueño olvidado, y suspiró. El amor pasa veloz y ningún hombre puede diferir su fin, aunque el matrimonio no tiene nada que ver con el amor. Si su hija se encaprichaba del joven extranjero, y si la familia la recibía bien, como de seguro cualquier familia recibiría a una hija suya, entonces lo que quedaba era un asunto de negocios. Si él le negaba su hija al hijo de Ezra, sería molesto hacer negocios con él después. El contrato pendiente entre ellos podía no firmarse nunca. Ezra se lo llevaría a otro comerciante cualquiera, y buenos comercios había en abundancia en la cuidad, aunque ninguno tan rico como él. Sería fastidioso ver beneficiarse a uno de ellos con las mercaderías extranjeras de Ezra. Sí, el matrimonio podría ser un buen nexo con la casa de Ezra. Su sociedad sería algo más que negocios. Todos los negocios deben tener sus conexiones humanas. Cuanto más humana pudiera ser cada relación, más sana era, más duradera. Kung Chen no confiaba en sí mismo. Donde entraban en juego grandes sumas de dinero, ningún hombre puede estar seguro de otro. Pero si Ezra y él vertían sus sangres separadas en una sola, entonces sería uno y la deshonestidad resultaría absurda.

—No le llames más que perspicacia —le murmuró al pez.

Bien, su pequeña tercera sería más feliz en la casa extranjera si Peonía, una joven china, estaba allí para ser su compañera. Debía hablar con su pequeña tercera si se había de concertar el matrimonio.

Pero antes debería hablar con su madre.

Después de esto, Kung Chen se levantó de mala gana; se fue remoloneando hacia el patio de su esposa y batió palmas ante su puerta. Una sirvienta se acercó corriendo y, al verlo, lo invitó a entrar.

—¿Está desocupada la madre de mi hija? —inquirió.

—Mi señora está sentada al sol sin hacer nada —le dijo la doncella.

Kung Chen entró y encontró a su gruesa mujer, de mediana edad, sentada en una gran butaca de mimbre. Un gato de color concha de tortuga estaba delante de ella, haciendo sufrir a un ratón que había cazado. Levantó la vista cuando entró él, la cara deshecha en sonrisas.

—¡Mira que gato más inteligente! —exclamó—. Ha cazado dos ratones hoy.

—Creí que eras budista —dijo él en broma.

—Yo no cazo ratones —replicó la señora.

—Tú no eres una gata —dijo él.

—No —convino ella.

—Ni el gato es budista —siguió él.

A esta chanza no contestó ella, sino que continuó mirando al gato. Pero a Kung Chen no le importaba. Hacía mucho que había comprendido que el cerebro de ella era pequeño y agradable, no más profundo que una tacilla, y que no debía llenarlo demasiado. Lo había medido exactamente y no se peleaban nunca. Sentose de manera que ella no pudiera ver al gato, que estaba quebrantando con delicadeza los huesos del ratón.

—He venido a solicitar tu consejo respecto a nuestra pequeña tercera —empezó.

La esposa hizo un ademán de impaciencia con su mano gordezuela llena de sortijas de oro.

—¡Esa pícara! —exclamó—. No quiere hacer su bordado y estoy segura de que lo hace Chu Ma.

—La pequeña tercera es como yo… Nunca me gustó bordar —dijo Kung Chen. Tenía la cara seria, pero le chispeaban los ojos.

Su esposa levantó la vista hasta él con sencilla sorpresa.

—¡A ti nunca te enseñaron a bordar! —exclamó.

—No —convino él—. Pero si me hubieran enseñado, lo habría odiado. Ella es hija mía…, ¡perdóname!

Madame Kung sonrió dándose cuenta que él estaba bromeando otra vez, y guardó silencio, gozando con el gato. Sus manos regordetas reposaban en el regazo de su túnica de raso gris perla, como flores de loto amarillo a medio abrir. Había sido tan linda cuando joven, que le había costado varios años a Kung Chen descubrir que era estúpida.

—¿Y qué? —preguntó ella, después de haber permanecido largo tiempo en silencio.

—Estoy a punto de recibir otra proposición para nuestra pequeña tercera —dijo Kung Chen.

—¿Quién la quiere ahora? —preguntó madame Kung. Había recibido muchas proposiciones para cada una de sus hijas. Cualquier familia rica con un hijo pensaba en primer lugar en una hija de Kung.

—El extranjero Ezra está pensando en ella para su hijo David —dijo Kung Chen.

Madame Kung lo miró indignada.

—¿Y nosotros vamos a hacerle caso? —preguntó.

Kung Chen respondió con una indulgente sonrisa.

—Eso creo. Son muy ricos, y Ezra y yo tenemos en proyecto un nuevo contrato. No tienen más que un solo hijo, y la pequeña tercera no tendrá que contender con las esposas de otros hijos.

—¡Pero es un extranjero! —objetó ella.

—¿Lo has visto alguna vez? —preguntó Kung Chen.

Madame Kung lo miró indignada.

—He oído hablar de ellos —dijo—. Tienen las narices prominentes y ojos grandes. Yo no quiero un nieto con ojos y narices grandes.

—La nariz de la pequeña tercera es casi demasiado chica —dijo Kung Chen tolerante—. Además, tú sabes que nuestra sangre china siempre suaviza los extremos. A la generación siguiente, los hijos parecerán chinos.

—He oído que los extranjeros son muy fieros —objetó madame Kung.

—¿Fieros? —repitió Kung Chen.

—Tienen la fiebre religiosa —dijo madame Kung—. No quieren comer esto o aquello, rezan todos los días y no tienen ningún dios que pueda ser visto, pero le temen mucho y dicen que nuestros dioses son falsos. Todo esto es desagradable. Nuestra pequeña tercera incluso podría tener que adorar a un dios extraño.

—La pequeña tercera no ha hecho nunca nada que no quisiera hacer —dijo Kung Chen, sonriendo.

—Con tantos jóvenes como la esperan. ¿Por qué tenemos que escoger un marido extranjero para ella? —preguntó madame Kung.

El gato había devorado al ratón, excepto la cabeza, y tomó ésta y la piso cuidadosamente detrás de la puerta. Madame Kung estaba tan divertida, que se rió y olvidó lo que estaban hablando.

—Aparte de los negocios —dijo Kung Chen, con paciencia—, no creo en la separación de los pueblos en diferentes razas. Todos los seres humanos tienen nariz, brazos, piernas, corazón, estómago, y, hasta donde me ha sido dado a conocer, todos nos reproducimos de la mima manera.

Madame Kung se interesó al mencionar la reproducción.

—He oído que los extranjeros se abren el estómago y sacan los hijos de un agujero que tienen allí —dijo.

—No es verdad —replicó Kung Chen.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella.

—Mi amigo Ezra y yo frecuentamos la casa de baños, y él está hecho de lo mismo que yo, excepto que tiene mucho pelo en el cuerpo.

Madame Kung mostró un interés más vivo todavía.

—He oído que esta vellosidad es porque los extranjeros están más cerca del mono que nosotros. —Entonces pareció inquietarse—. Supón que a nuestra pequeña tercera no le guste un hombre peludo…

Habían llegado al momento crucial del asunto, y Kung Chen le planteó una pregunta a ella:

—¿Qué? —lo interrumpió madame Kung.

—Cuando yo reciba la proposición —se corrigió él—, ¿debo aceptarla?

Era una afirmación parcial, y ella asintió con la cabeza, indiferente. Era más fácil con él ceder que no hacerlo.

—Tenemos tantas hijas —murmuró, y bostezó, y él vio que estaba dispuesta a pensar en otras coas, así que se fue.

Desde la puerta del patio miró hacia atrás. Se había acomodado para dormir y tenía los ojos cerrados.

Durante un momento se quedó medio enojado. Tenía pensado ver a su hija y hablar con ella, ya que su madre se cuidaba tan poco de lo que hacía. Pero entonces decidió lo contrario. Era demasiado pronto. Mejor sería esperar hasta que tuviera la proposición en su mano. Mejor sería considerarla entonces un poco más detenidamente… Su pequeña tercera era muy joven aún. No obstante, se sentía tan inquieto, que se dio cuenta que su día de reposo había concluido. Volvió sobre sus pasos y, con lento porte majestuoso, se dirigió hacia la gran puerta que daba a la calle. Su coche de mulas con cortinas de raso esperaba, siempre dispuesto, su llegada. El portero dio un grito y el mozo de mulas saltó sobre sus pies. Kung Chen entró en el coche.

—Lléveme a mi escritorio —ordenó.

El cochero hizo restallar el látigo y Kung Chen emprendió su camino.

