Peonía se encaró con David.
—¡Parece mentira en ti! —gritó con suave ferocidad—. ¡No decírmelo!
Él era más ligero de pies que ella, pero astutamente la dejaba llegar primero a la puerta. Una vez había mirado hacia atrás y la había visto, e instantáneamente pareció abandonar ella la caza y se deslizó por una calleja lateral de aquel inmenso conglomerado de casas. Miró para atrás de nuevo, y al no verla, había sonreído triunfal y había retardado los pasos. Luego, de repente, apareció ella por un pasadizo, y él comprendió que lo había burlado. Se paró muy cerca, cruzose de brazos y bajo la vista ante sus ojos cargados de reproches.
—Yo no soy esclavo tuyo —declaró.
Su carita encantadora se estremeció, sonrojose y se marchitó ante su mirada como una flor tronchada.
—No —dijo ella con débil vocecita—, soy yo solamente tu esclava, y…, y…, tienes mucha razón… No necesitas decirme… nada.
Él sintió remordimiento al instante.
—Vamos, Peonía —adujo—, te lo diré…, pero solamente si nadie me obliga.
—Mía ha sido la falta —admitió ella—. No volveré a hacerlo. Mira… ¡estás libre!
Cruzó las manos detrás de la espalda. Él extendió sus brazos, pero ella se evadió y se hizo a un lado, y luego se volvió y echó a correr. Ahora era él el perseguidor y ella la que huía… ¡Cómo le entusiasmaba correr! Tenía suerte al ser esclava en aquella casa de extranjeros. Si hubiese estado en una casa china, le habrían vendado los pies para que los tuviera pequeños tan pronto se viese que iba a ser bonita; de manera que si un hijo de la casa llegara a amarla, y la deseara como concubina, no fuera una vergüenza para la familia por tener los pies como los de una sirvienta. Corría ella riéndose ante el ruido que producía él corriendo detrás. Él se reía también, pero ambos apagaron sus carcajadas con el aire secreto de la infancia. Él la cogió como siempre, como ella sabía que la atraparía; Peonía lo empujó y, con un movimiento, se libertó… casi, pero no del todo. Sus brazos eran fuertes. Entonces su agudo oído, rápido para oír pisadas y voces, le advirtió que habían sido vistos.
—Joven amo —gritó—. ¡No debe usted quitarse la vida!
Él soltó los brazos pero era demasiado tarde. Madame Ezra los había visto.
—Peonía —dijo incisivamente—. ¡Olvidas tus deberes!
—Yo lo estaba reteniendo para que no se lanzara al pozo —tartamudeó ella.
—¡Tonterías! —replicó madame Ezra. Pero vaciló. ¿Mentía la muchacha, o estaba, en realidad, intentando contenerle ante la muerte?
David se rió.
—Está mintiendo, madre —dijo con energía—. Estábamos jugando.
A madame Ezra no le agradó esto.
—Es tiempo de que dejes de jugar con Peonía —dijo fríamente. Le agradaba menos que de costumbre ver cuán hermoso estaba su hijo en aquel momento. El color vivo y el porte audaz, que eran su secreta delicia, la alarmaron. Y Peonía también estaba volviéndose peligrosamente bella.
—Arréglate —dijo secamente a la muchacha—. Tienes que acompañarme a la casa del rabino. Tú, David, deberías estar con tus libros.
Se fue con paso firme, por el pequeño patio, a sus habitaciones. David hizo una mueca y se encogió de hombros, y Peonía respondió elevando las cejas y con un suspiro. Luego su carita hizo el más dulce gesto de halago. Contempló la espalda de madame Ezra y se detuvo para poner una manecita, ligera como una flor, en el brazo de David.
—¿Me contarás todo lo de ella?
Sonrió él con entusiasmo, y Peonía le devolvió la sonrisa, una sonrisa tierna, la misma sonrisa, o así le parecía, que había visto con tanta frecuencia en su cara cuando lo miraba.
—Todo —le prometió.
Se separaron, y Peonía se fue a su habitación a prepararse para su obligación de acompañar a madame Ezra. Era un cuarto pequeño, embutido en un pequeño patio particular, pero que se abría en el de Wang Ma, el cual, a su vez, daba a un oscuro pasadizo mohoso que comunicaba con las habitaciones de madame Ezra. La pequeña habitación en que habitaba Peonía había pertenecido a una concubina, tres generaciones atrás; un amor secreto, apenas confesado del bisabuelo de Ezra. Allí también había vivido Wang Ma antes de haberla casado el padre de Ezra con el viejo Wang. El cuarto había permanecido vacío mientras Peonía era una niña demasiado joven para estar sola, pero cuando cumplió los quince años, se lo habían dado. Era un lindo cuartito de paredes blanqueadas, y los grises azulejos del piso pulidos y limpios como la plata. Sobre las paredes que daban frente a ambos lados de la cama había colgado Peonía dos rollos de papel pintado con flores de primavera y de verano, las brillantes hojas de otoño y los nevados pinos de invierno. Los había pintado ella misma. Había asistido a la escuela con David y su tutor durante muchos años; su deber era ir a buscarles té caliente, limpiar sus pinceles y preparar tinta, pero ella había aprendido a leer y escribir. Este aprendizaje, añadido a su fino talento, la había capacitado para escribir versos tan bien como David. Así, en el papel de la primavera, había escrito ella en dos largas líneas de recortados brochazos:
Las flores de durazno se abren en los árboles
sin saber si morirán con las heladas.
