Virginia del Norte, Estados Unidos
Algo preocupa a Susan. Lo sé antes de que abra la boca. No tiene nada de raro ni de sobrenatural. Con el tiempo he aprendido a leer las señales, los matices, los cambios en la mirada, manos que se mueven solas como pájaros asustados o que permanecen inmóviles. Casi siempre sé qué es lo que la otra persona va a decir. Es una más de mis infinitas técnicas de supervivencia. Pero cuando ella habla no la oigo. Solo veo su traje gris, su pelo teñido de rubio y sus ojos húmedos. Veo el rastro del trayecto diario al trabajo en las manchas de café que tiene en la desgastada chaqueta del traje.
Vive en Beltsville, Greenbelt, Glenn Dale. Uno de esos barrios periféricos sin fin en los que vivimos todos. Conduce un Ford y todo lo que lee lleva el sello de confidencial. Igual que muchos de nosotros, ella también ha dejado de beber. Todos bebemos demasiado o no bebemos nada. Donuts y café aguado en la iglesia metodista cada domingo. Palabras de elogio hacia el coro, conversaciones fútiles sobre centros de preescolar, viajes semestrales. Susan es tan normal. Una mujer americana cien por cien, normal y corriente, de treinta y cinco tacos con casa y sueldo y coche nuevo cada dos años. Dos hijos por los que ella y su marido intentan ahorrar un dinerito para costearles la universidad. Pero todo eso es parte del marco exterior. El juego dentro del juego. Todos pensamos que el pan de cada día es demasiado lento, demasiado mundano. No es lo bastante importante. Hay demasiado poco en juego.
El aire acondicionado está tan fuerte que se me pone la piel de gallina. Todavía me pitan los oídos tras la explosión y cada noche sueño con luz blanca, respiraciones débiles y tu pelo lacio. Me despierto sudado, agitado, enmarañado en las sábanas, protegiendo la almohada con mi cuerpo.
—¿Estaban los dos en el coche? —pregunta ella, y se sienta en la punta de la silla de visitas de mi microscópico cuarto.
Asiento en silencio. Me obligo a mirarla a los ojos, a no dudar ni vagar con la mirada.
—Qué horror —dice ella—. Terrible. Lo lamento. Este trabajo, esta vida. Tiene un precio muy alto.
No parece triste. Es tan neutral como su coche, su casa, su aliento pestilente. Giro la silla y echo un vistazo al aparcamiento y a los árboles delgados del otro lado. Apenas se vislumbra la autopista. Nos quedamos un rato callados, dejando que el polvo se arremoline a la luz del sol de verano que se abre camino por una de mis ventanas. Pero ella no está aquí para dar sus condolencias. No solo para eso.
—¿Por qué apareciste en París? —dice al final—. ¿Por qué no te presentaste directamente en la embajada en Damasco o El Cairo?
Me encojo de hombros, vuelvo a dirigirle la mirada, la miro directamente a los ojos otra vez.
—Era el plan inicial —digo yo—. Barco de Latakia a Lárnaca. Avión a Atenas. Tren nocturno a París. Tenía billetes de De Gaulle a Dulles, pero pensé que dadas las circunstancias era mejor fichar en París.
—Después de lo que pasó… ¿no habría sido momento de salirse del plan? ¿Fichar en Damasco? —dice ella.
Su voz es suave y afable. En la superficie todavía está aquí para asegurarse de que yo estoy bien, expresar su empatía. Pero los dos sabemos que no es más que eso, una fachada. Siempre hay un fondo, siempre hay una razón subyacente. Y bajo esta, otra más.
—Lo he explicado todo en el parte —respondo—. El objetivo de la bomba era yo. Seguí el protocolo e intenté pasar desapercibido hasta que me sentí seguro de que ningún francotirador me iba a pegar un tiro en el parking de la embajada.
Ella se reclina en la silla. Tamborilea un poco con su alianza en el reposabrazos metálico.
