23 de diciembre de 2013

Arkösund, Suecia

Allí donde estaba, sentado con la espalda recostada en la puerta, George podía oír la casa de fin de siglo crujiendo y protestando como un anciano por los irritantes ataques de la tormenta de nieve. El auricular que se había puesto en la oreja había permanecido en silencio desde que lo había encontrado. No tenía la menor duda de que alguien había dicho algo justo cuando lo había sacado del armario, pero desde entonces no se había oído ni una mosca. George había comprobado la batería y el volumen varias veces, pero todo parecía correcto. Solo le quedaba cruzar los dedos para que la última orden que se había oído no fuera la de cambiar de frecuencia.

Pero a lo mejor daba lo mismo. De todas formas, tampoco sabía qué podría hacer con la información que quizá le llegara. Era un prisionero. Un prisionero cobarde, además. Era evidente que carecía de valor cívico e instinto de supervivencia. ¿Cómo, si no, se podía explicar que se hubiese dejado arrastrar aún más en este berenjenal sin mover un dedo, ni para escapar él mismo ni para detener lo que debía de estar a punto de venírsele encima a la pobre Klara? En este momento estaba tan metido en el ajo que ni siquiera podía hacerse una idea de cómo salir de ese cuarto. Una vez más, hundió la cara en las manos y soltó un jadeo prolongado.

Entonces oyó la voz de Reiper al oído, tan clara que dio un respingo, y con el corazón a galope giró la cabeza antes de comprender que la neutral y desagradable voz venía de la radio.

—Beta uno a Alpha uno —dijo Reiper.

Apenas pasó un segundo antes de que se oyera la voz de Kirsten.

—Aquí Alpha uno, cambio.

—Pásate al canal cinco. Confirma, cambio.

—Paso a canal cinco, cambio.

—Adelante, nos vemos allí, cambio.

—Cambio y corto.

George tanteó la radio. Canal cinco, canal cinco, canal cinco. Encontró un regulador en el que se indicaba «Canales». Tras apretar los botones unas cuantas veces, la pantalla de la radio le indicó que estaba en el canal cinco. No pasaron demasiados segundos antes de que la voz de Reiper sonara de nuevo.

—Beta uno a Alpha uno.

Un segundo más tarde se oyó la voz de Kirsten.

—Aquí Alpha uno, cambio.

—Estamos a cubierto tras una isla en la siguiente posición.

Reiper soltó una larga secuencia de cifras. George se levantó y fue corriendo a la mesita de noche de Josh. Josh siempre resolvía sudokus antes de acostarse, debía de haber un bolígrafo cerca de su cama.

—Repito —dijo Reiper y volvió a dar la posición.

George repitió las cifras en voz alta para sí mismo hasta que encontró un bolígrafo de publicidad de Merchant & Taylor. Arqueó las cejas. ¿De dónde coño lo habría sacado Josh? No recordaba haber llevado ninguno encima cuando comenzó su cautiverio. A la mierda. Concentrándose al máximo consiguió apuntar la larga combinación de cifras al pie de uno de los sudokus a medio hacer de Josh.

—Repito —dijo Kirsten y leyó la secuencia una vez más.

George fue comparando las cifras que había apuntado y comprobó satisfecho que las había pillado todas bien.

—Confirmado —dijo Reiper—. El sujeto se ha instalado en la siguiente posición.

Una nueva serie de cifras y confirmaciones. George también la copió al pie del sudoku.

—Esperaremos hasta que se haga oscuro y luego haremos una primera operación para identificar al sujeto. Con identificación total continuaremos con el plan inicial, cambio.

—Entendido, cambio.

—¿Todo en orden por ahí? Cambio.

—Todo según el plan, cambio.

—Bien, cambio y corto.

—Cambio y corto.