Sobre las rama de mimosa del rollo que representaba el verano, escribió:
El sol ardiente abrasa; el trueno retumba en el cielo.
Las cigarras, distraídas, cantan al fin…
Bajo las hojas escarlata del arce, escribió:
Caen las hojas coloradas, y todo el patio está en silencio.
Yo piso las hojas y mueren bajo mis pies.
Bajo los pinos cubiertos de nieve, escribió dos líneas más:
La nieve cubre lo vivo y lo muerto;
los verdes pinos, las flores marchitas.
Leía estos cuatro poemas con frecuencia, preguntándose cómo pudo improvisarlos. Si sería capaz de hacerlos mejor alguna vez, no lo sabía. Pero al presente le llegaban al fondo del corazón y le hacían sentir deseos de llorar.
En aquel momento se movía apresurada por ponerse unos sencillos pantalones y chaqueta oscuros, por sacarse del pelo las flores de durazno, y los brazaletes de oro. Se miró en el pequeño espejo antiguo de su tocador, se echó unos polvos de arroz en el rostro y tocó ligeramente sus labios con crema roja. El cabello se lo arreglaba siempre en una larga trenza, como lo llevaban todas las esclavas para significar que no eran hijas de la casa, pero dentro de ésta llevaba la trenza enroscada en un moño sobre la oreja. La soltó y se cepilló el lacio flequillo negro, recortado, sobre las cejas.
Hecho esto, se apresuro a cruzar los pasadizos hasta que llegó al patio de madame Ezra. Wang Ma estaba dando el último toque a su traje. Era rico y personal y, a juicio de madame Ezra, enteramente judío. No sabía que, durante las generaciones que su familia había vivido en China, los detalles bordados de las mangas y el cuello, los pliegues de la falda, los retorcidos de los botones y pasamanería, se habían deslizado insidiosamente en los trajes de sus abuelas.
Peonía se detuvo un momento en la puerta, tosió ligeramente y preparó una sonrisa. Madame Ezra no se volvió. Solía ser conversadora y bondadosa con sus sirvientes, pero los últimos días mientras su imaginación estaba ocupada en las fiestas de Pascua y todo su ser se sentía renovado por la fe de sus antepasados, no parecía agradarle la confianza que existía entre David y Peonía. La verdad es que la chica había sido comprada como compañera y, al mismo tiempo, sirvienta del niñito solitario que él había sido, pero los años habían transcurrido demasiado pronto. Se reprochaba por no haber prestado atención a aquello antes de que hubieran sido mayores; ahora su hijo era ya un hombre, y Peonía una mujer. Se sentía inclinada a sentirse molesta y a ser dura con Peonía, la cual por instinto debería haber comprendido el cambio.
Todo esto lo interpretaba Peonía perfectamente, y permanecía silenciosa, con paciente gracia, hasta que madame Ezra se decidiera a hablar. Cuando una horquilla de oro se escurrió de entre las manos de Wang Ma, saltó ella a recogerla, tan flexible como una gatita, y la puso personalmente en el pelo de madame Ezra. Al hacerlo, cruzó su mirada con la de la señora en el espejo, y sonrió. Madame Ezra miró con severa fijeza los alargados ojos negros de la pequeña sierva, y luego, después de uno o dos segundos, devolvió la sonrisa.
—Eres una pícara —dijo—. Estoy muy enojada contigo.
—¿Por qué, señora? —preguntó Peonía con tristeza. Luego, con rápida franqueza, continuó—: No me lo diga… ¡Ya lo sé! Pero está usted completamente equivocada, señora mayor. Conozco mi lugar en esta casa. Y sólo deseo servirla a usted, señora mía. Lo que usted me mande hacer, lo haré. ¿Qué hogar tengo yo a no ser esta casa? ¿Cómo voy a atreverme a desobedecerla?
Estaba tan bella, tan razonable, tan complaciente, que madame Ezra no pudo menos de ablandarse. Era cierto que Peonía dependía enteramente de ella, y, aunque sabía tan bien como siempre que bajo aquella amabilidad y dulzura había algo firme y prudente, sin embargo, razonaba, era difícil que Peonía destruyera su propio bienestar… Si había una atracción juvenil entre la sierva y David, Peonía no cedería a ella si eso significaba la pérdida de todo lo demás… Así sería, se dijo madame Ezra para sus adentros. Si llegaba a ver siquiera indicios de que había algo más, entre David y Peonía, de lo que debe haber entre una sirvienta joven y un joven, en tal momento casaría a Peonía con un labrador.
Tan bien como si hubiera hablado, conocía Peonía los pensamientos que había dentro de la bella cabeza de madame Ezra. Había adquirido tan por completo el hábito de tal descubrimiento, que le bastaba quedarse en silencio, vaciar su cabeza, esperar y recibir, para que pronto en su cerebro, imperceptiblemente, como las pisadas de un ratoncito, entraran los pensamientos de los demás. Casarse con un labrador era el destino común de las siervas que salían de su hogar. Pero ella tenía aún menos esperanzas que en un hogar chino. Los judíos no toman concubinas, había declarado con frecuencia madame Ezra…, al menos los buenos judíos. Su Dios, Jehová, se lo prohíbe.
