Estocolmo
Serán 275 coronas —dijo el taxista y se inclinó hacia delante para ver mejor la imponente mansión de los años veinte que relucía espléndida con la iluminación de la fachada—. Esto parece un auténtico castillo.
Gabriella sacó la cartera y le pasó la tarjeta de crédito de la empresa. Klara la había llamado hacía media hora, asustada y en shock. Una vocecilla lastimosa. Era una pesadilla, una fantasía extraña y descarrilada: Mahmoud había sido asesinado delante de sus ojos en París, ahora Klara estaba en búsqueda y captura, su foto había aparecido en portada en la prensa. Doctorando Muerte y la hermosa secretaria política.
—¿Me representarás? —le había preguntado Klara—. Dime qué tengo que hacer.
Las ideas se le habían disparado a Gabriella. Desconcierto y miedo. La sensación de no hacer pie, ni siquiera de puntillas. Pensó en lo que Bronzelius le había dicho. Que lo de Mahmoud había sido una confusión, que la Säpo parecía saberlo. ¿Pero quién había estado persiguiendo a Mahmoud e iba ahora tras Klara?
—Ven a casa —le había dicho al final—. Ven a casa y lo resolveremos. De alguna forma.
No tenía ni idea de si era la decisión correcta. A lo mejor debería haberle dicho a Klara que se pusiera en contacto con la policía francesa. Según los medios, solo querían hacerle una serie de preguntas. Pero Gabriella no se atrevía a correr ese riesgo. Había llamado a Wiman en cuanto colgó a Klara.
El taxista le devolvió la tarjeta y Gabriella bajó del vehículo. El reloj de su móvil marcaba las 00.12. Una hora singular para hacerle una visita al jefe en su casa. Pero había sido propuesta de Wiman. De alguna manera, a Gabriella le resultaba reconfortante que Wiman se preocupara por esto.
No cabía duda de que su casa era magnífica, constató mientras subía por el camino perfecto de adoquines hasta la entrada. Gabriella había oído las historias. La casa era legendaria entre los jóvenes juristas de la empresa que habían sido honrados con una invitación. Era un cubo de color crema de dos plantas, quizá 300 metros cuadrados. Al estar la casa ubicada en una pequeña colina tenía un aire de aislamiento, como si fuera demasiado exclusiva para mezclarse siquiera con el resto del barrio de Djursholm. El viento silbaba entre los robles pelados de los alrededores.
El timbre hizo lo que pudo para estar a la altura del resto de la casa y emitió un grave ding-dong cuando Gabriella apretó el botoncito blanco que había junto a la doble puerta. No tardaron más de dos segundos en abrir.
—Gabriella, bienvenida. Pasa —dijo Wiman.
A pesar de la hora, iba vestido impecable con su vestimenta habitual. Traje oscuro con pañuelo rojo en el bolsillo. Camisa blanca. Lo único de lo que había prescindido era de la corbata. En la mano sostenía un vaso de whisky de culo redondo. El líquido ámbar parecía brillar en la tenue luz del interior.
—Perdona que te moleste tan tarde —se disculpó Gabriella—. No era mi intención, podríamos haberlo mirado mañana. Solo quería mantenerte informado.
Wiman agitó impaciente la mano y se alejó por el suelo de mármol del recibidor.
—He sido yo quien te ha pedido que vinieras, Gabriella. Si lo quisiese mirar mañana te lo habría dicho.
La condujo hasta lo que parecía un despacho o una biblioteca. ¿Todavía existían las bibliotecas privadas? Gabriella miró asombrada a su alrededor. La pared del fondo estaba dominada por tres ventanas altas con vistas al agua. En la oscuridad solo podía intuirlo, pero Gabriella dio por hecho que la finca tenía acceso privado al mar. Otra ventana en el lateral corto también apuntaba a donde debía de estar el agua. Las demás paredes estaban cubiertas de libros desde el suelo hasta el techo. Un pequeño fuego se consumía en una estufa de cerámica junto a la puerta por la que acababan de entrar. ¿Cuánto costaba una casa como aquella? ¿Veinte millones de coronas? ¿Más? ¿Esto era lo que cabía esperar de la vida al ser copropietario?
—Guau, tienes una casa fantástica —exclamó.
—De finales de siglo —dijo Wiman, totalmente indiferente al cumplido—. Pero reformada en los años veinte al estilo italiano. Y después la he ido renovando, obviamente. ¿Te puedo ofrecer algo? ¿Un coñac? ¿Una copa de tinto?
Hizo un gesto en dirección a un carrito de caoba pequeño pero bien cargado que descansaba en la esquina, al lado de las ventanas.
