Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia
El barco viene del lado equivocado. Del norte, con las olas por delante en dirección oblicua. Con la mira nocturna puedo vislumbrar cómo desaparece en los valles del mar para aparecer de nuevo en las crestas. El ruido del motor se abre paso en la tormenta. Es de principiantes. Peor aún. Es una locura, puro suicidio. Si el barco alcanza las rocas, el mar no tendrá piedad con él. Queda descartado que se trate de nuestros enemigos. ¿El amigo de Klara? Él conoce estas islas, esta tormenta. Él nunca llegaría en esa dirección.
Me siento en cuclillas. La sequedad en la boca, los latidos inquietos del corazón. Las ganas lejanas de echar un trago. Todo lo que planeamos. Todas las estrategias y objetivos a largo plazo. Todos los muros y protecciones. Todo lo que creamos para minimizar el riesgo, para prevenirlo. Al final es lo inesperado, lo inexplicable, lo imprevisible lo que nos acaba exterminando.
Hay algo en el aire. Algo más aparte de nieve y tormenta. Dirijo la mirada hacia las rocas donde el anciano ha atracado su barco, sin ningún esfuerzo, en el momento más virulento del temporal. Solo veo la popa. El resto está a resguardo detrás del peñasco. Pero hay algo más. Una sombra, una silueta. Pontones o un casco. ¿Puede ser otro barco? ¿Ya están aquí nuestros enemigos?
Se me acelera el pulso. Me tumbo boca abajo y repto por la roca, me alejo de la cabaña. Aprieto el fusil con la mano derecha. Le quito la nieve mojada. En algún punto de las rocas de enfrente oigo el barco chocando contra el granito. Alguien grita dos veces. Como un pájaro en la tormenta.
Continúo trazando un círculo. Si nuestros enemigos ya están aquí, ellos también estarán siguiendo a ese barco. Vigilando para ver con qué los sorprenderá lo imprevisible. El islote es llano y desolado. Lo único que ofrece protección es algún que otro arbusto y alguna roca. Apunto con la mira nocturna en la dirección de donde venía el ruido. Veo el barco, ingobernable en las olas. Justo encima, una persona que lucha por alcanzar la roca firme. Alguien que trepa por la borda y resbala en la aguanieve.
—¿Quién eres tú? —me susurro a mí mismo.
El hombre consigue agarrarse, se arrastra desde la superficie del agua hasta ponerse a salvo. Se tumba boca abajo sobre el islote, quizá para recuperar el aliento. Está empapado. Muerto de frío. Naufragado. Al cabo de unos segundos levanta la cabeza y parece quedarse de piedra. Lo tengo a unos veinte metros de distancia. ¿Qué está viendo que yo no veo? Voy subiendo con la mira nocturna por la roca lisa. Un par de matojos maltrechos por el mal tiempo. Una grieta en el islote. Un movimiento, más movimientos. Mi mano se engarrota alrededor del fusil.
Alguien surge de las sombras. Una figura negra. Un pasamontañas en la cabeza. Inclinado en el viento pero con un arma al hombro. Detrás, otra figura. ¿No hay más? Tiene que haber otro grupo.
Pero en este momento solo son dos. Es lo único que sé. Y un tercero, un desconocido. ¿Es esta mi oportunidad? ¿Nuestra oportunidad para sobrevivir? Lo único que tengo es el factor sorpresa. Si no fuese por el hombre que acaba de llegar con el barco nos habrían cogido dentro de la cabaña. ¿Cómo aprovecho mejor la providencia? Los sempiternos cálculos aproximados. Las estimaciones. Las probabilidades.
Me acerco el fusil. Lo apoyo en el hombro. Hace tanto tiempo que no estaba en una situación como esta. Exhalo el aire gélido. Pestañeo para ver con claridad en la nevada. En la mira telescópica veo al hombre de negro alzar el arma y apuntar al otro, al que está tumbado, indefenso, en la roca. El ruido de la bala rebota en el islote y desaparece en la tormenta, en la nieve.