Aquel sábado, en la sinagoga, madame Ezra, hacía proyectos mientras oraba. Su atareado cerebro iba de aquí para allá en torno a su plan. Deliberadamente no le había dicho a Ezra que invitaría al rabino como huésped durante un tiempo. ¿Por cuánto? ¿Quién lo sabía? Quizás una semana, acaso un mes…, por lo menos hasta que David manifestara su voluntad de tomar a Leah por esposa. Si se lo hubiera dicho a Ezra, éste habría exclamado que no se debía forzar a David. Sin embargo, no era forzarlo lo que ella proyectaba…, era cumplir la voluntad de Dios.

La voluntad de Dios… La dulce paz de estas palabras llenó su espíritu. Pero la sinagoga era un lugar de paz. Su ruina no era demasiado evidente… todavía. Las cortinas estaban viejas, pero aún servían gracias a las mujeres que las remendaban cuidadosamente. La mayoría de los judíos eran pobres, y sus hogares estaban apiñados en torno a la sinagoga. Madame Ezra tenía a veces un sentimiento de culpabilidad por no compartir la pobreza de la pequeña comunidad, todo lo que quedaba de que una vez había sido grande.

¿Dónde habían ido los judíos? Era un asunto como para intrigarlos a todos. Sin persecuciones ni ninguna clase de desafecto por parte de los chinos, habían desaparecido, y cada generación era más escasa en número que la anterior. Madame Ezra se incomodaba cuando pensaba en esto. Desde luego, era más fácil sumirse convirtiéndose en chino, más fácil dejarse ir por los amables caminos sin Dios, que seguir siendo judío. Razón de más, por lo tanto, para que ella viviera de un modo estricto, a pesar de su riqueza…, quizá, sin duda, a causa de ésta. Un judío podía verse constreñido y elegir entre Dios y el dinero. Ella no tenía que sufrir semejante compulsión. Con parecidos pensamientos renovaba su firmeza. Tan pronto como finalizara el culto, se quedaría atrás para saludar al rabino. Cuando su proyecto estuviera asegurado, se lo comunicaría a Ezra. No fue difícil quedarse atrás, porque en la sinagoga un elevado tabique de madera tallada separaba a los hombres de las mujeres, y ella tenía costumbre de acudir al culto separada de Ezra. Leah estaba a su lado, y David con su padre. Mandaría a Leah para casa con Wang Ma, mientras ella hablaba con el rabino.

La paz descendía sobre ella conforme veía claro su camino; levantó los ojos para mirar al rabino mientras aquél se quedaba de pie al lado de la silla de Moisés, sobre la cual estaba colocado el sagrado Tora. Llevaba largas túnicas negras y en torno a su cabeza con gorro negro tenía envuelta una fina tela blanca que le caía sobre la espalda. Estaba rezando en alto, mientras Aarón, vestido en la misma forma, excepto el gorro que era azul, volvía las páginas. El rabino parecía leer, pero recitaba de memoria página tras página. Si vacilaba, lo que ocurría raras veces, Aarón le apuntaba en voz alta.

Cuando terminó el servicio, madame Ezra descubrió que el rabino no iría fácilmente a la casa de Ezra. Cuando le explicó, cuando le rogó que fuera enseguida, meneó su cabeza barbuda.

—Deja que tu hijo venga a mí para aprender la Tora —dijo con firmeza.

Madame Ezra gimió al oír esto.

—Padre, ¿por qué he de ocultarle a usted nada? ¿Y si no viene? Ahora, precisamente, tiene muchas ansias, impulsado por lo que le contó Kao Lien del asesinato de nuestro pueblo. Pero es joven. Habrá días en que no querrá venir. Pretextará un juego, el sueño, o que se entretuvo con los pájaros o el perro, o escribiendo un poema…, ¡cualquier cosa! Pero si usted está en casa, no podrá escapar.

El rabino meditó sobre esto.

—Yo soy un servidor del Señor —declaró por último—. Es a Él a quien debo interrogar.

Madame Ezra, mujer de temperamento impetuoso, se sintió obligada a añadir algo más. La voluntad de dios estaba clara para ella y debía aclarársela igualmente a aquel buen viejo tozudo.

—Usted sabe, padre, y lo digo sin ninguna vanidad, que la nuestra es la principal familia judía —le dijo. Vio cierta sonrisa revolotear en torno a la boca del rabino y se apresuró a proseguir—: Sí, sí, yo sé que Ezra es un hombre con el corazón dividido, y puedo, en verdad, decirle a usted que he llorado muchas noches a causa de su inclinación a una vida de placeres. Pero he hecho todo lo posible, padre, para cumplir con los deberes de ambos, y usted sabe que es verdad.

—Lo sé —dijo el rabino amablemente.

—Sin embargo, yo no he de vivir siempre —prosiguió madame Ezra—, y debo ver a mi único hijo colocado a la manera de sus padres. Si él se casa con Leah…

El rabino pareció sorprendido.

—¿No va a casarse con ella? —preguntó.

—Claro que sí —dijo madame Ezra, con cierta impaciencia—. Pero no podemos decir que esté casado con ella hasta que el acto se haya realizado. Uno no entiende a los jóvenes y a las mujeres de hoy en día, padre. Yo le aseguro a usted que David, si lo dejan, sería el mejor de los hijos, pero las muchachas chinas lo miran constantemente. No estaré segura hasta que…

—¿Las mira David a ellas? —interrumpió el rabino.

Madame Ezra eludió la pregunta.

—Esté usted seguro que él no mirará a nadie hasta después que se haya casado con Leah.

—¿Por qué no se casa con Leah enseguida? —preguntó inocentemente el rabino.

Madame Ezra suspiró.

—Padre, hablando francamente, David debe desear primero casarse con ella.

Al oír esto, el rabino asumió un aspecto grave.

—¿No quiere casarse con ella? —preguntó.

—Es frecuente que un joven no sepa lo que quiere hasta que se lo indican —replicó madame Ezra.

El rabino consideró estas palabras durante un momento, sentado con la cabeza inclinada y las manos cruzadas sobre su báculo. Luego levantó la cabeza como si pudiera ver.

—¿Qué tengo yo que ver con esto? —preguntó.

—Nada —dijo rápidamente madame Ezra—. Es enteramente mi deber… y Leah me ayudará. Pero lo que debe usted hacer, padre, es guiar a David por el camino de Jehová. Instruirlo, padre, enseñarle el Tora, inclinar su corazón al Señor… Nosotros haremos el resto.

El rabino meditó sobre esto.

Luego dijo:

—Sin embargo, iré ante Jehová para inquirir de él. Déjame, hija mía.

Madame Ezra se levantó de su asiento con vigor.

—Le obedeceré, padre. —En su melodiosa voz había enojo—. ¡Ojalá venga pronto con nosotros!

Volvió ella a su casa y el rabino regresó a la sinagoga a través de un pasadizo cubierto que comunicaba con su casa. Conocía cada paso de este camino y sus pies se adaptaban a los huecos ligeramente gastados de las piedras del piso. Habían pasado muchos años desde que ya no podía ver la sinagoga con los ojos, pero tenía otros sentidos. Así podía oler el moho de las colgaduras, al tocar las puertas, la mesa y el altar, sentía el polvo como arena entre las puntas demasiado sensitivas de sus dedos. Con las suelas de sus zapatos conocía que no se había barrido ni siquiera para el sábado. Pero le pareció que alguien estaba allí y escuchó. Sí, oía una respiración lenta y profunda.

—¿Quién está dormido en la casa del Señor? —preguntó en voz alta.

La respiración terminó en un resoplido. Una voz medio estrangulada respondió, saliendo del sueño:

—¿Eh? Soy yo, maestro…, el viejo Elí. Me quede dormido. ¿Terminó el culto?

Era el marido de Raquel, y su obligación era conservar la sinagoga limpia.

—No debería usted dormir aquí —dijo el rabino—. El culto hace mucho que terminó.

—¡Esto está tan tranquilo! —dijo Elí, como disculpa—. Excepto los días santos, no hay aquí nadie, a no ser usted, maestro, y no es ésta su hora.

—Venga aquí —le ordenó el rabino de repente. Esperó hasta que oyó acercarse los pies vacilantes del hombre. Entonces dijo—: Dígame…, ¿dónde están los vasos de plata?

El viejo Elí tosió con la tosecilla de los viejos.

—Aquellos vasos… —murmuró—. Bueno…

—¡Hable! —dijo el rabino incisivamente.

—Ahora son de peltre —dijo Elí.

—Ya noté la diferencia —murmuró el rabino—. Me di cuenta cuando los tuve en la mano esta mañana. —Levantó la cabeza; en su cara había una pena indecible.

