24 de diciembre de 2013

Estocolmo, Suecia

El dulce refresco no fue de gran ayuda. Gabriella sentía la garganta pegada con cola. Carraspeó en un intento de aclarársela. Dio otro trago.

—Sí —dijo al fin—. Este es el ordenador.

Se inclinó y lo empujó por la mesita de cristal hacia Susan. Al mismo tiempo se abrió una puerta en la pared corta del salón y un hombre de la edad de Gabriella salió del corazón de la suite. Tenía el pelo castaño y expresión seria, vestía un traje oscuro y arrugado. Camisa blanca pero sin corbata.

—Este es uno de mis compañeros, que comprobará que realmente es el ordenador —dijo Susan.

La garganta de Gabriella volvió a cerrarse.

—Vale —dijo—. Está protegido con una clave de acceso. Ni siquiera sabemos qué hay ahí dentro.

Se mesó el pelo en un gesto nervioso. Pensó que debía tomar las riendas de la situación, de sí misma. Que empezarían a sospechar si no se tranquilizaba.

—Puede ser —dijo Susan—. Es muy probable que sea así. Pero me temo que todavía nos quedan muchas cosas que revisar contigo y tu clienta. Habéis experimentado cosas a las que no deberíais haber estado expuestas. Y aunque no sea culpa vuestra, no deja de ser un problema.

Susan lo dijo de una manera que lo hizo sonar como una amenaza. Sus ojos eran huecos, vidriosos y fríamente calculadores. Era tal como había presagiado el americano en el islote. Si no tienes nada con qué negociar, pierdes tus derechos.

El hombre del traje arrugado echó un vistazo rápido a Gabriella antes de abrir la pantalla y apretar el botón de encendido.

Gabriella cerró los ojos. Era demasiado. Ese estrés era demasiado intenso. Oyó el repiqueteo de los dedos del hombre en el teclado. Se reclinó en el sofá. ¿En qué momento se les había pasado por la cabeza que ese plan iba a funcionar?

Cuando cesó el sonido de las teclas Gabriella abrió los ojos despacio, solo un poco, como si no se atreviera del todo a captar lo que estaba sucediendo, el resultado que aquello tendría. El hombre tenía la frente arrugada. Sus ojos pequeños y desconcertados saltaban por la pantalla como si no pudiera creer lo que estaba viendo. Al cabo de unos segundos giró la pantalla hacia Susan y miró a Gabriella.

—¿Esto es una broma o qué coño pasa? —dijo.

Gabriella se incorporó en el sofá. Miró de reojo a la puerta por la que había entrado hacía apenas unos minutos. ¡Vamos!

—¿Cómo es posible? —oyó que decía Susan—. ¿No os habéis dado cuenta de la gravedad del asunto, después de todo lo que os ha pasado? ¿Qué cojones quieres decir con esto?

Susan no parecía ser una mujer que soltara tacos a la primera de cambio. Giró la pantalla para que Gabriella también pudiera verla. Sobre fondo blanco pudo leer en letra gruesa y roja: «¡QUE OS JODAN, CERDOS FASCISTAS!», ocupando toda la pantalla. Si la situación no hubiera sido tan tensa Gabriella se habría puesto a reír. La tal Blitzie era exactamente como Klara la había descrito. Antes de que Gabriella tuviera tiempo de decir nada se oyó el sonido de una tarjeta deslizándose en la cerradura electrónica de la suite. La puerta se abrió un poco y uno de los guardias asomó la cabeza.

—Uno de los contactos suecos afirma tener una llamada para vuestra invitada.

El hombre señaló a Gabriella con la cabeza. Ella no podía respirar. Era como si hubiera olvidado cómo se hacía. De alguna forma logró abrir la boca y sacar unas pocas palabras.

—Si queréis una explicación —graznó— será mejor que me dejéis coger la llamada.

Después ya no pudo decir nada más, se limitó tan solo a señalar torpemente la puerta. Había contado con mostrarse más chula llegado el momento. Pero el estrés, la falta de sueño y todo lo que había en juego la superaban, la arrojaban a un mar infinito donde ya no tenía el control de nada. No le quedaba más opción que fluir, dejarse llevar por la corriente.

