Archipiélago exterior de Sankt Anna, Suecia
Los golpes en la puerta eran cada vez más insistentes. La voz de fuera se desgarraba con el viento. Al principio resultaba imposible entenderla. Después, de repente, sonó clara como el agua. Klara notó cómo se disipaba la parálisis provocada por el miedo.
—¡Abuelo! —gritó.
Miró a Gabriella con alivio en los ojos.
—¡Es mi abuelo! ¡Oh, Dios mío!
Dejó caer el cañón de la escopeta hacia el suelo y se pasó la mano por la cara.
—Joder, qué cerca —dijo Gabriella—. Pensaba que íbamos a… No sé lo que pensaba.
Klara ya se había levantado de un salto y se había acercado a la puerta. Cuando la abrió, el viento la agarró y Klara tuvo que pelear para no verse arrastrada fuera, al frío. La nieve la azotaba por la ranura.
—¡Abuelo! —gritó para superar el ruido del temporal—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Su abuelo iba vestido con su impermeable amarillo, y encajado sobre las orejas llevaba un sueste tan desgastado que había adquirido un tono negruzco. Algo titiló a su espalda. Una segunda linterna. Klara entornó los ojos y miró por encima del hombro de su abuelo hasta descubrir una silueta sombría, apenas discernible en la oscuridad. Notó que su abuelo la cogía por el codo y la volvía a meter despacio en el calor relativo de la cabaña.
—Klara —dijo con voz tranquila—. Pensaba que al menos pasarías a vernos por Navidad.
Una sonrisa cansada se perfiló en sus labios mientras se quitaba el sueste y las invitaba a acercarse al hogar. Navidad. Klara había inhibido por completo incluso el hecho de que era diciembre.
—¿Qué? —dijo—. ¿Qué día es hoy?
—Víspera de Nochebuena —contestó su abuelo—. Klara, siéntate.
Giró la cabeza y vio que el otro hombre, la silueta, con cuidado, inseguro, se acercaba hasta el umbral de la puerta. También él llevaba impermeable, de corte infinitamente más moderno y tecnológico que el de su abuelo. Dejó una bolsa alargada de lona junto a la pared interior y se quedó allí de pie.
—¿Quién es? —preguntó ella.
Sus nudillos palidecieron al apretar de nuevo la culata de la escopeta, el índice descansaba sobre la anilla de la correa.
Su abuelo se desabrochó los botones del impermeable y lo dejó caer al suelo de madera.
—Para serte sincero, no lo sé —dijo—. Pero tengo mis sospechas.
Se sentó en una silla y le hizo un gesto a Klara para que se sentara en el sofá. Sin quitarle los ojos de encima al hombre de la puerta, Klara se sentó con cautela.
—Es americano, creo. Ha aparecido en Aspöja hará un par de horas.
Klara sintió un pánico creciente en el pecho. Se subió la escopeta al regazo, la sujetó con ambas manos.
—¡Dios mío! —dijo—. Tú no podías saberlo, pero…
Su abuelo le puso una mano helada en la rodilla y negó con la cabeza.
—Conocía a tu madre, Klara. Lo ha demostrado de varias formas. Antes habría muerto que traértelo en estas circunstancias si hubiese sospechado que no era trigo limpio.
—Pero ¿cómo has podido saber dónde estaba?
Su abuelo le guiñó un ojo.
—Tengo mis formas, ya lo sabes —contestó.
—No te puedes fiar de Bosse —concluyó ella.
Su abuelo giró el cuello y le sonrió a Gabriella.
—Por cierto, hola, Gabriella —dijo—. Cuánto tiempo.
Klara ni siquiera los oía. Tenía los ojos clavados en el hombre que estaba delante de la puerta. Se estaba sacudiendo la nieve mojada de la capucha con un guante grueso y luego se la quitó.
El hombre parecía rondar los sesenta y tenía una constitución digna de un corredor de maratones. Llevaba el pelo corto, pero era espeso como una crin de caballo. Una barba cana de pocos días le cubría las mejillas y la mandíbula ajadas. A lo mejor tenía ascendencia mediterránea o del mundo árabe. No la asustaba en absoluto. Más bien le transmitía un profundo sentimiento de tristeza. Como si durante demasiado tiempo hubiese cargado él solo con una pena demasiado grande.