—¿Por qué se disgusta maestro? —preguntó Elí con lástima—. Los sacerdotes jóvenes son siempre… —se interrumpió.

El rabino empezó a temblar.

—Dígame lo que ha hecho mi hijo —le ordenó.

El viejo Elí tosió; se retardaba y se empujaba la cabeza y cara con la manga, pero no podía desobedecer. Se rió tristemente para demostrar que la cosa no valía la pena y luego dijo, tratando de consolarlo:

—Los vasos de peltre tienen un baño de plata y exactamente el mismo aspecto que los antiguos. Usted sabe que los artífices chinos que trabajan el peltre son inteligentes. Cuando el joven maestro les dijo…

—¡Mi hijo ha vendido los vasos de plata de la sinagoga! —murmuró el rabino.

—Pero que no se entere él de que yo se lo he dicho —dijo el viejo Elí, con su vocecilla.

—¡Y yo solo me di cuenta de la diferencia! —murmuró el viejo rabino—. Los que asisten al culto…

—No asisten muchos ahora, maestro —dijo—. Venga y descanse. Es usted demasiado viejo para apesadumbrarse. Los viejos debemos ser felices, como los niños. Ahora es momento de dormir y sentarse al sol, tomar una buena comida y dejar que nosotros lo sirvamos.

—Habla usted como un chino —dijo el rabino.

—¡Ah, sí!… ¡Pero si de siete partes mías, seis son chinas!… Fuera de la sinagoga me llaman viejo Li. Y yo respondo al nombre.

Mientras hablaba, conducía al rabino con ternura fuera de la sinagoga y volvió a llevarlo a su casa; allí lo sentó y se tomó toda clase de trabajos para ponerlo cómodo. Fue a la cocina y le mandó a Raquel que le sirviera una taza de caldo; el rabino le dejo hacer todo lo que quiso. Estaba como aquel que se halla aturdido porque le ha caído una piedra en la cabeza. Habló solamente una vez mientras sorbía su caldo, y fue para decir con voz de corazón roto:

—Usted es más bueno conmigo que mi propio hijo.

—Vamos, vamos —dijo el viejo Elí—, los sacerdotes jóvenes… Es difícil para ellos…

Después de que Elí se hubo ido, el rabino medito en sus palabras, que le daban vueltas en la cabeza.

—Sí —murmuró después de un rato largo—: Sí, es difícil para mi hijo. ¡Oh, Jehová! Si otro va a ocupar su lugar, hágase tu voluntad. Yo iré a la casa de Ezra.

Así fue como el rabino descubrió la voluntad de Dios. Al día siguiente de aquel sábado, llevando a Aarón con él, se fue a la casa de Ezra. Pero le mando a Raquel que se quedara en su casa y la tuviera lista para su regreso. A Aarón, su hijo, no le dijo nada, ni con reproche ni con pena.

Durante tres semanas conservó Peonía en su cajón el poema que Kueilan le había mandado para David, esperando el momento oportuno para dárselo. Pero el momento no llegaba. Porque después del sábado, él se retiró pasando mucho tiempo con su padre en el escritorio. Estaba poco en casa, sin duda, y cuando volvía por la noche, evitaba a todas las mujeres y se sentaba solo en sus habitaciones a leer. Peonía esperaba que pasará aquel estado de ánimo, sabiendo que era inútil obligar a salir su corazón de la ermita. Luego, antes de que ella pudiera encontrar el momento que buscaba, llegó el rabino con su hijo, y fueron instalados en el patio contiguo al de Ezra.

David se apartaba de ella sin duda alguna. Peonía le servía en la forma de costumbre, pero más sosegadamente que antes, y sus ojos estaban pensativos. Él parecía no verla. Pasaba las mañanas con el rabino; el viejo le ordenó a Aarón que se quedara también con ellos. Éste, un poco asustado en aquella gran casa donde todo estaba ante la mirada de madame Ezra, no se rebeló. Peonía tuvo buen cuidado de ser la única que llevaba a veces té caliente a aquella habitación, para poder ver cómo le iba a David; lo veía atento a los libros abiertos expuestos sobre la mesa que tenía delante, mientras Aarón se movía impaciente, y siempre dispuesto a mirar por encima y fuera de la puerta. Había aprendido a ser silencioso en todo cuanto hacía, de manera que su ciego padre no podía saber si sus ojos vagaban ni si bostezaba. Después de unos cuantos días, acudió Leah también a leer los libros. Esto fue porque David le había dicho a su madre lo molesto que era Aarón. Madame Ezra se alarmó temiendo que Aarón enojara a David. Así, mandó a Leah que estuviera presente, y si Aarón desobedecía, declaró, iría ella mima. Esto tenía que decírselo Leah a Aarón para atemorizarlo, y así lo hizo.

Cuando Peonía vio que Leah acompañaba a David, se dio cuenta de que no podía esperar un momento oportuno. Una noche, al llevar la última tetera caliente a la salita de David, cómo solía hacerlo hasta que ocurrió el cambio de la casa, se detuvo y tosió. Estaba en su dormitorio, pero cierta delicadeza nueva le impedía entrar ahora libremente como antes lo hacía.

David se acercó en seguida a la puerta para averiguar qué quería. Se había quitado la túnica y llevaba su ropa blanca interior de seda y pantalones; claros los ojos, las mejillas rojas, al verlo, el bien dispuesto corazón de Peonía se consumió de amor.

—Te traje el té —le dijo suavemente.

—¿Por qué me lo dices? —preguntó él con sorpresa—. ¿Por qué no lo dejas dentro, como haces siempre?

Entró, entonces, ella, y, después de haber dispuesto el té, metió su mano en el bolsillo, sacó el papel doblado y se lo presentó.

—He esperado algún tiempo para darte esto —dijo—, pero no es fácil encontrar un buen momento, porque tú estás siempre muy ocupado.

Lo tomó él y se sentó, Peonía se quedó allí mientras leía el poema. Él levantó la vista y la vio de pie.

—Siéntate —le ordenó. Cuando ella se sentó, volvió a leer el poema otra vez. Entonces levantó los ojos y la miró de frente—. Es muy bonito —dijo—. ¿Lo escribió ella?

—Con su propio pincel, y yo se lo vi escribir —respondió Peonía. Entonces le confesó—: Yo le lleve tu poema…, el inconcluso.

—¿Tú la viste? —repitió él, al parecer sin preocuparse por lo que Peonía había hecho.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

David se inclinó sobre la mesa.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó.

Peonía meneó la cabeza:

—Es mejor no hablar de ella.

—¿Y por qué? —preguntó.

Su ojos, en aquellos momentos, eran inescrutables; continuaba con el poema en la mano.

Peonía parecía apenada.

—Ella es amable, joven, linda… y tan suave… No se la debe destrozar.

David se sonrojó un poco.

—No sé qué quieres decir —adujo.

El semblante de Peonía adquirió entonces gravedad juiciosa.

—¡Ah, sí, lo sabes! —replicó—. Habiéndote visto, está dispuesta a amarte, pobre pequeñita, y cuando ella sepa… se detuvo.

—¿Sepa qué? —Tiró el poema sobre la mesa—. Vamos, Peonía, te ordeno que me expliques lo que quieres decir. Si hay una cosa que yo odie más que nada, es una mujer que insinúa esto o lo otro y da vueltas alrededor de algo que tiene en la cabeza y no quiere acabar de decirlo.

Peonía se enojó también; entonces, lo miró de lleno a los ojos, y habló apasionadamente:

—¡Que no debes verla…, eso quiero decir! ¡Ella está empezando a pensar en ti, y no debe hacerlo!

—¡Eso no eres tú quien debe decidirlo! —replicó él—. ¿Por qué quieres separarme de ella?

Íntimamente, David estaba aterrado de su propia alevosía. ¿No le había permitido creer a Leah que la amaba? El recuerdo de aquel momento en el jardín de los durazneros cuando Leah había estado en sus brazos, volvió a él como le había ocurrido muchas veces en pocos días. La recibía bien y mal. A veces su sangre fría corría más veloz con el recuerdo de ella. Cuando veía su cara encantadora llena de fervor, inclinada sobre el Tora, o la mirada elevada en devoción hacia su padre, sentíase conmovido. Y, sin embargo, David estaba llegando a comprender que su matrimonio no sería un compromiso ordinario. Cuando eligiera, sería por algo más que por sí mismo. Por más que deseara ser como los demás hombres, sabía que no lo era.

—No estoy pensando en ti —dijo Peonía—; estoy pensando en Kueilan.

Él, de repente, se sintió molesto con Peonía.

—¡Solías pensar en mí! —gritó.

