Era primavera en la ciudad de Kai-feng, una primavera tardía en la provincia china de Honán. Tras las altas murallas de la ciudad, los durazneros plantados en los patios florecían más temprano que los de las granjas extendidas por las llanuras que rodeaban el ribazo. Sin embargo, aun con tal protección, las flores de los duraznos eran todavía capullos rosados en Pascua.
Dentro de los patios de la casa de Ezra ben Israel, estas flores habían sido cortadas varios días antes y las habían forzado a florecer a tiempo para la fiesta. Cada primavera, Peonía, la sirvienta china, consideraba cosa suya cuidar así, de antemano, las ramas de las flores que se colocaban arrimadas a las paredes del gran salón. Todos los años Ezra, su amo, y madame Ezra, su señora, se fijaban en su obra. Sabiendo lo fría que había sido la primavera aquel año y cuánto tiempo habían soplado sobre la ciudad los vientos, cargados de polvo, del noroeste, le dedicaron elogios especiales cuando entraron en el gran salón aquella noche, para la fiesta.
—Mira que magia ha realizado nuestra Peonía esta Pascua —había dicho Ezra, señalando las flores con un ademán de su mano regordeta.
Madame Ezra se había detenido un momento para observar. Su violenta mirada se hizo más amable.
—Muy lindo, hija mía —le había dicho a Peonía.
Peonía se había quedado correctamente silenciosa, con las manitas cruzadas sobre las floridas mangas. Encontró los ojos de David y los evitó, mientras él sonreía; pero la afectuosa sonrisa de Leah la aceptó, respondiendo a ella con un ligero temblor en los labios. El viejo rabino no había hecho gesto alguno: era ciego y no vio nada. En cuanto a Aarón, su hijo, Peonía ni lo miró.
Tomaron asiento ante la amplia mesa redonda, que había sido colocada en el centro del salón, y Peonía empezó a dirigir el servicio de la comida con su porte silencioso y lleno de gracia. Cuatro criados obedecían sus órdenes, y Wang Ma, la más vieja de ellos, servía el té.
Desde que tenía uso de razón, Peonía había contemplado aquella noche de fiesta, a principios de la primavera, en casa de Ezra. Dirigía ella la colocación de cada plato y utensilio sobre la mesa, y los criados la obedecían porque ella sabía, tan bien como si hubiera sido una hija de la casa, exactamente dónde había que buscar y colocar cada plato. Los platos eran guardados, sin usar, todo el año, excepto en aquella noche, víspera de Pascua. Las cucharas de plata y los palillos para comer, los grandes candelabros de siete brazos, resplandecían a la luz de las linternas que colgaban de las altas vigas rojas. Sobre una gran bandeja de plata había colocado ella personalmente los símbolos que no comprendía, pero que preparaba cada año; un huevo duro, hierbas, manzanas, nueces y vino. Eran curiosidades de una religión extraña.
El día entero era extraño en una negligente ciudad china. Aunque Peonía conocía los ritos, cada primavera la sorprendían de nuevo. Ezra, el amo, había andado husmeando por la mañana, como lo hacía siempre, riéndose mientras ella iba descuidadamente de un lugar a otro preguntándole a Peonía si nada faltaba. Madame Ezra solía ocultar siempre los trozos de pan con levadura para que él los buscara, pero ya hacía varios años que se lo dejaba hacer a Peonía, y Ezra le había mandado contar los trozos para saber cuándo había terminado. Lo tomaba a broma, como si estuviera un poco avergonzado delante de las sirvientas. Cuando Peonía y David eran niños, se habían reído sin moderación ante la búsqueda y se habían unido a ella con júbilo, señalando cada mendrugo de pan olvidado. Por entonces no sabía ella que solamente era una esclava.
Pero ya sí lo sabía. Permanecía de pie, sosegada y vigilante, mientras seguía la fiesta. A todas las personas que estaban en la fiesta las conocía de algún modo. A David lo conocía mejor que a nadie. Por culpa de David la habían comprado a ella en un año de hambres, cuando el río Amarillo había roto los diques y arrasado las tierras bajas. Era ella entonces demasiado niña para recordar aquella venta. Esforzándose todo lo posible, no podía recordar rostro alguno antes de la cara de David. Él era su primer recuerdo, un muchacho alegre, dos años mayor que ella, siempre mucho más alto, mucho más fuerte; así es que instintivamente se volvía hacia él y de él dependía; en aquellos tiempos ella le confiaba sus pensamientos y sus pequeñas penas, y ése había sido un hábito difícil de quebrar. Sin embargo, su propia prudencia le había enseñado que aquello debía romperse. No era cuerdo creer que el lazo entre dos niños podría continuar más allá de la infancia, cuando uno era el amo y ella la sierva.
No se quejaba, sabiéndose afortunada de poder servir en el seno de la bondadosa familia judía. Ezra ben Israel, jefe de la casa, era un mercader cordial y robusto. Si se hubiese cortado su cerrada barba, pensaba Peonía con frecuencia, habría parecido chino, porque su madre era china. Esto constituía un pesar para madame Ezra, así es que nadie hablaba del asunto. Se consoló con el conocimiento de que su hijo David se parecía más a ella que a su padre, y le gustaba declarar, sin duda alguna, que David se parecía más al abuelo materno, cuyo nombre había recibido. Toda la casa temía un poco a madame Ezra, aun cuando todos le debían algún beneficio particular, porque su gran bondad fácilmente quedaba anulada por algún arrebato de genio. Era una mujer que se acercaba a los cincuenta años de edad, alta y hermosa, si a uno no le desagradaba la nariz grande o el color subido. Con toda su cordialidad, tenía también ciertas rigideces inconmovibles en materia de creencias y hábitos. Así, como era habitual en las fiestas de Pascua, madame Ezra había invitado al rabino y a sus dos hijos, Aarón y Leah. Aarón era un joven pálido y misterioso, de diecisiete años, a quien despreciaba Peonía por su cara pálida llena de manchas y por su corrupción. Si su familia o la casa de Ezra conocían sus malas acciones, no lo sabía, y le parecía una bajeza hacer averiguaciones. Quizá ninguno de los siete sobrenombres ni las ocho familias, como se llamaba a los judíos en Kai-feng, supieran todo lo que hacía el hijo del rabino, y los chinos eran demasiado bondadosos para decírselo.
Leah era diferente. Leah era buena, una de esas raras criaturas que nacen buenas y bellas a la vez. Desde su lugar de observación, próximo a la mesa, Peonía observaba a Leah con una triste complacencia que no permitía que se convirtiera en envidia. Aquella noche, con su túnica de color rojo vino, ceñida a la cintura por una banda dorada, Leah estaba hermosísima, excepto quizá por ser demasiado alta. A los chinos no les gustan las mujeres altas. Sin embargo, contra este defecto, tenía Leah una piel lechosa y grandes ojos oscuros, resplandecientes bajo las largas y rizadas pestañas, y sus labios eran rojos y llenos. La nariz también era demasiado grande para una belleza china, aunque no tan larga como la de madame Ezra.
Leah era más hermosa. Estaba dotada de cierto espíritu, una elevada cualidad que Peonía admiraba y no comprendía. Los chinos decían de ella: «Es celestial». Querían decir con eso que su bondad era natural y que manaba de una fuente que llevaba dentro. Sentada al lado de su padre, presta a ayudarlo cuando él movía la cabeza, iluminaba la fiesta con su alegría, aun cuando hablaba raras veces.