Como madame Ezra no le respondió, se deslizó hacia atrás rápidamente y luego siguió a su señora hacia la puerta. Unos minutos más tarde estaba en su sencilla silla de manos corriendo por la calle detrás de la de madame Ezra, provista de cortinas de raso. Miraba a través del cuadrito de vidrio incrustado en las cortinas de enfrente y veía por delante un trozo cuadrado de la calle. La calle era lo que había sido siempre durante toda su vida y a través de siglos, antes de que ella hubiera nacido. Era una calle ancha, pero, por ancha que fuera, estaba siempre atestada de gente. A ambos lados, los edificios bajos de ladrillo y piedra se hallaban abiertos. Eran tiendas de muchas clases, pero detrás de ellas había hogares donde los hombres, las mujeres y sus hijos vivían juntos, felices o no, pero con seguridad. La calle era sombría y fría, porque los tenderos habían extendido esterillas de caña entretejidas, colocadas en un armazón de bambú, sobre sus umbrales. Los aguadores habían vertido sus cubos de madera al pasar, y las piedras húmedas de la calle rezumaban frescura. Los niños corrían y se arrastraban por todas partes, mezclándose a la gente. Las amas de casa regateaban con los vendedores de legumbres frescas y levantaban los peces vivos, y los hombres seguían su camino hacia las casas de té y los negocios. Por todas partes había vida, vida vulgar y buena, pero ella no tomaba parte en la misma, pensó Peonía con tristeza.
Mientras sus ojos observaban la escena que conocía tan bien, sus pensamientos se consagraban a ella misma. Los años habían pasado demasiado rápidamente para ella también. Habían sido unos años felices y buenos, pero había temido que al llegar a mujer hubiera un cambio. Se había sentido casi una hija de la casa, aunque no del todo, y en los últimos días, durante la fiesta extranjera, se había dado cuenta de lo ajena que era a la familia que la había comprado. Forzando su imaginación todo lo que podía, no conseguía recordar la cara de su madre ni la voz de su padre. Una niña errante, robada quizá de su casa, o vendida, había sido vuelta a vender de nuevo.
—¿Quién me vendió a usted, señora? —le había preguntado una vez a madame Ezra.
—Un traficante de niños —le había replicado madame Ezra.
—¿Tenía muchos como yo? —preguntó después.
—Tenía veinte niñas y dos chicos —había intervenido Wang Ma—. No comprendo, señora, que no adquiriese usted un niño para nuestro joven amo.
—El padre de mi hijo quiso la niña —había replicado madame Ezra—. Creo que se encaprichó con Peonía porque tenía los ojos tan grandes. Tú eras muy delgadita, hija mía. Recuerdo que comías tanto, que nos dabas miedo.
Al marchar por la calle atestada de gente, en lo alto sobre los hombros de los portadores, consideraba Peonía su suerte. Fuera de la casa de Ezra, no conocía ninguna, no tenía ningún amigo. Todos eran extraños para ella como los que pasaban por la calle. Las lágrimas llenaron sus ojos. ¿Adónde podía ir ella en busca de amigos o de familia? Por lo tanto, debía quedarse donde estaba y apegarse a la única casa que conocía.
«No tengo ninguna», pensó con pena.
Y luego negó esto con la dura sinceridad que había en lo más recóndito de su corazón. Se estaba mintiendo a sí misma. Quería quedarse en casa de Ezra porque no podía soportar la idea de dejar nunca a David. «David» le llamaba en su corazón, siempre le llamaría así, por más que obligase a sus labios a decir «amo».
«Yo lo quiero —pensó—. No deseo irme, así me dieran lo que fuese, a cambio de él».
Eso declaraba a su propio corazón. Con la verdad, una paz clara descendió sobre ella. Sabía lo que quería y lo tendría. Quedaba solamente la cuestión de cómo conseguirlo y conservarlo.
La casa del rabino estaba al lado de la sinagoga de la calle del Tendón Arrancado. Hacía mucho que a la calle la llamaban así a causa del misterioso rito de los judíos de arrancar los tendones de la carne antes de comerla. Los chinos llamaban a la sinagoga el Templo del Dios Extranjero. Pero los judíos la llamaban el Templo de Dios. Una vez, los que pasaban delante se extrañaban del ruido de llanto que salía del interior. El llanto había cesado con el transcurso de los años, y desde entonces los únicos ruidos que salieron de la sinagoga fueron unos cantos lentos y largos como lamentos, cada siete días. Aun el tono del canto se había vuelto más débil cuantos más años pasaban, y los que ahora cruzaban por delante, tenían que detenerse y escuchar, si querían oír las voces detrás de las pesadas puertas cerradas. El edificio mismo se iba cayendo en lenta rutina. Los tifones de cada verano desgajaban las cornisas y parte de los aleros, y cuando caían las piedras, no eran reemplazadas.
