IV

Sola en su habitación, Peonía no lloraba. Se sentó y, por hábito, enjugó sus ojos con el forro de las mangas de seda blanca, aunque sus ojos estaban secos y se sentía en una casa extraña, cuya vida secreta la excluía. Pero se le escaparon ligeros suspiros y lamentos que no trató de sofocar. Entonces entró Wang Ma.

La relación existente entre ellas era compleja. Ambas eran chinas, y, por lo tanto, se sentían unidas entre aquellos que no lo eran. Eran mujeres y, por lo tanto, tenían un lazo de unión entre los hombres. Pero una era vieja y había dejado de ser hermosa, y la otra era joven y muy bella. Cada una conocía la vida de la otra, y, sin embargo, nunca creía necesario decir lo que sabía. Así, Peonía estaba enterada de que Wang Ma en su juventud había sido esclava joven de la casa, lo mismo que ella lo era ahora, y, sin embargo, hasta dónde había sido esclava y hasta dónde algo más, Wang Ma no lo había dicho por prudencia y era dudoso que lo dijera nunca. Además, Peonía no deseaba reconocer que ella y Wang Ma eran semejantes. Wang Ma no sabía leer ni escribir, y aunque era astuta y bastante bondadosa, tenía un espíritu vulgar. Peonía no. Peonía había leído muchos libros; Ezra le había permitido hablar con él algunas veces, y también había escuchado durante varias horas al viejo profesor confucista chino, mientras le daba lecciones a David. Además, sobre todo, hasta entonces había compartido enteramente el pensamiento y la imaginación de David, como Wang Ma jamás podía haberlos compartido con su padre. Peonía había guiado a David en su afición de hacer música y poesía, y habían leído en secreto libros tales como «El sueño de la Cámara Roja», y cuando ella había llorado por la joven heroína triste, que esparcía pétalos de flores, David había colocado su brazo alrededor de su cintura para que pudiera llorar sobre su hombro.

Hasta entonces se lo había contado todo, y ella había soportado sus humores con delicada ansiedad y agrado. Solamente una cosa sabía: no le había preguntado por qué no había concluido el poema que había empezado a escribir. ¿Lo había echado de menos siquiera cuando lo había cogido? Había tenido miedo de preguntarle, previendo que la obligaría a decir la verdad, a confesar que ella lo había robado, terminado y llevado a la tercera señorita de la casa Kung. Temía su pregunta enojada: «¿Y por qué hiciste eso?».

¿Por qué, en verdad? Nunca podría decírselo. Siempre había sido bastante prudente para no decirle todo cuanto pensaba y sentía, conociendo por cierta intuición femenina que ningún hombre desea saberlo todo de ninguna mujer. El corazón de él estaba concentrado en sí mismo, y así que el de ella debía estar concentrado en él. Por eso nunca le había hecho a David la única pregunta que siempre se había planteado sin ser capaz de responderla. ¿Era la vida triste o alegre? No se refería a su vida ni a ninguna vida determinada, si no a la vida misma… ¿Era triste o alegre? Si al menos tuviera la respuesta a esta primera pregunta, pensaba Peonía, entonces habría tenido un guía. Si la vida podía y debía ser feliz, si estar vivo era en sí una cosa buena, ¿por qué no tratar así, por todos los medios, de que esta felicidad pudiera ser suya? Pero si, aun consiguiéndolo, la vida misma era triste, entonces debería contentarse con lo que tenía. La antigua duda se levantaba con nueva fuerza ante ella, y no encontraba respuesta en su corazón.

—Ya sabía yo que te iba a encontrar apenada —díjole Wang Ma con calma, entrando. Se sentó, y poniendo una mano regordeta en cada rodilla, contempló a Peonía—. Tú y yo —continuó— debemos ayudarnos una a otra.

Peonía levantó sus tristes ojos hasta la cara, redonda y buena, de Wang Ma.

—Hermana mayor… —dijo con voz quejumbrosa.

—Di lo que tienes en la cabeza —replicó Wang Ma.

—Me parece que si pudiera responderme a mí misma a una pregunta, podría arreglar mi vida —dijo Peonía.

—Hazme la pregunta a mí —respondió Wang Ma.

Esto no le resultó fácil a Peonía. Nunca había hablado con Wang Ma sino de cosas tales como las comidas y el té, y si las habitaciones estaban limpias, y qué debería hacerse en la casa y en el patio, y temía por lo menos, que Wang Ma se riera de ella. Pero su corazón estaba dispuesto a abrirse, porque no sabía lo que sucedería si David se casaba con Leah.

—Wang Ma, por favor, no se ría de mí —dijo débilmente.

—No me reiré —replicó Wang Ma.

Peonía cruzó sus manecitas en el regazo.

—La vida… —dijo claramente—, ¿es alegre o triste?

—¿En el fondo? —inquirió Wang Ma. Su fisonomía estaba muy seria y parecía comprender lo que Peonía quería decir.

—En el fondo —respondió Peonía.

Wang Ma parecía grave, pero no sorprendida ni despistada.

—La vida es triste —dijo Wang Ma con clara determinación.

—¿No podemos esperar felicidad? —preguntó Peonía.

—No, por cierto —dijo Wang Ma con firmeza.

—¡Dice usted eso con tanta resolución! —se lamentó Peonía. Empezó a llorar nuevamente.

—No se puede ser feliz sino cuando se comprende que la vida es triste —declaró Wang Ma—. ¡Mírame a mí, hermana pequeña! ¡Qué sueños he tenido y cuánto esperaba antes de darme cuenta de que la vida es triste! Después que comprendí esta verdad, no forjé más sueños. No esperé más. Ahora soy feliz con frecuencia, porque me suceden algunas cosas buenas. No esperando nada me alegra todo. —Wang Ma escupió con destreza hacia el patio—. ¡Ah, sí —dijo consoladoramente—, la vida es triste! Hazte a esa idea.

—Gracias —dijo Peonía con amabilidad. Y se secó los ojos.

Se sentaron, ambas en reflexivo silencio durante algún tiempo. Entonces Wang Ma empezó a hablar con mucha bondad:

—Tú, Peonía, debes pensar en ti misma, si es tu deseo pasarte la vida en esta casa, e inquirir luego qué mujer va a ser la esposa de nuestro joven amo. La esposa de un hombre es quien lo gobierna, le guste o no. Tiene la fuerza de su lugar en el lecho. Por lo tanto, elige su esposa.

—¿Yo? —preguntó Peonía.

Wang Ma asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Eligió usted a nuestra ama? —preguntó Peonía.

Wang Ma hizo girar en redondo la cabeza sobre su cuello.

—Mi elección fue irme… o quedarme —dijo al fin.

—Y se quedó —comentó Peonía dulcemente.

Wang Ma se levantó.

