23 de diciembre de 2013

Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia

George se incorporó en la cubierta de proa del pequeño barco y miró a su alrededor. La noche seguía siendo negra como el carbón. La tormenta había amainado pero el barco escoraba y saltaba en la marejada. Solo podía recordar vagamente cómo había terminado allí. Impresiones, un sueño. Desde que había naufragado con la lancha solo tenía recuerdos fragmentados e inconexos de pánico y frío. Se percató de que llevaba ropa seca. Dos mantas enormes sobre los hombros y las piernas. Todavía tiritaba, pero no de forma tan descontrolada como hacía un rato.

—Bueno, al final estás vivo.

George volvió la cabeza. Klara estaba sentada a su lado en la cubierta, apoyada en el puente de mando. En la oscuridad parecía que llevara el mismo impermeable amarillo que él recordaba débilmente de lo que le parecía que eran días atrás. George asintió con la cabeza.

—¿Dónde estamos?

George gritó para superar el ruido del viento y del motor del barco. La nieve revoloteaba en el aire y se mezclaba con los recuerdos que relampagueaban en su retina. Orificios de pistolas. La cara reventada de Kirsten. El frío en la roca. La pistola pesándole en las manos. El sonido de la bala que había disparado. Se quitó de la mente las posibles consecuencias de sus actos. Los cuerpos abatidos. Negó en silencio con la cabeza.

—En el barco de mi abuelo —respondió Klara.

Lo dijo inclinándose hacia él para no tener que gritar.

—Estabas bastante fuera de combate. Mi abuelo te ha dejado una muda extra que traía consigo. Después has estado durmiendo un rato aquí en cubierta. ¿No lo recuerdas?

Él negó con la cabeza.

—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó él.

Klara se encogió de hombros.

—No lo sé —contestó—. Me parece que tienes bastantes cosas que contar.

George se volvió para mirarla, la irrealidad de la última semana le cayó encima toda de golpe. Enterró la cara en las manos.

—Lo siento —dijo—. Perdóname.

—¿Que te perdone? —exclamó Klara—. Más bien creo que me has salvado la vida. La vida de todos. Si no hubieras aparecido con la lancha allí fuera nos habrían ejecutado a todos, me atrevería a decir.

George negó en silencio. Se ajustó más la manta alrededor del cuerpo y miró a Klara. Su cara apenas se podía distinguir en la oscuridad.

—Hay mucho más que eso —dijo—. Si no hubiese sido por mí jamás te habrías visto metida en esto. Trabajé con ellos, con los yanquis. Fui yo quien instaló un aparato de escuchas en tu despacho, fui yo quien…

—¿Quien mandó el mensaje de París? —lo interrumpió ella.

George asintió.

—Sí, es cierto. Pero ni te imaginas a lo que te he expuesto. A lo que me he expuesto yo mismo.

Klara escupió por la borda.

—Ahora ya no importa —dijo—. Lo hecho, hecho está. Todavía tenemos que encontrar una manera de salir de esta.

Una silueta surgió de la oscuridad de popa y se les acercó agachada. Otra chica con impermeable amarillo demasiado grande. George giró el cuello y vio a un hombre mayor detrás del timón de la consola de mando. El hombre alzó una mano para saludarlo. En la oscuridad parecía que estuviera sonriendo.

—Así que te has despertado —le dijo la chica a George.

—Supongo —murmuró él.

Ella se sujetó con una mano a la borda y se sentó en la cubierta justo enfrente de él.

—Me llamo Gabriella —dijo—. Soy amiga de Klara y en este momento también su abogada. Antes de continuar quería proponerte que me dejes representarte también a ti.

Una media sonrisa asomó en los labios de George, abriéndose paso entre todo el desconcierto y estrés.

—Abogados. Vaya buitres —dijo—. No desaprovecháis ni una oportunidad para vender vuestros servicios.

Al estar tan oscuro no estaba seguro, pero le parecía que Gabriella le correspondía la sonrisa.

—Mi tarifa es bastante asequible. Pro bono, en verdad —dijo—. Pero tú y Klara necesitáis a alguien que hable por vosotros. Si yo soy vuestra abogada nadie me puede obligar a revelar dónde estáis, etcétera. Ahora nuestro plan es que el abuelo de Klara os lleve a otro escondite. Tengo un contacto en la Säpo con quien voy a intentar aclarar todo esto. ¿Te parece bien o qué me dices?

George asintió.

—¿Qué opción tengo? —dijo.

—Bien —prosiguió Gabriella—. Después nos ocuparemos de las formalidades. Sé que es tarde y que lo que acabas de vivir es una locura, pero tengo que pedirte que me cuentes todo lo que sabes de estas personas que han estado persiguiendo a Klara. Es probable que a ella, y puede que a ti también, la acusen de un montón de cosas. Pueden amenazar con entregaros a Estados Unidos o cualquier cosa. En este momento todo apunta a que lo que sabéis tú y Klara es nuestra única posibilidad de salir de esta situación.

George se aclaró la garganta y miró a Klara otra vez.

—¿Qué sabes tú, Klara? —preguntó—. ¿A qué se debe toda esta historia?

Gabriella le puso una mano en el hombro a Klara antes de que dijera nada.

—Créeme, George —dijo Gabriella—. En este momento es mejor que no conozcas todos los detalles. Pero si voy a tener que resolver esto de alguna forma, necesitaré saberlo todo.

George asintió. Sacó una mano de debajo de la manta y se secó la nieve derretida de las mejillas antes de dirigirse otra vez a Gabriella.

