23 de diciembre de 2013

Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia

No le contesto. No tengo respuestas. No tengo palabras con que expresarme. Lo único que tengo en la cabeza es que al final la verdad me ha ganado la carrera. Que la mentira nunca es definitiva. Su cara está macilenta, es hermosa. Al mismo tiempo, hay algo implacable en sus rasgos. Algo tajante y decidido que resulta desconcertante. Una obstinación que no reconozco en mí. Debe de ser algo tuyo. Sé que es tuyo. Evito sus ojos a toda costa.

A falta de palabras, de explicaciones, me acerco a la ventana que da al archipiélago. Entorno los ojos para otear la oscuridad. Desconocemos qué saben nuestros enemigos.

—¿Sabe alguien que estás aquí? —le pregunto sin volverme.

Mi reflejo en el vidrio se mezcla con el de ella. Lleva el pelo mal cortado y mal teñido. Un disfraz de principiante que no oculta que su pelo auténtico tiene el mismo tono negro de los cuervos que tuvo el mío en su día. Que su piel es mi piel.

Ladea la cabeza, se aparta un mechón de la frente, deambula con la mirada. Me duele ver gestos de nerviosismo en ella. La paranoia y tristeza del perseguido. ¿Hay algún comportamiento humano que me resulte más familiar que ese?

—No —responde—. Nadie sabe que estoy aquí.

Me vuelvo para mirarla. No tenemos tiempo para esto.

—Vamos —digo—. Yo te he encontrado. Tu abuelo sabía dónde estabas. Inténtalo otra vez. ¿Quién sabe que estás aquí?

Mis palabras son demasiado duras. Mi voz, demasiado entrenada a base de interrogatorios. Se le estremece la cara, su voz suena relajada pero con un fondo incandescente.

—¿Quién coño eres tú para venir con exigencias? —contesta—. Ni siquiera sé quién eres.

Sus palabras me queman y casi doy un paso atrás. Ni siquiera sabe quién soy.

—Perdón —le digo—. No pretendía ser brusco. Pero tenemos muy poco tiempo. Te lo explicaré, pero por el momento tendrás que creerme si te digo que soy experto en este tipo de situaciones. Y además, si no hubiese querido ayudarte ya estarías muerta.

Intercambia una mirada con su amiga pelirroja. La amiga asiente con cuidado.

—Vale —dice Klara—. La única persona que sabe que estoy aquí es mi amigo que nos ha traído en su barco, después se ha ido. Volverá por la mañana para comprobar que todo está bien. Él es quien se lo ha dicho a mi abuelo.

Asiento con la cabeza.

—¿A quién más se lo ha dicho?

—No se lo ha dicho a nadie más. Te lo puedo asegurar.

—Créeme —insisto—. En este momento no puedes confiar en nadie.

—Confío en él —responde—. Como confío en mí misma.

—Aun así se lo contó a tu abuelo —puntualizo.

Ella no contesta. Su amiga carraspea. Sus ojos van saltando por la estancia, retuerce las manos.

—¿Y tú? —le pregunto—. ¿Tú a quién se lo has dicho?

Reconozco todas las señales. Todas las fisuras, todas las grietas. Todas las formas en las que nuestro cuerpo nos traiciona.

—Se lo comenté a mi jefe —empieza—. Pero es abogado y Klara nuestro cliente. No existe la menor posibilidad de que él haya compartido la información con nadie. O sea, lo expulsarían del colegio de abogados si se lo contara a alguien.

—Tú eres Gabriella Seichelman, ¿verdad? ¿Trabajas para Lindblad y Wiman en Estocolmo?

—¿Cómo sabes quién soy? —dice.

No respondo. No importa. No tenemos tiempo.

—Saben que estás aquí.

Vuelvo a dirigirme a Klara.

—Los que te persiguen saben que estás aquí. Que no hayan atacado todavía solo es una cuestión de táctica. Estaban esperando a que cayera la noche. A lo mejor a que amainara la tormenta. Supongo que no están tan acostumbrados a este mar como tus abuelos.

Echo un vistazo rápido por la ventana negra. No sirve de nada. Innecesario. Solo veo un reflejo. Los cazadores siempre son invisibles.

—Pero ¿cómo es posible? —dice Klara.

Su voz es obstinada, dubitativa.

—Yo te he encontrado —respondo—. Los que te persiguen son como yo. Los datos sobre tu paradero se han repartido en demasiados canales. Yo he podido deducir quién es tu amiga. —Señalo a Gabriella con la barbilla—. Si yo lo sé, ellos también. Y créeme, tienen formas de conseguir la información. Incluso de los abogados. Especialmente de los abogados.

Noto cómo el estrés me crece por dentro y me obligo a controlarlo. Lo empujo de vuelta al fondo de mi estómago. Aunque no me hubieran dicho que han gritado su destino a los cuatro vientos, yo ya sabía que nuestros enemigos estaban aquí. Un sexto sentido. Un olor. Una vibración en el aire que no tiene que ver con la tormenta.

