Bruselas, Bélgica
Ella notó su perfume —suave, terroso, denso— antes de que él la agarrara con delicadeza del codo derecho. Sintió el cuerpo relajado, la cabeza liviana, como si se le hubiera llenado de oxígeno. La reunión matutina a la que se dirigía quedó en un segundo plano y Klara se dejó sacar de forma voluntaria, sin protestar, del ancho pasillo para meterse en el pequeño pasadizo revestido de madera a las puertas de una de las salas de comisiones del Parlamento Europeo. La moqueta amortiguaba el bullicio del pasillo y del bar de prensa que había fuera.
—Te he echado de menos —dijo Cyril Cuvelliez en inglés y apretó sus labios contra los de ella.
Su acento estadounidense que no ocultaba su deje francés de fondo. Sus labios tiernos, demandantes. La naturalidad con la que tomaba lo que quería.
—No sabía que ibas a estar aquí esta semana —murmuró Klara con los labios pegados a los de él.
Notó cómo volvía de repente a la vida de forma inmediata e imparable.
—No lo tenía previsto.
Él dijo algo más, pero su voz quedó ahogada por el zumbido en los oídos de Klara. La sangre que de pronto bombeaba por todo su cuerpo. La atracción puramente física. Él la apartó y la miró sonriendo.
—Como si necesitara una excusa para volver junto a ti —añadió.
—Podrías haberme enviado un mensaje —dijo Klara—. Pero me alegro de que hayas venido.
Mientras se estiraba para alcanzarle los labios otra vez cerró los ojos, decidida a ignorar lo simples y seductoras que eran las palabras que él le decía. Al mismo tiempo, sus dedos le desabrocharon el único botón de su americana de color gris antracita. Deslizó las manos por debajo y notó que la piel se estremecía debajo de la camisa azul celeste. Él suspiró de placer. A ella le encantaba que suspirara cuando lo tocaba.
—Se me ha complicado un poco —murmuró Cyril—. Pero ya estoy aquí.
—¿Cuánto tiempo? ¿Podremos vernos?
Klara aspiró su aroma. Como si a través de él pudiera tenerlo preso dentro de sí misma.
—Solo hasta mañana. Mucho me temo que hoy hay cena hasta tarde.
Klara notó su aliento sobre la piel, su perilla, sus manos calientes y secas. No tenía defensa contra aquello. Contra él, contra la decepción que sentía de no tener tiempo para verlo más. Asintió en silencio.
—¿Ni siquiera una cita para comer? —preguntó ella y le mordisqueó la oreja.
—Eres terrible —dijo él—. De una forma maravillosa. Pero ¿cómo iba a negarme? ¿Hoy?
Klara asintió en silencio; notó que algo crecía en su interior.
—Tengo una reunión hasta la una. ¿A la una y media en mi casa?
Cyril sacó el teléfono, miró la agenda.
—Retrasaré mi reunión de personal a las cuatro. La cena no es hasta las ocho.
Klara estiró el cuello y lo besó antes de apartarlo.
—Ahora vete —dijo—. Nos vemos en unas horas.
Él sonrió.
—Ya estoy ansioso —respondió.
Ella asintió con la cabeza, ilusionada pero también triste. Como siempre al final de sus breves encuentros.
—Es mejor que tú te vayas primero para que no salgamos juntos.
Él asintió y la besó otra vez al mismo tiempo que se cerraba el botón de la americana. Se colocó bien la corbata.
—Nos vemos luego —dijo.
Y con eso desapareció, sin mirar atrás, hasta fundirse de nuevo con la cotidianidad del Parlamento Europeo.
Klara se quedó donde estaba, apoyada en la pared, con el sabor de Cyril perdurando en sus labios. Poco a poco abrió los ojos. El zumbido en los oídos. El corazón que aún no se sosegaba. Trató de respirar hondo para disimular los síntomas corporales del fugaz momento de pasión. Parpadeó un par de veces. Se mesó el pelo con las manos. ¿Qué había pasado aquí?
¿Cómo había conseguido Cyril superar sus defensas, los sensores de movimiento y las alarmas, sus candados y la alambrada, todo eso que ella se había creado para protegerse justamente de esto? Bueno, de esto no —esto, fuera lo que fuera, era maravilloso—, sino contra lo que irremediablemente venía después. Lo inexplicable. La decepción. El vacío. La resistencia infinita a lo que poco a poco había comenzado a crecer en su interior.
¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora no lograba mantenerlo a distancia? Era guapa, eso lo sabía. No se la veía necesitada de atención, más bien al contrario. El Parlamento Europeo estaba repleto de hombres jóvenes e inteligentes y sospechaba que podría hechizar a la mayoría de ellos sin demasiados problemas. Al menos durante un rato.