—¿Por qué he de seguir haciéndolo? —preguntó ella.

Su voz sonaba con una aspereza que él no le había oído antes, y su cara estaba fría y en calma. Se sintió ofendido.

—¡Peonía! —dijo—. ¿Qué te ha sucedido?

Ella inclinó la cabeza.

—No me ha sucedido nada —dijo—. Eres tú…

—Pero yo soy el mismo —insistió él.

Ella meneó la cabeza.

—Ahora no.

Él extendió sus manos a través de la mesa y cogió las suyas. Peonía trató de retirarlas con fuerza.

—¡Déjame ir! —gritó.

—¡No! —gritó él, a su vez—. ¡Sólo cuando me hayas dicho que aspecto tenía ella! —dijo para disimular su confusión.

Hizo una larga pausa. Él retenía sus manos estrechando sus dedos entre los suyos. Peonía apenas podía evitar que le temblaran. Quería retirar sus manos y deseaba que las retuviera. Estaba a punto de llorar, y el corazón le latía con fuerza dentro del pecho. Entonces, dijo con una vocecilla débil, sin mirarlo:

—Llevaba… un traje… verde helecho…

—La cara —ordenó él.

—Bien sabes que es muy linda —dijo.

—Dime cómo es de linda —le ordenó.

Empezó de nuevo.

—Bueno…, bueno…, tiene la boca pequeña, el labio inferior un poco más grueso que el superior, rojo como una granada…; unos dientes blancos, pequeñitos…; una lengua chiquitita… Cuando escribió el poema pude ver su lengua, como la de un gatito, tocándole el labio.

Hizo una pausa.

—Tiene ojos… muy negros… y en forma de albaricoques…; las cejas, como hojas de sauce, ya lo sabes…, y la cara más larga que redonda, quizá… pequeñas orejas, pálidas… Tenía una rosa en el cabello.

—Sigue —le ordenó David.

—Me incline sobre ella mientras escribía…; su aliento era tan dulce como una flor…, y su manecita… aún más pequeña que la mía.

Le miró las manos.

—Tienes una mano pequeña —dijo.

Peonía lo miró.

—No te hagas querer por ella —dijo en su defensa.

Entonces le soltó sus manos, y ella las dejo estar sobre la mesa.

—¿Cómo sabes que ella piensa en mí? —preguntó.

Peonía retiró sus manos y las cruzó dentro de sus anchas mangas.

—Lo sé —dijo en voz baja y agachó la cabeza.

—¡Cuéntame!

—No puedo. Lo adivino nada más.

Cayó el silencio sobre ellos. David se levantó y fue hacia los estantes de libros y se quedó mirándolos. No estaba pensando en ellos, ella lo sabía.

—Deseó verla personalmente otra vez —dijo, sin volverse.

Peonía ocultó su sonrisa detrás de las mangas.

—No —dijo.

Se acercó él a la mesa a grandes zancadas y dio un golpe con la palma de la mano.

—¡Sí! —gritó.

—Eres muy perverso —declaró ella.

—¿Cómo puedo saber lo que debo hacer a no ser que la vea de nuevo? —preguntó.

Ella meditó sobre esto.

—Si yo lo arreglo, ¿me prometes que no le escribirás más, ni solicitarás verla más, ni harás nada que destroce su corazón?

Sus ojos parpadearon y sonrió:

—Te prometo esto: después que la haya visto, determinaré si quiero escribirle o verla alguna vez más.

Sus ojos se encontraron de lleno un largo instante. Entonces ella se levantó con su graciosa manera.

—Que ésta sea una promesa entre nosotros —dijo con firmeza. Puso la mano en la tetera, y sintiéndola caliente todavía, le dio las buenas noches y se fue, muy complacida consigo misma.

En medio de todo lo que ocurría en su casa, Ezra permanecía en un silencio poco habitual. Había quedado demasiado conmovido por la historia de Kao Lien para permanecer indiferente, aun cuando el ajetreo y la animación de sus días embotaban el filo de su memoria. En un extraño sentido, su esposa era su conciencia, y, por más que se revelara siempre temía que ella por lo menos pudiera tener razón en alguna forma que no podía discernir. En cuanto se refería a los negocios todo era claro para él. Con respecto a lo que concernía a Dios, se sentía en aguas más profundas que su alma. Naomí le hacía recordar a su padre judío, a quien amaba y temía: un hombre triste, amable en todo sentido, pero incurablemente afligido por razones que jamás pudo comprender bien. Cuando él era niño, la tristeza de su padre hacía sentir a Ezra una sensación de culpabilidad y, sin embargo, de algún modo aquello no era culpa suya, sino de su madre china, pero él la compartía. Sin embargo, jamás oyó la palabra culpa; su madre, por cierto, no tenía la menor sensación del pecado ni tristeza alguna, según comprendía Ezra cuando estaba con ella.

Después que su madre murió, la antigua sensación de culpabilidad recayó sobre él solo, y en parte a causa de esto había accedido de buena voluntad a cumplir el deseo de su padre de casarse con la joven Naomí. Se comportó con mucha gravedad durante algún tiempo después de su matrimonio, ansioso de complacer a la hermosa novia; luego, sintiendo que, hiciese lo que hiciese, no podría complacerla bastante, empezó a vivir como antes y volvió a sentirse animoso de nuevo. Animoso lo era, a no ser que la oscura charca de la antigua culpabilidad inextricable que había en su alma fuera removida, y Kao Lien la había removido cuando contó lo de los judíos asesinados.

Parte de lo que sucedía en su casa lo veía; el resto se lo contaban sus criados. Él guardaba silencio, comprendiéndolo todo porque estaba dividido dentro de sí. Así supo, a través de los ojos perspicaces de Wang Ma, que el rabino estaba elaborando un gran sueño, que consistía en que si su hijo Aarón fracasaba como conductor de los judíos, David pudiera ocupar su lugar. Esto, sin duda, era verdad. El viejo no podía soportar a David, pero después que le hubo enseñado durante muchos días, dijo de pronto:

—Ven aquí, hijo mío; déjame conocer tu rostro.

David se había acercado.

—Hijo mío, arrodíllate —y el rabino tocó su cara joven con las puntas de sus diez dedos, cada uno tan sabio, tan experimentado, que David sentía como si una luz jugara sobre él. Entonces el rabino palpó sus fuertes hombros, su ancho pecho, su esbelta cintura, sus estrechas caderas, y mandando poner de pie al joven palpó sus rectas rodillas y sus firmes tobillos y los bien unidos pies. Tomó una de las manos de David y luego la otra y palpó su forma y contenido. Entonces se puso de pie y tocó la parte de su cabeza.

—De pie eres más alto que yo, hijo mío —dijo en tono admirativo.

Mientras estaba sucediendo esto, Aarón, sentado, observaba estúpidamente.

—¡Ah! Si tú fueras mi verdadero hijo —murmuró el rabino, dirigiéndose a David—, entonces alabaría al Señor.

Entonces David sintió compasión por el pálido muchacho feo que los miraba ceñudo, y dijo:

—Un hombre no es lo que parece, creo…, al menos así me lo ha enseñado mi confuciano preceptor.

—¿Todavía lo es ese hombre? —pregunto celoso el rabino.

David vació y luego replicó:

—Mi madre lo despidió cuando vino usted.

Madame Ezra había hecho esto sin consultar a nadie, pero David vaciló porque no quería decirle al rabino que aún veía al confuciano. Pero Ezra lo sabía, porque Wang Ma le había contado eso también, una noche, con cierta risita mientras se lo decía.

—El joven señor, su hijo, se ve con su antiguo profesor a última hora de la tarde en su casa de la calle de la Viuda Fiel —le dijo a Ezra. Tenía la costumbre de llevarle todas las noches, antes de que se durmiera, una taza de caldo de arroz, que él bebía lentamente, para que ella pudiera contarle chismes. De esta manera se enteraba de muchas cosas que nadie imaginaba que él conocía. Como se quedara un poco serio cuando Wang Ma le contó esto, ella se dio prisa en añadir—: ¿No debe su hijo aprender de nuestros profesores también?

Ezra cavilaba mientras bebía el fragante arroz caliente, con la taza entre las manos.

—No puedo decirlo —dijo al fin—. Creo que, en honor de su madre, no debería hacerlo; no sea que el confuciano deshaga todo lo que hace el rabino.

—¿Por qué es usted tan minucioso? —exclamó Wang Ma ásperamente. Hacía mucho que la intimidad de su juventud le daba más libertad con Ezra que la que tenía con ningún otro.

—Nuestro Dios es un dios celoso —replicó Ezra.