—Manteneos alejadas de las ventanas —les digo.

Me siento en cuclillas delante de Klara. Levanto la cabeza para que me vea. Me obligo a superar mi propia resistencia. A mirarla a los ojos. Son mucho más que azules bajo el ardor cobrizo que reflejan las ascuas del hogar. También son seguros, intimidantes. Ojos para ideales, no para compromisos. Son todo lo que recuerdo y más.

—Klara —digo.

Es la primera vez que pronuncio su nombre.

—Es fundamental que seas completamente sincera conmigo. Que me cuentes la verdad. Estamos, estás, en grave peligro, como ya sabes. A lo mejor podemos encontrar una manera de salir con vida de esta, pero solo si me cuentas lo que sabes.

Me mira sin pestañear, sin afecto, sin el menor indicio de reconocerme. Pero sus manos inquietas delatan los nervios. Tics y movimientos bruscos.

—¿Por qué? ¿Por qué tengo que confiar en ti?

—Porque he hecho un camino muy largo para ayudarte. Hay muchos intereses, y enormes, en juego y en este momento soy el único que se preocupa por ti.

—¿Por qué? —vuelve a decir—. ¿Por qué te preocupas por mí?

Contengo el aliento. No tenemos tiempo. No hay tiempo.

—Conocía a tu madre —digo—. Algo salió mal hace mucho, mucho tiempo y quiero arreglarlo. Bueno, no lo puedo arreglar. Pero quiero hacer algo para saldar mi deuda.

Ella no dice nada. Solo deambula con la mirada. Mueve las manos. Su amiga se ha sentado a su lado. Le toma una mano. Por el rabillo del ojo veo que su abuelo mira por la ventana negra.

—Dile a tu abuelo que se aleje de la ventana —le pido.

Ella dice algo breve en la lengua que no hablo y luego me vuelve a mirar.

—¿Tenéis el ordenador? —pregunto.

Las dos jóvenes mujeres intercambian una mirada fugaz, casi imperceptible. Klara asiente.

—Lo tenemos —responde.

—¿Qué hay en él? —pregunto—. ¿Habéis visto lo que contiene?

Algo crece en sus ojos azules. Algo duro e impasible. No tiene ningún motivo para confiar en mí. Aun así me duele.

—¿Tú qué crees que hay en el ordenador? —dice ella—. Si alguien lo sabe, deberías ser tú. ¿Por qué, si no, intentáis matarnos?

—¿Que qué creo? —contesto—. Puedo empezar contándoos lo que sé.

Veo cómo aumenta su concentración. A lo mejor realmente no saben nada de nada. Así que les explico lo que Susan me contó a mí. La verdad. Lo que podría ser verdad.

—El amigo de Mahmoud Shammosh —empiezo—, Lindman. Trabajaba para un subcontratista del gobierno estadounidense en Afganistán. Una empresa a la que se le había encomendado la misión de retener a terroristas sospechosos e interrogarlos mediante lo que podríamos llamar métodos no convencionales.

Me doy asco a mí mismo. Mi elección de palabras. Vuelvo a empezar.

—Lo que quiero decir es que Lindman trabajaba para una empresa que actuaba de forma indirecta en misiones dirigidas por el servicio secreto del gobierno de Estados Unidos. La llamábamos Digital Solutions. En realidad no tiene nada de raro. Es una parte esencial en nuestro trabajo, para evitar que nuestras huellas acaben por todas partes. Estas empresas casi siempre están compuestas por antiguos operadores de campo arrinconados y son dirigidas a través de testaferros y empresas fantasma que nosotros mismos creamos. Esta empresa…

Hago una pausa para pensar en cómo expresarme, para que sea correcto. Lo más correcto que puede ser.

—Digital Solutions tenía que interrogar a los terroristas que íbamos rastreando. Tenían la misión de usar métodos más duros. Perros y falsas ejecuciones. Agua. Métodos que no dejan lesiones permanentes. Métodos que son torturas, independientemente de cuál sea su nombre oficial. Métodos como los que la CIA usó en Abu Ghraib. Pero algo se torció con esta empresa. No sabemos exactamente el qué, pero comenzaron a ir más lejos de lo que estaba planeado. Mucho más lejos. Pasó un tiempo antes de que nos enteráramos. Electrocuciones y casos de muerte. Cosas horribles. Una barbarie que no se puede describir con palabras.

—¿Por qué? —me interrumpe Klara—. Si no tenían la misión de hacerlo, ¿por qué lo hicieron?

Sus ojos centellean. Oscilan entre el estrés y la duda y algo más oscuro. Me encojo de hombros.

—No lo sé. A lo mejor se insensibilizaron con los métodos que ya usaban. A lo mejor pensaron que así conseguirían sacarles más información. O más rápido. Y los hay que no necesitan órdenes. Que, simplemente, son sádicos.