—Es la hora de que lleve a nuestra ama los dulces de la mañana —dijo bruscamente.

Con eso se fue, y Peonía continuó con sus meditaciones. Sus deberes la esperaban. En aquel momento, a través de la puerta que había dejado abierta, entró Perrita en la habitación. Se movía con su silencio habitual, a menos que viera a un extraño, y se acercó a Peonía y la miró, suplicante pero silenciosa.

—Te he olvidado, Perrita —murmuró Peonía. Se levantó y buscó un cepillo de bambú, se arrodillo en el suelo y cepillo el largo pelo dorado de Perrita. El rígido bambú era agradable a la perra y se quedó inmóvil, sus ojos medio cerrados, mientras Peonía le levantaba cada oreja y la cepillaba con suavidad, limpiando cuidadosamente el pelo alrededor de la resignada nariz negra. Si hubiera sido una gata, habría ronroneado. Siendo perra, solamente podía mover la cola lentamente, de aquí para allá.

Sin embargo, Peonía no cometió la equivocación de considerar a Perrita más que una perrita. Cuando hubo terminado su tarea, se levantó de donde estaba arrodillada y se lavó las manos, y, volviendo a sentarse, reanudó sus pensamientos. Perrita se echó sobre el umbral de piedra de la puerta, hizo girar sus redondos ojos unas cuantas veces, quiso atrapar una mosca y se echó a dormir.

Peonía la contemplaba pensativamente. En aquella casa Perrita también era enteramente feliz y todos aceptaban su existencia. Hasta un perro puede formar parte de la comunidad. Así cavilaba Peonía, y nadie acudió a llamarla. Otro día, cualquier día, la habrían llamado varias veces; aquel silencio era una nueva advertencia para ella de que algo nuevo y extraño iba a suceder en la casa, algo en lo que ella no tenía participación. Fuera lo que fuese, ella tenía que vivir con aquello, aceptándolo, convirtiéndose en parte suya. Fuera David lo que fuese, adondequiera que marchase, allí estaría ella. Si le hablaba algunas veces, si le permitía que lo sirviera, aunque no hiciera más que extender sus atavíos, debería hacer de esto lo suficiente como una vida para ella.

Así estuvo sentada inmóvil, y fueron tantos los minutos que transcurrieron que al fin las pequeñas criaturas que se ocultaban detrás de los muebles, cortinas y puertas, empezaron a moverse. Un grillo entonó una larga nota aguda desde una grieta del tejado, y en un rayo de la última luz del sol, que caía a través del piso de azulejos, un ratón saltarín salió arrastrándose y, de pie sobre sus patas traseras, empezó una pequeña danza solitaria. Peonía lo observaba y luego, con entusiasmo repentino, rió con fuerza. El animal volvió disparado a su escondrijo, y ella se sentó, sonriente ahora, no grave. ¡Quedaban aún los pequeños placeres! Allí, en aquella casa, las vidas pequeñas proseguían alegremente ocultas de las grandes. ¡Qué su vida fuese una de tantas! Se posesionó de ella cierto espíritu demasiado amable para ser fuerza, demasiado tranquilo para ser energía. No obstante, la revivió. Se levantó, volvió a alisarse el pelo y se miró al espejo; al verse pálida, se dio un toque de rojo en los labios. Luego, después de un momento de contemplación, enrolló su trenza de nuevo alrededor de la oreja y la sujetó con una horquilla de jade. Tenía obligaciones y debía cumplirlas. Era la víspera del sábado, y la comida de costumbre se debía servir a la noche con especial cuidado. Tenía que bruñir los candelabros de plata y el vaso para el vino, y debía colocar las hogazas de pan trenzado sobre la mesa. Pero se sentó de nuevo, y siguió sentada, sabiendo que todo estaba sin hacer; no se movía. Después de un momento, tomó del cajón de la mesa un pincel, la tinta y un poco de papel de arroz blanco corriente y, rápidamente, escribió las cuatro líneas de un poema. No tenían nada que ver con ella. Eran la respuesta al poema que había llevado a la casa de Kung, y tenían relación con el calor agotador del sol que bebe el rocío que encuentra sobre las flores al amanecer.

Terminado el poema, lo metió en su seno. Sólo entonces procedió a realizar sus tareas del sábado.

Peonía no había sido vista en el gran salón. Los tres mayores, madame Ezra, Ezra y Kao Lien, habían contemplado con sentimientos diferentes a David y Leah mientras la hermosa muchacha inclinaba la cabeza para besar la resplandeciente vaina de la espada. Para madame Ezra, el acto significaba que Leah se había dedicado a la obra que ella le había encomendado. Kao Lien, con sus alargados ojos fijos en la fisionomía de madame Ezra, percibió por su expresión de gozo y devoción que alguna secreta esperanza de su corazón estaba a punto de cumplirse; adivinó fácilmente lo que era y se apenó por David, a quien quería. Que Leah era hermosa podía verlo tan bien como cualquier hombre, pero distinguía en ella esa cualidad de espíritu que con tanta frecuencia había visto en las mujeres judías, y la cual, al menos así opinaba, había conducido e impedido a sus hombres a la división que temía y deploraba.

Ezra era el más perturbado. Más que nunca ansiaba ocultarse con todo lo que le pertenecía en esta tierra rica y tolerante, a la cual habían llegado sus antepasados. Temía a Leah y toda su belleza, y temía que David se rindiera a aquella cualidad espiritual que ella poseía. Que David era más hijo de su madre que suyo, lo sabía bien. David no tenía el consuelo que había tenido él de una rosada y afectuosa madrecita china, dispuesta a reírse de los hombres, y que lo juzgaba todo en la vida por el placer que otorgaba. No; aunque la pequeña criatura estaba oculta en la naturaleza de David, la fuente principal de su ser procedía de su propia madre, y sus austeros ojos amantes habían estado siempre sobre él.

Ezra se movió de la silla, tosió, se tiró de la barba y en todos sus modales demostró su desagrado.

—¡Vamos, vamos —exclamó en voz alta—, Leah, querida mía…, esa espada asquerosa! ¿No ha estado en manos de soldados, que son la escoria de toda la nación?

Su práctica voz áspera aterró a Leah. Retrocedió tímidamente y se llevó las manos a las mejillas.

—¡Oh…, no me di cuenta! —dijo.

—Leah hizo bien en besar la espada —declaró madame Ezra—. El Señor la inspiró.

Entonces habló David.

—Yo colgaré esta espada en la pared, detrás de mi escritorio —declaró como sin darle mucha importancia—. Será un bonito adorno.

—Buena idea —dijo Kao Lien—. ¡Ojalá que nunca vuelva a ser manejada contra una vida humana!

Ezra se levantó.