—Los dioses falsos son lo que los hombres los hacen —replicó Wang Ma.

Ezra sonrió de repente.

Su sonrisa resultaba tan fresca y franca en medio de su negra barba, que Wang Ma, recordando al joven que había sido una vez, le sonrió a su vez. Entonces se inclinó hacia él y empezó a murmurar:

—No deje que su hermoso hijo sea desgraciado —dijo—. Sí, sí, usted es judío, ya lo sé… Ustedes tienen que ser… Pero, dígame… No, no necesita usted decirlo…, yo lo sé. Cuando usted recuerda que su padre era judío es usted desgraciado y triste, y cuando recuerda que su madre era china, es feliz y la vida le parece buena.

Ezra no podía admitir todo esto, de pronto.

—Quizá me sienta desgraciado por no ser un buen judío —dijo.

Wang Ma rió.

—Usted es feliz cuando recuerda que es un hombre bueno, un hombre rico, un hombre inteligente —declaró—. ¿Y qué otra cosa importa? —Se acercó más—. Vamos, aquí, en esta ciudad, todo el mundo lo respeta a usted por lo que es. ¿Quién se preocupa de lo que era su padre?

Ella podía conmoverlo siempre con sus afectuosas y exuberantes palabras. La aprobación que su esposa no le concedía jamás, se la otorgaba aquella mujer china de todo corazón, como se la había otorgado desde que eran jóvenes. Le gustaba sentirse feliz, y ella lo lograba porque le hacía comprender su propio valor.

—Vamos a ver —discutía ella—, ¿no debería usted hacer negocios de nuevo con Kung Chen? Desde que llegó la caravana, ha estado triste. Está usted demasiado en casa. Los hombres no deben consumirse dando vueltas por la casa. Deje eso a las mujeres y a los sacerdotes. Kung Chen estará impaciente por poner las mercaderías nuevas en sus mostradores.

—Tienes razón —declaró Ezra—. Mañana por la mañana, temprano, iré a su escritorio.

Se levantó y empezó a desnudarse para irse a la cama, y ella se llevó el tazón. En la puerta la llamó, y Wang Ma se detuvo.

—¿Qué? —preguntó.

—Deja que David visite a su profesor —ordenó Ezra.

—¿Por qué no? —respondió amablemente, y así se separaron.

De manera que David continuo haciendo en secreto lo que había comenzado a hacer un día en que el rabino le había ordenado que aprendiese de memoria las meditaciones que Jehová puso en boca de los profetas contra los gentiles:

Has de matarlo; tu mano caerá primero sobre él para apedrearlo con piedras, y morirá, por cuanto procuró apartarte de Jehová, tu Dios.

Tales palabras aprendió David, y las detestó, aún cuando sabía que eran palabras de Jehová. No se atrevía a hablar de su odio, y encontraba consuelo yendo a la casita del profesor y sentándose con el apacible anciano en su patio tranquilo. Allí escuchaba otras palabras que el amable chino leía todo el día:

Pagar mal con bien es prueba de ser buen hombre; el hombre superior se culpa a sí mismo; el hombre vulgar culpa a los demás.

Nosotros ni siquiera servimos al hombre como debiéramos; ¿de qué modo, entonces, podemos saber cómo servir a Dios?

Hay una palabra que puede ser guía de nuestra vida…: es la palabra reciprocidad. No hagas a los otros lo que no te gustaría que hicieran contigo.

Mientras que el rabino tornaba más severa el alma de David, estas palabras consolaban su corazón, y por la noche lograba dormir.

A la mañana siguiente, después de haber hablado con Wang Ma, Ezra se despertó con nueva energía y celo por su vida. Le gustaba negociar en amable y viva conversación, después de un banquete; tomó, entonces, la resolución de invitar a Kung Chen a una comida delicada en la casa de té del Puente de Piedra, que era la mejor de la ciudad. Kao Lien también debía asistir, y los tres hablarían, reunidos, de nuevos y mejores negocios. Los tiempos eran buenos, No había hambre casi en una década, tuvieron un buen gobernador y los impuestos eran bajos, de modo que la gente tenía dinero con que comprar buenas mercaderías. Era el momento para el comercio.

Salió aquella mañana sin ver a nadie de su familia. Wang Ma y el viejo Wang le sirvieron juntos y no hubo necesidad de hablar. Wang Ma, complacida con lo que había hecho la noche anterior, era toda sonrisa y calma, y el viejo Wang estaba lleno de su celo habitual por complacer a su amo: el portero estaba despierto, aseado y en su lugar, y el coche de mulas de Ezra esperaba fuera. Era una brillante y animada mañana de verano, y por la calle la gente parecía llena de vida, bien alimentada y dispuesta a divertirse. Pasando en coche entre ellos, Ezra se decía que era estúpido, sin duda, adherirse al sueño de aquella estrecha tierra estéril de sus antepasados. Era una buena cosa que la hubieran dejado, se decía Ezra. Era bastante instruido para saber que Palestina era un pequeñito lugar seco y que hacía cientos de años que la poseían nómadas y gentiles. «Si volviéramos —meditó—, ¿nos dejarían entrar? ¡Qué locura no quedarse aquí, donde somos tan bien acogidos!».

Se preguntaba si allí podría haber siquiera odio contra él, y no podía imaginárselo. Jamás habían matado a nadie en China a causa de su casta. Es verdad, los chinos podían ser bastante crueles con un hombre que odiaban, pero a causa de lo que éste hiciera, no por su estirpe. Una vez, cuando niño, había visto a un hombre de Portugal destrozado por la gente enfurecida, en la calle, porque había puesto sus manos en una muchacha que había llegado con su padre a la ciudad a vender repollos de su huerta. Ezra había corrido para contemplar el espectáculo, pero todo lo que quedaba del hombre era la cabeza, arrancada del cuello. El resto era carne mutilada. La cabeza era bastante vulgar, una cosa grande con crespa cabellera negra; ojos grandes, negros, todavía abiertos, y labios groseros que habían sido rojos, engastados en una espesa barba oscura. Pero la muerte del hombre había sido culpa suya y sentía que sólo se había hecho justicia. Si él hubiera sido cortés, como debe ser un extranjero en una ciudad, todos le habrían recibido bien y nadie le habría hecho daño, fuera de contemplarlo por curiosidad y quizá con un poco de risa por su mata de pelo.

Ezra ya había enviado aviso de su llegada a Kung Chen, por lo que el mercader chino estaba preparado para recibirlo. Se sentó en el gran salón del despacho que era el lugar de sus negocios. La habitación estaba amuelada con las más caras mercaderías: piso de azulejos de alfarería pulimentados; escritorios, mesas y sillas de ébano, delicadamente tallado, pero sin exceso y con incrustaciones de mármol de Yünnan; sillas de mullidos asientos con cojines de raso rojo; en las ventanas había persianas de bambú picado, tejido con cordón de seda escarlata. Indudablemente, todo estaba ideado para la comodidad, pero Ezra conocía de antiguo que todo servía, además, para los negocios, inteligentemente ocultos, pero presentes.

Kung Chen se levantó al entrar Ezra e hizo una inclinación por demás amistosa.

—¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos? —dijo amablemente—. Mandé a mi criado a preguntarle a su portero si estaba usted enfermo, pero, fuera de eso, no quise molestarlo.

—Tengo que pedirle indulgencia —respondió Ezra.

Ambos tomaron asiento; se abrió una puerta y un criado sirvió té y una bandeja de dulces y luego se ausentó de nuevo.

—Espero que no haya habido alguna desgracia en su casa —dijo Kung Chen, después que hubieron sorbido el té y tomado pasteles.

—No —dijo Ezra y vaciló. ¿Cómo podría explicarle a aquel hombre, bueno y sencillo, lo que había pasado en su casa? Pero, de repente, decidió que trataría de explicárselo para ver lo que diría su amigo. ¿Podría ser que los judíos estuvieran mal conceptuados ante los ojos de todos, excepto los propios? Quizás aquel buen hombre le ayudara a comprender por qué eran odiados en tantas tierras y si los judíos eran malos, ¿por qué, entonces, no los odiaban allí también?

De manera que Ezra empezó a hablar, con su modo sencillo y brusco, el único que conocía.

—Mire, amigo mío —dijo—, yo le preguntaría a usted algo, pero no sé si podré siquiera hacerle comprender de qué se trata.

—Pruebe a hacerlo —dijo Kung Chen.

Parecía tan prudente, tan comprensivo, mientras estaba allí sentado con su hermosa túnica de raso azul oscuro, su cara suave, sonriente, y los ojos alegres, que el corazón de Ezra se le entregaba como si se tratase de un hermano.