Los recuerdos de Irak y Afganistán. La batería de coche y los presos iraquíes apaleados en Kurdistán. Salas de interrogatorio improvisadas en Beirut y Kabul. Existen tantos ejemplos, tantas excusas y explicaciones, tanto sufrimiento. Tanto de lo que responsabilizarse.

—Lo que yo sé es que desmantelamos esta operación cuando nos llegaron los datos de lo que estaba ocurriendo. Hace unas semanas. Pero algunos de los responsables de la operación tienen un largo currículum en el servicio de inteligencia estadounidense. Tienen contactos. Contactos e influencias. Saben demasiado sobre demasiados procesos. Saben demasiado sobre demasiadas personas, gente que está en la cumbre de la organización. Así que en vez de mandar a esos agentes directamente a casa, les encomendaron la misión de primero poner las cosas en orden. Y supongo que es ahí donde todo se fue a la mierda. Creemos que el soldado sueco Lindman se hizo con algún tipo de información sobre esta misión y que pretendía hacerla pública. Sabemos que trabajaba para Digital Solutions en Afganistán. Por qué se puso en contacto con Shammosh es algo que desconozco. Pero me has preguntado qué creo yo que hay en el ordenador. Creo que está lleno de pruebas de una operación que nunca fue aprobada y que, si se hiciera pública, causaría un daño irreparable.

La tormenta de fuera. Puede que haya amainado un poco. Puede que haya perdido fuerza, puede que se hayan debilitado las ráfagas que azotan las ventanas, que ruedan sobre el tejado y que levantan el agua sobre las rocas.

—Imagino que no hace falta que os explique lo que pasaría si esa información sale a la luz —digo—. Las consecuencias que tendría. Ahora que Estados Unidos justo está a punto de salir de Afganistán. Si esa información se hace pública volverá a reinar el caos.

—Pero en verdad tú no has visto lo que hay en el ordenador —dice ella.

—Me han explicado lo que, seguramente, debe de contener —respondo.

—Dices que llevará al caos —apunta Klara.

—Si sale a la luz. Sí, entonces nos empujará al caos.

Ya no parpadea. Ni gestos raros ni tics. Permanece inmóvil.

—A lo mejor el caos está justificado —dice ella.

—¿Eso es lo que habría querido tu amigo Mahmoud? —pregunto yo.

No tengo tiempo de reaccionar antes de que ella me lance, con toda su fuerza, lo que debe de ser un puño cerrado justo por encima del ojo izquierdo. Un dolor punzante, lágrimas. Pestañeo unas cuantas veces y levanto los brazos para defenderme, logro agarrarle la mano antes de que me pueda pegar otra vez. Me sorprende lo fuerte que es.

—Klara —digo—. ¡Tranquila! Tranquila. ¿Qué haces?

Su amiga se ha puesto de pie y la tiene cogida por los brazos. El anciano le acaricia el pelo, le susurra algunas palabras.

—No digas su nombre —me increpa—. Si vuelves a decir su nombre una vez más te mato. ¿Me oyes? Te mato. ¡Sois tú, tus amigos, tu puta banda asquerosa los que habéis generado toda esta mierda! ¡Vosotros! ¡Asesinos! No tienes derecho a pronunciar su nombre. No tienes permiso para usar su nombre. ¿Te enteras?

Su voz es un chillido, un timbre animal. Sus ojos están tan llenos de auténtico odio, de puro desprecio, que una vez más tengo que apartar la mirada. Levanto las manos en un gesto de disculpa, de reconciliación.

—Perdón, perdón —digo—. Entiendo que estás sometida a mucho estrés.

—No tiene nada que ver con el puto estrés —espeta con rabia—. ¡Entérate! Solo tiene que ver con que lo habéis asesinado. Lo matasteis delante de mis narices. Mientras lo cogía de la mano. Murió en un charco de vino de mierda, en un puto súper de barrio. Y lo dejé allí. ¿Me oyes? ¿Estrés? ¡Que te jodan!

Tú, que nunca soltabas un taco. Mi traición, que nunca termina.

—Solo quiero ayudarte —insisto.

—Me la suda Afganistán —dice ella—. Me importa una mierda. Me la suda cuánta gente vaya a morir. Cuántos yanquis vayan a morir. Cuántas escuelas quedarán sin construir. Hospitales, o lo que sea. ¡Me la suda! ¿Acaso eso borrará el instante de su muerte? ¿Cuando le disparasteis como a un perro? ¿Acaso cambiará alguna cosa en su vida? ¿En la mía? ¿Eh?

Niego con la cabeza.

—Pero puedes reducir el sufrimiento —respondo.

Se queda callada un segundo. Fija la mirada en mis ojos. Hago un esfuerzo sobrehumano para no volver la cara. Cuando habla, su tono de voz vuelve a ser tranquilo.

—Es que quiero aumentar el sufrimiento —dice—. Ahora mismo solo deseo detonar una bomba en medio de todo. Quiero veros correr bajo una lluvia de fuego. Quiero veros morir. ¿Entiendes?