—Vale —dijo alzando lo bastante la voz como para superar el ruido del motor y del mar—. La cosa es así.

Y se lo explicó todo. Reiper. Merchant & Taylor y la cena en el Comme chez Soi. La casa en la Avenue Molière y la noche en que Reiper lo había obligado a colaborar. Le habló de su época en Gottlieb y el acuerdo que Reiper le había enseñado. Le habló de la incursión en el despacho de Klara y de Kirsten y de Josh. Del jet privado y Arkösund. De la conversación con el servicio de emergencia. De cómo estuvo a punto de ser ejecutado antes de reducir a Kirsten. Toda aquella noche terrorífica que le parecía tan lejana a pesar de que aún no había terminado.

Gabriella lo interrumpió en algunas ocasiones para pedirle más detalles o que repitiera alguna parte, nombres y la hora en que había contactado con el servicio de emergencias. Como un auténtico abogado pendenciero.

Cuando hubieron terminado, George se sentía sorprendentemente tranquilo. Por primera vez desde que había comenzado todo aquello no estaba solo. Permanecieron un rato en silencio escuchando el motor y el mar. La nieve les repiqueteaba en la cara.

George tragó saliva y titubeó.

—Lo que ha pasado en la isla —empezó—. Reiper y Josh y toda la banda. ¿Están muertos?

—No nos hemos quedado a mirar —dijo Klara—. Pero eso espero, desde lo más hondo.

Tras unos cuantos minutos más, el anciano aminoró la marcha y se asomó por encima de la consola de mando.

—¡Klara! —gritó—. Casi hemos llegado. ¿Estáis preparados?

Klara asintió con la cabeza y se volvió hacia George.

—Aquí Gabriella cambiará de barco —dijo—. Tú te quedas conmigo, ¿de acuerdo?

George asintió.

—De acuerdo —contestó—. No es que tenga otros planes, precisamente. ¿Adónde vamos?

Klara miró a Gabriella, que negó con la cabeza.

—Díselo cuando ya me haya ido —dijo—. Es mejor si yo no sé adónde vais.

El anciano puso el barco a sotavento junto a un par de islotes oscuros. Aquí el mar estaba singularmente tranquilo, una diferencia abismal respecto a hacía unas horas. Más al fondo apareció de pronto una luz solitaria pero intensa. El corazón de George dio un brinco.

—¡Allí! —gritó, y se puso de rodillas para señalar.

La manta le cayó de los hombros sin que se diera cuenta.

—Hay alguien allí. ¡Una luz!

Klara lo cogió de la mano y lo hizo sentarse de nuevo.

—Tranquilo —dijo—. Es nuestra señal.

Levantó una lámpara morse cuadrada y maltrecha y mandó un par de ráfagas de luz a modo de respuesta. El anciano ya había cambiado el rumbo en dirección al foco intermitente.

Cuando Klara hubo terminado con su intercambio en morse se acercó a la proa y buscó la amarra. Al cabo de pocos minutos más estaban al lado de un viejo barco faenero cuyos mejores días habían quedado bastante atrás. En la cubierta de proa había un hombre enorme vestido también con impermeable.

—¡Klara! —gritó—. ¡Cago en Dios! ¿Cómo andáis?

—Estamos bien —respondió Klara—. Pero creo que es mejor que no hablemos de nada. Gabriella se pasa contigo, ¿de acuerdo?

—Claro, claro —dijo el gigante—. Pero ¿adónde vais?

El chico tenía un acento tan fuerte que George tuvo que pegar la oreja para entenderlo. ¿Östgötska? ¿Era así como se llamaba aquel dialecto?

—Lo mismo, Bosse, es mejor que hablemos más adelante. Gabriella tiene que llegar a Estocolmo lo antes posible. Máxima discreción. ¿Puedes encargarte de ello?

El gigante se rio cloqueando y se asomó por la borda para agarrar a Gabriella de la cintura. Con un rápido movimiento la levantó y la pasó en volandas a su barco.

—¿Máxima discreción? —dijo—. Ese es mi estilo, ya lo sabes, Klara. Por cierto, hola de nuevo, Gabriella.

—Hola —contestó Gabriella.

Klara levantó una pequeña funda de ordenador y se la pasó a Gabriella.

—Vale —dijo esta—. Te llamo en cuanto pueda.

Empezó a empujar para apartarlos del barco faenero.

—No tan deprisa —dijo el gigante—. Tengo a alguien más para vosotros. Es terca como una mula.

Del puente de mando salió una mujer mayor, el pelo largo y casi blanco recogido en una coleta. Acarició a Gabriella en la mejilla.

—¿Cómo estás, Gabriella? —preguntó.

Gabriella asintió con la cabeza y abrazó a la anciana.

—Bien —respondió—. Todo saldrá bien.

—Me alegro —dijo la mujer—. Ve con cuidado, ¿eh, cariño?

En la mano la anciana llevaba una cesta que le pasó a Klara antes de cambiar de barco con imprevisible agilidad.

—Mi pequeña princesa —dijo acercándose a Klara—. ¿No te creerías que te dejaría celebrar la Navidad sin mí? Me he traído lo imprescindible para la cena. Solo un poco de ensalada de arenque, jamón ahumado y mosto de cerveza. Y el aguardiente de tu abuelo, por supuesto.

—¡Eso es porque tú no te lo querías dejar! —dijo el anciano.

George vio a Klara depositar con cuidado la cesta en el suelo antes de levantarse y caer en brazos de la anciana.

—Abuela —sollozó—. Te quiero, te quiero.