Algo de eso quizá le venía de su padre, el rabino. Hombre de gran estatura y figura descarnada, estaba envuelto en santidad como en una túnica de luz. Años antes había cogido una enfermedad de los ojos, de la que padecían muchos chinos, y puesto que no se conocía cura, había quedado ciego. Siendo extranjero carecía de inmunidad, y cayó sobre él la ceguera rápidamente. No había visto la cara de su esposa, fallecida a poco de cumplir los treinta, y a Leah y Aarón los había visto solamente de niñitos. Puede que, incapaz de ver aquellas caras humanas, se viera obligado a mirar sólo el rostro de Dios, o acaso, debido a su bondad natural, parecía ser todo espíritu y no carne. Su cabello, que se había vuelto blanco poco después de quedarse él ciego, enmarcaba la cara, blanca y hermosa. Sobre la barba blanca, su gran nariz y los ojos hundidos estaban llenos de tranquilidad y orgullo.
Así estaban sentados ellos ante la mesa de la fiesta, y Peonía observaba todos sus movimientos y sonrisas. Veía a David mirar a Leah a través de la mesa y apartar luego la vista, y reprimió la angustia que esto le producía. Él era igual a Leah en estatura, y a Peonía le parecía aún más hermoso. A los diecinueve años, David ben Ezra estaba llegando a la plenitud de su virilidad juvenil. Sus prendas de ropa judía le sentaban muy bien. Peonía tenía que reconocerlo, aunque a ella no le gustaba, porque se lo hacían extraño. Los días no festivos llevaba trajes chinos, porque decía que eran más cómodos. Pero aquella noche llevaba una túnica azul y oro, y, en la cabeza, la gorra judía de seda azul, apretada sobre sus rizos oscuros.
No pudo evitar mirarlo, y entonces él comprendió su mirada y le sonrió. Instantáneamente inclinó ella la cabeza y la volvió para ordenar al viejo Wang, el más antiguo de los sirvientes, que fuera a buscar la jarra de vino de Pascua.
—Désela usted al amo —le ordenó.
—Ya sé —cuchicheó él—. No necesitas decírmelo después de tantos años. ¡Eres tan mala como mi vieja!
Conforme él hablaba, Wang Ma, su esposa, entró con más servidores que llevaban jofainas, jarros de agua y toallas dispuestas para la ceremonia del lavatorio de manos. Pero Ezra, en lugar de bendecir el vino, se levantó de los cojines acumulados sobre su silla y llenó el vaso de vino.
—Bendigamos el vino, padre —dijo.
El rabino se levantó, elevó su vaso y bendijo el vino, y todos se levantaron y bebieron. Cuando estuvieron sentados de nuevo, Wang Ma dirigió a los sirvientes, que vertieron agua en las jofainas de plata, y cada persona de la mesa se lavó y secó las manos. Entonces tomó cada uno una hierba amarga, la hundió en sal y la comió. Todo era conocido por los servidores chinos, y, sin embargo, extraño. Estaban en pie en torno a la habitación, silenciosos sus oscuros ojos observando, fascinados, con admiración y respeto.
Bajo su mirada, Ezra no se sentía enteramente a gusto mientras cumplía con los ritos.
—David, hijo mío, Leah es más joven que tú, así que ella hará las cuatro preguntas esta vez —le dijo.
Y Leah, sonrojándose un poco, hizo las preguntas cuatro veces, con su voz profunda y dulce, que todavía era un poco infantil.
—¿En qué se distingue esta noche de las demás noches?
Cuatro veces preguntó ella, y cuatro veces se oyeron las respuestas de los presentes, la gran voz solemne del rabino, más alta que las demás.
—En todas las demás noches podemos comer pan con levadura, pero esta noche sólo pan sin levadura.
—En todas las demás noches podemos comer cualquier clase de hierbas, pero esta noche sólo hierbas amargas.
—En todas las demás noches no tenemos que mojar las hierbas, pero esta noche las mojamos dos veces.
—En todas las demás noches podemos sentarnos derechos, pero ésta debemos reclinarnos.
Cuando las cuatro preguntas fueron hechas y respondidas, dijo Ezra:
—Refiéranos la historia del Haggadah, padre.
Pero aquí madame Ezra hizo un reproche.
—¡Oh, Ezra, eres tú, el padre de nuestra familia, quien debería referir la historia! Yo creo que la has olvidado pues ningún año quieres contarla. Si al menos leyeras hebreo, podrías leérnosla.
—No me atrevería en presencia del rabino —dijo Ezra, riéndose.
Así es que el anciano rabino contó la antigua historia de cómo una vez su pueblo era esclavo en una tierra extranjera, y cómo uno de ellos, llamado Moisés, se alzó para libertarlos, y cómo mandó a su pueblo que rápidamente cociera pan sin levadura y mataran un cordero y marcaran sus puertas con sangre, y cómo después de sufrir muchas plagas, la última cayó sobre sus gobernantes y murió el primogénito de cada familia, hasta que por último, el rey de aquel país los mandó marcharse. Así siempre, cada año se celebra en el mismo día la fiesta de su liberación.
—Hasta que —dijo el rabino, alzando la cabeza—, hasta que regresemos a la tierra que nos pertenece, ¡a nuestra propia tierra!
—¡Qué sea pronto! —exclamó madame Ezra, y se enjugó los ojos.
—¡Qué sea pronto! —dijo Leah, gravemente.
Pero Ezra y David se quedaron en silencio.
Cuatro veces durante la larga historia, Peonía había hecho señas a los criados para que escanciaran vino, y las cuatro veces bebieron todos en recuerdo de lo que ella no conocía; pero sabía que el vino debía ser servido. El significado preciso de la palabra judío no lo conocía ella, ni tampoco ningún chino, aparte de que aquellos extranjeros, que también prosperaban en la ciudad rica, habían llegado, hacía mucho tiempo, de un país lejano: Judea, o como se llamase el país de los judíos. A través de Persia y de la India, habían viajado por mar hasta China. En muchos momentos de la historia, una generación tras otra, habían viajado como mercaderes y traficantes, formando una pequeña corriente constante. Pero, de vez en cuando, llegaba una inesperada multitud de algunos centenares juntos, trayendo sus familias y sacerdotes con ellos. Así habían llegado los antepasados de Ezra, una de las setenta familias, hacía una veintena de años, a través de la India, trayendo consigo fardos de mercaderías de algodón, lo que era un tesoro para los chinos, que sólo sabían fabricar seda. Este donativo, presentado al emperador de aquella temprana dinastía, les había conquistado su favor y aquél le otorgó el nombre chino de familia Chao[1], sobrenombre por el cual era conocido Ezra en la ciudad de Kai-feng.
Los chinos de la ciudad contemplaban aquellas pequeña invasiones con ojos tolerantes. Eran un pueblo inteligente los judíos, llenos de energía e ingenio, y con frecuencia un chino, indolente por los años de buen vivir, empleaba a un judío para el manejo de sus negocios. Casi con la misma frecuencia, le entregaba una segunda o tercera hija por esposa, pero los judíos nunca daban a sus hijas en correspondencia.
—Rápido, zanahoria —le cuchicheaba ahora Wang Ma al viejo Wang, mientras el rabino se sentaba—. Busca los huevos.
Wang Ma había sido también sierva de la casa, y, lo mismo que Peonía vigilaba la comida, así lo había hecho ella también en la época en que era joven y bonita. Demasiado vieja ahora para tenerle envidia a Peonía, sin embargo, a veces se atrevía a plantarse frente a la familia.
El viejo Wang corrió a la puerta y gritó y entraron dos sirvientes con cuencos de huevos cocidos y pelados, agua y sal. Cada uno tomó un huevo y se lo comió en silencio.
—Significan nuestras lágrimas y nuestras esperanzas —murmuró el viejo rabino, y su voz profunda halló eco junto a la mesa.
Cuando se sirvieron los huevos, Ezra batió las palmas.
—¡Vamos, vamos —gritó—, celebremos la fiesta!
