Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia
El viento había amainado un poco. Y ahora la nevada era aún más copiosa. Klara estaba pegada de espaldas a la pared de la casa. Notaba el peso de la escopeta fría en las manos. Las ideas competían en su cabeza con los latidos de su corazón desbocado. ¿Qué estaba pasando? Con cuidado sacó la pequeña linterna que había encontrado en la cocina.
Fue entonces cuando lo oyó. Amortiguado por el viento y la nieve. Pasos rápidos. Después un roce y algo grande que caía al suelo. Como si alguien fuera corriendo por la roca y de pronto tropezara. Klara clavó una rodilla en el suelo. La culata apoyada en el hombro. La linterna y el cañón en la mano izquierda. Alguien que tosía, carraspeaba, escupía. Algo que sonaba como una voz. Quizá a diez metros de distancia. No más. Junto a la otra fachada. Después otra vez. Forzada, susurrante. Solo fragmentos. Klara exhaló aire. Inspiró. Todo a una sola carta. Al mismo tiempo que encendía la linterna dobló la esquina de la cabaña. Todavía agazapada, con la rodilla izquierda hincada en la nieve, sobre la roca. La culata en el hombro. El cañón y el haz de luz de la linterna apuntando al lugar de donde provenían los sonidos. El tiempo se detuvo.
La luz iluminó a tres personas. Dos hombres de negro, uno que estaba agachado y otro de pie. En el suelo estaba el norteamericano. Sangre oscura en la nieve blanca.
Alguien dijo algo. Todos los sonidos parecían demorarse, prolongarse, imposibles de conectar en una secuencia. El hombre que estaba de pie levantó una mano, cegado por la luz de la linterna. Todos se movían despacio, como bajo el agua. Klara se concentró en el hombre que estaba agachado junto al americano. Su cara. La cicatriz. El pelo cano que asomaba por debajo de un gorro negro. Sus ojos titilando en la luz.
El hombre de la cicatriz tardó una eternidad en alzar el arma. Klara apretó el gatillo y sintió la fuerza del retroceso empujarla hacia atrás.
Después el mundo recuperó el tempo. El estruendo de la escopeta era ensordecedor. El hombre de la cicatriz salió despedido sobre la roca manchada de nieve y aterrizó plano, en una postura extraña, al pie de un pequeño enebro pelado y solitario.
Klara oyó un ruido metálico en línea oblicua a su espalda. Tres veces, cuatro, cinco. Después un chasquido. Cuando apuntó hacia allí con la linterna descubrió que el hombre al que acababa de ver de pie yacía de espaldas en la nieve. Más atrás Klara escuchó una respiración. Un leve jadeo. Pies que pisoteaban la nieve y la roca. Se volvió con cautela en dirección al sonido, de nuevo hacia la casa. Deslizó el foco de la linterna por la fachada para terminar iluminando una asombrosa figura. Era alto y delgado. Ojos hundidos. Tenía la cara llena de rasguños, heridas y esparadrapo despegado. Sus labios se habían puesto azules por el frío. En la mano llevaba una pistola gris oscuro en cuyo cañón había un largo cilindro. El hombre dejó caer el arma en la nieve y se reclinó en la pared. Cerró los ojos. Se hizo una bola en la nieve abrazándose las rodillas. Klara movía la escopeta, insegura de adónde apuntar.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
Dirigió la escopeta de caza hacia el hombre, apuntó, no sabía si arriba o abajo, amigo o enemigo. Se inclinó hacia delante. Algo le resultaba familiar en aquella cara magullada.
Dio un paso hacia delante. El hombre levantó las manos en gesto de rendición.
—George —dijo—. George Lööw.
Klara paró en seco, sacudió la cabeza. Le pitaban los oídos por el disparo. El viento le escupía nieve en la cara. ¿George Lööw? ¿Era eso lo que acababa de decir?
—¿De dónde coño has salido? —respondió Klara.
George se limitó a encogerse de hombros y se quedó mirando al vacío como un lelo. Klara titubeó un segundo y luego dio media vuelta para ir a ver al norteamericano que yacía en la nieve.
—¿Estás bien? —le preguntó a George mientras se acercaba al otro.
—Estoy bien. Creo.
Su voz era hueca.
Klara se inclinó sobre el yanqui, lo iluminó con la linterna. Sangre por todas partes, demasiada. Tenía los ojos cerrados, pero sus labios se movían de forma casi imperceptible. Le rezumaba sangre por la comisura de la boca. Klara acercó la oreja a su boca, percibió el olor a sangre, el hedor a muerte, muerte, muerte.
—No pude protegerte.
Su voz era tan débil, tan pastosa.
—No les des lo que quieren.
Se quedó callado. Apenas respiraba. Cerró los ojos y los volvió a abrir. Klara guardaba silencio. Le acarició la frente con cuidado, insegura.
—No les des lo que quieren. No puedes fiarte de ellos.
Klara luchaba con la adrenalina, con el llanto.
—Todo se arreglará.
Era lo único que le salió. No significaba nada. Nada se arreglaría.
—Tu madre —susurró el norteamericano—. Te quería mucho. Por encima de todo.
Después, silencio. Solo el viento. Solo la nieve. Klara lo cogió de la mano. El puño cerrado. Helado, casi muerto. Entonces su boca se abrió. Sus ojos se tornaron de cristal, vacíos. Klara le levantó el puño para poder apretarlo en su mano. Algo cayó de su mano en la nieve, en la sangre. Klara tanteó para encontrarlo. La plata del colgante estaba sorprendentemente caliente. Con dedos helados Klara abrió el diminuto cerrojo.