23 de diciembre de 2013

Estocolmo y Arkösund, Suecia

Gabriella tiritó de frío y se tapó aún más las orejas con el gorro. Se frotó los hombros y los brazos y dio unos cuantos saltos para entrar en calor. Como no le sirvió de mucho, sacó una cajetilla de Benson & Hedges del bolsillo. Necesitó tres cerillas para prenderle fuego al cigarrillo. Falta de costumbre. Hacía tiempo que no fumaba por la mañana. En realidad nunca había sido una auténtica fumadora. Solo con Klara y Mahmoud durante las épocas de exámenes o en los pubs londinenses. Pero en las circunstancias actuales le resultó inevitable. Dio un par de caladas rápidas y paseó la mirada por la ciudad.

A pesar de la oscuridad, las vistas del mirador de Katrinahissen eran inigualables. Estocolmo titilaba con la mañana, bajo el humo de invierno y los cristales de nieve. El tráfico se había puesto en marcha, Gabriella podía oír su murmullo sordo más abajo. Los vagones del metro parecían luces de Navidad que se movían en el tramo abierto entre Söder y el casco antiguo de Gamla Stan. A pesar de vivir a pocos kilómetros de ahí y de que casi podía ver su oficina en el puente de Skeppsbron desde donde estaba ahora, era raro que se acercase por aquí. Le daba la sensación de que el ascensor de Katrinahissen era para turistas. O adolescentes. O alcohólicos. Cualquiera menos ella. Se volvió y oteó la pasarela del mirador. No había nadie. Estaba completamente sola. Eran las ocho menos cinco de la mañana.

Faltaban cinco minutos. Habían pasado casi veinticuatro horas desde que recibió el e-mail en la dirección princephillipmitchell777@gmail.com, la dirección que Klara le había pedido que abriera cuando hablaron por teléfono. I’m so happy de Prince Phillip Mitchell. ¿Cuántas veces habían escuchado el single rayado de Klara? El santo grial del soul que Klara había descubierto en una caja de discos en la plaza de Vaksala, el primer trimestre en Upsala. Diez coronas había pagado por él. En las subastas de discos de internet podían cobrarte mil, si tenías la improbable suerte de siquiera encontrarlo. Klara solo había tenido que decirle que creara una dirección de Gmail con el cantante de la mejor canción del mundo seguido de tres sietes para que Gabriella supiera exactamente lo que quería decir. Y si alguien había escuchado su conversación jamás entendería a qué se refería Klara.

El e-mail que le había llegado era de una dirección anónima de Hotmail, no iba firmado y consistía en unas instrucciones detalladas para que Gabriella cogiera el metro y varios taxis alrededor de la ciudad antes de volver a Katrinahissen. Debía asegurarse una y otra vez de que nadie la estaba siguiendo. Debía estar en el sitio a las 08.00 en punto.

Era justo la hora que señalaba ahora el reloj, constató Gabriella cuando se miró la muñeca. Y cuando alzó la mirada de nuevo oyó que el ascensor emitía un ruido y las puertas se abrían. Cuando se volvió hacia él notó cómo la expectación iba en aumento. Pero, en lugar de a Klara, el ascensor llevaba a un adolescente delgado y con ropa ancha, gorra y jersey con capucha debajo de una chaqueta negra que le iba grande. Un skater, quizá. Gabriella suspiró y se volvió a girar hacia la barandilla. Como si fuera lo más normal del mundo estar a 38 metros por encima de Estocolmo a primera hora de la mañana el día antes de Nochebuena para contemplar las vistas.

—Vaya, o estás enfadada conmigo o el disfraz es mejor de lo que me esperaba —dijo el skater.

Gabriella giró sobre sí misma y miró directamente a los ojos azules de Klara, quien la observaba por debajo de la visera de una gorra negra con las letras MIT estampadas en la frente. Iba sin maquillar y tenía las mejillas hundidas, cansadas, macilentas. Su cara se veía gris en la oscuridad, sus labios más delgados que de costumbre e incoloros. Una discreta y atormentada sonrisa le asomó en las comisuras de la boca.

—¡Klara!