—Mi padre viene de un pueblo extraño, hermano mayor —dijo—. Yo mismo no los entiendo del todo. Sin embargo, en parte los comprendo. Usted debe conocer nuestra historia…

—Cuéntemela —dijo Kung Chen, cortésmente.

—Fuimos un pequeño pueblo, unos pocos entre muchos —explicó Ezra—. Estuvimos esclavizados en Egipto…

—¿Cómo llegaron a ser esclavos? —inquirió Kung Chen.

—¡Qué sé yo! —replicó Ezra—. La tradición dice que enfurecimos a Jehová…, no sé por qué.

—¿Jehová?

—El dios de los judíos.

Una sombra de risa amable pasó por la cara de Kung Chen, pero habló cortésmente y con respeto.

—¿Es ése el dios de la tribu de vuestro pueblo? —preguntó.

Vaciló Ezra.

—Mi padre lo consideraba el dios del universo…, el único dios verdadero.

—Nosotros no hemos oído hablar nunca de él aquí —dijo Kung Chen—; pero siga, hermano mayor.

—El pueblo de mi padre fue liberado de la esclavitud por uno de nuestros conductores. Él nos prometió, es decir, nos lo prometió Dios, que si le obedecíamos fielmente, podríamos regresar a la tierra de nuestros padres.

—¿Y regresó su padre? —preguntó Kung Chen con interés.

—No, pero otros sí —dijo Ezra, vacilando.

—¿Cómo es, entonces, que están ustedes dispersos de nuevo? —inquirió Kung Chen.

—Nuestro pueblo desobedeció a Dios…, se mezcló con los gentiles… —Ezra encontraba difícil de explicar todo esto ante los despejados y tolerantes ojos chinos. Desistió. Era imposible. No parecía razonable.

—Pero ¿qué tiene todo esto que ver ahora con usted, amigo mío? —preguntó Kung Chen, cuando Ezra se quedó callado.

—Yo diría que nada tiene que ver conmigo —replicó Ezra— si no fuera porque Kao Lien trajo malas noticias de que nuestro pueblo está siendo asesinado, miles de ellos, del otro lado de las montañas.

—¿Qué daño hizo vuestro pueblo en aquellas tierras? —preguntó Kung Chen.

—Eso es lo que me gustaría preguntarle a usted —dijo Ezra—. Juzgue por los que estamos aquí.

Kung Chen meneó la cabeza.

—No tengo una respuesta —replicó—. No he oído jamás una cosa semejante. Me gustaría interrogar personalmente a Kao Lien.

Aquélla era la oportunidad que Ezra buscaba.

—Estaba a punto de invitarlo conmigo esta noche —dijo—. Me acompañará Kao Lien.

—Gracias por su amabilidad —respondió Kung Chen.

—¿En el Puente de Piedra? —sugirió Ezra.

—Es el mejor lugar —replicó Kung Chen.

—¿A la salida de la luna? —volvió a decir Ezra.

—Muy buen tiempo —replicó Kung Chen—. Pero hágame un favor más; permítame ser el anfitrión.

Tras algunos argumentos corteses, Ezra accedió, y puesto que no se debe discutir de negocios antes de un banquete, después de charlar un poco más se levantó, hizo una inclinación de cabeza y ambos amigos se separaron, prometiendo reunirse de nuevo al anochecer.

Cada uno pasó el día a su manera, pero Kung Chen mandó buscar a algunos de los hombres de su escritorio en quienes tenía confianza y les planteó ciertas cuestiones concernientes a la pequeña colonia judía establecida en la ciudad desde hacía tiempo. Dos de los hombres eran mayores que él, y uno era socio de la época de su padre: tenía ya bastante más de setenta años y continuaba en su escritorio sólo porque sentía dejarlo. Su amor por el trabajo avergonzaba mucho a sus hijos, pero no podían hacer nada, y así, a mediodía, su hijo mayor, silencioso y con aire de censura, lo acompañaba al escritorio, y antes de la puesta de sol volvía a buscarlo, para demostrar que, por tozudo que fuera su padre, los dos hijos cumplían con sus deberes filiales.

Era un anciano llamado Yang por sobrenombre y Anwei de nombre y Kung habló con él y por él se informó sobre los judíos.

Yang Anwei le dijo:

—Estas gentes, del país de los judíos, de tiempo en tiempo han hallado refugio en nuestro país, y especialmente en nuestra ciudad, porque está cerca del gran río. Recuerdo que mi bisabuelo decía que una o dos veces vinieron cientos de ellos a esta ciudad y nuestros mayores se reunieron en el templo confucionista para decidir si se les iba a permitir quedarse en un número tal. Tantos, pensaban nuestros mayores, podían alterar nuestras costumbres. Pero algunos de estos judíos hablaban nuestra lengua, porque habían estado aquí antes como traficantes y les dijeron a nuestros antepasados que su pueblo no pedía nada más que vivir aquí tranquilamente y de acuerdo con sus leyes y tradiciones. Tenían un dios propio, pero no pedían a los demás que creyeran en él, sino solamente que se les permitiera continuar con sus leyes y tradiciones.

—¿Por qué dejaron su país? —preguntó Kung Chen, con vivo interés.

A esto, Yang Anwei replicó:

—Por lo que yo puedo recordar, y he pensado en estas cosas durante muchos años, fue porque una nación salvaje y guerrera los atacó. Algunos resistieron pero otros transigieron. —El anciano hizo aquí una pausa y meneó la cabeza—. No puedo recordar más —dijo.

—Una pregunta más —lo instó Kung Chen—. ¿Fueron los que transigieron o los tenaces los que vinieron a nuestra ciudad?

Yang Anwei no pudo responder enseguida. Sin embargo, después de un rato, dijo con su sonrisa llena de arrugas:

—Me atrevería a decir que fueron los transigentes. ¡Porque vea cómo se han instalado en nuestro pueblo! No tiene usted más que mirar su templo arruinado. ¿Quién va allí ahora a celebrar el culto en su día santo, excepto un puñado de ellos?

—Están asesinando a los judíos otra vez en los países al oeste de las montañas —dijo Kung Chen.

La vieja mandíbula de Yang Anwei cayó de asombro.

—Y ahora, ¿por qué? —preguntó.

—Eso es lo que yo preguntó, y nadie me lo puede explicar —replicó Kung Chen. Luego siguió con voz diferente—: Nada de esto me incumbe, a no ser porque estoy meditando si debo permitir que mi pequeña tercera se una a la familia Ezra. Si hay algo extraño en la sangre judía, debo meditar unos cuantos meses antes de decidir.

El viejo Yang Anwei puso atención.

—Hay algo extraño en ellos —declaró—. No en todos, pero sí en algunos. Ezra mismo es un hombre como nosotros y, desde luego, lleva nuestra sangre. Pero hay otros que son diferentes.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Kung Chen.

El viejo vaciló y luego dijo con astucia:

—Si adoran a su dios, son extraños; si no lo adoran son como los demás hombres. Durante mi larga vida en esta ciudad, he visto que la adoración de un dios especial hace un pueblo especial.

Kung Chen escuchaba en silencio y con el mayor respeto. Había una profunda sabiduría en aquel anciano, arrugado y seco por la edad, hasta llegar a ser su cuerpo como una fruta en conserva. Pero su cabeza estaba despejada, y, desde luego, se había vuelto todo cerebro.

—Entonces, lo que haremos —declaró Kung Chen— es apartarlos de su dios, para que lleguen a ser como nosotros…

Yang Anwei se rió con una risa antigua sin ruido…

—… o destruir su dios —replicó.

—¿Cómo podremos hacerlo? —preguntó Kung Chen—. A ese dios no se le puede ver; no es de piedra ni yeso, como los dioses de nuestra gente del pueblo. Es un dios sutil que vive en sus mentes.

—Entonces destruiremos ese dios en sus mentes —dijo Yang Anwei.

Los dos chinos se miraron.

—No es difícil destruir ese dios —siguió Yang Anwei—. Seamos bondadosos con Ezra, accedamos a sus deseos, carguémosle de favores, ayudémosle a aumentar su riqueza, quitémosle sus temores, instémosle a que se dé cuenta de que por mal que traten a los judíos en otra parte, aquí no habrá nunca más que bondad para él y para su pueblo.

—¡Qué sabiduría! —exclamó Kung Chen, con admiración—. Le ruego, hermano mayor, que no deje nunca de visitar nuestra casa.

