24 de diciembre de 2013

Estocolmo, Suecia

Gabriella salió del metro en la plaza de Östermalmstorg. Bosse le había buscado un amigo que la llevaría a Estocolmo. «Máxima discreción», tal como había dicho. En algún lugar dobló la campana de una iglesia. Candelabros de adviento en cada ventana. Guirnaldas y decoración de Navidad. Una fina capa de nieve. Era como aterrizar en otro mundo. Un mundo donde todo estaba en silencio, quieto, elegantemente iluminado y libre de conflictos y muerte. Las calles estaban vacías. Lo único que había era un taxi.

—Feliz Navidad —dijo el taxista cuando Gabriella se subió al asiento de atrás.

Increíble pero cierto: hoy era Nochebuena. Gabriella se limitó a asentir con la cabeza y a darle la dirección.

El taxi no tardó ni diez minutos en llegar a Djursholm. Se cruzaron con siete coches y algún que otro autobús en todo el trayecto. Quizá aquel era el momento con menos gente en la calle de todo el año. Poco antes de las siete de la mañana el día de Nochebuena.

Gabriella le pagó al taxista. Musitó un «Feliz Navidad» en vistas de que el hombre no parecía dispuesto a dejarla ir sin al menos haberle deseado eso. Las máquinas quitanieves no habían limpiado las calles y el taxi dejó un solitario rastro de huellas en la nieve virgen cuando comenzó a alejarse por la calle Strandvägen prácticamente en silencio.

Si un par de días atrás, cuando Gabriella se había presentado en la casa de Wiman, el edificio le había parecido un tanto fantasmal, ahora le resultaba irrisoriamente acogedor. Una gruesa capa de nieve esponjosa cubría el seto, la parcela de césped, el caminito que llevaba al portal. Cuando abrió la verja con cuidado, la nieve de la parte superior le cayó en las manos. Era ligera y limpia como el aire. La iluminación de la fachada estaba encendida pero las ventanas estaban a oscuras, excepto por los candelabros de adviento, distribuidos de forma simétrica.

Gabriella se sintió llena de calma. Concentrada. Registró todo el entorno pero estaba centrada en su tarea. Era ahora o nunca: no había vuelta atrás. No había alternativas. Había llegado el momento.

Las ventanas de la fachada lateral estaban cálidamente iluminadas. «La cocina y uno de los salones», sospechó Gabriella. La nieve crujió bajos sus pies cuando subió los cuatro escalones y llamó al timbre. No pasaron más de dos segundos antes de que la puerta se abriera de par en par. Una niña de unos cinco años, con pelo rubio y una bata rosa, estaba plantada bajo el ojo de buey del recibidor.

—¿Quién eres? —preguntó la niña.

—Me llamo Gabriella —dijo esta—. ¿Está… tu abuelo… o tu tío o lo que sea… en casa?

—El abuelo no se ha vestido todavía —contestó la niña.

No hizo ningún ademán ni de avisar a un adulto ni de dejar pasar a Gabriella.

—¿Sabes que hoy es Navidad? —continuó.

—Sí —respondió Gabriella—. Lo sé. Pero necesito hablar con tu abuelo.

—Estoy despierta desde las cinco. ¿Sabes por qué lo sé? Lo sé porque había un reloj en mi calcetín. ¿Quieres verlo?

Alargó la muñeca, en la que llevaba un pequeño reloj de plástico rojo.

—¿Maria? —dijo una voz familiar desde el interior de la acogedora casa—. ¿Maria? ¿Ha llamado alguien al timbre?

—Es una chica con el pelo rojo —respondió Maria.

A sus espaldas Gabriella vio que se acercaba alguien que debía de ser Wiman. No le fue fácil reconocerlo. No llevaba el pelo relamido, como de costumbre, sino revuelto y sorprendentemente cano. En lugar de las agresivas gafas de montura metálica llevaba unas de carey, más robustas y redondas. Y en vez de ir en uno de sus clásicos trajes de Zegna iba tapado con una bata de color vino con flecos y una W bordada en oro en el bolsillo del pecho. Por debajo del dobladillo de la bata asomaban dos piernas blancas y desnudas.

—¿Gabriella? —dijo Wiman.

Se pasó las manos por el pelo en un intento infructuoso de darle algún tipo de estructura a su peinado matutino.

—Es Navidad, por el amor de Dios. ¿Qué haces aquí?

Su tono de voz era igual de contenido que de costumbre. Igual de autoritario y acostumbrado a ser obedecido. Pero sus ojos esquivaron los de Gabriella y sus manos parecían tener vida propia, pasando de alisarle el pelo a tirar del nudo que le cerraba la bata.

—Tenemos que hablar —dijo ella—. Ahora.

Cuando Wiman entró en la biblioteca llevaba una pequeña bandeja con dos tazas humeantes de café y bollos de azafrán. Una luz casi imperceptible comenzaba a caer sobre el estrecho de Värtan. Gabriella estaba sentada en una de las sillas delante de la estufa de cerámica, inmóvil en el cálido resplandor del fuego. De otra parte de la casa llegaba el murmullo de un programa infantil de televisión.

—Bueno, Gabriella —dijo Wiman—. Para serte sincero, no me parece que una visita en casa el día de Nochebuena sea la forma más natural de una abogada adjunta de mostrar que es una potencial accionista.

