23 de diciembre de 2013

Archipiélago de Sankt Anna, Suecia

Klara estaba en lo cierto. El mal tiempo limitaba la visibilidad, pero, en efecto, estaba saliendo humo de la chimenea de la cabaña. Dejó caer los prismáticos y miró a Bosse, paralizada por el pánico. ¿Cómo había podido nadie encontrar aquello? Su único escondite. Bosse no aminoró la marcha, sino que se limitó a cruzar tranquilamente su mirada con la de ella. Una sonrisa en la comisura de la boca.

—Relájate, Klara —dijo—. Me he pasado por aquí para encender el fuego antes de recogeros en Arkösund. No podía dejaros aquí así como así, con este frío.

—Joder, Bosse —replicó Klara, conteniéndose—. Me has dado un susto de muerte.

Se volvió para mirar a Gabriella, que se había despertado de su sueñecito.

—Madre mía —dijo—. Sí que estás que saltas. Casi me da un infarto.

Klara suspiró y notó que su corazón comenzaba a recuperar el ritmo normal.

—¿Cuánta leña le has metido para que todavía esté ardiendo? —dijo mirando a Bosse.

—Suficiente —respondió él, satisfecho.

Un par de minutos más tarde, Bosse topó con la proa en las rocas redondas de Smuggelskär. Klara estaba en la cubierta de proa y bajó con agilidad de un salto para atar el cabo a un bolardo podrido que había en el maltrecho embarcadero. Tuvo que agazaparse debido al viento y a la aguanieve que caía. Con una mano se tapó la frente y luego entornó los ojos para mirar la cabaña. En su día fue de color rojo, como todo lo demás en estas tierras, pero las tempestades y el sol habían ajado y blanqueado el color hasta que las tablas centenarias de abeto habían quedado al descubierto. No dejaba de sorprender que los cristales de los parteluces en las ventanas todavía estuvieran enteros. Bosse no le había dedicado muchos desvelos a esta parte de su herencia.

Habían atracado en el destartalado embarcadero, en el puerto natural que miraba a tierra firme. Desde allí debía de haber unos cincuenta metros hasta la cabañita. Al otro lado del islote Klara vio romper las olas, desbocadas, de color blanco. El tiempo empeoraría a lo largo de la tarde y la noche. Más allá de las rocas solo se veía un mar gris y despiadado hasta donde alcanzaba la vista. La primera vez que Bosse la había traído aquí había pensado que ese era el aspecto que debía de tener el fin del mundo.

Se volvió y miró a Bosse mientras ayudaba a Gabriella a bajar del barco. A ella la veía cansada y un poco desconcertada. Por un momento Klara tuvo remordimientos por haberla arrastrado hasta este lugar. Pero no sabía cómo podría solucionar todo aquello por sí sola.

—Ya ves —gritó Bosse a través del viento y la aguanieve—. Vais a tener una noche bien completa aquí fuera. Vendaval como mínimo. Y nieve. Pensaré en vosotras cuando esté metido en la cama con mi edredón de plumas.

Soltó una carcajada y le pasó un brazo por los hombros a Gabriella.

—Igualito que tu oficina de abogada en la gran capital, ¿eh? —bromeó satisfecho.

Gabriella lo miró con un matiz de irritación en los ojos. Klara sonrió para sí. Si había alguien a quien no se debía infravalorar de buenas a primeras era a Gabriella. Fuera por lo que fuera. Klara la tomó del brazo.

—Gabriella no es una abogada normal y corriente, Bosse —dijo—. Es mi amiga.

—Ya, ya —replicó Bosse—. Pero tú también te has metido para abogada. Y libre de impuestos, ya de paso.

Bosse negó con la cabeza y se puso a caminar el primero hacia la cabaña.

—Te caerá mejor cuando lo conozcas un poco —le susurró Klara a Gabriella.

—Seguro —dijo Gabriella con una sonrisa—. Pero se podría decir que os habéis desarrollado cada uno un poco por su lado, ¿no?

Bosse abrió la puerta de la cabaña y se apresuró a ponerse a resguardo del temporal. La casa consistía en una estancia de treinta metros cuadrados que estaba abierta hasta el caballete del tejado. En un lado había un loft dormitorio al que se accedía mediante una escalerita de madera. Delante del hogar había un viejo sofá verde con los asientos hundidos. Las paredes eran de madera sin tratar, igual que el suelo. Debajo del loft había una cocina de lo más básica con fogones de gasóleo y un par de neveras portátiles. Bosse fue directo a la chimenea y echó un par de leños más.

—Deberíais tener leña de sobra —dijo—. Y he llenado el depósito de gasoil para la cocina. Las neveritas están llenas de leche y queso. Un poco de pyttipanna, huevos y remolachas. Un salmón ahumado. Un poco de patata. Por lo menos tenéis para un par de días. Y luego esto.

Sacó una vieja botella de litro y medio de Coca-Cola con etiqueta desconchada que contenía un líquido semitransparente.

—¿Eh? —dijo Gabriella—. Y ¿qué es eso?

Klara negó con la cabeza.

—La hostia, Bosse —dijo, y miró a Gabriella—. Eso es el mejor vintage de Bosse. Destilado casero hecho con su propia máquina, si no me equivoco.

—¡Vaya que sí! —dijo, y se volvió hacia Gabriella—. Mejor alcohol que este no lo encuentras. Sin los vomitivos de Systemet, garantizado. ¡Es Navidad! Algo bueno tenéis que tener.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera.

—Vale, creo que con esto va que chuta. Volveré mañana si el tiempo me deja. Pero ahora tengo que ocuparme de un par de cosas.

—Vete, tranquilo —contestó Klara, de pronto aliviada de poder estar a solas con Gabriella—. Estaremos bien. —Se acercó a Bosse y le dio un abrazo—. Gracias por todo —añadió en voz baja—. Me has vuelto a salvar la vida.

Bosse se sintió cortado y se encogió de hombros.

—Venga ya. Me gustaría poder hacer algo más.

—Has hecho más que de sobra —replicó Klara.

Bosse se dirigió a la puerta y se detuvo con la mano en la manilla.

—Por cierto —dijo—. O sea, solo por si las moscas. He traído tu escopeta.

Señaló hacia el hogar, donde la escopeta de Klara descansaba junto a un par de cajas de cartuchos.

Klara se le acercó y le acarició la mejilla.

—Muchas gracias —repuso—. Pero si la necesito, seguramente ya será demasiado tarde.