21 de diciembre de 2013

Ámsterdam, Países Bajos

A bordo del autocar nocturno medio lleno y mal limpiado rumbo a Ámsterdam, el sueño logró apoderarse al fin de Klara. El Eurolines era la mejor alternativa para salir de París. Nada de identificaciones y difícilmente se toparía con un control de pasaportes en Ámsterdam. Eurolines —el lento y aborrecible aparato circulatorio transcontinental de la Europa pobre— reflejaba con exactitud el mapa de rutas en tren y avión de la clase media. Mismos destinos, distintas personas. En lugar de ejecutivos con maletines Samsonite y familias de color de rosa, los autocares transportaban a carpinteros polacos con botellas de vodka y cajas de herramientas, mujeres musulmanas solitarias con velo y maletas minuciosamente envueltas en plástico barato. Algún que otro estudiante con problemas de liquidez y a punto de cruzar el continente por amor. Klara se había estirado en dos asientos y se había puesto el bolso a modo de almohada; la cinta de la funda del ordenador se la había enrollado con varias vueltas al brazo izquierdo. Antes de que el autocar hubiera salido apenas del centro de París, ya estaba dormida.

Klara no se despertó hasta que el autocar se detuvo delante de la estación Amstel, en el centro de Ámsterdam. Todavía estaba oscuro y un viento mordaz se metió en la cabina cuando las puertas se abrieron con un suspiro. Klara se puso el gabán y se bajó el gorro de punto hasta taparse las orejas. Mientras se frotaba el sueño de los ojos, echó un vistazo por la ventana como quien intuye que lo está esperando un despliegue policial. Pero el cemento delante del edificio de los años treinta estaba desierto, a excepción de un autobús local que descansaba con luces apagadas bajo una farola estropeada. Klara se mezcló con el variopinto grupo de pasajeros y comenzaron a bajar todos del autocar. En la fachada de la estación vio un reloj que marcaba casi las siete de la mañana. Faltaban tres horas.

Las calles y los canales de Ámsterdam estaban vacíos cuando Klara se puso a vagar por la ciudad. El viento la azotaba de pleno. Siempre que había estado en Ámsterdam había soplado el viento, como un recuerdo constante y gélido de lo llano que era Holanda.

Se notaba impaciente, casi maniaca. Mantener el recuerdo de Mahmoud, la sangre y la tristeza amenazante a distancia le robaba todas las fuerzas. Al mismo tiempo, tenía la sensación de que la cabeza, el pecho y el corazón le fueran a estallar con una fuerza colérica que la dejaría esparcida por toda Europa. Se detuvo un momento y cerró los ojos durante unos segundos. Hizo acopio de las últimas fuerzas que le quedaban para obligarse a sí misma a dejar de pensar en los horrores acontecidos en París y concentrarse en el lugar en el que se sentía, si no feliz, al menos a salvo. La foto de la abuela en el salón, el fuego crepitando en la estufa de cerámica, el mantel de punto y la bella porcelana de Gustavsberg. El sabor del pan de azafrán y el sonido de la incipiente tormenta. Klara sabía de sobra que aquello no era una solución permanente. Era un vendaje temporal para una pierna amputada, pero por el momento le sirvió para detener la hemorragia.

Se había esperado que el personaje que se hacía llamar Blitzworm97 viviera en un barrio de mala muerte y no lo que resultó ser la calle Prinsengracht. Quizá en un garaje de un barrio de hormigón de la periferia, donde, con sobrepeso y vestido con una camiseta de Star Trek, tomaba Jolt Cola y forjaba planes para destruir el centro financiero mundial mediante un ciberataque bien dirigido. Definitivamente, no aquí, entre los pintorescos canales y los adornos navideños del acogedor centro de Ámsterdam. ¿De verdad tenía la dirección correcta? Pero Klara lo había mirado un millón de veces antes de deshacerse del teléfono y solo había una calle Prinsengracht en Ámsterdam.