Wang Ma y el viejo Wang habían salido mientras se comían los huevos, y los demás sirvientes con ellos; en ese momento apartaron las cortinas y entró una procesión de criados llevando platos con toda clase de pescados, aves y carne, excepto de cerdo, y los dejaron sobre la mesa formando un amplio círculo. Tomando sus palillos de comer, Ezra los movió en el aire para animar a todos a que empezaran, y él mismo colocó sobre los cuencos del rabino y de Leah las porciones que le parecían más sabrosas.
Así comieron todos, y Ezra comió y bebió hasta que las venas de su cuello sobresalían rojas, hablando alegre todo el tiempo e insistiendo con todos para que lo imitaran. De todos ellos, el único que estaba pálido y silencioso era Aarón. Sin embargo, comía rápido y voraz, como si durante mucho tiempo no hubiera comido bastante; Leah lo miraba reprochándole su gula, pero él no le prestaba atención. Una vez que se cruzaron sus ojos, le hizo él una mueca; esto lo vio David con indignación, pero no dijo nada. Buscó con su varita y encontró un trocito de carne tierna en su plato, y lo puso en el plato de Leah. Esto lo observó Peonía.
La fiesta proseguía su curso habitual. Ezra se ponía más alegre conforme bebía y comía, y hasta madame Ezra se reía con sus bromas y disparates. El rabino sonreía con opaca sonrisa, Aarón soltaba risotadas, David devolvía broma por broma, y Leah reía con entusiasmo, hasta que David empezó a exagerar sus bromas para que Leah riera más mientras que sus padres lo admiraban. Peonía observaba.
Observaba y no daba muestras de nada. Una dulce sonrisa fija se engastaba en sus labios, y se afanaba en servir, hasta que al fin despidió a los criados. Sola, conservó las copas de vino llenas y proveyó con abundancia de dulces hasta que terminó la fiesta y los invitados se fueron. Entonces corrió delante y dejó dispuesta la cama de David, volviendo las colchas de seda y soltando las bordadas cortinas de pesados ganchos de plata. Pero no se quedó para recibirlo. Se fue a su habitación y se acostó sobre su estrecha cama. Estuvo despierta mucho tiempo, recordando la cara de David cuando se volvió hacia Leah, y recordándolo no podía dormir.
A la mañana siguiente Peonía se despertó temprano; sobre sus párpados estaba todavía el recuerdo de David cuando miraba a Leah la noche anterior. «¡Qué loca soy!», pensó intranquila. Se levantó, se lavó, se vistió y se trenzó de nuevo el pelo, y, habiendo dejado su habitación aseada para el día, se fue al jardín de los durazneros. Reposaba en el silencio de la mañana de primavera. Bajo el sol tempranero, el rocío pendía aún, formando una neblina brillante sobre la hierba; el estanque del centro del jardín estaba lleno hasta el borde de sus paredes de piedra. El agua era clara y los lomos dorados de los peces resplandecían cerca de la superficie.
La gran casona baja que rodeaba el jardín estaba todavía envuelta en el sueño. Los pájaros gorjeaban en sus aleros sin agitación y una perrita pequinesa dormía en el umbral como una leona chica. Había levantado la cabeza alerta ante el ruido de un panel que se deslizó, y cuando vio a Peonía, se levantó y corrió con aire majestuoso hacia su dueña, esperando en el sendero hasta que Peonía se detuvo y le tocó la cabeza con dedos delicados.
—¡Chist, perrita! —dijo en voz baja—. Todo el mundo está durmiendo.
El animalito recibió la caricia sin humildad y volvió a acostarse, y Peonía permaneció sonriendo y contemplando con deleite todo lo que la rodeaba, como si nunca hubiese visto el jardín antes, aunque había vivido tanto tiempo en aquella casa. Una vez más, como le había sucedido con frecuencia, la opresión de la noche se desvanecía. Las muchas alegrías de su vida aumentaban con nuevo brillo en la mañana. Peonía gozaba con las comodidades, amaba la belleza, y había mucho de todo esto en la casa. Aunque no estuviera ella en la corriente principal de su calor y afecto, la abundancia de ambos desbordaba, sin embargo, hasta alcanzarla. Dejó a un lado sus temores de la noche y luego, andando de puntillas a lo largo del sendero de piedra, se aproximó a un duraznero a punto de florecer y comenzó a cortar una rama con una tijera de hierro que llevaba consigo. Su chaqueta y pantalones de raso eran de la misma tonalidad que los capullos; en medio del rosa pálido y el verde tierno, su negro cabello, peinado en una larga trenza enrollada encima de una oreja, y con un flequillo sobre la frente, los rasgados ojos negros y la piel marfileña hacían su cara tan nítidamente recortada como una talla. Era esbelta pero bajita, y su redonda cara era grave. Los ojos estaban llenos de vida, las negras pupilas eran extraordinariamente grandes, y el blanco muy limpio; su boca era pequeña, llena y roja. Las manos, extendidas por encima de la cabeza, eran diestras, y las mangas, al caer, mostraban unos brazos redondos y bellos.
Apenas había cortado una rama, cuando oyó pronunciar su nombre:
—¡Peonía!
Se volvió y vio a David que llegaba de otra parte del jardín; instantáneamente toda su pena desapareció. ¿No lo conocía ella como nadie? Era alto, casi un hombre, pero detrás de aquella estatura veía ella el niño que había conocido siempre. «Su estatura lo denuncia como extranjero —pensó ella—, y también sus redondos ojos azules, su cabello rizado y su color moreno, pero sin el tinte dorado del chino». Aquella mañana llevaba una túnica china de delgada seda azul oscuro, atada a su cuerpo con una banda de seda blanca, y ella lo contemplaba como cosa suya. Su hermosa boca estaba ceñuda y todavía infantil.
—¿Por qué no me respondiste cuando te llamé? —inquirió él.
Peonía puso un dedo sobre sus labios.
—¡Oh!… me prometiste que no vendrías al jardín detrás de mí —suspiró—. Joven amo… —añadió.
En voz baja, él interrogó con fiereza:
—Tú nunca me has llamado amo… ¿Por qué has cambiado desde ayer?
Peonía se puso a cuidar las flores de durazno.
—Ayer me dijo tu madre que debía llamarte joven amo. —Su voz era balbuciente y tímida, pero los negros ojos bailaban bajo largas pestañas negras, llenas de picardía—. Ya estamos crecidos ahora, dijo tu madre.
Era verdad que la víspera, por la mañana, madame Ezra, dominada por un acceso de mal humor, en medio de los preparativos de la fiesta, había reprimido a Peonía bruscamente.
—¿Dónde va a sentarse David? —había preguntado Peonía con gran indiferencia.
—¡Cómo te atreves a llamar a mi hijo por su nombre! —gritó madame Ezra.
—Pero señora, ¿no le he llamado siempre por su nombre? —había preguntado Peonía.
—Que no ocurra eso más —replicó madame Ezra—. Deberías haber sido tú la primera en darte cuenta de que ya no sois niños. —Hizo una pausa y luego continuó—: Y ya que hablo aún hay más… No tienes que ir a su habitación por ningún motivo si él está allí…, ni él a la tuya. ¿Me oyes?
—Sí, señora. —Peonía se volvió para ocultar sus lágrimas, y madame Ezra se había enternecido.
—Yo no te culpo, hijita, por crecer —declaró—. Pero te advierto esto: suceda lo que suceda, es siempre culpa de la mujer.
—Sí, señora —había dicho otra vez Peonía.
—¡Oh, ya conoces a mi madre! —gruñó David.
Peonía le lanzó una astuta mirada.
—Ella te regañará por llevar la túnica atada de esa manera. Ayer mismo me dijo que debía ayudarte a ser cuidadoso… ¡Es uno de los deberes de la esclava! —dijo.