—Se lo agradezco —respondió Yang Anwei, modestamente, y levantándose, se despidió y regresó a su escritorio, donde, a la luz de una pequeña ventana con persianas, pasaba los días copiando las entradas de las mercaderías en el gran libro mayor. Sus caracteres, que pintaba lentamente, uno a uno, eran exquisitos por su perfección. Este trabajo le exigía casi la décima parte de su cerebro, y con las nueve décimas restantes pensaba en todas las cosas de que había oído hablar alguna vez en su larga vida.

Kung Chen, al quedar solo, sentado e inmóvil como un león de piedra, consideró durante mucho tiempo lo que le había dicho el viejo. Todavía deseaba saber por qué mataban a los judíos, pues no quería poner a la pequeña tercera en peligro de quedar viuda. Pero aún más que eso, quería saber si había algo odioso en aquel pueblo, algo que él no veía. Pensaba en Ezra, y no podía descubrir nada en aquel mercader amistoso, de buen natural e inteligente, que pudiera despertar odio. Era algo grosero quizá, no muy instruido, la risa demasiado alta; pero, por otra parte, Ezra era un hombre tan corriente como cualquier otro y tan fácil de entender.

Pero ¿era Ezra como su pueblo? ¿Y su mujer y su hijo? ¿Y el extraño anciano rabino ciego, que, sin embargo, era capaz según se chismorreaba en el pueblo de ver con los ojos del espíritu? El viejo y su mal hijo vivían dentro de la casa de Ezra. ¿Qué dirían al hijo de éste? Algunos judíos, sin duda, eran extraños, había dicho Yang Anwei.

Y luego Kung Chen cayó en uno de sus transportes de meditación receptiva. ¿Cómo era un hombre al que se llamaba extraño? Un animal extraño entre otros animales es temido y odiado a causa de su comportamiento. Es una cosa aparte, un ser marcado de algún modo como diferente a los demás. ¿Era verdad esto con respecto a los judíos?

Tomó la resolución de que, antes de decidirse a casar a su hija con el hijo de Ezra, debía saber cómo era un judío extraño, el anciano rabino y su hijo, y que hablaría personalmente con David. Hasta entonces mantendría a su pequeña tercera en la seguridad de su casa. Él no la casaría para hacer mejor su negocio.

Aquella noche, Kung Chen, Ezra y Kao Lien se reunieron en la casa de té del Puente de Piedra. La luna se levantaba sobre el canal, y aunque las aguas eran sucias, su luz las volvía puras y hermosas cuando corrían bajo el antiguo puente de mármol blanco. La casa de té estaba tan llena de parroquianos, que era imposible hablar; Kung Chen llamó al propietario y le pidió una habitación reservada que tuviera vista sobre el canal. El hombre dijo que todas las habitaciones estaban ocupadas, pero cuando Kung Chen puso una suma de dinero en su mano, se fue y despidió a unos parroquianos de la mejor sala, diciendo que otros que la habían pedido antes se habían retrasado y que ya estaban allí.

Así los tres hombres se encontraron solos en una habitación pequeña, pero agradable y fresca, precisamente sobre el borde del canal. La mesa estaba colocada delante de una ventana abierta de par en par, y podían mirar a lo largo del canal y verlo retroceder abriéndose camino entre las casas suspendidas.

—¿Quieren ustedes unas muchachas que canten para que los distraigan? —preguntó el propietario. Era éste un hombre grueso, que sudaba y jadeaba, chillando aquí y allá, y en todas partes a la vez.

—No, porque tenemos que hablar de negocios importantes —dijo Kung Chen. Entonces, al ver la mirada de pesadumbre del propietario, recordó que aquellas salitas agradables eran usadas para estar con muchachas, y dijo—: pero puede escoger usted tres que canten bien, hacer que se sienten en un botecillo debajo de la ventana y que canten; pagaremos por su comida y el vino la misma suma que si estuvieran aquí con nosotros.

El propietario le dio las gracias y se fue, y el camarero sirvió los platos que Kung Chen había ordenado unas horas antes, primero los platos de fiambre y luego los platos calientes, y así, por orden, hasta el arroz caliente al final.

A Ezra le encantaba todo esto. En su casa, bajo la mirada de su esposa, era escrupuloso con la comida, pero cuando estaba solo y libre comía todo lo que era alabado por su anfitrión; aquella noche su complaciente estómago estaba animado y aguardaba.

Kung Chen era demasiado sabio para comenzar la noche con conversaciones serias. Hablaba de la comida, alababa o juzgaba el aroma de los platos, discutía el vino, y cuando el sonido de las voces de las muchachas, muy dulces y cristalinas, se elevó bajo la ventana, levantó su mano sonriendo, y los tres hombres escucharon.

Kung Chen observaba la cara de sus invitados sin dar muestras de que lo hacía. La redonda cara de Ezra era regordeta y blanca, sus ojos estaban llenos de desbordante placer y sus gruesos labios sonreían. Pero la larga y estrecha cara de Kao Lien no cambiaba. Estaba sentado derecho, su alta figura estática, y se servía con parquedad de la comida que Kung Chen ponía en su plato. No se mezclaba en la conversación, y, con orgulloso reconocimiento de que no era enteramente igual a los otros dos, había ocupado la silla más baja frente a la ventana. Pero en su cara la luz de la luna brillaba más clara, porque Kung Chen le había ordenado al camarero que pusiera velas en un rincón, de manera que no estropeara la luna.

Así transcurría la velada conforme las series de platos iban y venían. Kung Chen dirigía diestramente la conversación. Cada vez que flotaban las canciones subiendo del canal, guardaba silencio y escuchaba. Ezra, después de cada canción, se sentía más asequible y más dispuesto a una cordial amistad, pero Kao Lien permanecía inalterado.

Al fin, cuando el banquete estaba casi terminado y habían servido de nuevo el vino caliente, una jarrita de peltre para cada uno, Kung Chen le ordenó al mozo que las muchachas guardaran silencio durante un rato, pero que a medianoche podían subir a la habitación y cantar su última canción como gentileza. Le dio dinero al mozo para que bebieran vino las muchachas; luego fue cerrada la puerta y quedó la habitación en silencio.

Kung Chen se volvió enseguida hacia Kao Lien.

—En sus viajes, hermano mayor, según oí, presenció usted una guerra en algunas partes del Oeste.

Kao Lien respondió de buena gana, con voz suave y compuesta:

—Guerra, no; solamente la persecución de mi pueblo.

—¿Puede usted decirme por qué fue eso? —preguntó Kung Chen.

Kao Lien dirigió una ojeada a Ezra, y éste, animado con la buena comida y los vinos delicados, y embriagado con las canciones, exclamó:

—¡Díselo todo, hermano! Este buen hermano chino es nuestro amigo sincero.

Kao Lien dijo:

—Yo no puedo explicarle a usted por qué una y otra vez, a través de distintos países, se mata a los judíos, mi pueblo. Hay algo extraño en torno a nosotros.

¡Algo extraño! Éstas habían sido las palabras de Yang Anwei.

—¿Puede usted descubrirme esa extrañeza? —inquirió Kung Chen.

Kao Lien negó con la cabeza:

—Yo soy traficante y no un hombre instruido. Somos un pueblo poco consciente en Dios.

—¿Puede describir usted a su Dios? —volvió a preguntar Kung Chen.

—A veces me preguntó dónde está —le interrumpió Ezra—. No puede ser visto, no puede ser oído…

—Entonces, ¿por qué piensan ustedes que existe? —preguntó Kung Chen.

—Nuestro anciano rabino así nos lo predica —dijo Ezra violentamente.

—¡Hermano mayor! —dijo Kao Lien, reconviniéndole en voz baja.

Ezra estaba un poco borracho.

—¡Déjame hablar, hermano! —exclamó—. Éste es mi mejor amigo, sí, aunque es chino… ¡Ah, porque es chino! Cuando estoy con él me siento feliz y no tengo miedo… Le diré a usted: la esposa de un hombre puede hacerlo sentir siempre pecador. Pecado, pecado…, ¿qué es el pecado, hermano mayor? —El vino se le había subido a Ezra a la cabeza y sus ojos estaban comenzando a vidriarse cuando se volvió hacia Kung Chen para interrogarle.

El chino se rió con su indulgente risa entrecortada.

—Nosotros no tenemos esa palabra —replicó.

Kao Lien dijo:

—Para nosotros, pecado es olvidar a nuestro Dios y nuestra ley.

—¡Dejadme ser como los demás hombres! —gritó Ezra. Empezó a llorar—. Yo siempre he querido ser como son los demás —balbució—. Cuando era un niño pequeño, se reían de mí… los chicos…, porque decían que yo era un extraño. Y yo no soy un extraño.