George se volvió a sentar en la cama. Miró las cifras que había anotado. Ahora sabía dónde estaba Reiper. Sabía dónde se encontraba el sujeto que con un setenta por ciento de probabilidad era Klara. ¿Y qué? ¿Cuál era el objetivo de todo aquello? En cuanto se hiciera de noche la banda de Reiper la identificaría. Y después la matarían. Y, probablemente, también a la amiga que iba con ella en el barco de Arkösund. Y aquí estaba él, encerrado en una habitación con corriente de aire, seguramente esperando su propia muerte.

Esta vez no escondió la cara entre las manos cuando la desolación se le vino encima, sino que volvió a guardar el kit auricular y el cargador en el armario donde los había encontrado. Después se acercó a la puerta cerrada que daba al rellano. Respiró hondo. Había llegado la hora de tomar las riendas de la situación.

—¡Kirsten! —gritó lo más fuerte que pudo mientras golpeaba la puerta—. ¡Kirsten! ¡Necesito ir al baño! ¡Vamos! ¡Abre!

Pasaron un par de minutos antes de que George oyera crujir las escaleras y dejó de golpear la puerta. Se giró y miró por la ventana, al césped gris, los manzanos enmarañados. Más allá vislumbró olas blancas que rompían contra las rocas. Ya estaba anocheciendo. Echó un vistazo a su Breitling. Faltaba poco para las tres. Con el corazón a galope en el pecho volvió a gritar.

—¡Kirsten, joder, necesito el baño ya!

—Tranquilízate —se oyó la voz de Kirsten desde el piso de abajo.

Un par de segundos y luego el ruido de una llave entrando en el cerrojo.

—Quiero que vayas a sentarte en la cama antes de que abra —dijo Kirsten al otro lado de la delgada hoja de madera—. Es decir, apártate de la puerta.

George soltó un jadeo.

—¡Venga ya! ¿Qué coño te crees que voy a hacer? ¿Cogerte por sorpresa?

Sintió una mezcla de decepción y alivio cuando se alejó de la puerta en dirección a su cama. Su primera idea había sido echársele encima en cuanto abriera la puerta. Pillarla desprevenida, derribarla y arrebatarle la pistola antes de que se diera cuenta de lo que estaba pasando. No era un plan muy meditado y, a pesar de todo, tampoco habría tenido ninguna posibilidad. No cabía duda de que ella era más fuerte y más lista que él. Además, seguro que peleaba sucio. Casi mejor que esa posibilidad quedara descartada desde el principio.

—Vale —dijo—. Estoy en la cama.

La llave giró y Kirsten se plantó en el umbral. Se la veía concentrada, sus pómulos sobresalían aún más de lo normal, su fina boca no era más que una línea.

—Pon las manos donde pueda verlas —ordenó—. Y ponte esto.

Lanzó unas esposas de color negro mate de una especie de plástico templado a su lado en la cama deshecha. Ella no se movía del umbral.

—¡En serio! —se quejó George—. ¡Unas esposas! ¿Me lo estás diciendo en serio? ¿No os basta con encerrarme como a un animal? ¿Te acuerdas de que esto empezó con que erais mi cliente?

—No seas crío —lo cortó Kirsten—. Tú limítate a ponértelas. Y da gracias de que me salte el protocolo. En realidad las reglas son que tienes que llevar capucha y protector de oídos cuando salgas de tu área de confinamiento. Así que tómatelo como que te estoy haciendo un favor.

—¿Reglas? —murmuró George—. ¿Qué putas reglas son esas? ¿Cuándo se convirtió esto en Guantánamo?

En vez de responder, Kirsten se limitó a indicarle con un gesto que se diera prisa. Con un suspiro se puso las esposas. Se cerraron sin emitir ruido y quedaron preocupantemente apretadas alrededor de sus muñecas.

—Después de ti —dijo Kirsten—. Ya sabes dónde está el lavabo. Yo iré unos pasos por detrás. Lo siento, George. Creo sinceramente que no vas a intentar hacer ninguna tontería, pero tenemos reglas para hacer estas cosas.