Susan la miró confusa. Parecía que se hubiera abierto una fisura en su fachada pulida e inteligente.

—¿Una llamada? —dijo—. ¿Estás de broma?

—No —contestó Gabriella—. No estoy de broma. Si quieres tu puta información tendrás que dejarme coger esa llamada.

Susan negó con la cabeza y le hizo una señal al hombre del traje arrugado para que saliera del salón. Él se levantó y desapareció por la puerta por la que había entrado.

—Vale —dijo Susan—. Pero aquí dentro y en altavoz.

Gabriella se encogió de hombros.

—Como quieras.

Gabriella se puso de pie y avanzó hasta el vigilante, que fue a su encuentro con el teléfono en la mano. Se encontraron en medio del salón y Gabriella cogió el móvil.

—En altavoz —dijo Susan.

Ella también se había levantado, un velo de estrés o de inseguridad se había corrido sobre sus ojos fríos. No había salido como ella había planeado. Pero al mismo tiempo se la veía tranquila. No debía de ser nada nuevo para ella tener que hacer ajustes sobre la marcha. Gabriella apretó el botón del altavoz.

—Sí —logró decir en inglés—. Soy Gabriella. Estás en altavoz.

Hubo unos segundos de silencio, como si los dos interlocutores no supieran quién debía empezar.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gabriella al final—. ¿Cómo ha ido? ¿Has conseguido…?

—Es de lo más repugnante —la interrumpió una débil voz femenina y metálica—. Lo que hay en este ordenador es realmente asqueroso. Cadáveres y torturas o no sé cómo decirlo. Vídeos y fotos. Tampoco he tenido tiempo de mirar gran cosa. Pero esto está lleno de pura mierda, eso está clarísimo.

—Entonces, ¿has conseguido la clave? —dijo Gabriella.

Tenía la sensación de estar saliendo de su cuerpo, como si lo viera todo desde arriba, desde fuera. La suite y Susan y a sí misma con el teléfono en medio del salón. Era irreal.

—Sí, sí —dijo Blitzie—. Obvio. Al introducir la clave en tu ordenador se me ha enviado automáticamente. Solo he tenido que introducirla otra vez en este. Pim, pam. ¿Qué hacemos ahora?

Gabriella miró a Susan, que le hizo un gesto para que colgara el teléfono.

—Te llamo —le dijo a Blitzie—. No hagas nada con la información, ¿me oyes?

—No tengo tendencias suicidas —respondió Blitzie y cortó la llamada.

Susan se sentó en el mismo sillón que antes sin decir nada. Gabriella miró por la ventana. Ya casi estaba oscuro del todo y había empezado a nevar un poco. Allí fuera estaba haciendo una Nochebuena preciosa.

—Puede que hayáis hecho una maniobra astuta —dijo Susan—. Puede que si esa información sale a la luz sea por un bien común. Nosotros no lo habíamos aprobado, te lo puedo asegurar. Fue un error. Una operación que descarriló.

Había una especie de pesadumbre en ella. Como una rendición.

—Pero nos sumirá en el caos —continuó—. Empezando por Afganistán. Luego nosotros. Luego todo el mundo árabe. Si esas imágenes son tan terribles como le parecen a tu amiga, ¿qué van a hacer sino odiarnos cuando se hagan públicas?

Se quedó callada un momento, pensativa.

—Y os sumirá en el caos a vosotras. A ti, pero sobre todo a Klara Waldéen y a tu amiga del teléfono. Sé que no es culpa vuestra, que os habéis visto arrastradas por la situación y que os habéis limitado a jugar el juego tal como os han obligado. Y puede que aun así hayáis alcanzado los mejores resultados a los que podíais aspirar. Os habéis apañado por un rato más. Pero cuando las imágenes se hagan públicas ya no habrá nadie que os pueda proteger. Las fuerzas implicadas son demasiado poderosas. Aunque lo ocurrido no hubiera estado aprobado no podemos tolerar que ese tipo de material salga a la luz sin que haya consecuencias incluso para vosotras. ¿Lo entiendes? Os quedaréis sin derechos en cuanto salga el material. Es más, ya los habéis perdido.

