23 de diciembre de 2013

Arkösund, Suecia

Hasta que el barco no hubo virado ciento ochenta grados y dejado atrás el muelle de Arkösund, Gabriella no se atrevió a volver la cabeza para mirar a Klara. Estaban las dos tumbadas sobre la cubierta húmeda de plástico. Gabriella podía notar el mar como una masa viva ahí abajo. Cuando el barco de pronto aceleró dio un respingo. La nieve mojada corría por su mejilla.

Klara estaba a menos de un palmo de distancia y sus miradas se encontraron. Gabriella pudo ver que sus labios se movían pero su voz se ahogaba en el ruido del motor acelerando.

—¿Qué? —gritó Gabriella.

Klara alzó una mano y señaló el puente de mando.

—¡Entremos, me estoy muriendo de frío aquí fuera! —gritó.

Se pusieron de rodillas y caminaron agazapadas por la cubierta. La puerta se abrió desde dentro y entraron en el pequeño habitáculo. Un hombre corpulento vestido con un impermeable desgastado envolvió a Klara en un abrazo de oso antes de que terminaran de cruzar el umbral. Parecía por lo menos diez años mayor que ellas, pero Gabriella sabía que entre él y Klara apenas había un año de diferencia. Probablemente, el resto de los años aparentes se debían a su coronilla pelada y al hecho de que había decidido conservar el pelo rubio y ralo en los laterales de la cabeza. Era un peinado poco frecuente hoy en día, una considerable falta de vanidad. Medía casi dos metros y debía de superar con buen margen los cien kilos. Klara desapareció entre sus brazos cubiertos de hule.

—¡Klara! —dijo Bosse en un cerrado dialecto de Östergötland—. Cago en Dios. A ver, que me entere yo, ¿en qué mierda de lío te has metido esta vez?

Klara se liberó de sus brazos y se agachó para mirar por el ojo de buey de popa.

—Te lo explicaré, Bosse, te lo prometo. Luego. Primero tenemos que ponernos a salvo. ¿Has visto si había algún otro barco esperando cuando hemos llegado?

—No —dijo él, y empujó aún más la palanca del regulador de velocidad cuando salieron a la ensenada. El barco botaba sobre el ligero oleaje como si se estuviera deslizando por acero corrugado—. Pero no veo una mierda con este tiempo.

Klara asintió en silencio. Al otro lado del ojo de buey la nevada se intensificaba en la tenue y gris luz del día.

—Bosse —dijo—. Esta es mi mejor amiga, Gabriella.

Gabriella se secó la nieve derretida de la cara y alargó la mano mientras luchaba por mantenerse erguida en el creciente temporal.

—Gabriella —se presentó—. Es un placer conocerte.

¿Es un placer conocerte? Como si estuviera de guateque con los viejos amigos de Klara y no en un barco helado huyendo de Dios sabe qué.

Bosse tiró de ella para acercarla y le dio un abrazo como el que le había dado a Klara.

—¡Desde luego! —dijo él—. Dios quiera que no hayas sido tú la que ha metido a Klara en este jaleo.

—No exactamente —contestó Gabriella—. Más bien al revés.

—Joder —dijo Bosse y se volvió—. Tú siempre has volado por debajo del radar toda tu vida, Klara. Ni una pelea en el cole, las mejores notas, Derecho y toda la pesca. ¿Y ahora resulta que te asocias con terroristas? ¿Tú, que siempre me echas la bronca por vender un poco de destilado casero en Sanden? Vaya tela.

—Supongo que ya he perdido mi superioridad moral —comentó Klara—. Pero hablando de radares, tú no tienes, ¿no?

—¿Radar? ¿Te crees que no me sé mover entre las islas o qué? ¿Cuántas veces he salido por estas aguas? Tú misma podrías conducir por aquí incluso dormida. ¿Para qué coño quiero un radar?

—No para la navegación —contestó Klara—. Me gustaría ver si nos están siguiendo.

—¿Siguiendo?

Bosse arqueó sus pobladas cejas y sacudió incrédulo su enorme cabeza. Luego miró intensamente a Klara.

—Oye, ¿qué te ha pasado en la cabeza?

—Por lo visto se dejó el pelo en Ámsterdam —dijo Gabriella—. ¿Adónde estamos yendo?

—A la finca heredada de Bosse —respondió Klara—. Smuggelskär, lo llaman. Islote Contrabando. Ni siquiera sé cuál es su nombre real. Su familia tiene una cabaña en el archipiélago exterior. Eran contrabandistas, se podría decir, ¿no, Bosse? ¿Y era allí donde recibían los productos? En la familia de Bosse nunca han sido simpatizantes del monopolio de alcohol.

Bosse sonrió orgulloso.

—Al contrario —puntualizó—. Sin el monopolio de Systemet no tendríamos mercado. Ni yo para mi licor casero ni mi abuelo para su vodka ruso de contrabando. Solía llamarlo el Almacén. Klara y yo solíamos ir allí en verano, ¿a que sí, Klara? Para pescar.

Klara asintió.

—Estuve allí estudiando para los exámenes el segundo semestre en Upsala. No es que sobraran las distracciones, precisamente. Un islote, nada más. Cuando estás ahí te da la sensación de que estás más cerca de Finlandia que de Estocolmo.

—Lo que lo hace un poco difícil para vivir es que no hay ni agua ni luz —dijo Bosse—. Pero ayer llevé cosas de primera necesidad, o sea que debería estar bien.

Cuanto más se adentraban en el archipiélago, más yerma y salvaje se tornaba la naturaleza. Las islas de la zona exterior comenzaron a dejar sitio a islotes y escollos grises, arbustos y matojos. Aquí ya no había cabañas rojas, solo mar frío y duro y granito.

Klara estuvo un rato largo siguiendo los contornos de las islas y oteando por el ojo de buey de estribor.

—¿En casa? —dijo Gabriella y la cogió de la mano.

Una lágrima en el rabillo del ojo que enseguida fue enjugada. Klara asintió en silencio.

—¿No prefieres ir a Aspöja? —dijo Bosse.

—Es demasiado arriesgado —respondió Klara—. Si hay un sitio que debe de estar vigilado es la casa de mis abuelos. Pero nadie buscará en Smuggelskär. Y allí no hay móviles con cobertura, ni ADSL, ni siquiera el GPS funciona bien. Allí tendremos tiempo para pensar.

Continuaron alejándose en silencio. Gabriella se sentó en la cubierta y se recostó. Le parecía curioso que Bosse no mostrara la menor intención de someter a Klara a un interrogatorio exhaustivo sobre lo que le había pasado. Al contrario, se le veía más que en paz con el simple hecho de tenerla al lado. Había una calidez única en aquella parquedad de palabras, pensó mientras se esforzaba en mantener los ojos abiertos. La canción hipnótica del motor y el traqueteo monótono del barco sobre las olas la transportaban inevitablemente hacia el sueño.

Se despertó con la voz de Klara.

—Bosse —dijo—. Atrás a toda. ¡Joder, está saliendo humo de la chimenea en el islote!

Gabriella se incorporó y al instante estaba despejada. Klara estaba junto a Bosse con unos prismáticos en los ojos. No cabía la menor duda de que se veía humo saliendo de la chimenea de la cabañita, que se podía distinguir claramente sobre el islote del archipiélago exterior.