—Haz que reúnan estas cosas y las leven —ordenó a Kao Lien. Tomó el peine que había apartado para Peonía. No hizo caso de Leah a propósito y se volvió hacia madame Ezra—. Esposa, tengo hambre. Haz que nos sirvan la comida temprano. —Dicho esto, salió bruscamente de la habitación.

Leah se quedó de pie, entre torpe y avergonzada. David también parecía haberla olvidado. Estaba probando el filo de la hoja de la espada sobre la tosca envoltura de los fardos. Tan afilado estaba el damasceno metal, que la hoja se hundió a través de la tela.

—¡Mira esto, Kao Lien! —exclamó con entusiasmo.

Kao Lien, a punto de llamar a los hombres, se detuvo a mirar.

—No la pruebes nunca contra tu mano, por favor —dijo tranquilamente—. Con la mitad de tu fuerza, puede atravesarse un cuerpo humano. Yo lo he visto.

Salió. Leah parecía irresoluta, ora mirando a madame Ezra, ora a David. Pero madame Ezra miraba en silencio solamente a su hijo, y él, sintiendo la profunda mirada grave, continuaba cortando la tela de buena gana.

—Leah —dijo madame Ezra por fin todavía observando a David—, puedes irte a tu habitación.

Antes de que ella pudiera moverse, David levantó la cabeza.

—Yo me iré también, madre, para colgar mi espada —dijo, y rápidamente dejó la habitación por la puerta más próxima.

—¿Debo irme ahora, tía? —preguntó Leah tímidamente. Tenía vehementes deseos de gritar y preguntar qué cosa mala había hecho, pero no se atrevía, y lo único que pudo hacer fue quedarse quieta, alta y confundida, y esperar las ordenes de madame Ezra.

—¡Vete, vete! —dijo madame Ezra, no sin amabilidad, pero como si quisiera estar sola.

¿Qué podía hacer Leah sino irse?

En la mañana del sábado, David estaba sentado sólo en su habitación. Había despertado tarde, con un extraño agotamiento después del día anterior.

Por primera vez en su vida le parecía que comprendía a su madre, todo lo que ella había tratado de enseñarle y todo lo que la había hecho como era. Estaba acostado sobre la cama, en la sedosa penumbra de las cortinas; en su soledad, se le ocurrió que él no era lo que había supuesto ser, un joven libre para ser él mismo, para vivir como le gustara, para buscar un placer, para ser solamente el hijo de su padre. Formaba parte de un todo, de un pueblo disperso por la tierra, y, sin embargo, eternamente uno e indivisible. Dondequiera que vivía un judío, fuera cual fuese su seguridad y aislamiento, siempre pertenecía a su pueblo.

Esto que su madre le había enseñado desde que había nacido, a lo cual hasta entonces había sido tan impermeable como la piedra y la lluvia, ahora lo comprendía, no con su cerebro, sino con su sangre. ¿Por qué aquel pueblo había de ser asesinado? Una ira perversa se despertó en él. Si el mundo exterior pretendía destruir su casta, entonces, dentro de la seguridad del país donde había nacido, haría todo lo que pudiera para conservarla viva. Empezó a pensar seriamente en adquirir conocimientos sobre su pueblo. Durante dos años se había resistido al deseo de su madre de que tomara lecciones sobre su religión, con el rabino. No tenía tiempo, le había dicho. Había aún muchos libros que deseaba leer, su padre le presionaba para que pasara más horas en el negocio, y él quería viajar. Su madre no le consentiría viajar, lo sabía, hasta que estuviera casado y naciera un hijo. ¡Su hijo! Hasta entonces el niño había sido un mito creado por su madre. Pero percibía en algún lugar recóndito suyo, que no tenía nada que ver con el pensamiento ni con la razón, que debía tener hijos. Si su pueblo estaba siendo asesinado, más debían nacer. Los nacimientos eran un desquite ante la muerte.

Así, por primera vez en su vida llena de placeres, David empezó a pensar más allá de sí mismo. Sentía sus raíces ocultas a través de su madre y de su padre, pero más fuertemente a través de ella. Veía que mientras le había parecido a él que había estado tratando de dominarlo y de negarle su independencia, ella había estado tratando de conservarlo y de salvarlo.

Y luego, de su madre, sus pensamientos pasaron a Leah. ¡Qué hermosa le había parecido la noche pasada! No habían estado juntos solos, y, sin embargo, se habían sentido en comunión, unidos por los mismos lazos de sangre, corazón y espíritu. Era verdad…, el suyo era un pueblo separado y aparte, un pueblo predestinado, señalado por Jehová, el único Dios verdadero. Sentía, con la profunda culpabilidad de la sangre, que había negado a Dios con su vida alegre y descuidada en un país gentil. Mientras su pueblo padecía él había reído, jugado en casas de té chinas, las ociosas tardes de verano en el lago donde él y sus jóvenes amigos chinos navegaban en botes de recreo, el olor de las flores de loto, la música del violín y la flauta de patio a la luz de la luna llena. Recordaba a Kung Chen, el amigo de su padre y Kueilan volvió a su pensamiento en todo su inocente florecer. Conocía su carita como si la hubiera visto un ciento de veces, las delicadas cejas curvas, los redondos ojos negros, la pequeña boca roja de labios gruesos, la piel pálida y hermosa, la esbeltez de sauce de su figura menuda. Pero la conocía porque Peonía también era menuda, su boca también era roja y los ojos estaban iluminados por la risa. ¡Con cuánta frecuencia habían reído juntos! Reprimió su involuntaria sonrisa. Mientras él disfrutaba de la vida, su pueblo estaba siendo arrojado de sus casas. En otras ciudades, entre otros pueblos, yacían muertos los suyos por las calles. Impulsado por esa sensación de culpabilidad, se levantó y fue al encuentro de su madre para decirle que iría con ella a la sinagoga. Después de lo del día anterior, eso la consolaría.

Cuando se hubo lavado y vestido, su camino lo llevó por el jardín de los durazneros; mientras pasaba ante la Puerta de la Luna Llena, vio los árboles en su último florecer reflejados en el quieto estanque oval. La mañana era brillante, el aire cálido, y, a pesar de su deseo de tener pena, una oleada de gozo corrió a través de su cuerpo.

—¡Peonía! —llamó suavemente.

No hubo respuesta. Sin embargo, con frecuencia ella no le respondía cuando estaba en el jardín. Era una cosilla fastidiosa y perversa. Sonrió y dio un paso dentro de la Puerta de la Luna Llena. Era demasiado temprano todavía para ir a la sinagoga y no iría con su madre.