Colocó en el suelo las ramas de duraznero en flor. Cuidadosamente, mientras hablaba, se acercó a él. Se reía David con una risa de hombre joven, perezosa, amorosa y con deseo de fastidiar, mientras al lado de ella se sometía a sus dedos ligeros. Era tan alto que la ocultaba de la casa, pero dirigió con todo, una rápida mirada sobre su hombro.
—¿De quién eres esclava tú? —demandó.
Ella levantó sus largas pestañas.
—Tuya —dijo. Luego sus labios hicieron un mohín—. Eso no quiere decir que no valga mucho. Tú sabes lo que costé cuando me compraron para ti…: cien dólares y un equipo de ropa.
—Eso sucedió cuando eras una cosilla flaca de ocho años —le hizo rabiar él—. Ahora vales…, déjame ver…: diecisiete, bonita, pero muy desobediente y todavía muy poquita cosa. Bueno, tú debes valer diez veces más lo de entonces.
—Estate quieto —le ordenó ella—. Este botón está casi suelto. Ven conmigo y te lo coseré.
—¿Vamos a tu cuarto?
—Tu madre me dijo que eso tenía que terminar.
—Ven a mi habitación —insistió él.
Ella meneó la cabeza, vacilante, y oyeron deslizar un panel. Instantáneamente se escabulló él por la larga senda detrás de una alta roca, y Peonía se detuvo para recoger las ramas de duraznero en flor. No era más que Wang Ma, que iba a barrer el umbral.
—Te vi —le dijo a Peonía.
—¿Y qué? —replicó ésta con descaro.
Entró en el enorme salón sombrío y empezó a disponer las floridas ramas en dos vasos azules con flores de espino blanco que estaban sobre la mesa arrimada a la pared. Aquella mañana el gran salón era, a los ojos de un observador casual, un salón de familia china. Después de la fiesta de la noche pasada, la mesa redonda había sido retirada y los otros muebles colocados de nuevo, a la convencional manera china, alrededor de la habitación. La mesa larga estaba colocada contra la pared, de cara a la ancha ventana que daba al jardín y contra esta mesa estaba colocada la mesa cuadrada, de la misma pesada madera pulimentada. A cada lado de la mesa cuadrada estaban las dos inmensas butacas de la misma madera. A intervalos, alrededor de la pared, había mesitas, cada una con un par de sillas. De los dinteles de las puertas colgaban cortinas de raso rosa, y no había ventanas excepto del lado que miraba al jardín; estas ventanas tenían colocados paneles corredizos con celosías de madreperlas. A través de las celosías se filtraba el sol iridiscente y pálido sobre las blancas paredes enyesadas y hasta sobre el alto techo de vigas. Hacía mucho tiempo las vigas habían sido barnizadas en rojo de sangre de toro y el color se había vuelto más rico y oscuro con la edad.
Para unos ojos que supieran distinguir, la estancia no era puramente china. Sobre la larga mesa arrimada a la pared, en el lugar de honor, colgaba un enorme tapiz de raso. Sobre su azul apagado, había letras hebreas bordadas en oro. Debajo del tapiz estaban los dos candelabros de siete brazos, de bronce, y en un rincón del cuarto se veía una antigua arca de oraciones judías.
Peonía retrocedió para ver el efecto de las ramas floridas. Con su habilidad acostumbrada, las había dispuesto en vasos, de tal manera que formaban una disposición tan encantadora como una pintura. Sonrió, la cabeza levantada ligeramente hacia un lado. Una mirada de placer sensual inundó su exquisita cara menuda.
—Cuando los durazneros florecen, es primavera —murmuró, dirigiéndose a Wang Ma—. ¡Qué gracia del cielo es que nuestro festival de primavera venga después de esta triste fiesta extranjera! —Se encogió de hombros, hizo ondular sus manecitas y se sentó en el borde de una de las butacas—. Wang Ma, yo te pregunto a ti, que has estado en esta casa tanto tiempo, por qué ellos amarán tanto la aflicción.
Wang Ma frunció sus gruesos labios.
—Tú sí que te afligirás si entra nuestra señora y te ve sentada en su silla —replicó—. ¡Qué atrevimiento! A mí no se me ha ocurrido nunca sentarme en una de esas sillas. Pero, bueno, yo no he estado aquí más de treinta años.
—No te enojes conmigo, Wang Ma.
La voz de Peonía era suave; se levantó del asiento y abrió la caja de laca roja que estaba encima de la mesa cuadrada. Estaba llena de delicados pastelitos de sésamo. Tomó uno y empezó a comerlo.
—Ni me tomaría yo sus pasteles —dijo Wang Ma.
Peonía siguió comiendo.
—Esas tortas huelen a grasa de cerdo —dijo Wang Ma severamente. Alcanzó una y la olió—. ¡Grasa de cerdo, es cierto! ¡Ya te dije que había que comprar todos los pasteles en la dulcería budista!
—Yo le dije eso a tu viejo Wang también —replicó Peonía—. Los compró él y no yo.
—¡Tú! —gritó Wang Ma—. ¡Decírselo tú a él!
Peonía sonrió sin responder. Abrió el cestillo del té que estaba al lado de la caja de dulces y palpó la tetera. Estaba caliente, echó té en uno de los tazones y lo tomó a sorbitos, con las dos manos ahuecadas en torno a su calor.
—Y yo no he bebido nunca en uno de esos tazones —dijo Wang Ma. Mordisqueó un pastel—. Sí, es grasa de cerdo —murmuró melancólicamente y siguió comiendo.
—¿Por qué no les gusta la grasa de cerdo? —inquirió Peonía—. Es extraño que yo haya vivido en medio de sus supersticiones y todavía no sepa lo que significan.
—Es la religión —dijo Wang Ma. Alcanzó otro pastelillo—. Las personas hacen cosas extrañas cuando son así. Yo tenía una tía vieja que se hizo monja budista cuando su prometido murió, y nunca volvió a comer carne, y se afeitaba la cabeza y dormía en una cama de bambú sin colchón debajo; así que cuando se levantaba por la mañana estaba toda llena de cardenales. ¿Por qué? ¡Quién lo sabe! Pero eso la hacía feliz.
—Sin embargo nuestra ama es razonable —dijo Peonía. Sirvió una taza de té a Wang Ma, que meneó la cabeza. Peonía cogió la taza con ambas manos y se la presentó.
—Bébelo, buena madre —dijo—. Tú te lo mereces, después de tantos años. Además, ellos no lo sabrán nunca.
—¿Quién sabe lo que dirás tú? —dijo Wang Ma, severamente.
—Yo nunca digo nada de lo que sé —dijo Peonía, con gazmoñería.
Wang Ma dejó la taza.
—¿Qué sabes tú? —inquirió.
—Ahora quieres que lo diga —dijo Peonía sonriendo.
—Yo también sé algunas cosas —replicó Wang Ma.
—¿Qué cosas? —preguntó Peonía. Su inocencia era notoria en la voz y en los alargados ojos negros.
—De ti y de nuestro joven amo —dijo Wang Ma.
—¡De mí y de nuestro joven amo! No te figurarás que es lo mismo que lo tuyo con el amo viejo —dijo Peonía.
Wang Ma abrió los ojos.
El cuello se le puso rojo.
—¡Atrévete a decirlo! —gritó.
Peonía encogió sus lindos hombros.
—No soy yo la que dice nada —replicó.
Wang Ma frunció los labios y bajó precipitadamente los párpados.
—¡P’ei! ¡Deberías morir! —murmuró.
Peonía puso su mano sobre la manga de Wang Ma.