—Claro que no lo es usted —dijo Kung Chen, consolándolo. Se daba cuenta de que la conversación de negocios sería imposible, y se volvió a Kao Lien—. Consolemos a nuestro hermano. Usted ve cómo el vino nos ha revelado la aflicción de su corazón. ¿Hacemos entrar a las muchachas cantoras?

—Véalo —dijo Kao Lien. Miraron y vieron que Ezra, siempre versátil y dispuesto a cambiar, se disponía a dormir, la cabeza inclinada sobre un hombro. Había un canapé en la habitación; Kung Chen se levantó y Kao Lien también, y entre los dos acostaron a Ezra sobre el canapé. Allí se quedó rápidamente dormido.

—Ahora —dijo Kung Chen—, hablemos los dos, usted y yo.

—Nada de lo que yo diga debe tomarse como un compromiso —dijo Kao Lien, algo confuso.

—Eso se sobrentiende —contestó Kung Chen.

Poco a poco, diestramente, fue conduciendo a Kao Lien, hasta que éste se lo contó todo, y hacia medianoche comprendía ya exactamente lo que Kao Lien había visto, lo cruel que era la condición de los judíos, y cómo, en casa de Ezra, había una división entre el rabino, Leah y madame Ezra, de su parte, y Ezra de la otra. Entre estos dos extremos estaba David indeciso, y en la sombra se encontraba el débil e inútil Aarón.

—No son estos dos puntos desconocidos para nuestro pueblo —dijo Kao Lien, reflexivamente—. Los encuentro por todas partes, el judío de la alianza y el judío que sólo desea ser humano, como cualquier otro hombre.

—¿Qué alianza es ésa? —preguntó Kung Chen.

—Es la alianza que hicimos con Dios en un comienzo —dijo Kao Lien, casi tristemente—. Un convenio de que nosotros seríamos su pueblo si Él quería ser nuestro Dios.

—¿Cree usted en semejante superstición? —preguntó Kung Chen.

Kao Lien parecía pedir disculpas.

—Creo y no creo —confesó—. Fui instruido en la ley y los profetas, y es difícil olvidarlo. Lo niego con frecuencia y a veces durante años seguidos. Pero lo recuerdo, y sé que moriré como judío. —Suspiró—. Que vengan las muchachas cantoras —dijo bruscamente—. Es cerca de medianoche.

Entraron las muchachas, las bellas, las amables e instruidas en el arte de agradar. Ezra despertó cuando empezó la música, pero siguió recostado, la cabeza apoyada entre las manos, escuchando y mirando. Cuando terminó el canto, vacilaron las muchachas, sin saber si se las necesitaba aún, pero Kung Chen meneó la cabeza.

—Nada más —dijo riéndose—. Nosotros somos unos viejos de hogar y tenemos que irnos a casa, junto a nuestras esposas.

Puso dinero en cada pequeña palma y las muchachas se marcharon riendo, y Ezra se levantó suspirando, y así se fue cada uno a su casa.

Kung Chen no durmió bien aquella noche ni varias noches después.

Al final de su insomnio, decidió que no debería entregar a su pequeña tercera a la casa de Ezra, y decidió llamarla para ver si le importaba a ella cuando se lo dijera.

Una mañana, pues, después de haber tomado su desayuno, envió a un sirviente para que la invitara a subir y ella le mandó decir que lo haría inmediatamente, tan pronto como se hubiera cepillado el cabello.

Al oír esto, se acomodó para esperar una hora o dos; hacía mediodía llegó Kueilan conducida por Chu Ma. Sabía que esta pequeña hija suya era bonita, pero cuando no la veía durante algún tiempo, se olvidaba de cuán linda era. La contempló con tal placer, que ella se ruborizó, viendo en sus ojos la admiración de todos hombres, aun cuando se trataba de su padre.

—¡Padre mío! —gritó saludando desde la puerta.

—Entra, mi pequeña —dijo, y ella se sentó en una silla cerca de él, mientras Chu Ma se quedaba de pie detrás de la joven.

Kung Chen le hizo las preguntas paternales de costumbre, cómo estaba ella y qué hacía; admiró sus vestidos de seda y le preguntó si había leído algunos libros; cómo estaban sus pájaros favoritos que le habían regalado, y otras preguntillas por el estilo. Kueilan respondía con su bella voz tímida y sonriente, niña y mujer a la vez, y él se decía que aquella criatura debía casarse sólo y exclusivamente para entrar en el más seguro y afable de los hogares.

Así vino a parar en lo que quería decir.

—Mi pequeña tercera —empezó—, ha llegado el momento de hablar de matrimonio. Hay que pensar en Lilí, tu hermana menor, y debo procurar que tú te comprometas primero. Lo habría hecho antes si hubiera sido un buen padre, pero me desagradan los compromisos matrimoniales prematuros. ¿Quién sabe cómo será un muchacho cuando llegue a mayor? Así que yo he comprometido a todas mis hijas tarde, para poder ver hombres a mis yernos. Ahora llega tu turno.

Al oír esto, Kueilan se puso encarnada, sacó de la manga el pañuelo y se lo llevo a la cara e inclino la cabeza contra su niñera para que su padre no pudiera verla. Esto era lo que debía hacer.

—¡Amo, la avergüenza usted! —exclamó Chu Ma—. Esas cosas no deben mencionarse siquiera delante de una señorita.

—Soy muy atolondrado, lo sé —dijo Kung Chen, sonriendo—, pero prefiero descubrir lo que sienten mis hijas. —Luego continuó—: Dime, nena, que clase de marido quieres que te busque. Hay un joven muy agradable en la casa de Wei, precisamente un año mayor que tú. Oí cosas buenas de él.

—No —dijo Kueilan desmayadamente.

—¿No? —preguntó Kung Chen con aparente sorpresa—. Bueno entonces he oído que el hijo más joven de la familia Hu es hermoso.

—¡No, no! —dijo con más fuerza.

—¡Esta señorita es difícil de comprender! —exclamó Kung Chen, dirigiéndose a Chu Ma. Siguió con un poco más de gravedad—: Espero que habrá cumplido usted con su deber. Supongo que no le habrá permitido que viera a ningún joven.

Kueilan empezó a sollozar de repente, y Chu Ma parecía aterrada.

—¡Ah!, ¿qué es eso? —preguntó con autoridad Kung Chen, haciéndose el enojado.

Chu Ma cayó de rodillas delante de él, dio con la cabeza en el suelo y empezó a balbucir:

—¿Cómo podía yo evitarlo? El joven la vio en esta casa. Ella iba a salir para el templo con nuestra señora, su madre, y mandó a buscarle un pañuelo.

—¡Era mi abanico, estúpida! —gimió Kueilan.

—Su abanico —balbució Chu Ma—. Y cuando me había ido entró en la sala el hijo del extranjero Ezra.

—¡Pero yo no me quede! —gritó Kueilan.

—Juro por mis antepasados que ella no se quedó —dijo Chu Ma.

—Levántate —dijo Kung Chen severamente, dirigiéndose a Chu Ma. Se levantó ella y quedó enjugándose los ojos—. ¿Qué más ha sucedido? —exigió.

—Nada —dijo Chu Ma. Entonces los ojos de él la aterrorizaron, sacándole la verdad—. Bueno, solamente un poema o dos.

Volviose él hacia su hija.

—¿Cómo te atreves tú a pensar en un joven? —le preguntó.

Kueilan tuvo un arranque de genio muy suyo; era su manera de ser: llorar primero y enojarse después. Así que golpeó con el pie en el suelo y dijo:

—Yo me atrevo a todo.

—No te dejaré casarte con un extranjero —dijo Kung Chen.

—¡Oh, chist, chist! —gimió Chu Ma.

Kung Chen encendió su pipa.

—Dices eso porque estás enfadada —le habló a su hija—. Pero cuando hayas considerado lo que significa, no querrás casarte en esa casa. Son una gente extraña, no como la nuestra. Un pueblo melancólico, y adoran a un dios cruel.

Kueilan se enfurruñó.

—Yo no tengo miedo —declaró.

Kung Chen no respondió a su voluntariosa hija. Había descubierto lo que quería saber.

—Te ordenó que me obedezcas en esa sola cosa —dijo después de un largo silencio. Durante este silencio el enojo de Kueilan se había enfriado, dejando paso al temor, y Chu Ma estaba pálida del susto—. Tienes que esperar hasta que haya visto por mi mismo a ese joven —le dijo a su hija—. Cuando me haya decidido, ya te diré cuál es mi voluntad. —Se volvió a Chu Ma—. Y tú, mujer, si le permites que me desobedezca, saldrás de esta casa y no volverás a ella mientras vivas.

Chu Ma temblaba.

—Estaré a su lado día y noche —prometió, y tomó a Kueilan de la mano y se la llevo.