Mismo tono de voz. Misma ironía paternal. Pero no tenía ningún efecto en Gabriella. Ya no podía recordar lo que sentía al temer y al mismo tiempo desear ganarse su respeto. Era como si todo el mundo hubiese sido sacado de contexto. Como si se hubiera roto un hechizo. Se volvió hacia él muy despacio.

—¿Por qué? —dijo—. O bueno, la verdad es que me importa una mierda por qué. La verdad, no me entra en la cabeza que lo hicieras. Tú, precisamente.

Wiman dejó la bandeja en la mesita que había delante de la estufa. La misma a la que se habían sentado hacía apenas unos días en lo que ahora a Gabriella le parecía otra época, otro mundo.

—¿Que hiciera el qué? —preguntó Wiman y se sentó enfrente de Gabriella, en el mismo sillón que la última vez. La miró con un tranquilo interés en los ojos—. ¿De qué crimen tan horrible me he hecho culpable?

Gabriella se detuvo. Esa mirada. No era la mirada de un Judas.

—Tú eras el único que sabía que Klara iba a volver a Suecia —dijo—. Solo tú y yo. Tú eras el único que sabía que ella quería volver a Sankt Anna.

Wiman arqueó las cejas e hizo un gesto invitando a Gabriella a probar los bollos de azafrán. Luego le dio un sorbo al café caliente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Se inclinó hacia delante y la miró a los ojos. Había en ellos un brillo que Gabriella jamás había visto antes. Un brillo cálido, de genuina simpatía. Gabriella había estado tan segura. Le había parecido tan evidente que Wiman la había vendido de alguna manera. Pero ahora sentía que esa certeza poco a poco se estaba diluyendo en su interior.

—Klara volvió ayer a casa —empezó, calmada—. Fuimos a Arkösund en coche y luego continuamos por el archipiélago.

Era como si no pudiera parar. Como si estuviera obligada a contarlo, a ponerle palabras a lo que acababa de suceder. De la forma más objetiva y exacta que pudo fue soltando todo lo acontecido las últimas veinticuatro horas.

—Me habría gustado que me hubieses llamado —dijo Wiman cuando al final ella se quedó callada.

Se inclinó y le volvió a llenar la taza a Gabriella.

—¿Habría cambiado algo? —preguntó ella.

—Seguramente, no —respondió él—. No sé mucho más que tú. Solo que los sabuesos de la Säpo no creen que tu amiga sea una terrorista. Después de que vinieras el otro día estuve investigando un poco. Me puse en contacto con algunos amigos de la policía secreta pero también con personas de… ¿cómo decirlo? Círculos más influyentes.

—¿A qué te refieres? —dijo Gabriella.

—La cúpula política. El gobierno. No importa. Tu amiga se ha metido en un fregado realmente turbio. No es culpa suya, en absoluto. Por lo visto tu amiga tiene algún tipo de información que a algunos norteamericanos les gustaría mucho recuperar, si lo he entendido bien.

Gabriella sorbió el café caliente y asintió despacio con la cabeza.

—Y ¿tu amiga tiene esa información? —continuó Wiman.

Gabriella respiró hondo y se reclinó en el sillón.

—Se podría decir —contestó.

—Y ¿tú tienes algún plan? Porque ¿qué vais a hacer? En este asunto se mezclan intereses muy poderosos, no hace falta que te lo cuente.

—Tenemos un plan —dijo Gabriella—. Uno jodidamente frágil.

Gabriella se despertó porque alguien había abierto la puerta de la biblioteca.

Se incorporó en su asiento y se mesó el pelo de forma instintiva. Por Dios, ¿se había quedado dormida? ¿En mitad de todo esto? El fuego casi se había apagado. ¿Cuánto rato había estado durmiendo?

En el umbral de la puerta estaba la nieta de cinco años de Wiman, Maria, la que le había abierto a Gabriella por la mañana.

—¿Vas a celebrar la Navidad con nosotros? —preguntó—. Puedes, si quieres. Van a venir mis primos. Tienen un caballo. Una vez me…

—Maria. —Era la voz de Wiman—. Te he dicho que dejaras dormir a Gabriella.

—¡Pero estaba despierta! —protestó Maria.

La niña se cruzó de brazos y puso morritos. Wiman se agachó y le susurró algo al oído que la hizo soltar un grito de alegría y salir corriendo de la estancia. Había algo tierno y condescendiente en esta versión casera de Wiman que era totalmente incompatible con el rígido abogado que Gabriella conocía. El hombre entró en la biblioteca y se sentó en el sillón de al lado.

—Te has quedado dormida —dijo—. Después de la noche que has pasado me ha parecido bastante razonable no despertarte. Además, vas a necesitar tu descanso.

—¿Qué quieres decir?

Cuando Gabriella le había contado el plan que tenían ella y Klara, primero Wiman se había mostrado escéptico. Después se había ofrecido a hacer todo lo que estuviera en sus manos, usar todos sus contactos para intentar hacerlo funcionar. Era lo último que Gabriella se había esperado. Que Wiman se mostrara leal.

—Mientras tú dormías he estado trabajando. Me he cobrado algunos favores y he tenido que pedir algunos, si te soy sincero. Pero, por lo que parece, tendrás tu oportunidad. Un avión está cruzando el Atlántico. Lleva a bordo a alguien con poder de decisión. Alguien de la CIA. Estarán aquí dentro de…

Wiman se quedó callado y giró la muñeca para consultar la hora.

—Dentro de siete horas.