Madame Ezra apenas había dormido de felicidad. Su corazón, con tanta frecuencia solitario en aquella casa, estaba contento. Era Leah se había dicho por la tarde, Leah la que había despertado el espíritu de David aunque sólo fuera por un instante. Despertaría de nuevo…, sí, y el de Ezra también. No; más que Leah era el misterioso camino de Jehová, quien lo había reunido todo en la hora señalada. La caravana había llegado el mismo día que Leah. ¡Qué ciega estaba y qué poca fe había tenido al quejarse de esta coincidencia! Todo había sido dispuesto por Dios: Kao Lien trayendo las noticias de las nuevas persecuciones; Leah entrando en la habitación cuando el corazón de David estaba conmovido de pena, y teniendo fe e ingenio para retorcerlo, convirtiéndolo en arma para estimular su conciencia… ¿Quién sino Dios podría haber hecho todo aquello?

La noche pasada, Ezra, al entrar en su habitación, no se acostó a su lado. En lugar de eso, se había sentado al borde de la cama, reteniéndole la mano, y habían hablado profunda y sensatamente, como un hombre judío con su esposa.

—Naomí —le había dicho Ezra—, quiero que David sea instruido en la ley y en los profetas.

El corazón de ella cantaba alabanzas al Señor cuando él le hablaba. Hacía mucho que el rabino había instruido a David, hasta que el muchacho se había rebelado, y Ezra no la ayudó a dominar su rebelión. En lugar de eso, había dicho que David era ya bastante mayor para ayudar en los negocios y no había tiempo bastante para todos. Triunfante, el muchacho se había ido con su padre, y había hecho sus propios amigos entre los hijos de los mercaderes chinos, y así había ido incluso a casa de Kung, donde había visto a su hija.

—Gracias, Ezra —había replicado ella, haciendo todo lo posible por dominar su alegría.

—No hay nada que podamos hacer nosotros por nuestra casta en el extranjero —había seguido Ezra—. Lo razonable para nosotros es quedarnos aquí, donde al menos estamos seguros.

—Hasta el momento que llegue un profeta para conducirnos a casa —había respondido amablemente madame Ezra.

Ezra tosió.

—Bien, querida mía —dijo. Le dio un golpecito en la mano—. Algunas veces me pregunto porque habríamos de dejar la China. Cuatro generaciones hemos vivido aquí, Naomí, y los hijos de David serán la quinta. Los chinos son muy amables con nosotros.

—Temo semejante amabilidad —había replicado ella. Retiró su mano; pero, alarmada de que fuera a arrepentirse de lo que había prometido, la volvió a poner entre las suyas. No habían vuelto a hablar, y después de un momento él había regresado a sus habitaciones.

El sábado había amanecido, un nuevo sábado, admirable para ella, porque todos iban a la sinagoga juntos. La casa estaba silenciosa, nadie trabajaba. Solamente por encima de las murallas llegaban los ruidos de la calle y las voces de la ciudad gentil. Dios había entrado de nuevo en aquella casa; con pena, era verdad, pero estaba allí. Él siempre estaba más cerca de su pueblo en épocas de penurias.

—¡Desde la muerte clamamos por ti, Jehová! —murmuró ella después de que Ezra se hubo ido. Se preparó para el día, poniéndose sus más ricas vestiduras, un raso con brocado de intenso color de púrpura, con la falda y las mangas ribeteadas en oro.

Y Leah, su hija querida, ¿comprendía lo muy obediente que había sido a la voluntad de Dios? Ni un ápice debía perderse de lo que había hecho el día antes la guía del Señor. Madame Ezra se volvió impulsivamente hacia Wang Ma, que estaba allí para ayudarla a vestirse.

—¡Ve a buscar a esa querida niña, a Leah! —dijo—. No puedo esperar más para bendecirla.

Wang Ma le lanzó una astuta mirada, y, sin hablar, se dispuso a obedecer. Entonces madame Ezra la detuvo.

—No —dijo—. Yo iré a buscarla personalmente.

Wang Ma encogió sus firmes hombros y se hizo a un lado para dejar paso a su señora.

Así fue como Leah, en aquella mañana de sábado, vio a madame Ezra acercarse a su puerta. La muchachita había pasado la noche en saludable sueño, su espíritu en calma. Había obedecido la voluntad del Señor. La víspera, cuando la dejaron sola, se había sentido impulsada a salir y reunirse con los demás. Había atravesado pasadizos y patios; sus pasos eran seguros. Había llegado al gran salón en el mismo momento que el corazón de David estaba conmovido y en su alma resplandecía la ira del Señor. Cuando apartó la cortina en el umbral de la puerta, lo había visto arrodillarse ante el altar, con una espada de plata cruzando sus rodillas. Él había levantado sus ojos hasta los suyos, y el Señor puso palabras en su boca y ella las había pronunciado. Cuando se despertó por la noche, recordaba la cara de David vuelta hacia ella, con los ojos en los suyos, y volvió a dormirse, sonriendo en sueños. Aquella mañana se repitió cómo estaría su padre, si Aarón se portaría bien y si Raquel podría gobernarlo. Después se preguntó tímidamente si David se acercaría a ella o mandaría a buscarla, quizá, o si madame Ezra los reuniría. La noche pasada, en la comida, había estado muy silencioso, pero era natural. Ella había guardado silencio también. Cualquier cosa que fuera a suceder, ya no la temía. Dios estaba con ella.

Llena de tan soñadores pensamientos, por la mañana se había movido de aquí para allá y se había detenido sonriente y mirando al espacio. Paseó por su jardincillo, entró y se sentó, todo con un aire tan feliz y esperanzado, que cuando vio a madame Ezra, salió a su encuentro.

—¡Ah, querida tía! —murmuró Leah.

—¡Hija querida! —respondió madame Ezra, conmovida por su afecto—. Hoy pareces feliz.

—Leah levantó la cabeza.

—Soy más feliz de lo que he sido nunca en mi vida —declaró.

Entraron en la casa de la mano, y cuando madame Ezra se hubo sentado, Leah arrastró una banqueta cerca de ella y se sentó; de nuevo enlazaron las manos. Leah miraba con confianza a madame Ezra. Esto la conmovió tanto, que la garganta se le cerraba con lágrimas. Sentía desbordarse un éxtasis en el corazón y vaciarse su espíritu.

—Inclina la cabeza, hija mía —murmuró—. Demos las gracias a Dios.

Inclinó ella la suya y empezó a murmurar las palabras de su salmo, y Leah se le unió. Cuando terminó el salmo, madame Ezra se quedó un rato en silencio y luego, levantando la cabeza, abrió los ojos y encontró los de Leah.

—Tenemos la bendición de Jehová —dijo dulcemente—. Lo siento. Ahora solamente debemos seguir, paso a paso, el camino que Dios nos indique. ¡Hija querida, el padre de mi hijo quiere, enteramente por su propia voluntad, pedirle al rabino que instruya a David de nuevo en el Tora! Yo he considerado cómo se podría hacer esto y ahora me viene la inspiración. El rabino debe venir a nuestra casa… Debemos estar todos juntos.

