23 de diciembre de 2013

Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia

Estoy de pie en la nieve húmeda, dejo que la tormenta, los copos revoloteen alrededor de mi cuerpo cubierto de Gore-Tex, me dejo doblegar por las ráfagas de viento. Cierro los ojos mientras el anciano golpea la puerta y grita de forma ahogada en su dialecto cantarín. La tormenta se le impone, le arrebata las palabras y las lanza a diestro y siniestro, las divide en átomos, en partículas de vocales y consonantes que salen disparadas en la nieve, mar adentro.

Cuando se abre la puerta es como si me quedara ciego, como si por un instante mis ojos dejaran de escuchar las señales que mi conciencia les manda. ¿Será otro mecanismo de defensa? El último que me queda, el definitivo, el menos refinado. Automatismo en lugar de psicología. Un arma sin filo para no tener que encararme a la suma final de mis traiciones. Pero al final, naturalmente, no tengo dónde esconderme. Mis ojos acaban cediendo.

La veo a través de una cortina de nieve en el tenue rectángulo luminoso de la puerta. Delgada y demacrada, está de pie en el umbral de la puerta luchando para que el viento no se la arranque de las manos. En su brazo descansa una escopeta de caza que se ve enorme en proporción con su fino cuerpo, y hay algo en su forma de cogerla, o de no cogerla, que impregna la imagen de naturalidad, de relajación.

Entorno los ojos para ver los suyos. En la oscuridad titilan como el agua. Son tus ojos. No logro hacer frente al hecho de que en su corazón palpita el mío. En su sangre corre la mía. La idea es demasiado vertiginosa. La tormenta se ha metido en mi cabeza y está ganando fuerza. Todo lo que ha pasado por ella. Las palabras que no he podido ni formularme a mí mismo pero que me han acompañado por dentro a lo largo de toda mi vida adulta. Ahora todo son restos de naufragio. Todo son sacrificios a esta tormenta. La dejé completamente sola. Ten compasión conmigo.

Veo cómo el anciano la coge con cuidado del brazo y la conduce dentro de la cabaña. Ella se sienta en el sofá delante del hogar. Él se quita su sueste lleno de nieve. Las botas de agua dejan huellas mojadas en el suelo de madera. Entro con cautela en la caseta. Me bajo la capucha, dejo la bolsa en el suelo, junto a la puerta. La nieve cae en silencio.

Hay otra mujer joven delante de la chimenea. Su mirada va saltando de Klara a mí, una y otra vez se mesa la melena roja con ambas manos. Puedo percibir la adrenalina que está segregando su cuerpo. Hace lo que puede para mantener el pánico a raya. Probablemente pensaba que veníamos para matarlas.

El anciano habla en voz baja en su singular lengua. No sé qué dice, cuánto ha entendido ni cuál es su grado de sospecha. Lo único que le he dicho son las pocas palabras que he aprendido en su idioma antes de buscarlo a él y su esposa.

Conocía a tu hija. Klara está en grave peligro. Estoy aquí para ayudar. Y luego le di el colgante a su mujer. La foto de su hija. Sus ojos al cruzarse con los míos. Azul claro, como un cielo de invierno. Los mismos ojos que nunca olvido. ¿Por qué han decidido fiarse de mí? Era como si supieran por instinto quién soy. Como si llevaran mucho tiempo esperándome. Como si ni siquiera estuvieran sorprendidos.

El anciano ha dejado de hablar y la joven mujer que es mi hija, si me permito esa palabra, termina por volverse para mirarme. Oigo las olas rompiendo contra el granito, viento que no amaina a nuestro alrededor. El ojo de la tormenta. Nunca pensé que lograría llegar hasta aquí. Mi plan ha alcanzado el límite exterior. De aquí en adelante solo hay caos, suerte, verdad. Su voz es más grave de lo que me había esperado. Su inglés, británico y natural.

—Bueno —dice—. Mi abuelo dice que conocías a mi madre. Has elegido un día bien curioso para venir de visita.