—Si nosotras no somos amigas en esta casa, ¿quién será nuestro amigo? —Hizo una pausa y siguió—: Sin embargo, yo no soy más que una criada. Bueno, ¿y qué? Ha sido mi deber cuidar de él, jugar con él; si estaba intranquilo cantarle; si estaba desvelado, leerle; si estaba hambriento, alimentarle; ser su esclava en todo. Ayer… —volvió a encogerse de hombros.
Wang Ma se acercó más.
—¿Sabes lo que va a suceder?
Peonía meneó la cabeza. Parecía triste.
—No quiero mentir. Claro que lo sé. Pero él no será nunca feliz con Leah.
—Él tiene que casarse con ella, lo mismo que hizo su padre antes que él: casarse con una de su pueblo —insistió Wang Ma—. Este compromiso se contrajo cuando los niños estaban en la cuna. Yo lo recuerdo…, fue antes de que tú nacieras.
Peonía dijo amablemente:
—¿Crees que no me lo han dicho? La misma Leah me lo contó cuando éramos niños y jugábamos juntos David, ella y yo… «Yo me voy a casar con David», fue lo que dijo ella. «Leah, no hables más de eso», es lo que decía siempre él.
—Ella tiene dieciocho años ahora, y él diecinueve. —Suspiró Wang Ma—. Es tiempo…
—¡Chist! —susurró Peonía.
Escucharon. Se aproximaron unos pasos rápidos, medidos y fuertes. Se movieron las dos con celeridad para volver a colocar la tetera, tapar la caja de dulces, sacudir las migajas y sacar los tazones de té. En un instante, Wang Ma estaba de nuevo barriendo el piso con una escoba de mango corto, y Peonía, después de sacar un pañuelo de seda de su seno, estaba limpiando el polvo de la mesa y de las sillas talladas.
La roja cortina de raso al este de la habitación fue corrida por una fuerte mano morena y cubierta de sortijas y madame Ezra entró.
Aquella mañana llevaba una extraña combinación de ropas: una falda y una túnica de seda gris, chinas, y un tocado judío de tafetán rayado, a la cabeza. Las dos mujeres, la joven y la vieja, se pusieron derechas y le dieron los buenos días.
—Señora mayor —murmuraron. Ambas estaban prevenidas, sospechando cierta tendencia de mal humor después de la fiesta.
—Vosotras dos —replicó madame Ezra, con voz firme—, daos prisa en vuestra tarea. El padre de mi hijo pronto estará aquí. —Se movió lentamente a través de la sala, ondulante su falda gris de plata, y se sentó en la silla de la izquierda de la mesa cuadrada, de cara al jardín—. Desde luego ya debería estar aquí —siguió—. Pero ¿cuándo llego él a tiempo nunca?
Wang Ma le sirvió una taza de té y se la entregó a madame Ezra con las dos manos.
—A nuestro amo le gusta detenerse en la casa del té a esta hora temprana —dijo ella. Su voz era natural; sus maneras un poco intimas, como es propio de una anciana sirvienta que ha estado mucho tiempo con la familia—. Además de eso, señora, él espera todos los días noticias sobre la llegada de la caravana.
—¡Esa caravana! —exclamó madame Ezra—. Se ha convertido en una excusa para todos.
—Todos nosotros ansiamos su llegada, señora —dijo Wang Ma, riéndose—. Es como un segundo Año Nuevo, trayendo todas esas chucherías de tierra extranjera.
La caravana de que hablaba era una que Ezra enviaba cada año con su fiel socio, Kao Lien. Aunque la ruta por mar desde África y Europa era más rápida que la ruta por tierra hacia el norte, sin embargo, para traer las mercaderías, la ruta por tierra con camellos era menos costosa y segura. Aquel año, la caravana se había retrasado por razones que, según Kao Lien decía en su carta, no podía explicar hasta que llegase, y había invernado fuera del país. Tan pronto como los días comenzaron a alargarse, se había puesto en marcha. Ahora hacía un mes que Ezra no tenía ningún mensaje de él, y esto le inducía a creer que Kao Lien debía de estar cerca, y con él la caravana más larga y las mercaderías más caras que Ezra había recibido jamás. Distribuir las mercaderías con la mayor ventaja era la más fuerte preocupación de su vida, y había estado desde hacía tiempo en negociaciones con el mercader chino Kung Chen, cuyas tiendas se hallaban extendidas por todas las grandes ciudades de la provincia y que hablaba ahora de abrir una tienda en la misma capital del Norte, bajo los mismos ojos de las damas de palacio.
Madame Ezra no oía a Wang Ma. Levantó la cabeza y olfateó el aire inquisitivamente.
—Me huele… sí, efectivamente. —Se volvió con determinación—. Wang Ma, abre la caja de dulces.
Pero Wang Ma levantó la caja entera y se la entregó a Peonía, que se adelantó para recibirla.
—Vamos, señora mayor —dijo Wang Ma, con firmeza—. En ese mismo momento le había dicho ya a Peonía que había un engaño en estos pasteles. Nosotras los probamos…, ella y yo.
—¡Grasa de cerdo! —exclamó madame Ezra.
—Fue ese viejo mío —insistió Wang Ma—. ¡Perezoso…, demasiado perezoso para caminar otra calle hasta la tienda budista! Pero, señora, usted misma me casó con él, a pesar de todas sus faltas. ¡Lo que he tenido que sufrir en silencio todos estos años!
—Pero meterlos en la caja de los dulces… —dijo madame Ezra, con aire de reproche—. Quítalos de ahí.
Peonía tomó la caja y se escurrió silenciosamente hacia una puerta, retirándose con gracia y casi imperceptiblemente. Con una dulce sonrisa, desapareció ligera de la vista. Afuera, en el amplio corredor, hizo una pausa y miró detrás de la cortina; encontró al viejo Wang, un hombrecillo de cabello gris, aplastado contra la pared. Puso éste un dedo en los labios y se fue de puntillas detrás de ella, por el pasillo, y entró en la biblioteca. Allí Peonía le entregó la caja de pasteles.
—¿Oíste? —le preguntó.
Él asintió con la cabeza.
—Estaba a punto de entrar y decir que el señor mayor venía de camino, cuando oí que ella me estaba acusando, así que esperé.
—Ya ves los disgustos que nos proporcionas a tu vieja mujer y a mí —dijo Peonía, amablemente, pero los grandes ojos le bailaban y sus labios temblaban con una sonrisa.
Él respondió a esta travesura meneando la cabeza de un lado para el otro.
—Alguien se come siempre los pasteles, el cielo lo sabe. ¿Qué importa quién, en tanto sea un ser humano? —Le presentó la caja, y ella, retirando su manga de raso con delicadeza tomó un pastel.
—Come uno, viejo Wang —ordenó Peonía—. Tú también eres un ser humano.
Comieron los pasteles con una especie de solemnidad, en comunión y cuando ella hubo terminado, sacó un pañuelo de seda de la manga y se limpió los dedos.
—Después de todo, no es pecado para nuestro pueblo comer pasteles hechos con grasa de cerdo —observó—. ¿Por qué estos extranjeros rechazan la buena carne y la buena grasa del cerdo?
—¡Qué sé yo! —replicó el viejo Wang—. El creer en los dioses a veces causa confusiones.
Se abrió una puerta y ambos volvieron la cabeza.
—¡Señor mayor! —exclamó el viejo Wang.
Peonía inclinó graciosamente la cabeza, y entró Ezra. Estaba guapo aquella mañana, a pesar de su mediana edad, y, según Peonía pudo notar por debajo de sus sonrientes pestañas, estaba animado. Ella comprendía esto muy bien. Conforme cada día de fiesta se aproximaba, aumentaban en él el mal humor y la melancolía, y estaba algo descontento mientras duraban todos los ritos en que madame Ezra insistía. Pero llegaba el día siguiente de la fiesta, y él estaba de nuevo boyante, impaciente por hallarse en sus prósperos negocios.
