Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia
Ponte estas prendas para la lluvia —dijo Klara.
Sacó un fardo de hule amarillo, viejo y con olor a trementina, de un baúl desgastado que había junto a la puerta y se lo pasó a Gabriella. Por su parte, ella se había puesto las botas de agua y un par de pantalones impermeables que le iban tan grandes que le daban el aspecto de una niña pequeña. Gabriella deshizo el amasijo de ropa y comenzó a ponerse los pantalones raídos.
—Definitivamente, es un barco —dijo el abuelo de Klara.
Al contrario de lo que le había aconsejado el yanqui, el anciano estaba de pie mirando por la ventana, tratando de distinguir algo en la oscuridad. El ruido del barco iba ganando intensidad a medida que se aproximaba.
—Vete tú a saber qué tarado hay ahí fuera, navegando con el viento de proa.
El abuelo se volvió y miró a Klara, que estaba abrochándose la capa con la capucha ya bajada hasta la frente.
—¿Qué tienes en mente, Klara? —preguntó—. ¿No estarás pensando en acompañar a nuestro amigo americano?
Klara se ajustó las mangas de la capa. Cuando estuvo satisfecha se agachó y abrió la cajita de cartón con los cartuchos de plomo. Sacó un puñado y se los metió en el bolsillo.
—No lo sé —contestó—. Pero será mejor que estemos preparados. Tengo la sensación de que tenemos que estar listos para salir corriendo en cualquier momento.
Abrió la escopeta y comprobó que todavía estaba cargada. Se volvió hacia su abuelo y titubeó un instante.
—¿Abuelo? —dijo al final—. Has dicho que estabas seguro de que ese hombre conocía a mi madre.
Su abuelo dio media vuelta. Se le veía cansado. Fuera el motor se hacía cada vez más evidente.
—¿Qué es lo que te hace estar tan seguro?
Antes de que su abuelo tuviera tiempo de responder, un estrépito chirriante se oyó más abajo en el islote. El abuelo se giró hacia la ventana otra vez. Oyeron dos gritos cortos. Quizá juramentos.
—¿Qué ha sido eso? —susurró Gabriella.
—El barco ha chocado contra la roca —respondió el abuelo de Klara.
Por acto reflejo, Gabriella también se acercó agazapada a la ventana. Podía intuir la nieve que caía, los arbustos más cercanos. Alguna roca. Abajo, en la orilla del agua, le pareció ver algo que se movía. Pero quizá se lo había imaginado. El ruido del barco golpeando la piedra. Y quizá fragmentos de una voz. Antes de que Gabriella pudiera siquiera comentarlo escucharon un trueno sordo rompiendo la tormenta.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Gabriella.
El pulso se le aceleró en el pecho. En alguna parte oyeron un grito y luego silencio. Se volvió para mirar a Klara. Pero lo único que vio fue la puerta cerrándose.