El número 344 parecía una casa unifamiliar. Ventanas grandes y relucientes que daban al canal. Dentro se podía ver una cocina clínica de acero inoxidable en la que un hombre cano de unos cuarenta y cinco años, vestido con traje azul marino impecable, estaba sentado en un taburete alto tomando café y leyendo la prensa de la mañana. Era la perfecta imagen de un hombre europeo de éxito, como sacado del suplemento How To Spend It del Financial Times. Klara sintió que el corazón se le hundía en el pecho. Mierda. Ese no podía ser Blitzworm ni de broma. Joder. Era imposible. Aquí había algo que no cuadraba.

Pasó por delante de la casa a paso ligero y se sentó en una cafetería a un par de manzanas. Pidió un capuchino y dos cruasanes. De pronto le había entrado hambre. ¿Cuándo había sido la última vez que había comido algo? Estaba desconcertada, intranquila. El hombre de la ventana no parecía necesitar doscientos euros. Probablemente, la corbata que llevaba le había costado más cara. Pero era la única carta que Klara podía jugar.

A las diez y cinco minutos, Klara tragó saliva y llamó al timbre del 344 de la calle Prinsengracht. Estaba sudando, a pesar del frío invernal. Las nubes volaban bajo sobre la ciudad y una malvada llovizna le humedecía la cara. Pasaron diez segundos antes de que oyera pasos en la escalera dentro de la casa. Diez segundos más hasta que la puerta se abrió de par en par.

Una chica delgada de unos quince años se le presentó delante. Pómulos altos y ojos azul claro. Una cara delgada como la de un galgo, con una boca que se veía demasiado grande. Brazos largos, colgantes. Vaqueros holgados y una camiseta de Justin Bieber sobredimensionada. Toda ella se veía desproporcionada. Incómoda. Pero Klara sospechó que con esos pómulos y esos ojos, las cosas serían muy diferentes una vez pasados los años de adolescencia. Estaba mascando chicle. Naturalmente.

—Hola —saludó Klara en inglés, insegura de cómo continuar.

La chica la miró. Una sonrisa infantil y arrogante en sus labios.

—¿Sí? —dijo—. ¿A quién buscas?

Hablaba inglés de Estados Unidos. Casi sin acento.

—Perdón —repuso Klara—. Debo de tener mal la dirección. —La chica siguió mirándola sin hacer el menor ademán de cerrar la puerta—. Lo siento, disculpa —añadió Klara, y comenzó a darse la vuelta.

—Entra —dijo la chica—. Tú debes de ser la amiga de SoulXsearchers, ¿no?

Klara se detuvo a medio giro.

—Sí —contestó—. Supongo que sí. ¿Tú eres Blitzworm97?

—¿Te esperabas otra cosa? —preguntó la chica mientras Klara entraba en el luminoso recibidor al estilo Philippe Starck. En una mesa rococó pintada de blanco había un jarrón alto con rosas blancas frescas. Al lado, un cuadro que podía ser un Miró auténtico.

—No sé —dijo Klara.

—¿Un chico, quizá? —continuó la joven—. Siento decepcionarte.

Señaló las escaleras del otro extremo del recibidor.

—Mi cuarto está arriba del todo.

Subió delante de Klara tres tramos de escalera hasta que llegaron al desván. Una puerta conducía a una habitación grande, un tanto esquizofrénica, con techo inclinado y dos buhardillas. Por lo visto, allí dentro alguien había continuado con la decoración elegante y minimalista del recibidor. Paredes blancas y un suelo de madera oscura, bien cuidado. Vigas descubiertas y alféizares en mármol negro. Pero otra persona —Blitzworm97, sospechaba Klara— había hecho todo lo que había podido para crear un ambiente menos sofisticado y más urbano en la habitación.

