Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia
Al final, todo eran caprichos de la divina providencia. La banalidad del combate. Me siento en cuclillas. Alzo la mira nocturna para observar las rocas. Veo el cuerpo inerte en la nieve. Veo al hombre del mar. Está boca abajo, dispara una pistola, se pone de rodillas. Está armado. Amigo o enemigo. La casualidad. Me levanto pero mantengo la espalda curvada, me hago pequeño. No le puedo dejar llegar hasta la cabaña. No puedo correr ese riesgo. Me levanto, doy dos pasos rápidos. La nieve bajo mis pies. El granito. La preocupación me vuelve cauteloso.
Lo sé antes de sentir el dolor. Como lo sé siempre. Como siempre lo he sabido. Que lo que mata son los lazos. Que lo que amenaza nuestra existencia no son las mentiras sino la verdad. Después el dolor. En algún punto del abdomen. En algún punto de la espalda. Intenso y mortal. Y resbalo en la nieve, en la roca. Doy un giro y me caigo. Después, más dolor. En el hombro, en la mano. El tiempo se detiene.
Así es como acaba todo.
Estoy tirado de espaldas. Los copos de nieve me caen en la cara. Abro los ojos y veo su sombra, agachada, a mi lado. La cicatriz en su mejilla brilla en la oscuridad. El rifle descansa en su regazo. Ni siquiera se sorprende.
—Creía que te habían puesto a trabajar en la oficina —dice.
No digo nada. Siento la sangre llenándome la boca. Escupo a un lado. Sabía que era él. A pesar de que Susan no quisiera pronunciar su nombre, uno de sus nombres. Nos miramos. Seguimos en Kurdistán, en Afganistán. Así es como termina todo.
—¿Te ha enviado Susan? —pregunta él.
No digo nada.
—Has disparado a uno de mis hombres —dice.
Ya no queda nada que perder. Nada que ganar. Asiento con la cabeza. Escupo sangre pero la boca se me llena de nuevo. Dejo que rezume por mis labios.
—No tiene por qué ser de esta manera —digo yo.
Mi voz sale apagada, carrasposa, tan llena de sangre y muerte que apenas puedo distinguirla ni yo mismo. Pero él está acostumbrado a oír las confesiones del moribundo. Se inclina.
—¿De qué manera? —dice.
Me pesa tanto, tanto el cuerpo, que siento que atraviesa la nieve, la roca. Al mismo tiempo es tan ligero, tan ligero que, cuando cierro los ojos, levanto el vuelo, me pierdo en la nevada, en la tormenta. Desaparezco. Más leve que los copos de nieve. Un cuerpo de helio. Un cuerpo de plomo. Por encima de las nubes el cielo es azul pálido. Opté por la huida cada vez que me tocó elegir camino. Y ahora todo es demasiado tarde. Ya no hay nada que pueda salvar mi alma.
Cuando abro los ojos él está a punto de levantarse. En la oscuridad lo veo enorme. Ahora yo soy insignificante. No soy parte de su misión. Una mera casualidad. Algo imprevisible que él estuvo gestionando y luego dejó abandonado. Toso. Obligo a las palabras a salir.
—Ella no tiene por qué morir.
Es un esfuerzo sobrehumano. Me ahogo en mi propia sangre. Oigo su voz en la lejanía.
—No has cambiado —dice—. Siempre has tenido el mismo problema: un corazón lleno de sangre.
Me fuerzo a ladear la cabeza para mirarlo. Se me hace terriblemente difícil abrir los ojos. Y en ese momento oigo el trueno. Apagado y delimitado como una explosión controlada. En una luz fría y singular lo veo despegarse del suelo. Lo veo volar, ingrávido por un instante, envuelto en la tormenta. Lo veo aterrizar en la nieve, esparcido, inmóvil.