Y no es que no lo hubiera intentado. Durante los primeros seis meses en el Parlamento Europeo había vuelto poco a poco a la vida. Después de Mahmoud, después de su traición, el año en Londres había sido lo contrario a lo que se había esperado. La ciudad con la que había soñado desde la primera vez que estuvo, sola, después del bachillerato. Solo para bailar soul en el 100 Club en Oxford Street. Solo para comprar vestidos de los años sesenta en Camden y singles de siete pulgadas rayados en el Spitalfields Market. Solo por las cafeterías al amanecer en Old Compton Street, los buses nocturnos y los magreos con chicos anoréxicos de flequillo largo en pisitos con humedades en Brixton o Islington.
Pero Londres se había convertido en una prisión solitaria y lluviosa. Los primeros meses apenas los recordaba. Ningún detalle, solo la sensación meramente física del otoño en el miserable cuarto de estudiante a algunas calles de The Strand. El frío que se abría paso a través de las delgadas paredes y las ventanas mal aisladas y que ni todas las botellas de agua caliente del mundo podían detener. Solo el vago recuerdo de horas interminables en la biblioteca de Portugal Street, adónde huía con sus libros de texto y su vacío. Le parecía una nada interminable.
Y lo peor de todo era la culpa. La sensación de haberse traicionado a sí misma. Estaba justo donde quería estar, el lugar por el que tanto había luchado. En un máster de gran prestigio en una ciudad que le encantaba. Sin embargo, por primera vez en su vida no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigía.
Pero entonces apareció Gabriella. Klara no olvidaría nunca su visión a través de la ventana escarchada en su habitación vacía. La forma en que Gabriella saltó del taxi con la primera nieve de diciembre cayéndole en el pelo rojo. Su manera de pagar con gesto distraído, con el estilo de alguien que ya ha empezado a escalar peldaños en la tambaleante escalera de un despacho de abogados. La forma en que había vuelto la cabeza y había descubierto a Klara a través de los copos de nieve, en la ventana iluminada del tercer piso. Cómo Klara, incluso a esa distancia, había podido ver el carácter indómito en sus ojos, cálidos, implacables.
Habían caminado en círculos una alrededor de la otra en la facultad de Derecho. Aunque estuvieran en el mismo año, al principio Klara no se había mostrado receptiva a ningún tipo de amistad. Había conocido a Mahmoud el segundo semestre y para ella fue más de lo que jamás había imaginado. Lo había llamado Moody[1] desde el primer día. Pues así era. Temperamental. Un tanto confundido, como si estuviera cavilando, como si ocultara una naturaleza irascible bajo una fachada de autocontrol.
Klara no recordaba haber tenido nunca una mejor amiga durante su infancia en Aspöja. Cuando por fin acabó en el mismo grupo que Gabriella, a mitad de carrera, resultó ser una revelación casi tan tangible como cuando conoció a Moody. No le entraba en la cabeza que hubiera otra persona a la que le gustara el northern soul y los vestidos vintage tanto como a ella. Había sido una pasión con la que Moody se había echado unas buenas risas. Y Klara había pensado que sería bueno para ellos, que les iría bien que ella saliera un poco de su esfera impenetrable.
Pero luego, mucho después, los días más oscuros del otoño de Londres, Klara pensaba a veces que todas las desgracias habían ocurrido porque ella había dejado que Gabriella entrara en su vida. Si se hubiera mantenido cerca de Moody, si hubiera sellado herméticamente el recipiente que formaban, si no hubiera dejado nunca entrar a nadie más, a lo mejor todo habría ido bien.
Pero aquella noche, en la nieve, cuando Klara vio a Gabriella en la calle en Londres, llena de fuerza y decisión, ya sabía que aquellas ideas eran una insensatez. A veces no había explicación. A veces, simplemente, mueres. Y Gabriella había surgido para salvarle la vida.
Y lo había conseguido. Londres nunca fue lo que Klara había soñado, pero recuperó las fuerzas, incluso la ilusión. Aprobó los exámenes, hizo su proyecto y envió las solicitudes de trabajo. Cuando Eva-Karin Boman, la famosa y respetable política con ambiciones internacionales, le contestó que quería hacerle una entrevista, la ilusión volvió a emerger. La incomprensible expectación de estar cerca de la gran política, las grandes decisiones, el dinero, el poder.
Los primeros seis meses con Eva-Karin habían sido maravillosos. Klara había sido indulgente con los caprichos y las exigencias de su jefa. Y de pronto el mundo parecía rebosar de chicos con hombros bonitos, gusto musical aceptable, pelo recién cortado. Chicos a los que apenas un mes atrás ni siquiera habría visto. Era emocionante, divertido, a veces incluso muy excitante.
Pero lo que estaba pasando con Cyril era distinto. A pesar de haber empezado también como un juego, Klara presentía que estaba perdiendo el control, o quizá ya lo había perdido. Se alisó la ropa y soltó un suspiro. Sin poderlo evitar, Mahmoud había aparecido en su cabeza. Quizá era por el e-mail que había recibido hacía un par de días y al que aún no sabía qué contestar. Negó en silencio.
—Moody, Moody —susurró—. ¿De qué va esto?