—¡Ah, Peonía! —dijo Ezra con agrado. Se tiró de la barba—. Te estás poniendo muy linda, hijita. ¿Has cortado flores frescas esta mañana?
—Están en los floreros, señor mayor —replicó Peonía con voz sumisa—. Las que se hicieron florecer forzadas se marchitaron después de la fiesta.
—¿Y dónde está mi hijo? —siguió Ezra.
—No le he visto, señor mayor —replicó ella.
—Si lo ves, mantenlo alejado… Es un buen hijo —dijo Ezra. Apretó la banda de seda en torno a su sólida cintura y fijó el turbante en la cabeza, como si se preparase para algo que tenía que venir—. No quiero que nos oiga esta mañana —le dijo a Peonía en voz baja—. Su madre quiere que yo dé mi conformidad a su matrimonio. Y David no quiere casarse, ¿verdad?
—No lo sé, señor mayor —dijo Peonía, con expresión de desaliento.
—¿Ah, no? ¿Por qué habías de saberlo? ¿Cuánto tiempo hace que no ha visto a Leah… hasta ayer?
Peonía levantó los párpados orlados.
—La ve en la sinagoga, señor mayor.
—¿No hablan a solas?
—Desde que ella tenía dieciséis años, no.
—Esto es…
—… hace más de dos años, señor mayor —le recordó Peonía.
—¿Habla siempre de ella?
—Conmigo no, señor mayor.
—¿No hay cartas?
Las miradas de Ezra recayeron sobre la caja de dulces que el viejo Wang, allí de pie, sostenía, escuchando todo lo que se decía.
—¿Qué es eso? ¿Pasteles?
Peonía le explicó:
—El viejo Wang se los lleva…; tienen grasa de cerdo.
—Es una lástima —dijo Ezra distraídamente—. Grasa de cerdo, ¿eh? Yo no soy ningún ortodoxo, desde luego… ¡Hum!… —Tomó un pastel y se lo comió rápidamente—. Muy bueno… ¡Qué lástima! Bueno, sí, no deben estar en esta casa…
Entró presuroso, y Peonía y el viejo Wang se miraron mutuamente y rompieron a reír. Se separaron: el viejo Wang para ir a la cocina, y Peonía para regresar al gran salón. Siguió de cerca a Ezra y su entrada no fue percibida.
—Te he estado esperando —dijo madame Era con irritación.
—Yo también he estado esperando por ti, querida mía —replicó Ezra con calma.
Se sentó en la gran butaca opuesta a la de ella y sorbió el té que Wang Ma le ofrecía, y luego le permitió encender su pipa. Tomó ella de un recipiente un fósforo de papel oscuro, sopló el extremo incandescente para producir llama y lo acercó al tabaco. La pipa es un gran recurso en una conversación como la que Ezra sabía que le esperaba. Era necesario llenar y rellenar la cazoleta, prender el tabaco, dar dos o más chupadas, y luego soplar las cenizas y empezar de nuevo. Había abundancia de excusas para las pausas y las repeticiones.
—Cuando digo que estaré aquí entre los refrigerios de la mañana y el mediodía, estoy —dijo madame Ezra—. Aún después de un día de fiesta —añadió.
—Nadie lo duda —replicó Ezra tranquilamente.
Era un hombre corpulento de barba oscura y piel olivácea, que llenaba la amplia butaca china. Aquella mañana, una larga túnica china le cubría hasta los pies. Era de raso, de color vino oscuro, con un brocado de círculos, y sobre ella llevaba una chaqueta de terciopelo sin mangas. Alrededor de la cabeza se había atado un turbante de seda de vivo color, y las cenefas de los extremos se extendían sobre la oreja derecha, donde llevaba un pesado pendiente de oro. La otra estaba desnuda. Los pies estaban desnudos también, con sandalias de cuero tachonados de oro. Los pies y las manos eran grandes, de acuerdo con su corpulencia y las grandes facciones de su cara. Debido a su gran tamaño, se movía de manera soñolienta; sin embargo, no era tan lánguido como indomeñable.
Madame Ezra lo contemplaba con impaciencia creciente. Constituían una buena pareja, y ella lo sabía. Lo quería de todo corazón, pero él podía enojarla más que a nadie en el mundo.
—¿Has visto a David? —inquirió ella.
—Raras veces lo veo por la mañana —respondió Ezra—. Además, he estado en la casa de té desde que me levanté. Había prometido encontrarme con Kung Chen allí. —Tosió detrás de su mano grande, suave y morena—. ¡Qué comerciante más inteligente! —dijo con admiración—. Él y yo… somos una buena pareja. Nos respetamos mutuamente. Un día el consigue lo mejor de mí, y al día siguiente yo lo mejor de él. Pero ahora nos estamos acercando al fin… Ya estamos casi de acuerdo. Naomí, si llevo a término este contrato, lo que indudablemente sucederá después de que llegue la caravana, tendré salida para todas mis importaciones de marfil, porcelana, pavos reales, chucherías occidentales e instrumentos de música, a través de la casa de Kung; en resumen, para todas las mercaderías extranjeras. A través de sus tiendas, las distribuiré yo.
Las dos siervas, Wang Ma y Peonía, habían ocupado sus lugares de costumbre: Wang Ma de pie, detrás de madame Ezra, y Peonía detrás de Ezra. Pasaban tan inadvertidas como si fueran dos piezas del moblaje, pero ellas tomaban esto como si fuera la cosa más natural. Ezra se inclinó sobre la mesa.
—Naomí, tengo que proponerte algo. Ten paciencia…
—¿Cómo? —la voz de madame Ezra se hizo aguda de impaciencia.
—Kung Chen tiene una hija de dieciséis años que, además, es muy linda…
—¿Cómo lo sabes? —indagó madame Ezra.
—Bueno…, vi a la muchacha por casualidad el otro día. Él me había invitado a ir a su casa… Cosa extraordinaria. Pero queríamos hablar reservadamente acerca del contrato. Ella estaba allí, en la sala principal, desde luego. Salió inmediatamente. Pero Kung me dijo que era su hija.
Madame Ezra se contenía con dificultad. Apretaba con fuera los labios y miraba furiosa a su marido.
—Supongo que estás a punto de sugerir que acepte a esa muchacha como nuera, ¿no es eso? —preguntó mordaz.
Ezra se encogió de hombros y extendió sus grandes manos con las palmas hacia arriba.
—Bueno, querida mía, puedes ver las ventajas; yo soy importador de mercaderías extranjeras; él es un comerciante que tiene tiendas en una docena de grandes ciudades, bien lo sabes. Después de todo, vivimos en China.
—¡Yo no veo nada, excepto que me estás pidiendo algo monstruoso! —gritó ella.
—¿Cómo? —Ezra alzó sus pobladas cejas.
—¡Tú sabes que David debe casarse con Leah! —La sonora voz de madame Ezra amenazaba con lágrimas.
—Vamos, Naomí —empezó Ezra—. ¡No es posible que vayas a insistir en eso después de tantos años!
—¡Insisto! —replicó madame Ezra—. ¡Mucho más después de tantos años!
Ezra habló con amabilidad persuasiva:
—¡Pero es una promesa estúpida, Naomí, hecha por dos mujeres sentimentales sobre las cunas de sus hijos!
—¡Una promesa sagrada —declaró madame Ezra— hecha ante Jehová para conservar puro nuestro pueblo!
—Pero, Naomí…
—¡Insisto en ello!
—Es un poco tarde para hablar de pureza. Mi propia madre era china —dijo Ezra.
—¡No me lo recuerdes! —chilló madame Ezra.