La misma decadencia iba manifestándose dentro de la casa del rabino, que quedaba próxima a la sinagoga. El moho crecía entre las baldosas del patio a través del cual madame Ezra y Peonía entraron, mientras que sus sillas de mano esperaban delante de la puerta. El viejo Wang había sido enviado por delante para anunciar la visita de madame Ezra, y ahora las recibía a la puerta de la sala de visitas.
—El profesor estaba dormido, señora —explicó—. La señorita, su hija, estaba sola en la cocina, y corrió a peinarse el cabello y a cambiarse de traje. Me pidió que le rogase a usted que se sentase. Ella vendrá en seguida con su padre.
Madame Ezra inclinó la cabeza, atravesó el umbral y entró en la sala de visitas. Se llamaba sala, aunque en la actualidad era sólo una pequeña habitación arreglada con muebles vulgares. Pero estaba limpia, y Leah había puesto algunas perfumadas lilas blancas en un jarro que había sobre la mesa. No se servía té en aquella casa. Porque eso era una costumbre china. Madame Ezra se sentó y señaló una banqueta a Peonía.
—Siéntate, hija —dijo—. No tienes por qué estar de pie mientras estemos solas. Y tú, viejo Wang, puedes volver a casa, a tu trabajo.
El viejo Wang hizo una inclinación de cabeza y se fue, y madame Ezra esperó en la silenciosa salita. Puesto que ella no hablaba, Peonía no lo hizo tampoco. La muchachita estaba sentada con gracia, erguida sobre el taburete de madera, sus manecitas cruzadas en el regazo. Sabía perfectamente cómo sentarse cómoda, esperando; su mirada era agradable y complaciente. No había impaciencia ni apuro en su porte. Cuando, a los pocos minutos, oyeron unos pasos inciertos, se levantó y ocupó su puesto detrás de la silla de madame Ezra.
Así estaban cuando la cortina de hilo de azul desvaído fue corrida y entró Leah conduciendo a su padre, el viejo rabino. Caminaba éste con un largo cayado en la mano derecha, su brazo izquierdo apoyado en el hombro de Leah. El rabino había sido alto en su juventud, de bastante más altura que el hombre medio, y todavía era alto, a pesar de la inclinación de la edad. Llevaba las ropas de su pueblo aquella mañana, como siempre, y, aunque remendadas, estaban limpias. Blanca como la nieve eran también su barba larga, y su piel era limpia y clara a pesar de las arrugas.
—Hija mía —saludó el rabino a madame Ezra.
Se levantó y se adelantó para recibir al anciano, y él le tocó la mano con delicadeza y, después, rápidamente, la cabeza en señal de bendición. Leah lo condujo a la silla que había frente a aquella en que madame Ezra se había sentado.
—Siéntate, por favor, tía —dijo Leah, y cuando madame Ezra lo hubo hecho, acercó una banqueta alta a su padre. Entonces, vacilante, miró a Peonía—. Usted…, ¿quiere sentarse? —preguntó.
Peonía inclinó dulcemente la cabeza.
—Gracias, señorita; yo debo estar en disposición de ayudar a mi señora —respondió afablemente.
Leah se sentó. Nada podía haber marcado más claramente que aquello el cambio de su infancia, cuando ella y Peonía eran dos niñitas que compartían con David juegos infantiles, y el momento presente, en que una era esclava y la otra joven señora de la casa de su padre.
—Yo debería haber despertado ya hace mucho —dijo el rabino, con una voz que sorprendía por lo fuerte para su edad—. Pero la verdad es, hija, que nuestras fiestas de Pascua excitan recuerdos tristes para mí y paso las noches despierto con pena. Estos pobres ojos… —se tocó los ojos ciegos— todavía pueden llorar, aun cuando ya no pueden ver.
Madame Ezra suspiró.
—¿No lloramos todos nosotros juntos en el exilio?
—Yo me hago viejo —siguió el rabino—, y mi hijo es demasiado joven todavía para ocupar mi lugar. ¿Dónde está Aarón, Leah?
—Salió esta mañana temprano, padre, y no ha vuelto —replicó Leah.
—¿Dijo adónde iba? —preguntó el rabino.
—No, padre.
—Pero deberías habérselo preguntado —insistió el rabino.
—No quiso decírmelo, padre —repuso Leah, afablemente.
Ante la magra figura desvaída del anciano, la belleza de Leah resultaba sobrecogedora. La clara luz del sol de primavera caía sobre el suelo de azulejos, formando un cuadro de pura luz, e iluminaba su belleza dándole vida. Era esbelta pero redondeada, de aspecto fuerte y rica en colorido, y, sin embargo, una vaga timidez comunicaba cierta modestia a su porte, que era casi juvenil. Sus labios, gruesos, estaban rojos aquella mañana, y los ojos eran casi perfectos en su forma y su color castaño oscuro, las pestañas, largas y curvas, y las cejas oscuras. El cabello también era ondulado, y aquella mañana se lo había apartado de la cara y atado con una cintilla de raso en la nuca. Su vestido era una túnica sencilla de grueso lino, blanca. Le caía hasta los pies y estaba ceñido alrededor de su esbelta cintura por una ancha banda roja, del mismo raso que le ataba el cabello. Las manga eran cortas y sus lechosos brazos estaban desnudos.