Clic clic clic clic clic.
Solo se oye eso y el zumbido del aire acondicionado.
—Estás sobreestimando a los sirios y sus aliados —dice ella—. Un coche bomba en Damasco es todo lo que saben hacer.
—Puede ser —replico—. Pero lo dicho, quería estar seguro.
Susan asiente con la cabeza, se deja contentar. Aquí no hay nada que no siga el protocolo. No hay rastros. Fija la mirada en mis ojos.
—Los cogeremos —dice despacio—. Lo sabes. Damasco, El Cairo, Beirut… Todos los despachos de Oriente Medio tienen la atención puesta en esto ahora mismo. Llevará su tiempo, pero encontraremos al responsable, lo sabes.
Asiento en silencio. Por el momento la idea de venganza es apenas una semilla.
Se inclina hacia mí. Otra mirada, otro tono al hablar.
—Y ¿la información que te dio tu contacto? ¿Firas, el que tenía acceso a los documentos de las fuerzas aéreas? —pregunta—. Las entregas de armamento a los sirios. ¿Solo has incluido esa información en el informe que me pasaste a mí? ¿No en el parte? ¿Ni en ningún otro sitio?
Niego en silencio.
—Solo en tu informe —afirmo.
—Es probable que sea una pista falsa, obviamente. Un señuelo. Pero no queremos crear preocupación.
—Entiendo las consecuencias. No saldrá de tu informe.
Se reclina otra vez un instante. Me sigue la mirada cuando echo un vistazo por la ventana. Al final se levanta.
—¿Estás bien? —me pregunta.
Un tono de voz que es constante, independientemente del tamaño de las víctimas que tiene bajo su mando.
—Estoy bien.
—Tómate el resto de la semana libre —dice—. Ve a nadar. Sírvete una copa.
Veo cómo le da un golpe al marco de plástico de la puerta con la palma de la mano antes de salir de mi cuarto. El listón tiembla. Ánimos, quizá. Simpatía. Ella sabe que me gusta nadar. No hay nada que no sepan de mí.
El agua de la piscina pública está demasiado caliente, pero aun así la prefiero antes que la piscina en Langley. Cuando asomo la cabeza para coger aire, cada cuatro brazadas, oigo las voces de falsete de algún grupo escolar rebotando como ondas de radar entre las paredes de azulejos con olor a cloro. Largo tras largo. Hubo un tiempo en el que podría haber sido bueno nadando. Los juegos olímpicos eran una posibilidad real, una meta al alcance de la mano. Pero mi motivación apuntaba a la Universidad de Michigan, no más allá, como se vería con el tiempo. No es algo de lo que me arrepienta. No me arrepiento de nada. Si pensáramos en términos de arrepentimiento no podríamos sobrevivir. Y al final, sobrevivir es lo único que significa algo.
Sé que todo esto está cargadísimo de mentira. Pero la realidad es frágil: sin las mentiras, amenazaría con derrumbarse. Las mentiras son las juntas que mantienen el puente en pie y permiten viajar de una orilla a la otra. No existe la verdad.
Aun así exigí que me dieran el informe antes de abandonar la oficina. Sabía que debía de estar clasificado en un nivel al que yo no tenía acceso. Nunca podemos leer cosas que hablan de nosotros mismos. Y yo sabía que si conseguía el informe, si lo podía leer con mis propios ojos, no cabía duda de que sería un engaño. Pero denegaron mi petición. Fue un alivio. Prefiero no saber cuándo me mienten.
Así que ahora estoy aquí sentado en este vestuario triste y sucio con piernas temblorosas después de varias horas en la piscina. Con la paralizante culpa atravesándome como una corriente continua. El movimiento dentro de la piscina la mantiene alejada. La repetición y la costumbre la mantienen alejada. En el agua me siento seguro durante un rato. En cuanto paro oigo el ruido de un motor de encendido, veo la imagen de un bebé bajo un manto de trocitos de cristal, pedazos de hormigón.
