24 de diciembre de 2013

Norra Rimnö, Suecia

Al final Klara dejó la foto en su regazo y alzó la cabeza. En el cobertizo reformado la oscuridad había comenzado a ceder ante un lento y gris amanecer. La abuela de Klara estaba agachada delante de la estufa francesa poniendo con esmero otro leño en el rescoldo. La corteza chisporroteó antes de que el fuego se reavivara.

—Entonces, ¿él también traía la foto consigo? —dijo Klara.

Su abuela se levantó despacio y se sacudió una falsa ceniza de los pantalones de pana desgastados antes de dirigirse a Klara.

—No.

Parecía triste. Atrapada. Completamente perdida.

—No entiendo —dijo Klara—. ¿De dónde ha salido la foto?

Su abuela se sentó en la punta del sofá en el que Klara todavía estaba recostada. Lo más lejos posible. Miraba atenta a su nieta, como registrando hasta el menor gesto de su cara.

—Tu abuelo y yo hemos tenido la foto durante muchos años —dijo al final—. Ha estado metida en ese sobre en el cajón de mi ropa interior desde que nos la envió el Ministerio de Asuntos Exteriores junto con otras pertenencias de tu madre, unos meses después de su muerte.

Klara sacudió la cabeza en un intento de entender la situación. Quizá la última semana había sido realmente demasiado para ella. Era como si no pudiera encajar las piezas.

—¿Estás diciendo que has tenido esta foto todo el tiempo? —dijo—. ¿Que la has tenido guardada en un cajón? ¿La foto de mi padre? ¿Todo este tiempo?

La abuela de Klara asintió en silencio sin dejar de mirarla.

—Me temo que sí —respondió.

—¿Y no se te ha pasado por la cabeza enseñármela? ¿Te creías que no me interesaba? Tú me has visto mirando las fotos del desván. ¿No se te ocurrió que me habría gustado saberlo?

Las palabras comenzaron a encallarse. No le quedaban fuerzas. Demasiados caminos de traición.

—Lo siento —dijo su abuela—. No sabía qué era lo correcto. Eras tan pequeña, estabas tan y tan sola. Y nosotros, tu abuelo y yo, supongo que siempre te hemos considerado nuestra y de nadie más. Como nuestra hija.

Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla. No hizo ademán de enjugársela. Klara alzó la vista para mirarla. Nunca la había visto llorar.

—No sabía cuándo enseñarte la foto. ¿Cuando tenías cinco? ¿Diez? ¿Quince? ¿Veinte? Primero eras demasiado pequeña y después yo tenía tanto miedo de que te sintieras desconcertada, de que te sintieras decepcionada, supongo. Con él. Con nosotros, por no haberlo localizado.

—O sea, que era más fácil mentir.

Klara se arrepintió de su tono de voz antes incluso de que las palabras salieran de su boca. Su abuela no apartó la mirada. Sus ojos azules al alba.

—Sí —dijo—. Era más fácil mentir. No sabía adónde nos llevaría la verdad.