Peonía, bajo el amparo de sus pestañas rectas, observaba esta belleza con admiración apreciativa. Su cerebro jugaba en torno a la bella muchacha con interrogaciones y dudosas respuestas. En el caso de que entrara en casa de Ezra como esposa de David, ¿sería ella bastante perspicaz para ver todo lo que pasaba bajo aquella ancha frente? ¿Protestaría, o impondría prohibiciones, o se llevaría a David otra vez lejos, siguiendo los sueños de su pueblo?
—Aarón no debería salir sin decirle a usted dónde va, padre —estaba diciendo madame Ezra.
—Es joven —suspiró el rabino.
—No tanto como para no recordar su deber —dijo con firmeza madame Ezra—. Es el único para seguirle a usted, padre, y debe recordar su deberes para con su pueblo. Si fracasa, no quedará ninguno para llevarnos a casa cuando llegue el momento.
—¡Oh, quién me otorgara que eso llegase mientras viva! —se lamentó el viejo rabino.
—Pero nosotros debemos estar listos, aun cuando no llegue todavía —dijo madame Ezra con fervor—. Hay que reparar la sinagoga, padre, y tenemos que dar vida a lo que queda de nuestro pueblo. Tal como van las cosas, nuestros hombres están olvidando y nuestros hijos no conocen nuestra herencia. Debería usted imponer a Aarón la tarea de recoger fondos para las reparaciones. Es una buena idea, padre… Yo le prometo quinientas monedas de plata como iniciación.
—¡Ah, si todo nuestro pueblo fuera como usted! —replicó el viejo rabino—. Pero es una buena idea, ¿eh, Leah? Aarón puede ocuparse de eso, lo que le daría algo que hacer.
—Sí, padre —dijo Leah, dudosa. Miraba la laguna de luz que rodeaba sus pies.
«¡Qué gente extraña era aquel pueblo extranjero!», estaba pensando Peonía. El hermoso anciano, la bella muchacha e incluso madame Ezra, guapa y majestuosa, se abrasaban todos por dentro. ¿Y por qué resplandecían sus ojos y sus caras iban adquiriendo una expresión de transporte y sus voces aumentaban en gravedad mientras hablaban? Algún espíritu salía de ellos y los envolvía en una magnífica unidad que la excluía a ella. Sus ojos cayeron sobre las manos de Leah, estrechamente unidas sobre sus rodillas. Eran como las manos de un muchacho, de dedos cuadrados, con las puntas fuertes y toscas. Peonía miró sus manecitas, que reposaban sobre el respaldo de la silla de madame Ezra…, manos suaves, estrechas, pequeñas, de dedos afilados, como deben ser los dedos de una chica. Las manos de Leah eran como las de madame Ezra, excepto que las de madame Ezra no estaban ajadas por el trabajo. Eran suaves y gordezuelas y llevaban sortijas en los índices. Leah no llevaba sortijas.
—Sin embargo, no he venido a hablar de la sinagoga —seguía diciendo madame Ezra.
El rabino inclinó su plateada cabeza. Un pequeño bonete negro cubría su coronilla, y el pelo se le rizaba en las puntas.
—¿De qué, entonces, hija mía? —preguntó cortésmente.
—Yo no sé si Leah debería quedarse o irse mientras hablo —dijo madame Ezra, mirando bondadosamente a la muchacha.
Leah se levantó.
—Me iré.
—No —decidió madame Ezra bruscamente—. ¿Por qué has de irte? Tú no eres una niña, y nosotros no somos chinos. Es completamente permisible hablar de tu matrimonio delante de ti.
Leah volvió a sentarse vacilante. Peonía la observaba de reojo, por debajo de sus pestañas. Ante la palabra matrimonio, un rojo intenso y rico inundó a Leah desde la nuca y los hombros, se deslizó por sus mejillas y llegó a las raíces de su cabello. Al observarlo, Peonía sintió que la sangre se le escapaba de su cara, y su corazón empezó a latir lenta y pesadamente. La conversación seguía delante de ella como lo más natural, porque ¿quién iba a considerar si una sierva tenía corazón? Madame Ezra, con su perspicacia, podía pensar también que era bueno que ella oyera la conversación sobre el casamiento de David. Peonía bajo la cabeza y se quedó como una pequeña imagen de mármol, las manos unidas plegadas sobre el respaldo de la silla de madame Ezra.
—El matrimonio —repitió madame Ezra—. Es tiempo, padre, de hablar de nuestros hijos. El mío ya no es un niño.
—Leah no tiene más de dieciocho años —dijo el rabino vacilante—. Además, ¿qué haría yo sin ella?
—A los dieciocho años se es mujer —replicó madame Ezra—, y usted no puede retenerla para siempre. Podemos tomar una buena judía para ocupar su lugar. Yo me encargaré de eso. Conozco lo que hace falta…, Raquel, la hija de Elí, y esa mujer con quien él se casó…
—Una china —dijo el rabino, todavía más vacilante.
