Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia
George había tardado diez minutos en que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, pero cada vez que miraba la pantalla del teléfono volvía a quedarse ciego, así que hizo lo que pudo para reducir al mínimo las veces que tenía que recurrir al mapa luminoso. Intentó mantener el rumbo empleando una vieja carta náutica plastificada que había encontrado metida debajo de la consola de mando. Iba en cuclillas y sujetaba la carta náutica con las dos manos sobre el timón. El barco escoraba y se estremecía. La tormenta silenciaba el ruido del motor.
Mantenía una velocidad de crucero. Lo bastante rápido como para que la lancha planeara y botara en las olas pero no tanto como para perder el control. La nieve y el agua salobre no paraban de echársele encima, lo ahogaban, calándole el frío hasta la médula. Pero George no se dejaba importunar. Era como si se hallara en otro mundo donde ni la lluvia ni el viento lo afectaban.
No tenía ningún plan. Sin embargo, desde que había conocido a Reiper no se había sentido tan aliviado y despreocupado como ahora. Hacía tan solo unos días, pero a él le parecía un año, o una vida entera. Ahora tenía el destino en sus propias manos. Había cambiado de bando. Ya no formaba parte del ejército de mercenarios asesinos comandado por Reiper. Iba a devolver el golpe.
—¡Yippiikayee, hijos de puta! —gritó a viva voz, desafiando a la tormenta.
Al cabo de media hora George redujo la velocidad y maniobró con la lancha para colocarse a sotavento tras una roca cubierta de enebros. En una trampilla debajo de la bancada de popa había una pequeña ancla oxidada que George echó por la borda para que no se lo llevara la corriente. Se acurrucó lo más que pudo y sacó el móvil. El barco se mecía con el oleaje. La nieve se derretía y le resbalaba por la cara. Apenas tenía cobertura. En cuanto se alejara un poco más por el archipiélago ya no lo podría usar.
Comparó la imagen de satélite con la carta náutica y sintió que se le disparaba el pulso. Si lo había leído bien, estaba a menos de un minuto de distancia del islote en el que, según Reiper, se estaba escondiendo Klara. La banda de Reiper debía de estar en algún lugar próximo. Introdujo rápidamente los datos que habían dado de su propia posición y la aguja del mapa digital se movió un poco al este.
George soltó un suspiro de alivio. En su euforia ni siquiera se le había pasado por la cabeza que podría haberse topado de bruces con Reiper y sus secuaces.
¿Y ahora qué? ¿Qué iba a hacer? Oyó la respiración carrasposa de Kirsten, vio la imagen de su sonrisa despectiva.
«¿Quién te crees que eres? ¿Rambo?».
Apartó la visión de su cara destrozada. Pero su voz persistía. Él no era ningún Rambo. Desde luego que no. Todavía tenía el teléfono en las manos heladas y sopesó la posibilidad de volver a llamar a alguien. Pero la última llamada había sido una catástrofe. Y si la policía no estaba de su lado, ¿con quién se iba a poner en contacto?
El único punto que jugaba en su favor era que Reiper, con total seguridad, no contaba en absoluto con que George fuera una amenaza. A estas alturas debían de estarse preguntando por qué no lograban contactar con Kirsten, pero dudaba mucho que sospecharan que, de alguna forma, él estuviera detrás de aquello. A sus ojos él no era más que un chupatintas, un bobo, un idiota necesario. Y era la única ventaja que tenía. A la buena de Dios.
Del gran bolsillo del impermeable sacó la pistola de Kirsten. Se veía tan negra que parecía absorber la escasa luz que reflejaban los copos de nieve. Localizó la palanquita con la que se soltaba el cargador y lo cambió por el otro que había encontrado en la casa y que estaba lleno. Después dejó caer otra vez el arma en el bolsillo y apagó el teléfono. Había llegado la hora.