Las palabras del americano en el islote. En cuanto no tengáis con qué negociar perderéis vuestros derechos. No les deis lo que quieren.

—Si sale a la luz —apuntó Gabriella.

Susan se inclinó hacia delante en el sillón y la miró directa a los ojos.

—¿Disculpa? —dijo—. ¿Cómo dices?

—He dicho que eso que describes, el caos, las consecuencias, es efecto directo de si el material se publica, ¿no es así?

Susan asintió en silencio y miró perpleja a Gabriella.

—¿Sí?

—Pero no vamos a publicarlo —dijo Gabriella—. Ahora no. Vamos a proteger la información. Nos encargaremos de que esté tan repartida que no podáis atraparla jamás. Pero si descubrimos que nos estáis persiguiendo le daremos al botón para que todo salga a la luz. Ni siquiera pienso mirar los archivos. Klara tampoco. No queremos saber. Y no queremos ser responsables del caos. Queremos sobrevivir. Queremos dejar esto atrás.

Era una idea insólita pensar que una quinceañera de Ámsterdam fuera la única persona que había visto las fotos y los vídeos que podían hacer que gran parte del mundo se alzara y declarara una revolución, o peor aún. Gabriella miraba a Susan, su cara de cansancio, su poder tradicional, los miles de secretos que debía de ocultar. ¿Podía permitirse perder el control?

—¿Podéis confiar en vuestra amiga?

Gabriella se encogió de hombros.

—Eso espero, sinceramente.

Susan asintió con la cabeza.

—No sé qué otra opción tengo —dijo—. No queremos que esa información salga. En especial ahora.

Guardó silencio, parecía estar pensando.

—¿Qué puedo decir? —preguntó al final—. Supongo que tendremos que cruzar los dedos para que vuestra amiga sea de fiar. Creo que eres consciente de lo que pasará si no es así.

Se quedó callada. La sombra de una sonrisa pasó por su cara.

—El equilibrio del terror —dijo—. La amenaza de una destrucción mutua. Nunca pensé que se podría emplear para describir la relación entre Estados Unidos y un par de juristas suecas. Pero, por lo que parece, los tiempos han cambiado. El equilibrio del terror.

Susan se levantó y le tendió la mano a Gabriella, quien titubeó antes de estrecharla.

—Cuéntame cómo lo habéis hecho —dijo—. Esta magia del final. Mi compañero ha comprobado el número de chasis del ordenador y coincide con el que hemos perdido. Pero aun así no es el mismo ordenador. A lo mejor soy vieja, pero no entiendo cómo lo habéis hecho.

—Nuestra amiga cambió los discos duros —explicó Gabriella—. Cogió un ordenador igual y le cambió las entrañas. Así que ahora la información está guardada en el otro ordenador. En el que tenemos aquí instaló un programa que le ha enviado la clave de acceso que habéis introducido mediante un emisor que lleva dentro. Una tarjeta 3G normal y corriente, creo. Cuando le ha llegado la clave solo ha tenido que usarla para meterse en el disco duro original. Pim, pam, como ella ha dicho.

—Realmente, es otra época —comentó Susan.

—Tenemos otra condición —añadió Gabriella—. El americano que llegó ayer al islote. Klara tiene que saber todo lo que necesita saber sobre él.

De pronto Susan parecía triste, humana.

—Siempre hay tantas cosas en juego todo el tiempo —dijo—. Tanto, que perdemos de vista a la gente. Tanto, que al final pierden importancia.

Sacó un bolígrafo del bolsillo y apuntó algo en una nota que le entregó a Gabriella.

—Pídele que se ponga en contacto conmigo cuando tenga fuerzas. Se lo contaré. Es lo mínimo que puedo hacer por ella. Es lo mínimo que puedo hacer por él.