—En parte sólo —dijo con firmeza madame Ezra—. Es difícil encontrar ahora sirvientas que sean solamente de nuestro pueblo. Yo mismo utilizo sólo chinas. Es mejor no mezclarlas. Pero, para ocupar el lugar de Leah aquí desde luego deberemos tener una mujer que comprenda los ritos y pueda ayudarle. Raquel sabe bastante de eso. Y su marido ha muerto.
—Era chino —dijo el rabino quejumbroso.
—Todo lo que podemos conseguir en esta época es que nuestros hijos se casen con mujeres de nuestro pueblo —replicó madame Ezra—. Por eso es por lo que quiero que se case mi hijo ahora. ¡Leah tú debes ayudarme!
Una mirada de inquietud pasó por los profundos ojos de Leah.
—¿Cómo puedo ayudarla? —murmuró.
—Debes venir a visitarme —dijo madame Ezra—. Es natural y justo que a tu edad, cuando estás empezando a ser mujer, vayas a visitar a la amiga de tu madre. Ella y yo éramos como hermanas y hace mucho que tengo metido en la cabeza que tú deberías venir conmigo.
Fueron interrumpidos por un ruido en la puerta. Aarón entró impetuosamente, pero se detuvo confundido ante la inesperada visita.
Hizo un gesto de azoramiento.
—¡Aarón! —murmuró Leah, angustiada.
—¡Hijo mío! —grito el rabino—. ¡Qué suerte! Ahora podemos hablar contigo. Aarón, siéntate, hijo mío, cerca de mí.
El rabino buscó una silla a tientas, pero Aarón no se acercó a él. Se sacó el turbante y se enjugó la frente. Fue Leah la que se levantó y movió la silla, poniéndola cerca de su padre, y se la señaló a su hermano. Éste se sentó, tratando de dominar su agitada respiración.
—¿Por qué has corrido? —preguntó el rabino.
—Porque quise —respondió Aarón de mal humor.
Era un joven pálido y menudo, de ojos pequeños y negros, muy juntos a cada lado de una estrecha nariz ganchuda. Su rizoso cabello asomaba, desaliñado, por debajo del turbante.
Madame Ezra lo contempló con desagrado.
—No tienes el aspecto que debe tener el hijo de un rabino —dijo majestuosamente—. Pareces tan vulgar como un hijo de cualquiera.
Aarón no respondió. En lugar de eso, le dirigió una impertinente mirada, hiriente por su hostilidad.
—¡Aarón! —volvió a murmurar Leah.
—¡Cállate! —ordenó brutalmente, en voz baja.
—Hijo mío, ¿no saludas a nuestros visitantes? —preguntó el rabino.
—Prosigamos con nuestra conversación —dijo madame Ezra.
—Sí, sí —murmuró el rabino—. Aarón, madame Ezra quiere que Leah vaya a pasar una temporada con ella.
—¿Y quién nos va a cuidar a nosotros? —inquirió rudamente Aarón.
—Vendrá Raquel —replicó madame Ezra.
—¿Te molesta que vaya, Aarón? —preguntó Leah, algo tímidamente.
—¿Por qué ha de molestarme? Haz lo que quieras —replicó él. Sus ojos giraron por la sala, cayeron sobre la silenciosa Peonía, y allí se fijaron. Sintió ella su grosera mirada, y no levantó los párpados.
Entonces madame Ezra lo vio, y se sintió enojada. Se levantó, interponiéndose entre los dos.
—Decidámoslo así, padre. Leah puede venir mañana. Yo enviaré una silla de mano para ella, y Raquel vendrá a una hora temprana. Leah, tú puedes decirle todo lo que haya que hacer. Y no fijes día para tu regreso. Puedo tenerte una larga temporada.
Madame Ezra sonrió y le hizo un saludo con la mano a Leah, que se había puesto de pie cuando ella se levantó. Luego se inclinó para decirle adiós al rabino y dejó la sala sin prestar atención a Aarón. El rabino se levantó también y, apoyándose en el brazo de Aarón, siguió a madame Ezra hasta la puerta. Leah marchaba al otro lado, y Peonía iba delante para preparar a los portadores de sillas.
Así regresó madame Ezra a su casa. No se sentía muy complacida con sus propios pensamientos; Peonía podía verlo. Estaba muy silenciosa cuando llegó a sus habitaciones y dio unas órdenes breves para la preparación del pequeño patio del Este para Leah. Peonía se quedó para recibir órdenes y cuando las hubo oído se volvió y salió para cumplirlas, pero oyó que madame la llamaba desde la puerta del patio.
—Las jóvenes tienen instintos naturales —le dijo madame Ezra a Peonía—. Prepara esas dos habitaciones como puedas imaginar que le gustaría a Leah, con los papeles pintados y los floreros, las flores y los perfumes que más le satisfagan.
—Pero madame, ¿cómo puedo saber yo lo que más puede satisfacer a una dama extranjera? —inquirió Peonía. Afrontó la fija mirada de madame Ezra con una mirada inocente y abierta.
—Trata de imaginarlo —dijo secamente madame Ezra, y la mirada inocente vaciló y se desvaneció.