Gabriella tuvo que contenerse para no gritar. Atrapó a Klara con los dos brazos y apretó con fuerza. Se oía el frufrú del contacto de sus chaquetas. Klara tenía la mejilla helada.

—Klara, Klara —susurró Gabriella.

Era lo único que conseguía pronunciar. Todo cuanto pudiera decir se le antojaba insignificante, sin ningún sentido. Así que se quedó abrazando a Klara con todas sus fuerzas, como si deseara por un momento fusionarse con ella en una sola persona. A ambas les rodaban lágrimas por las mejillas. Al final se separaron. Klara hizo un intento infructuoso de enjugarse los ojos, pero estos no paraban de humedecerse.

—Lo siento —susurró—. Lo siento, han sido días muy largos.

Gabriella le acarició la mejilla.

—¿Qué le ha pasado a tu pelo? —dijo—. Pareces K. D. Lang.

Klara la miró y soltó una risotada. Primero una vez, luego cedieron los muros de contención y resultó imposible distinguir si estaba llorando o riendo.

—¿K. D. Lang? —dijo, aún con lágrimas cayendo—. ¿Es lo mejor que se te ocurre? ¡K. D. Lang! ¿Acaso hay alguien que todavía se acuerde de ella? La bollera burguesa de Canadá. Madre mía.

Gabriella también se echó a reír.

—Sí, o sea, en el buen sentido —dijo.

—¿En el buen sentido? ¿Cómo va a ser bueno parecerse a ella?

Las risas se diluyeron y las dos miraron a su alrededor, como si de repente tomaran conciencia de dónde estaban.

—¿Has seguido mis instrucciones? —preguntó Klara.

Gabriella asintió con la cabeza.

—Tus instrucciones de espía. Claro. Llevo desde las seis de la mañana dando vueltas por toda la ciudad.

Klara echó otro vistazo. En sus ojos volvía a haber un atisbo de tensión, una profunda inquietud.

—Crucemos los dedos porque realmente estemos solas —dijo—. ¿Has conseguido un coche?

Gabriella volvió a asentir.

—Un colega me prestó el suyo ayer noche. Le dije que es para ir a Ikea, puedo quedármelo hasta pasadas las fiestas.

—¿Y le has quitado la batería al móvil?

—Sí, y he revisado toda mi ropa en busca de emisores o lo que fuera que decías en el e-mail.

Klara asintió.

—Vamos —dijo—. Volvamos abajo.

El barrio de Södermalm todavía estaba desierto cuando cruzaron la estación de autobuses de Slussen de camino a la calle Hornsgatan, donde Gabriella había aparcado el Saab que le habían prestado. Gabriella cogió a Klara de la mano y tiró para que se le acercara. Había tantas cosas que contar, tantas cosas que entender, tanta tristeza incomprensible que compartir. Tantas preguntas importantes. Pero no se veía capaz de hacérselas. No ahora.

—¿Cómo has venido? —prefirió preguntarle.

—Autocar —dijo Klara—. Tarda lo suyo.

—Y ¿dónde has conseguido la ropa de skater?

Klara echó un vistazo por encima del hombro, los ojos barrían fervorosos toda la calle.

—Es una larga historia. Una hacker adolescente de Ámsterdam me la dio. Te lo contaré. Te lo contaré todo en cuanto estemos en el coche.

Una fina capa de escarcha ya se había depositado sobre el parabrisas del coche negro. Gabriella no se molestó en rascarla. Los limpiaparabrisas se ocuparían. Abrió el vehículo apretando un botón del mando y el coche respondió haciendo parpadear los faros.

—Yo conduzco —dijo Klara—. Sé adónde vamos. Y tú estarás ocupada escuchándome todo el camino.

Tardaron dos horas y media en llegar a Arkösund. Klara había conducido despacio y tranquila y había hablado todo el trayecto casi sin descanso. De Mahmoud. De todo el tormento sufrido. Las lágrimas le habían ido cayendo a medida que hablaba, pero se había negado a que Gabriella se pusiera al volante. Era como si necesitara distraerse, concentrarse en la conducción. Todo le parecía tan inverosímil. Una pesadilla. El asesinato de Mahmoud. Cyril, la rata hipócrita. La caza y el ordenador. El rebuscado plan de Blitzie.