—¡Oh! Pero ¿y Aarón? —preguntó Leah ansiosamente.

—Aarón vendrá también —dijo madame Ezra con firmeza—. Pueden vivir en la pequeña ala del Oeste.

—¿Puedo vivir con ellos? —preguntó Leah.

—No, tú te quedarás aquí —replicó madame Ezra. Se le acababa de ocurrir esto en los últimos minutos. Pero le vino tan clara la idea, le pareció tan sencilla, que estaba segura de que Dios inspiraba su imaginación—. Le hablaré a tu padre antes de la oración —siguió—, pero tú se lo dirás a David ahora. No, yo misma se lo diré, y tú vendrás conmigo, y luego hablareis ambos. Después de todo, ayer fue ayer, y hoy es hoy, y cada día debe ser dispuesto por separado para que lleguemos a nuestra meta. —Madame Ezra apretó la mano de Leah, la soltó y se levantó.

—¿Cuál es la meta, querida tía? —pregunto Leah con cierta timidez.

—El matrimonio de David… contigo —respondió madame Ezra serenamente—. Ahora es el momento. Nunca lo vi tan conmovido como ayer.

—¿Ahora, querida tía? —preguntó Leah alarmada.

—Sí, por cierto —replicó madame Ezra.

Se acercó a la puerta mientras hablaba. No quería profundizar más en lo que Leah podría o debería hacer. Deja a dos criaturas juntas, y Dios realizará su obra.

En la puerta se detuvo y se volvió para mirar a Leah. La joven no se había movido. Se sentó, con sus grandes manos fuertes, palma con palma, entre sus rodillas y la cara llena de ansiedad.

—Háblale a David de Dios —dijo madame Ezra bruscamente y se fue.

Un poco después, aun antes de que Leah hubiera terminado de meditar sobre estas palabras, apareció Wang Ma en la puerta.

—Nuestra señora le manda que venga usted al jardín de los durazneros —dijo, y se quedó esperando que Leah se levantara. Y luego la condujo en dirección al Sur, hacia aquel lugar.

El jardín de los durazneros era el lugar favorito de David, según madame Ezra sabía, y allí se había ido ella cuando dejó a Leah. Lo vio de pie bajo un floreciente durazno, solo, con una mirada perpleja en la cara.

—David, hijo mío —había dicho con ternura.

—¿Qué, madre? —Su réplica fue pronto, pero su imaginación estaba muy lejos.

La muerte parecía remota allí en el jardín. El aire del sábado era tranquilo. La alta muralla de la propiedad aislaba incluso los ruidos de la calle. Por lo general, a David le desagradaba el silencio. Al no encontrar allí a Peonía, cualquier otro día se habría dado prisa para salir en busca de amigos o para pasear por las calles viendo qué novedad había ocurrido en la ciudad durante la noche. La ciudad estaba a medio camino entre el norte y el sur y los viajeros se detenían allí para descansar, refrescarse y solazarse en las buenas posadas. Faquires y juglares, con todas las tretas de la India en las puntas de los dedos o grupos de actores ambulantes de Pekín, representaban en los terrenos delante del templo todos los días, o vagabundeaban por las casas de té para engatusar a los huéspedes. Pero aquella mañana no deseaba verlos. Quería quedarse en casa, rodeado por las murallas, cuyas grandes puertas cercadas de hierro se cerraban por la noche. ¡Qué segura era! Imágenes de caras muertas surgían hasta la superficie de su imaginación como hombres ahogados.

—Tu padre y yo hemos decidido que debes empezar el estudio de nuestra Tora, hijo mío —estaba diciéndole a David su madre.

—Estoy dispuesto, madre —dijo él. Interiormente se sintió sorprendido y aun amedrentado ante la coincidencia de su propia voluntad con la de sus padres, pero esto no se lo dijo a su madre.

—Hoy, después que salgamos de la sinagoga, invitaré al rabino a venir aquí y que se quede con nosotros durante algún tiempo —siguió madame Ezra—. Eso hará que sea más fácil para ti. Él puede atender sus deberes perfectamente desde aquí. —Levantó la vista hacia los árboles florecientes—. ¡Qué deliciosas son las flores! —exclamó—. A Leah le encantan. La mandaré a buscar.

Estaba a punto de decir que David debía esperar allí, pero no lo hizo. ¡Que Dios los reuniera! Elevó su corazón con las palabras secretas: «Haz que mi hijo espere aquí, ¡oh, Dios!».

David interpretó el movimiento de su espíritu sin oír sus palabras. Sensitivo y receptor, se sintió impulsado a quedarse donde estaba, bajo los rosados durazneros, y allí permaneció mientras su madre, sonriéndole, se fue; al encontrar a Wang Ma, le ordenó que mandara a Leah ir al jardín de los durazneros. Así David estaba allí todavía, como si sus pies tuvieran raíces en la tierra, cuando llegó Leah con su largo paso ligero hasta la puerta del jardín.

—¡Leah! —dijo, y se fue hacia ella lentamente.

La mañana renovó la magia de la víspera. Los rayos del sol caían sobre ella; su limpia piel pálida lucía impecable; sus ojos eran oscuros. Se había vestido de blanco aquella mañana, un blanco lino chino que le caía hasta los pies, y su cinturón era de oro, lo mismo que la cinta que rodeaba su cabello. Era hermosa, más bella que cualquier lirio. Ante esta palabra, recordó David el poema inconcluso y se preguntó por qué no lo había terminado.

Leah se acercó a él y le tendió las manos, que él estrechó.

—Pareces la mañana —dijo.

Levantó los ojos hasta él y su corazón voló tan directo como un pájaro de su pecho y anidó en el suyo. Desde ese momento lo amó por completo y sólo a él.

«Dios traiga su corazón a mí», rogó Leah. La oración fue tan poderosa y tan sincera, que cantaba a través de su cuerpo. Toda su figura estaba a tono con ella.

Él vio su amor en los ojos, y, sensitivo y receptor todavía, sintió el corazón de ella penetrar en el suyo como un don abrumador. Aunque hubiera sido una extraña, se habría sentido conmovido. ¡Y cuánto más lo conmovió, puesto que Leah no era una extraña, sino de su propia sangre y de su casta! Estaban solos en el jardín. Por encima de ellos se extendía el suave cielo de la mañana de primavera y contra él los tiernos colores de las flores de duraznero y las pequeñas y nuevas hojas verdes. Ante el recuerdo de lo que Kao Lien les había inculcado la víspera, el terror de la muerte y la crueldad de la persecución, sentían una especie de lujuria, de seguridad en torno a ellos.