Fuera, en el húmedo corredor, Peonía se quedó quieta durante un minuto. Luego se movió con decisión. Fue a su habitación y con rapidez se quito las sombrías ropas de calle y se puso la chaqueta y los pantalones de seda de suave color rosa. Se lavó las manos y la cara con agua perfumada, recogió la trenza de nuevo sobre una oreja y clavó un enjoyado alfiler en su moño. De la otra oreja se colgó un pendiente con una perla negra. Se tocó los labios y las mejillas con bermellón, y se empolvó la cara con finos polvos de arroz. Luego se deslizó a través de los pasadizos secretos de la casa antigua, que iban a abrirse dentro de los patios donde vivía David, cerca de su padre.
La casa había sido construida hacía cientos de años por una familia china numerosa y rica, y varias generaciones le habían añadido patios y pasadizos para servir sus necesidades y sus amores. Muchos de éstos estaban cerrados y no se utilizaban ya; pero Peonía, en sus exploraciones con David, los había descubierto, hasta que, conforme los años de su infancia pasaban, les fueron siendo familiares. Estos caminos quedaban debajo de las superficies superiores de la casa, como una norma secreta para una vida también secreta. La casa era el mundo de Peonía, donde vivía con la familia a la cual pertenecía, y sin embargo, donde sentía con más frecuencia que vivía sola era cuando pasaba horas seguidas en algún patio olvidado, cubierto de maleza, soñando y meditando. Pero sabía que hasta entonces no había permanecido realmente sola, pues David estaba con ella.
Conforme seguía su camino secreto, el miedo hacía presa de ella. Bien sabía —siempre lo había sabido— que algún día le sería dada a él una esposa. Pero no había pensado que tal esposa pudiera separarlos. Continuarían su intimidad de hombre y mujer apenas observada, apenas percibida en medio de la familia. Pero si traían a Leah, ¿permitiría ella esto? ¿Podría ocultarse algo a los ojos extranjeros de la muchacha? ¿No lo exigiría ella todo de David: cuerpo, cerebro y espíritu? Moldearía la conciencia de él a su propia imagen, le enseñaría a adorar al Dios de sus padres; David se uniría a Leah exclusivamente y no habría lugar para otro corazón. Peonía, sin duda alguna, temía a Leah, porque sabía que Leah era una mujer bastante fuerte para conquistar a un hombre por completo y retenerlo. Sus ojos se inundaron de lágrimas. Tenía que ver inmediatamente a David, volver a ganárselo, renovar cada plazo. Impetuosamente, osando desobedecer incluso a madame Ezra, a pesar de su temor, corrió silenciosamente sobre sus pies calzados de raso y entró en la biblioteca, donde solía estar David a esas horas con sus libros.
Lo encontró ante la mesa de escribir, los libros apartados a un lado. Cuando se paró en el umbral, estaba mirando con atención una hoja de papel, apuntando a sus labios con el pincel de pelo de camello. No la vio, y ella esperó, sonrosada y sonriente, preparada para que él levantara los ojos. Como no se diera cuenta, se rió suavemente y entonces David levantó la vista, la mirada pensativa y distante. Fue entonces hacia él, y, sacando su pañuelo de seda de la manga, se inclinó y le limpió los labios manchados de tinta.
—¡Oh, qué labios! —murmuró—. ¡Mira!
Le mostró la mancha en el pañuelo, pero él estaba abstraído todavía.
—Dime una consonante de lirio —le ordenó.
—Martirio —replicó ella con toda travesura.
—¡Qué tonta eres! —replicó David. Pero dejo el pincel.
—¿Qué estás escribiendo? —inquirió Peonía.
—Un poema —replicó él.
Ella le arrebató el papel, él se lo arrebato a su vez, y entre ambos lo desgarraron en dos.
—¡Mira lo que has hecho! —gritó él, furioso—. ¡Es la quinta vez que lo he copiado!
—Supongo que es para tu mentor —gritó Peonía, y empezó a leer el poema desgarrado, con voz alta y dulce.
Sorprendí, de repente, un jardín descuidado,
un espacio aromado por las flores,
pero todas las flores se abatieron ante un lirio.
—¿Qué lirio? —inquirió Peonía—. Yo creía que habías dicho que ella parecía un cervatillo. La misma muchacha no puede parecer un lirio y un cervatillo.
—No es exactamente como un lirio…, es demasiado pequeña. Yo quería decir orquídea, una pequeña orquídea dorada, pero no hay nada que rime con orquídea.
Peonía arrugo el papel en la mano.
—No sirve para nada que le escribas poemas, sea ella lo que fuese —declaró.
—¡Eres una pícara perversa! —gritó él. Le agarró la mano y la obligó a soltar el papel y lo alisó. Luego la miró, recordando sus palabras—. ¿Qué quieres decir con eso? —exigió.
Ella hizo una pausa y luego contestó con firmeza:
—Viene Leah.
—¿Aquí?
Le alegraba el horror que veía en sus ojos, e hizo una señal de asentimiento con la cabeza.
—Viene mañana, y es realmente muy hermosa. Nunca me fijé antes en lo hermosa que es… ¿Por qué no conservas el poema? A ella le iría bien lo de lirio.
—¿A qué viene? —preguntó David, mordiéndose el labio inferior.
—Ya lo sabes…, ya lo sabes —respondió ella—. Viene para casarse contigo.
