Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia
No tenemos tiempo para esto —dijo el hombre.
Había algo suplicante en su voz. Un hilo de desesperación mezclado en el tejido de lo que hacía unos segundos le había parecido comprensión, sensatez.
Klara no le quitaba los ojos de encima. El vacío que sentía dentro no quería ceder, pero por un instante había quedado a la sombra de la adrenalina, la cólera de azufre. Los nudillos de su mano derecha le dolían tras el golpe que le había asestado al hombre en la sien. Todo lo que había estado reteniendo desde la muerte de Mahmoud de pronto la había superado, le había hecho perder el control.
Pero ahora notaba que la rabia menguaba, que el mundo a su alrededor recuperaba las formas. Movió las manos en un intento de conservar la maravillosa rabia, trató de concentrarse para que no se le escurriera de vuelta a las profundidades y la dejara sola con el vacío y la tristeza. Pero no se dejaba cazar. Arena entre sus dedos.
Se recostó en el sofá. De pronto la cabeza le comenzó a pesar toneladas y tuvo que reposarla en las manos. A su lado podía percibir el olor de Gabriella. En algún sitio, quizá en la nuca, notaba las manos rasposas de su abuelo. Tras una eternidad volvió a mirar al hombre.
—Vale —dijo—. Aseguras que nos sacarás con vida de esta. Será mejor que nos expliques cómo.
El hombre se agachó frente a ella. Ya estaba aflorando una marca roja en el lugar donde ella le había soltado el puñetazo.
—Tienes un gancho de derecha bastante bueno —dijo.
Una sonrisa en sus labios. Había algo en ella que le resultaba tan familiar. Demasiado familiar. Tantas preguntas que no podían formularse. Tantas ideas que había que posponer para más adelante.
—¿Qué hacemos? —preguntó Klara.
—Tengo que ver lo que hay en el ordenador —contestó el hombre—. Lo que hay en él es lo que tenéis para negociar.
Se detuvo un momento antes de continuar. Parecía que estuviera dudando de algo.
—Mi misión es conseguir el ordenador y asegurarme de que no habéis hecho ninguna copia del material que contiene. Mi jefa me ha dado autorización para aseguraros que con eso terminaría todo. Que todo acabará cuando entreguéis el ordenador con la información.
Había algo en su forma de decirlo. Un titubeo o una duda. Algo que lo roía por dentro.
—Pero no me fío de mi jefa —dijo al final—. No me fío de nadie. Si les dais el ordenador ya no tendréis nada con qué negociar, y si no tenéis con qué negociar no tendréis derechos. Ha muerto tanta gente. A ellos no les importa si vosotras también morís. O bueno, claro que importa. No son alimañas. Pero los riesgos que giran en torno a esa información son demasiado grandes. Si entregáis lo único que tenéis, después de todo lo que habéis visto, con todo lo que sabéis…
Se quedó callado. Giró la cabeza. Algo había captado su atención y sus ojos volaron hasta la ventana. Se quedó así unos segundos antes de levantarse y cruzar la estancia a velocidad sorprendente, casi con gracilidad. De la bolsa de lona que había dejado junto a la puerta sacó un fusil automático de camuflaje. Un sonido metálico cuando introdujo un cargador. Un chasquido cuando fijó la mira telescópica en la parte superior. Se abrochó el abrigo y se pasó la capucha por la cabeza.
—Esperad aquí —dijo—. Hagáis lo que hagáis, no os acerquéis a las ventanas.
Y con esas palabras entreabrió la puerta y desapareció en la oscuridad.
—¿Qué está pasando? —preguntó Gabriella.
Su mano apretaba la de Klara con más fuerza.
—Él también lo ha oído —dijo el abuelo de Klara—. Un motor. Parece que se está acercando un barco.