David vaciló, desgarrado entre algún lejano pasado que no conocía y la infancia placentera que había llevado. Pero ya no era niño. El lejano pasado lo había compartido con Leah. Ellos eran uno dentro de los límites de su pueblo. Le soltó las manos y, dominado por el impulso de su sangre, la rodeó con sus brazos y la atrajo.

Ella se reclinó contra él, inclino la cabeza sobre su pecho y cerró los ojos. «Así responde Dios», pensó con gratitud. David, bajando la vista hasta aquellas largas pestañas curvas, se preguntaba que había hecho él aquel sábado. ¿Habría hecho una elección? En cierto modo, sí, pero no sabía lo que esto significaba.

Entonces, de repente, oyó la voz de su madre que los llamaba:

—¡Hijos!

Se separaron de un salto, cuando ella apareció por la puerta.

—Vamos a comer antes de ir a la sinagoga, porque es hora. David, tus copas de oración… las he dejado sobre tu cama.

La siguieron en silencio, y, en cierto modo, con asombro de su parte, él estaba contento de que su madre hubiera llegado y contento de que el momento en que tenía a Leah en sus brazos fuera interrumpido. A la mirada interrogativa y sonriente de su madre, respondió con una sonrisa, y se preguntó por qué se sentía embustero.

En casa de Kung, mientras David se hallaba en la sinagoga, Peonía estaba hablando seriamente con Chu Ma, despertando el orgullo de la anciana niñera, jugando diestramente con los celos y la ira.

Por la noche se había decidido a hacer esta visita. La comida de la víspera del sábado había sido extraña, silenciosa y llena de sentimientos, en los cuales ella no tomaba parte. Incluso Ezra había estado tranquilo, comiendo como si no le importara lo que comía. David y Leah comieron poco, y solamente madame Ezra conservaba su apetito. Sin embargo, ella tampoco había dicho casi nada, aunque había mirado con frecuencia a David y luego a Leah.

Peonía, sintiéndose excluida, había dejado temprano la habitación y pasado la tarde rehaciendo y puliendo el nuevo poema. Lo llevaría consigo al día siguiente, como una especie de ofrenda para el intercambio que tenía que hacer en la casa de Kung Chen. Ahora, en el patio de servicio de esta casa, estaba sentada en un taburete, bajo una casia, hablando con Chu Ma.

—Pido perdón —dijo Peonía, graciosamente. Así empezó. Luego se alisó el recto flequillo con sus delicados dedos. Lo había desarreglado la brisa.

Chu Ma, que bordaba una zapatilla de raso, levantó los ojos de su trabajo.

—¿Qué mal has hecho? —preguntó riendo.

—No volví ayer, como suponía —dijo Peonía—. Pero escuche mis excusas, buena madre, y perdóneme luego.

Así diciendo, procedió a contarle a Chu Ma cómo había llegado la caravana, las malas noticias de que en los países extranjeros estaban asesinando a los parientes del señor y de la señora, y como se había llenado de duelo la casa, ella temía que fuese mala suerte para la casa de Kung que ella se presentara allí ante semejante duelo.

Peonía parecía triste; dejó caer sus párpados perlinos y prosiguió, dándose cuenta que los astutos ojos de Chu Ma estaban sobre ella.

—Temo haber hablado demasiado pronto ayer —dijo muy suavemente—. Temo no haber leído el corazón de mi joven señor correctamente.

Suspiró. Chu Ma dijo inflexible.

—Joven, no puedo recordar que dijiste.

Peonía sabía que lo recordaba y prosiguió:

—Dije que mi joven señor piensa solamente en su señorita. Yo le di a ella su poema…, ¿recuerda usted? Pero ahora han llevado a casa a la hija del rabino, y temo que hayan empleado hechicerías y logrado que nuestro joven amo olvide incluso su amor.

Chu Ma dio un respingo y se puso en pie. Era muy gruesa, y, mientras luchaba por enderezarse, cayeron de su regazo las tijeras, las sedas y el dedal. Peonía se apresuró a recogerlos.

—Déjalos tirados —dijo Chu Ma con impertinencia—. Mejor será que vengas conmigo y deshagas el daño que has hecho.

Echó a andar y, con un movimiento de la mejilla, indicó a Peonía que la siguiera; así lo hizo ésta, con la sensación de que estaba en un laberinto cuya salida no conocía.

La casa de Kung era grande, más grande que la casa de Ezra, y estaba llena de generaciones de hombres, mujeres y niños, la vida de todos los cuales arrancaba del mismo origen. Las mujeres observaban a Peonía con el rabillo del ojo, y los niños la miraban, pero ella pasaba a su lado con la cabeza modestamente inclinada. Así llegó al patio donde vivían las señoritas que eran hijas de Kung Chen, cabeza de esta gran familia. Había cuatro hijas, pero dos ya estaban casadas y fuera; Kueilan venía en tercer lugar; después de ella había nacido una hija que no era de la misma madre que ella sino de una joven concubina que tomó Kung Chen, lo que luego lamentó mucho, porque ella se enamoró del criado principal. Después de mucho sufrir, los había despedido a los dos, pero había conservado a su hija.

Kueilan estaba jugando a la «cuna del gato», con su hermanita, cuando entró Chu Ma con Peonía detrás. Peonía no había visto nunca a esta señorita tercera y tenía solamente las referencias de David respecto de cómo era. Pero le bastó con mirar a la damita como lo hizo para saber que todo lo que David había dicho, era demasiado poco y que, desde luego, allí estaba la más bella criatura del sexo femenino que nadie pudiera imaginar. Kueilan tenía aspecto infantil y sólo era un poco más alta que su hermanita, a quien Chu Ma envió a otro lado.

—Ama, ¿por qué mandas salir a Lilí? —preguntó Kueilan. Peonía escucho su dulce voz, que aumentaba sus encantos.

Chu Ma no sentía temor ni respeto delante de su amita, así que le preguntó en voz baja, sin esperar respuesta:

—¿Qué has hecho con la carta que te di ayer?

—Aquí está —respondió Kueilan, y sacó el poema de David de su ancha manga de seda.

Chu Ma miró a Peonía con ojos de reproche:

—¿Ves el daño que has hecho? —declaró—. La niña guarda el poema consigo día y noche. —Se volvió de nuevo a su señora—. Dámelo, nena —le ordenó—. No vale nada. Yo lo tiraré.

El rápido cerebro de Peonía estaba en acción. Vio muy bien que en aquella linda muchachita podía tener una amiga y una aliada para conquistar el corazón de David. No había en ella nada fuerte ni valeroso. No, Kueilan era una criatura como una gatita; su mismo rostro era una carita de gato: los ojos rasgados y fáciles a la admiración y con una chispa de travesura en la boca, siempre dispuesta a la risa. En aquel momento parecía medio asustada ante Chu Ma. Apretó el papel y meneó la cabeza.