—Deja de fastidiarme —le ordenó. Se puso de pie y la asió por las muñecas, reteniéndola con firmeza—. Cuéntame, ¿mi madre le dijo eso a ella?
Peonía asintió con la cabeza.
—Yo fui con tu madre a casa del rabino y lo oí todo. Van a reconstruir el templo de vuestro Dios extranjero… Y Leah va a venir aquí.
—Si mi madre cree… —empezó a decir David.
—¡Ah, ella hará lo que quiera! —declaró Peonía—. Es más fuerte que tú. ¡Te hará casar con Leah!
—No puede…, yo no quiero… Mi padre me ayudará…
—Tu padre no es tan fuerte como ella.
—¡Pero nosotros dos juntos!…
—¡Ah! Por suerte, ellas también son dos —le recordó con aire de triunfo—. Leah y tu madre… Ellas son más fuertes que tu padre y tú.
Sentía un extraño deseo de herirlo, de hacerlo sufrir, para que le tuviera que pedir ayuda. Entonces lo ayudaría. Levantó la vista hasta sus ojos y vio la duda deslizarse en ellos.
—¡Peonía, tienes que ayudarme! —murmuró.
—Leah es hermosa —dijo ella tozudamente.
—Peonía —le rogó—, yo amo a otra. ¡Tú lo sabes!
—A la hija de Kung Chen. ¿Cuál es su nombre?
—Ni si quiera sé su nombre —gruñó él.
—Pero yo sí —dijo Peonía.
Ahora lo tenía en su poder. Le soltó las muñecas.
—¿Cuál es su nombre? —demandó.
—Tú casi estabas en lo cierto… al quererla llamar orquídea —dijo ella con gazmoñería—. Su nombre es Kueilan.
—Orquídea Preciosa —repitió él—. ¡Ah, mi instinto me lo decía!
—Si tú lo deseas, yo misma le llevaré el poema… cuando lo hayas terminado —dijo Peonía, dulcemente.
Él abrió el cajón de la mesa y sacó una hoja nueva de papel.
—Ahora ayúdame rápidamente a hacer la última línea —le ordenó.
—No pongamos flores —sugirió Peonía—. ¡Las flores son muy vulgares!
—Flores, no —dijo él con vehemencia—. ¿Qué le gustaría a ella en lugar de eso?
—Si fuera yo —dijo Peonía—, me gustaría recordar a alguien…, al que yo amara…, una fragancia… cogida en los vientos de la noche… el rocío a la salida del sol…
—El rocío a la salida del sol —decidió él.
Colocó David su papel y el pincel, y ella le tocó la mejilla con su palma.
—Mientras tú escribes —dijo con ternura—, voy a hacer algo que ordenó tu madre.
No la oía, ni supo que lo había dejado. En la puerta miró ella hacia atrás. Cuando lo vio absorto, sus rojos labios cobraron más firmeza y sus ojos brillaron como negras joyas, y se fue a cumplir la tarea de preparar las habitaciones de Leah.
Deseaba con todo su corazón dejar aquellas habitaciones como estaban, limpias pero desnudas. ¿Por qué había de poner su mano en nada más? Luego suspiró. Se sabía demasiado clemente para culpar a Leah, que era buena. Se levantó de mala gana, y fue por otras habitaciones de la casa, y escogió en una y en otra cosas bellas: un par de vasos multifloridos, una caja laqueada, un par de papeles pintados, cada uno con su verso debajo de los árboles en flor, y una banqueta hecha de bambú dorado, un tiesto de bulbos florecientes, y llevó estas cosas a las habitaciones de Leah y las colocó adecuadamente.
Cuando todo estuvo listo, se quedó de pie mirando alrededor: entonces sintiendo su deber cumplido, cerró las puertas. Luego se detuvo en el patio y meditó. David debía de tener ya terminado su poema. ¡Volvería junto a él para conocer su voluntad! Se fue otra vez con los pies silenciosos, a través de los patios, hasta la sala de estudios de David, y miró dentro. No estaba allí.
—¿David? —llamó suavemente, pero no hubo respuesta. Dio unos golpecitos con los dedos en el escritorio.
En la hoja de papel había escrito él sólo una línea:
Dentro del capullo de loto, la gota de rocío esperaba…
Entonces había soltado el pincel. Palpó la punta… ¡El pelo de camello estaba seco! ¿Adónde habría ido, dónde habría estado durante tantas horas?
Miró la habitación vacía, cubierta de hileras de libros, y toda percepción, demasiado sensitiva, husmeó el aire. Confusión… ¿Qué confusión había hecho presa de él? Ansiaba correr, buscarlo, encontrarlo. Pero su vida la había adiestrado en la paciencia. Se quedó dominada y quieta. Entonces tomó el pincel, le puso su funda de cobre y lo dejo en la caja; tapó también la caja de tinta y colocó la madera de la tinta seca en su lugar. Hecho esto, se quedó un segundo más, tomó el papel con el poema inconcluso, lo dobló delicadamente, lo metió en un bolsillo de su túnica, regresó a su habitación y cogió su bordado. Allí cosió la tarde entera y no se le acercó a nadie, ni siquiera para preguntarle si tenía hambre o sed.