Grandes partes de las paredes estaban cubiertas con pósteres y carteles. The Notorious B. I. G., Tupac, Bob Marley. Grafitis pintados en grandes lienzos. Fotos de hojas de marihuana. Un par de tablas de skate asomaban por debajo de la cama. Media habitación estaba totalmente cubierta por un impresionante equipo informático de ordenadores y monitores. Las sábanas de Laura Ashley estaban revueltas. En el suelo había tangas, calcetines y platos con restos de comida.

—Intuyo que la camiseta de Justin Bieber es pura ironía —dijo Klara, y sonrió.

—Bingo —replicó la chica a secas.

Blitzworm97 se sentó en la cama y sacó una bolsita de marihuana y papel de fumar de una caja que guardaba en la mesita de noche. Sin decir una palabra comenzó a liarse un porro. Había una rebeldía tan estudiada en aquella actividad que Klara no pudo disimular la sonrisa.

—Bueno, Blitzworm —dijo—. ¿Quieres que te llame así o tienes un nombre real?

—Puedes llamarme Blitz, si quieres. O Blitzie. Como prefieras.

Encendió el canuto y le dio un par de caladas profundas.

—¿Quieres o qué? —dijo ofreciéndoselo a Klara.

—Claro, Blitzie —contestó Klara y cogió el porro.

Ni siquiera recordaba cuándo había sido la última vez que había fumado marihuana. Debió de haber sido en Bruselas, recién aterrizada. Nunca le había gustado demasiado. Pero ahora, pasadas las diez y con una adolescente rebelde en Ámsterdam, le parecía bastante oportuno.

—¿No eres un poco pequeña para esto? —preguntó Klara y soltó el humo hacia el techo.

Blitzie se hizo de vuelta con el porro y le dio una calada avariciosa y desobediente.

—Esto es Ámsterdam, ¿vale? A nadie le importa.

Klara asintió con la cabeza. A lo mejor era verdad.

—Tienes una casa muy bonita —observó.

—¿A quién le importa? —renegó Blitzie—. Mis padres son unos capitalistas asquerosos. Los odio.

Esta vez Klara no pudo reprimir la sonrisa. Quizá era la marihuana lo que le aportaba calidez y casi calma. Le entraron ganas de acercarse y pasarle un brazo por los hombros.

—Se te pasará —dijo.

Blitzie se encogió de hombros.

—¿De qué conoces a SoulXsearcher? —preguntó.

—Trabajamos juntos —respondió Klara—. Somos amigos, supongo. ¿Y tú?

—La red —dijo Blitzie y señaló los ordenadores con el mentón—. Él conoce a gente que yo conozco. Hackers. Hackers de verdad. Ellos se fían de él, así que yo me fío de él.

—¿O sea que eres una hacker? —preguntó Klara.

—Yo creé Blitzworm.

Miró a Klara como si esperara impresionarla.

—Vale —dijo Klara—. O sea, yo no soy ninguna hacker. No significa nada para mí, lo siento.

Blitzie pareció decepcionada.

—Hackeé el servidor del MIT. Massachusetts Institute of Technology. La mejor escuela del mundo de programación. Les dejé mi currículum en su intranet. Se lio bastante gorda. Me ofrecieron un sitio para cuando termine la escuela. Pero paso.

—Vaya —dijo Klara—. Pero ¿por qué no? ¿No dejaste el currículum por algo?

—Bah, paso de su mierda de escuela de pijos. Además, está llena de coreanos.

Klara negó con la cabeza, la marihuana la había ralentizado un poco. ¿Cómo se habían ido por las ramas? Ni que fuera una orientadora escolar.

—Vale —dijo—. Oye, Blitzie, tengo un ordenador al que no puedo entrar. Jörgen, o SoulXsearcher, me dijo que tú podías ayudarme.

Klara sacó el MacBook de la mochila.

—¿Por qué no lo llevas a una tienda Mac? Seguro que te pueden ayudar —dijo Blitzie con una sonrisita mordaz.

Klara suspiró.

—Venga ya, ¿quieres doscientos euros o no?

—El precio ha subido —dijo Blitzie mientras encendía el porro, que se le había apagado entre los dedos—. Quiero trescientos.