—Quiero conservarlo —dijo voluntariosa—. No dejaré que lo tires. No quiero… ¡no quiero!

Chu Ma levantó la vista al cielo, y Peonía vio que se preparaba a enojarse, así es que intervino enseguida.

—Señorita, no se preocupe usted. Yo solamente he venido por su contestación. —Y a Chu Ma le dijo en voz baja—: Yo veo lo que pasa aquí. No se enoje, buena madre. Ya verá como remedio el mal que he hecho.

Chu Ma guardó silencio, continuando sólo enfurruñada, y Peonía se acercó más y le habló zalamera a Kueilan.

—¿Ha escrito usted una respuesta, señorita? —preguntó.

Kueilan bajó la vista y negó con la cabeza.

—¿Quiere usted que yo la ayude? —preguntó Peonía enseguida.

Kueilan pareció sorprendida.

—Muchacha, ¿sabes escribir? —preguntó.

—Sé —dijo Peonía, sonriendo—. Si usted me dice lo que desea expresar, yo se lo escribiré.

—Yo sé escribir…, pero no sé qué decir —balbució Kueilan.

—Nuestra señorita nunca le ha escrito a un hombre —proclamó Chu Ma en un alarde de virtud.

Peonía, sin duda alguna, estaba muy amable.

—No necesita usted temer a mi joven amo —dijo—. Es el más bondadoso y el mejor de los jóvenes. No hace jamás daño a nadie. Yo he sido su esclava toda mi vida, y él no me ha pegado nunca ni ha permitido que otros me peguen.

Kueilan la miró con sorpresa.

—¿Ni aun cuando está enojado?

—Él nunca está enojado —dijo Peonía sonriendo.

—¡Oh! —suspiro Kueilan.

Entonces Peonía sacó de su seno el poema que ella había escrito y lo leyó en alto con una voz dulce y suave:

Dentro del capullo de loto, la gota de rocío esperaba.

De madrugada el sol miró hacia abajo y allí la encontró.

Levantola y la puso en una nube.

—Dámelo —exclamó Kueilan. Su carita estaba iluminada de entusiasmo y siguió las tres líneas con la punta de su índice—. Desearía haberlo escrito yo —dijo seriamente.

—Yo se lo doy, señora —dijo Peonía—; es suyo, como si usted lo hubiera hecho.

—¿No le dirá usted nunca a él que yo no lo escribí? —pregunto la niña mimada.

—Nunca —prometió Peonía—. Pero cópielo usted con su letra señora —le sugirió.

—Chu Ma, busca mi pincel, tinta y papel de seda —le ordenó Kueilan.

Se sentó en silencio, como una pequeña reina, dejando a Peonía de pie. Cuando Chu Ma le hubo dado el pincel, la damita, con mucho trabajo de ceremonia, se dispuso a escribir; escribió rápidamente, su rosada lengua entre los labios, hasta que hubo copiado el poema sobre el papel de seda y lo hubo plegado en forma intrincada. Entonces se lo dio a Peonía.

—Lléveselo a él —dijo, y movió las manos en señal de despedida.

Peonía inclinó la cabeza, cambio miradas con Chu Ma y se fue.

Si hubiese regresado por el mismo camino, podría haber atravesado la casa sin ser vista, excepto por Kueilan y Chu Ma. Pero Peonía tenía tanta curiosidad como ingenio, así que no se fue por donde vino. En lugar de eso, se dijo que ya que estaba allí, vería la famosa casa y, sobre todo el gran estanque de los lotos, que se decía que estaba en el patio central. Allí se dirigió, detenida solamente de vez en cuando por un sirviente que le preguntaba que hacía. Respondió fríamente que había llevado un mensaje para la señorita y que estaba buscando la salida principal.

—Este lugar es tan enorme que estoy perdida —decía riéndose.

Así siguió hasta que vio una puerta de luna llena[2]; adivinó que detrás estaba el patio central. Llegó de puntillas hasta la puerta, miró hacia dentro y vio un hermoso jardín. Estaba pavimentado de azulejos verdes, y en el centro había un estanque grande, y en este estanque las hojas de loto empujaban sus capullos puntiagudos. Alrededor de los muros, había durazneros y ciruelos, y las flores escarlata de los granados estaban en plena florescencia. Entre ellos ondulaban las hojas de los bambúes y los pajarillos volaban de aquí para allí. Al mirar hacia arriba, vio en lo alto, sobre los elevados muros, una fina red tendida para retener a los pájaros. Se olvido de todo, atravesó la puerta, caminó suavemente hasta el estanque y miró a su interior. El agua era transparente entre las plantas de loto, y los peces plateados jugueteaban entre ellas. En medio de su placer, oyó la voz de un hombre.

—Hermanita, ¿de dónde has venido?

Peonía se quedó sobresaltada y levantó la vista: allí estaba el dueño de la casa, el propio Kung Chen. Tenía que explicarle porque estaba allí. Se sonrió lo bastante como para que aparecieran dos hoyuelos en sus mejillas, y dijo:

—Me enviaron de la casa de Ezra a buscar un modelo de bordado, y luego, como soy traviesa, no pude resistir la tentación de venir a ver este patio, del cual he oído hablar con bastante frecuencia. Desde luego, todo el mundo ha oído hablar de él. Perdóneme, por favor, señor.

Kung Chen se dio un golpecito en la mejilla y sonrió. Su cara era redonda y bondadosa y sus ojillos agradables. Tenía plácidos labios gruesos y una ancha nariz chata. En aquel día de primavera, vestía una túnica de brocado de seda gris y, para estar cómodo en su casa, no llevaba chaqueta ni sombrero. Sus pies calzaban calcetines de seda blanca y zapatos de terciopelo negro. En sus dos pulgares lucía pesadas sortijas de jade y en la mano derecha llevaba una pipa de plata. Sus cejas eran espesas y diseminadas; la cara afeitada, y esta lisura daba a su rostro lleno un aspecto franco y suave.

—No hay nada que perdonar —dijo bondadosamente—. Disfruta del jardín y del estanque todo el tiempo que quieras. Yo vengo aquí todos los días a esta hora, después de comer, para mirar los peces.

Señaló el agua con la cabeza de su pipa, y ella miró las claras profundidades donde un pez nadaba, sereno y alegre.

—¡Qué felices son! —dijo con aire quejumbroso—. Aquí, en su casa, hasta ellos están seguros y bien alimentados.

—¿Tienen peces en la mansión de tu amo? —preguntó.

Parecía una pregunta ociosa, pero Peonía la tomó como lo que era, el comienzo de otras.

—¡Oh, sí! —respondió enseguida—. Nosotros tenemos estanque y peces y los alimentamos. Tenemos también una perrita.