Más tarde estoy tomando un Rusty Nail delante del televisor. En mi salón hace frío. Hay algunas cajas de mudanza apiladas en las esquinas. No contienen nada de valor. Estoy sentado en mi sofá nuevo viendo la reemisión de un partido de béisbol que no me interesa. El piso —un cajón moderno entre otros iguales, con garaje y a una distancia cómoda del acogedor murmullo de la autopista— huele un poco a pintura y aire acondicionado. Los músculos de mis brazos se tensan. He nadado diez kilómetros. El doble de lo habitual.
El béisbol termina cuando me sirvo la tercera copa y cambio a Johnny Carson, pero al instante me percato de que no tengo fuerzas para escuchar las bromas de Richard Pryor sobre Ronald Reagan. No me interesan. Son demasiado banales, va muy despacio.
Todo va demasiado lento desde que he vuelto. Yo soy de trabajo de campo. Las estrategias, el análisis, el eterno politiqueo en Langley, el Pentágono, D. C., van demasiado lentos. Dame otro pasaporte, otra lengua, otra vida. Suéltame en Damasco, en Beirut, en El Cairo. Sé cómo hacer contactos, cómo entretenerlos con un vaso de té dulce, whisky y puros. Preparo un tabulé que les recuerda a mis invitados sus infancias en Alepo. Incluso cuando las fronteras están infectadas tengo el mejor vino libanés en mi balcón.
Y allí, en el balcón, con la nostálgica puesta de sol, con el jazmín en el aire y el bullicio de diplomáticos, gánsteres y políticos que llega desde la mesa, intercambio informaciones que nos acercan a la supervivencia. Allí hago una transacción que implica que al final de todo morirá otra persona en lugar de yo mismo. Siempre jugamos para acabar en tablas. Nuestro ideal es el statu quo.
Ahora quieren que cuando volvamos vayamos a ver a un terapeuta. Como si el parte no fuera suficiente. Desde el primer día, con la quemazón del sol todavía brillando a la luz de los fluorescentes entre teléfonos, fotocopiadoras y télex. Con los cuerpos aún doloridos por el jet lag y el cambio de clima. Con los cerebros aún llenos de árabe, ruso, portugués. Así que nos pasamos las sesiones obligatorias allí sentados, cumpliendo. Hablamos de la readaptación tras meses, años, en otro país, en otra cultura, lejos de la autopista que lleva al trabajo, del Kentucky Fried Chicken de camino a casa y de la tristeza mortal de una vida convencional.
Pero de lo que quieren que hablemos no decimos ni media palabra, claro. ¿Cómo íbamos a hablar de las cosas que hacemos? ¿Qué voy a decir? ¿Que he vivido como un comerciante árabe en Damasco comprando armas, secretos banales y sombras de influencia por el dinero de los contribuyentes a la espera de que salga algo que quizá valga el precio infinito que estamos dispuestos a pagar? ¿Que yo, cuando capté el rastro de olor, me quedé helado como un conejo a la luz de los faros y todo eso?
¿Voy a hablar de eso? ¿De lo que ni siquiera me reconozco a mí mismo? Si empiezo a contarlo no acabaré nunca. Si empiezo a pensar, muero.
Y todo lo que sé es cómo sobrevivir, así que sonrío y miro la hora. Transcurrido el tiempo obligatorio, me levanto, me paso la americana azul y anónima por los hombros y me incorporo a la autopista, vuelvo aquí, al cajón sin nombre que es cualquier cosa menos un hogar. Espero pacientemente a que llegue mi turno, con la esperanza de que mi cuarentena acabe por llegar a su fin. Que una carpeta con una nueva identidad, billetes de avión y un número de cuenta caiga en mi escritorio para poder continuar, volver a empezar. Lo único por lo que vivo es mi próximo movimiento, la siguiente partida.