—O sea, que no sabes lo que hay en el ordenador —dijo Gabriella al final—. ¿Ni siquiera sabemos por qué está pasando todo esto?

Klara negó en silencio con la cabeza.

—¿Y nuestra única forma de descubrirlo es con un plan que ha ideado una hacker fumeta de dieciséis años de Ámsterdam?

Klara asintió de nuevo y dibujó una sonrisa pequeña y desesperada.

—Pero es jodidamente lista —señaló—. Blitzie es una hacker fumeta de dieciséis años muy lista, te lo aseguro.

Gabriella sonrió de vuelta.

—Sí —dijo—. Supongo que tampoco tenemos nada mejor. Tal vez podríamos recurrir a ese Bronzelius de la Säpo.

Klara soltó una risita y negó con la cabeza.

—Hay que joderse —dijo—. En realidad no tenemos nada, ¿verdad?

Al final Klara aparcó el coche en un pueblecito que Gabriella dedujo era Arkösund. Bajando la calle le pareció ver un muelle y, detrás, rocas negras y el mar. El motor enmudeció, Klara sacó la llave y se la dio a Gabriella.

—Hemos llegado —anunció—. Arkösund.

Permanecieron un segundo en silencio contemplando la nieve, que caía cada vez con más virulencia sobre el parabrisas. Aún se derretía al contacto con el cristal, pero no durante mucho tiempo. En breve comenzaría a acumularse.

—Ahora en serio —dijo Klara—. Lo entenderé perfectamente si quieres volver otra vez. No puedo pedirte que te quedes aquí conmigo cuando ni siquiera sé lo que estoy haciendo. Además, es Navidad.

Gabriella la miró como si no hubiera oído o entendido lo que Klara acababa de decir. Después sacudió la cabeza.

—¿De qué estás hablando? ¿Volver? ¿Ahora? Córtate.

Gabriella abrió la puerta y salió al frío. Los grandes copos de nieve aterrizaban en su cara y en su pelo. Se agachó y asomó la cabeza dentro del habitáculo para apremiar a Klara, que seguía sentada detrás del volante.

—Venga. En marcha. ¿Dónde hemos quedado con tu amigo?

Klara la siguió en la oscuridad del invierno. Señaló el puerto deportivo.

—Allí abajo. Dentro de un cuarto de hora. O doce minutos, para ser exactos.

—¿Doce minutos? Eso es muy exacto —dijo Gabriella.

—A las once en punto. Rebotará en el embarcadero y solo se quedará un par de minutos. Si no estamos allí volverá a las seis de la tarde.

Klara se pasó la correa de la funda del portátil por el hombro y señaló el muelle.

—Vamos —dijo—. Bajemos corriendo. Me estoy muriendo de frío.

Apenas tardaron cinco minutos en llegar al desolado puerto deportivo. Un viento gélido llegaba del mar y Klara buscó el cobijo de la gasolinera apagada. Tiritaban de frío y se frotaron los costados para entrar en calor.

—Solo un par de minutos más —dijo Klara.

—Parece que confías plenamente en Bosse —replicó Gabriella.

Recordaba que Klara le había hablado de él. Un mito en ciernes del archipiélago. El chico con el que Klara se había criado en el remoto archipiélago exterior y con el que había ido al colegio desde primero hasta finales de noveno. Pero toda la infancia de Klara siempre había sido muy desconocida para Gabriella, tan exótica, con su barco escolar, los aerodeslizadores, la caza, la pesca. Romántica y en tono sepia, un largo capítulo de la serie infantil Vi på Saltkråkan pero sin padres. Tan alejada de la infancia acogedora y normal que Gabriella había tenido en su familia nuclear en la casa de Bromma. Y Klara no solía hablar del archipiélago. Aquella realidad era la que era. Pero Gabriella sabía que por mucho que Klara se hubiera esforzado para salir de allí, había algo que siempre la hacía volver. Quizá aún más desde que se había mudado a Bruselas.

En algún punto bahía adentro comenzó a oírse un traqueteo sordo, un latido grave, una melodía de bajo.

—Prepárate —dijo Klara—. Está a menos de dos minutos.