Kung Chen llenó su pipa y dio dos chupadas.

—Los pájaros son lo mejor —murmuró—. Son hermosos, es agradable escucharlos, y cuando uno los coge en el bosquecillo de bambúes, atraen a otros pájaros. Todas las tardes, a la puesta del sol, traigo mi zorzal cantor a los bambúes; después que le he dado comida fresca, canta, y otros pájaros se reúnen en la red. Yo estoy sentado tan inmóvil, que ellos creen que soy una piedra.

—¡Qué agradable! —dijo Peonía.

—En tales momentos es cuando se vive lo mejor de la vida —respondió él sencillamente.

Peonía esperó. Entre ellos había toda la distancia de su diferencia de sexo, edad y condición, pero no había embarazo. Notaba ella su simplicidad sin edad, su completa y difícil sabiduría. De repente tuvo confianza, y dijo, mirando todavía al estanque:

—No le dije a usted la verdad, honorable señor.

Los ojillos de él chispearon de risa, pero no se rió en alto.

—Ya lo sé —replicó.

Ella le dirigió una mirada a hurtadillas y se rió con él.

—Dímela ahora —le sugirió Kung Chen—. Después de todo…, ¿no somos chinos nosotros?

Ella no pudo captar la verdad directamente.

—Señor, ¿tiene usted odio a los extranjeros?

Abrió él los ojos.

—¿Por qué habría de odiar a nadie? —preguntó con sorpresa. Hizo una pausa y siguió luego amablemente—: Odiar a otro ser humano es meter un gusano en nuestro centro vital. Eso consume la vida.

—Quiero hacerle otra pregunta —dijo Peonía.

—¿Por qué no? —preguntó Kung Chen, muy amablemente todavía.

—¿Daría usted su hijo a una casa extranjera? —preguntó.

—¡Ah! —dijo Kung Chen. Dio dos chupadas más en su pipa—. ¿Por qué no? —volvió a preguntar. Sacudió la ceniza de su pipa—. Ahora déjame proseguir contigo —dijo—. Tu casa tiene un joven señor, y yo tengo abundancia de hijas. Creo que mi pequeña tercera es casi de su edad. Yo tengo buenos negocios con tu señor mayor. Él me trae mercaderías del extranjero que no pueden traer otros. Pronto tendré un contrato en exclusiva…, por el cual pagaré mucho dinero, es verdad. Si estuviésemos emparentados, aunque fuera políticamente, por medio de mi hija, sería un buen negocio. Pero… yo no soy un hombre que sacrifique a su hija por los negocios. Por lo tanto, hablemos con rectitud y filosofía. Cuando los extranjeros vienen a una nación, lo mejor es dejar que dejen de ser extranjeros. Es decir, casemos a nuestros jóvenes y dejemos que tengan hijos. La guerra es costosa; el amor, barato.

Peonía prescindió de toda modestia. Admiraba mucho a Kung Chen y se sentía orgullosa de pensar que era su compatriota. Lo que él había dicho era sabio y bueno. Así que ella prosiguió:

—Mi joven amo vio a la señorita tercera hace unos cuantos días y no ha sido capaz de comer ni dormir desde entonces.

—Bueno —replicó Kung Chen, desenvuelto.

—Él le ha escrito un poema —siguió Peonía.

—Naturalmente —dijo Kung Chen.

—Ella también le ha escrito un poema a él —dijo Peonía.

Ante esto Kung Chen pareció asombrado.

—Mi pequeña tercera no puede escribir poemas —declaró—. Cuando yo le mande a su preceptor que le enseñara a escribir poemas con las demás, él se quejó de que su cerebro no era mayor que el de una mariposa.

Peonía se sonrojó.

—Yo la ayudé —confesó.

Kung Chen se rió.

—¡Ajá! —exclamó—. ¿Tienes ahí el poema?

Después de esto, Peonía sacó el poema, y él lo extendió sobre su gruesa palma suave y lo leyó en alto, con una voz cantarina.

—Muy bueno… para su propósito —declaró—. Pero veo que no has puesto la radical debida sobre la palabra nube.

Indicó la palabra con el humo de la pipa.

—Discúlpeme —dijo Peonía, afablemente.

—Déjalo —le ordenó Kung Chen—. Si está demasiado perfecto él sospechará. Ahora, mejor será que lo remitas a su destinatario. El amor debe ser tomado con la pleamar, antes de que decrezca.

Peonía recogió el poema, hizo una ligera inclinación de cabeza y se fue.

Se sentía mucho más feliz que antes y se preguntó el porqué de ello: encontró que era porque Kung Chen, en cierto modo, la había hecho sentirse identificada con él y con todos los que eran chinos. No estaba solitaria ni sola. En el gran mar de su pueblo, era solamente una, pero pertenecía al mar, y su vida no estaba separada de todos los que la rodeaban.

«¡Oh, qué David se una a nosotros!», pensó. Su cerebro se esclarecía. Ella lo apartaría del pueblo tenebroso y afligido del que había nacido y lo traería a la agradable luz del sol en que vivía el suyo. Él olvidaría la muerte y aprendería a amar la vida.

Así, con el corazón aliviado, regreso a casa y a sus obligaciones. Ezra y David volvían de la sinagoga, y pronto llegaron también madame Ezra y Leah; el sábado prosiguió con los ritos que Peonía conocía tan bien, y en los cuales no participaba. Pero su papel era servir, y lo mismo que la noche anterior había colocado los grandes candelabros delante de madame Ezra para que ella los encendiera y anunciara la entrada de sagrado día, así ahora, cuando estaban reunidos para la comida del sábado, Peonía sirvió vino a Ezra y se quedó de pie mientras él lo bendecía y pronunciaba la oración del sábado. Dirigió el lavado de manos y el servicio de la comida. Cuando un sirviente recién contratado estaba a punto de llevarle a Ezra su pipa, ella meneó la cabeza y frunció el ceño, sabedora de que ningún fuego debía encenderse en aquel día. A solas en su habitación, Ezra podía disfrutar del consuelo de su pipa, pero no aquí.

Así transcurrió el día. Peonía no quiso permitirse ver con cuánta frecuencia David le hablaba a Leah y que, aun cuando no le hablaba, la miraba larga y pensativamente. Al llegar la noche, fue Leah quien llevó a David al patio para descubrir las primeras estrellas de la noche, y él le mandó declarar a Leah que el sábado había terminado.

Peonía corrió a encender las linternas, y nunca estuvo tan contenta como entonces de oír sus salutaciones para otro día, un buen día decía, agradable día común perteneciente a los humanos y no a un Dios extranjero. Ella no había hablado palabra con David durante todo aquel largo sábado, pero no estaba apesadumbrada. Podía esperar.