Ezra perdió el buen humor de repente y por completo. Su cara se puso roja, y se levantó. Pero Wang Ma fue más rápida. Se plantó delante de él y lo empujó a su silla, las manos sobre los brazos de él.
—Amo, amo… —le reconvino.
Volviose a hundir en la butaca. Wang Ma le sirvió una taza de té con ambas manos, mientras contemplaba a madame Ezra. Ezra, a su vez, tomó la taza y la puso bruscamente delante de su esposa.
—Toma té, Naomí —dijo cortante.
Entonces Wang Ma llenó la taza de Ezra y se la ofreció a él. Peonía sacó de su amplia manga su abanico de seda blanca y empezó a agitarlo suavemente. Él suspiró, se acomodó en su silla y levantándose el turbante, se enjugó la cara y la cabeza con un pañuelo y volvió a colocarse el turbante.
—Quizá sea mejor que mandemos por David —sugirió él.
—Es inútil que mandemos por él mientras tú y yo no estemos de acuerdo —dijo madame Ezra.
—Pero quizá nos ayude a llegar a un acuerdo —replicó Ezra.
—Yo no quiero que menciones a esa muchacha china delante de él —replicó madame Ezra.
—No, no —dijo Ezra—. ¡Te lo prometo! Pero podemos descubrir que piensa sobre el matrimonio. Eso, al menos…
—¿Por qué al menos? —le interrumpió madame Ezra.
—Eso es lo más importante, no lo menos.
Ezra se golpeó las rodillas.
—Peonía —gritó—. ¡Vete a buscar a mi hijo!
—Sí, señor —murmuró Peonía. Salió de la habitación graciosamente. Wang Ma volvió a llenar los tazones de té.
Madame Ezra prosiguió:
—Yo no admito que David pueda decidir en este asunto.
—Tú no querrás que se case con una mujer a quien deteste, Naomí —dijo Ezra, más suavemente.
—¿Quién puede detestar a Leah? —replicó madame Ezra—. Es una muchacha hermosa y ¡tan buena!
—Sí, por cierto —convino Ezra.
—¿Qué habría hecho sin ella nuestro anciano rabino? —dijo madame Ezra.
—Su hijo vale muy poco —contestó Ezra, sarcástico.
—Aarón es todavía un niño.
—Sólo un año más joven que Leah.
—Ella parece mucho mayor.
—Sí —admitió Ezra distraídamente. Y guardó silencio.
En realidad le había dicho una mentira a su esposa. No era él quien había visto a la hija de Kung, sino David. Pero ¿cómo podía explicarle él a su mujer que había enviado de propósito a David a casa de Kung? Lo había enviado con un mensaje para Kung Chen a la hora exacta en que las señoritas están ligeras de ropa y andan vagando por los patios por variar y hacer ejercicio. Cuando volvió David, le había dicho él, bromeando:
—¿Por qué tienes los tan brillantes hijo mío? ¿Qué has visto?
David se había ruborizado, como les sucede a los jóvenes, y meneó la cabeza.
—Aquí está la respuesta, padre —había replicado brevemente, y dejó la carta de Kung Chen sobre la mesa.
Ahora Ezra cerró los ojos, se arrellanó en su silla e hizo girar los pulgares uno alrededor del otro. Detrás del velo de sus párpados, su cerebro perspicaz e inquieto trabajaba activamente ordenando hilos de sus emociones. No estaba tan confuso como enredado. Por sus venas corría sangre de dos poderosos orígenes. La mitad de su sangre era casi pura, pues su padre había tomado como segunda esposa a una joven china llena de vigor y belleza, y él era hijo suyo. Exteriormente, su madre pareció adoptar todas las costumbres de la casa de su padre. Pero sólo Ezra, su hijo, sabía lo intacto que estaba su corazón. En su cuarto, en lo más recóndito de su ser, se había reído ella de los extranjeros con quienes vivía. Entre tanto, había disfrutado de los placeres propios de un hombre rico y había comido hasta volverse en su vejez inmensamente gorda, sus lindas facciones hundidas en montones de carne rosada; pero no había abandonado ninguna de sus costumbres e incluso había influido en el hombre con quien se casó. El viejo Israel ben Abrahán, conforme pasaban los años, había empezado a descuidar los días de fiesta, y las concesiones habían llegado a ser un hábito en él. Pero cuando murió su esposa china, dejando un hijo, Ezra, de quince años, en un exceso de remordimiento y aflicción de conciencia lo había comprometido con Naomí, hija del jefe de la pequeña colonia de judíos en la ciudad china.
Ezra, en aquella época, indolente y romántico, había accedido. Naomí era bella y había algo fascinador en su fría fortaleza juvenil.
Después del casamiento había descubierto que el hábito de las concesiones que le había enseñado su madre, china, era un arma práctica.
Naomí era demasiado fuerte. Con las concesiones estaba ocupado ahora su cerebro.
Madame Ezra habló de repente:
—Ezra abre los ojos… Pareces un loco.
—Claro que sí, querida mía —replicó él. Y los abrió.
—¡No tanto, estúpido! —dijo madame Ezra con impaciencia.
Aflojó él los párpados y sus labios se abrieron en una sonrisa disimulada. Ella le lanzó una aguda mirada, y él la recogió como si fuera una pelota de vidrio y se la devolvió.
Ella desvió la vista.
—David tarda mucho en venir —observó.
—Puede que estuviera en la calle, señora —se apresuró a replicar Wang Ma.
Todos los sirvientes de la casa se unían para la defensa del joven amo.
Antes de que pudiera haber una respuesta, oyeron sus pasos. Peonía venía detrás y corrió la cortina de raso con dedos delicados. David se quedó allí de pie, alto, moreno, sus ojos impetuosos, investigando en las dos caras vueltas hacia él.
—Me mandasteis a buscar, padre…, madre…
—Ven y siéntate, hijo mío —dijo Ezra bondadosamente.
—¿Dónde has estado? —preguntó su madre al mismo tiempo.
No respondió a ninguno de los dos. Se sentó cerca de su padre, y Peonía sirvió una taza de té y la puso silenciosamente sobre la mesa que tenía al lado. Luego ocupó su lugar de costumbre detrás de Ezra, y, volviendo a sacar el abanico de la manga, lo abrió y empezó a moverlo lentamente de aquí para allá. Sus ojos estaban medio ocultos tras los párpados semicaídos, David la miró y volvió a mirarla otra vez. Era imposible discernir en aquella perlina superficie pulida qué pensamientos corrían por debajo.
—David es tiempo… —empezó a decir madame Ezra.
El joven giró en redondo sobre su asiento.
—¿Tiempo de qué? —inquirió.
—Tú lo sabes, hijo mío —dijo madame Ezra. Se humillaba, ponía voz suplicante sabiendo perfectamente bien lo fácil que era que su amado hijo único se irritara.
—No lo sé, madre —replicó él.
Madame Ezra quiso hablar razonablemente:
—Leah tiene dieciocho años, David, y tú ya eres un hombre. Y yo le prometí a su madre…
—Tus promesas nada tienen que ver conmigo —dijo él secamente.
—Pero tú lo has sabido siempre… —le recordó madame Ezra.
—Ahora no lo sé —la interrumpió—. Además, yo no quiero a Leah.
—¡Qué vergüenza! —gritó madame Ezra—. La noche pasada estuviste bastante afectuoso con ella.
—Esta mañana recordé que su nariz es demasiado larga —dijo David.
Madame Ezra extendió sus manos y sus ojos pasaron de una cara a otra.
—Es una buena muchacha…, y linda también… e instruida en nuestra fe. Será una luz en esta casa después de que yo haya desaparecido.
—A pesar de todo, su nariz es demasiado larga —insistió David.