George asintió brevemente en silencio y dio un paso cauteloso para bajar las escaleras. La cabeza le daba vueltas. Esta podía ser su única oportunidad. ¿Por qué había sido tan impulsivo? ¿Por qué no tenía ningún plan? ¿Por qué era tan tonto de remate?

Había un aseo de invitados en el pasillo, al pie de la escalera. Allí era adónde Kirsten lo iba a llevar. A lo mejor podía convencerla para que lo dejara estar un rato sentado en el comedor. Como para quitarse la tristeza de estar en el cuarto. Una vez allí podría pensar mejor en qué hacer. Bajó cada escalón de forma meticulosa, lenta, para ganar tiempo. La escalera bajaba trazando un semicírculo.

Fue cuando miró al recibidor cuando vio su oportunidad, su única y diminuta posibilidad. De pronto le entró un mareo, fruto a partes iguales de la posibilidad y el pánico. En el alféizar de la ventana que había al final de la escalera había un iPhone negro cargándose. Desde su posición, tres pasos más atrás, Kirsten aún no lo había visto.

Tardó menos de un segundo en decidir jugárselo todo a una sola carta. Con un grito hizo como que se tropezaba, dos pasos rápidos hacia abajo en un intento fingido de recuperar el equilibrio; después se lanzó hacia delante al mismo tiempo que giraba sobre sí mismo para caer de costado sobre los últimos peldaños.

—¡Aaaaaaah! —gritó.

Notó cómo la raída madera de las escaleras se le clavaba en la cadera y el hombro chocaba con el parqué del pasillo. Pero lo único que veía era el teléfono y el cable del cargador. En lugar de protegerse la cabeza con las manos logró levantarlas hacia la ventana. Notó el cable entre los dedos y tiró con todas sus fuerzas. El teléfono salió disparado del alféizar y aterrizó en el suelo. George chocó de cabeza con el radiador y notó un líquido pegajoso goteándole en los ojos. Debía de haberse abierto una ceja. Vio el teléfono tras una neblina rojiza, en el suelo, todavía rodando sobre sí mismo tras la caída. Estiró las manos esposadas y sintió el contacto frío de la superficie lisa de plástico y cristal.

—¡¿Qué diablos?! —oyó maldecir a Kirsten más atrás.

Sus pasos retumbaron en la escalera. George se inclinó hacia delante empujando con un hombro contra el suelo mientras se metía el teléfono por dentro del pantalón con ambas manos, dentro de los malditos calzoncillos que Josh le había tirado con todo el desprecio. Por primera vez desde que se los había puesto estaba agradecido de que fueran slips y no bóxers. El teléfono no se movería de los calzoncillos. Hizo todo lo que pudo para estirar el enorme suéter que le habían prestado y taparse la entrepierna.

Tenía a Kirsten detrás. «Ahora muero —pensó George—. Ahora es cuando muero».

—¿Cómo estás? —preguntó ella.

En su voz le pareció oír un atisbo de genuina preocupación.

—Me he tropezado —explicó George—. Y estas putas esposas no es que ayuden mucho, precisamente.

Kirsten se sentó en cuclillas a su lado y George rodó hasta tumbarse de espaldas con las manos sobre la entrepierna.

—Estás sangrando —constató Kirsten—. Te has abierto una ceja. Nada grave. Tendrás que vendártelo. Vamos, métete en el lavabo y ponte guapo.

George se incorporó hasta ponerse de rodillas. Le dolía todo el cuerpo, la ceja palpitaba. ¿Era posible? ¿De verdad era posible que Kirsten no hubiera visto el teléfono? Apenas se atrevía a respirar, pero esbozó una pequeña sonrisa.

—Lo siento —dijo—. En serio, no quería caerme y pegarme una hostia.

—Sí, menos mal que no te hemos puesto una capucha, habrías salido disparado por la ventana —dijo con sequedad—. Levántate.

George se puso de pie con cuidado. Pellizcó la herida abierta con los dedos de una mano y se encaminó al lavabo. Notaba el teléfono frío y duro sobre el pene. ¿Era esa la sensación de una última oportunidad?