—Me tomaría un whisky con mucho gusto —contestó Gabriella.
De pronto sintió que una copa era justo lo que necesitaba.
Wiman se acercó al carrito y sirvió una cantidad considerable de whisky en un vaso igual que el suyo. Antes de dejar la botella volvió a llenar su vaso.
—¿Agua? —preguntó.
Gabriella negó con la cabeza y Wiman le pasó la bebida antes de sentarse cada uno en sendos sillones Bruno Mathsson, delante de la estufa de cerámica. La estancia estaba oscura, apenas iluminada por el fuego y una tenue lámpara de pie junto al carrito de bebidas.
—Una triste noticia, la de tu amigo. Lo lamento —dijo Wiman y le dio un trago al whisky.
Gabriella dio un trago bastante más largo y se reclinó sobre la piel de cordero del sillón. No pensaba llorar, ni aquí ni ahora.
—Sí —repuso—. Es terrible. Sobrecogedor. Todavía no lo he asimilado.
No pudo evitarlo. Una lágrima se escurrió por el rabillo del ojo y se deslizó por su mejilla. Aún era tan reciente, totalmente incomprensible.
Wiman no dijo nada, se limitó a mirar el fuego. Parecía mayor. Demacrado. Como si algo le pesara. Gabriella nunca le había visto esa expresión. Normalmente su cara parecía de teflón, resistente a todo tipo de sentimientos.
—¿Y ahora has tenido contacto con Klara Walldéen? ¿La que según los medios estaba acompañando a Shammosh cuando le dispararon en París?
Wiman se levantó y echó un leño de abedul al fuego, que crepitó antes de que la corteza se prendiera. Gabriella oía el viento silbar entre los árboles centenarios de fuera. Con la palma de la mano se secó la lágrima y luego se mesó los rizos rojos. Asintió con la cabeza.
—Klara me ha llamado hace poco y me ha pedido que la represente. Y pienso hacerlo, evidentemente. Si es que necesita que la representen. No es sospechosa de nada, por lo que yo sé.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Wiman.
—No lo sé. No ha querido decírmelo por teléfono. Pero le he pedido que venga a Suecia. Me ha parecido lo más acertado. Así podremos sentarnos y repasar todo lo que ha sucedido hasta que se ponga en contacto con la policía. Está en shock, como cabía esperar. Totalmente en shock.
—¿De qué va todo esto?
La voz de Wiman era seca, casi impaciente.
—¿Por qué han asesinado a Shammosh y a ese otro sueco? Es de vital importancia que sepamos qué hay detrás de todo esto.
—No lo sé —contestó Gabriella—. Sinceramente, no tengo la menor idea. Y no estoy segura de que Klara lo sepa tampoco.
—¿Esa es la sensación que te ha dado? ¿Que ella no sabe por qué los han estado persiguiendo?
—Sí —respondió—. O sea, no. No creo que ella sepa lo que está pasando. Por lo menos a mí no me lo ha dicho.
Wiman asintió despacio con la cabeza.
—Exactamente, ¿qué te ha dicho por teléfono? Repítemelo lo más literal que puedas.
Gabriella se dio un momento para pensar y reconstruyó la breve conversación lo más fidedignamente que pudo. La tranquilizaba que Wiman la interrogara. La reconfortaba. La fría atención del abogado en los detalles. Le hacía bien tomar distancia.
—Y ¿cuando venga a Suecia? —preguntó Wiman una vez Gabriella hubo terminado de describir la conversación—. O sea, si viene a Suecia. ¿Cuál es el plan?
—Ha dicho que sabe de un sitio en el archipiélago donde se puede esconder mientras descubrimos qué está pasando. Cerca de Arkösund. Pero también es el motivo por el que quería hablar contigo. ¿Qué hago? ¿Qué digo? La prensa sacará toda la historia mañana mismo.
Gabriella se acabó lo que quedaba de whisky y notó cómo la calentaba por dentro.
—De momento, pasa de la prensa —dijo Wiman.
Cogió el vaso vacío de Gabriella y se fue al bar para llenarlo.
—En lo único en lo que tienes que concentrarte ahora es en que ella venga a Suecia. Mantenla oculta mientras pensamos algo. Infórmame de dónde estaréis exactamente, ¿de acuerdo? Es importante que conservemos el contacto.
Wiman le pasó el whisky a Gabriella.
—Dame todos los detalles en cuanto los tengas —insistió—. No quiero vuelos en solitario. Lo digo muy en serio.
Gabriella asintió con la cabeza y se tomó el whisky de un solo trago ardiente.
—Debería llamar a un taxi —dijo, sacando el teléfono.