Se había convertido en una costumbre oponerse él a su madre, y lo hacía irrazonablemente. Sabía bastante bien que la nariz de Leah era bonita; si su madre hubiera guardado silencio, puede que él hubiera recordado sólo la belleza de Leah. Pero todavía era bastante infantil para querer ser libre a toda costa, y miraba furioso y terco a su madre, y luego se rió:
—No me cases tan joven, madre —gritó alegremente.
Ezra se rió fuerte. Peonía se permitió la más ligera de las sonrisas. La cara de Wang Ma carecía de expresión. Madame Ezra se dio cuenta de que no tenía quien la apoyara. Se mordió los labios, suspiró y reunió toda la adoración que sentía por su hijo. Cuando se volvió de nuevo a él, sus grandes ojos negros estaban húmedos y le temblaban los labios.
—David, hijo mío —empezó con el tono más afectuoso y suave— no rompas el corazón de tu madre. No, espera; yo no te pido que pienses en mí, David. ¡Piensa en nuestro pueblo! Tú y Leah, David…, juntos…, vuestros hijos… ¡llevando la sangre de Judá en esta tierra gentil! ¡Una muchacha tan buena, David…, una buena esposa que te amaría siempre a ti y a la casa, educando a los hijos en el conocimiento de Dios! Cuando llegue para nosotros el momento de regresar a nuestro país, a nuestra tierra prometida.
David la interrumpió:
—Pero yo no quiero irme. Es aquí donde he nacido, madre… en esta casa.
Madame Ezra abandonó su tono persuasivo. Una sincera cólera resplandecía en toda su cara.
—¡Atreverse a hablar así a su madre! —gritó—. ¡Qué Dios nos asegure la oportunidad de regresar a la tierra de nuestros padres antes de morir!… ¡Tú, y yo, y tu padre y toda nuestra casa!
Ezra tosió detrás de su mano.
—Yo no podría dejar mis negocios, Naomí.
—¡No estoy hablando de mañana! —gritó madame Ezra—. Estoy hablando del buen tiempo de Dios, cuando los profetas nos guíen.
—Yo también puedo hablar —dijo David de repente—. Madre, quiero decirte algo. —Se levantó y sus padres se quedaron mirándolo cuando se puso en pie, alto y hermoso, delante de ellos—. Madre, yo no quiero casarme con Leah porque amo a otra.
La firme boca de madame Ezra se abrió de asombro. Ezra levantó su taza de té. Peonía se enderezó, sin quitar los ojos de David. El pequeño abanico de seda quedó inmóvil en su mano. Wang Ma volvió a un lado la cabeza.
—¿Quién es ella? —demandó madame Ezra.
David se encaró con su madre. Tenía las mejillas de color escarlata.
—Vi a alguien en la casa de Kung…
—¿Cuándo? —inquirió madame Ezra, con pasión. Recuperaba sus fuerzas.
—Hace dos días —dijo David sencillamente.
Madame Ezra se volvió hacia su marido… Sus negros ojos llameaban al mirarlo.
—Tú dijiste… fuiste tú quien…
Ezra gruñó:
—Querida mía, tú nos obligas a todos a mentirte —observó tristemente. Levantó sus pesados párpados hacia su hijo—. Vamos —ordenó—, ahora que has empezado, ¡termina! Viste a una linda muchacha en la casa Kung. ¿Hablaste con ella?
—No, desde luego —gritó David—. Ella… dijo algo… «¡Oh, oh!», algo así…, y escapó corriendo de la habitación tan velozmente como un…
—¿Cómo un cervatillo? —sugirió Ezra secamente.
David pareció asombrado.
—Padre, ¿cómo lo sabías? ¿La habías visto tú también?
—No —replicó Ezra—. Esta vez no. Pero creo que «cervatillo» es el termino usual.
—¡Qué estupidez! —dijo madame Ezra en voz alta—. Ezra estoy escandalizada.
Ezra se levantó bruscamente.
—Lo siento, Naomí. La verdad es que no puedo quedarme más… Kung Chen me está esperando, y no es de esos a los que se puede hacer esperar, ya lo sabes.
—Sentaos lo dos —dijo madame Ezra imperiosamente—. David, vosotros os comprometéis el día diez del octavo mes. Es el aniversario de día en que la madre de Leah y yo hicimos nuestra promesa.
Tropezó con los ojos de su hijo frente a frente y se miraron. Los de él se abrieron.
—Yo no quiero… no quiero —murmuró—. Primero me mataré. —Dio media vuelta y salió a grandes pasos de la habitación.
—Vete detrás de él, Peonía —le ordenó Ezra.
Peonía no necesitaba la orden. Ya estaba a la mitad del camino hacia la puerta y desaparecía detrás de la cortina de raso.
La revelación que había hecho David la había escuchado con oídos llenos de asombro. ¡Y ella había soñado que conocía todo su corazón! Más de lo que había sufrido la noche pasada por causa de Leah, le dolía ahora que David no le hubiese contado aquello. Corrió por el pasillo y salió a los largos porches que rodeaban los patios. ¿Adónde había ido? Se detuvo y tocose los labios, meditando. Él había querido escapar, ¿y adónde podría escapar sino a la calle? Se volvió veloz y ligera hacia la puerta.
En el silencio del hall seguían sentados los dos viejos. Wang Ma suspiraba y volvía a llenar las tazas de té. La cara de Ezra estaba grave, y madame Ezra se tocaba los ojos con un pañuelo. Después de un momento habló Ezra, y su voz era muy amable.
—Naomí, nosotros esperamos mucho tiempo por este único hijo.
Pero ella no estaba dispuesta a conmoverse.
—Yo preferiría que no hubiera nacido nunca, a verlo perdido para nuestro pueblo —dijo con melancolía.
Ezra suspiró, se puso en pie y se preparó para marchar. Pero no pudo salir tan fácilmente. Conocía bien el corazón de su mujer después de tantos años, el gran corazón tozudo y ardiente de una esposa y madre judía.
—¡Ah, Naomí! —dijo tristemente—. ¡Si las mujeres pudieran dejarnos ser como somos!
Ella no replicó. Apartó su cara de él y se llevó el pañuelo a los ojos, y él con un movimiento se la indicó a Wang Ma.
—Cuídala —murmuró, y se fue.
Cuando Ezra hubo salido, madame Ezra rompió en sollozos, como si estuviera sola. Como si también fuera una costumbre de años, Wang Ma se acercó a su lado, le tomó la mano y le dio unos golpecitos suaves, frotándole los dedos y las muñecas, pellizcando la firme carne con dulzura. Una y otra mano acarició ella así, y luego apretó las sienes de madame Ezra repetidamente entre sus palmas; madame Ezra se fue tranquilizando, se reclinó en la butaca y cerró los ojos. Así quedó calmada. Pero bajo sus dedos sentía Wang Ma el agitado cerebro obstinado, trabajando todavía.
—¡Ah, señora —murmuró—, deje seguir a los hombres su camino! ¿Qué nos importa eso a las mujeres? Dormir…, comer…, disfrutar de la vida…, eso es lo mejor.
Eran las palabras peores que podía decir, e instantáneamente se arrepintió de ellas. Los fieros ojos negros de madame Ezra se abrieron de pronto. Se irguió y se volvió hacia su servidora:
—¡Oh, las chinas! —Se levantó mientras hablaba, empujó a un lado las manos de Wang Ma y salió de la habitación con impetuosa rapidez.
Wang Ma se quedó en pie, al acecho; luego palpó la tetera y la encontró caliente. Llenó la taza en que había bebido, y tomándola con ambas manos, fue y se sentó en el umbral de la puerta. Allí, calentándose al sol ardiente, continuó sentada, bebiendo el té despacio, contemplando reflexivamente el patio iluminado por el sol.