Washington D. C., Estados Unidos
Susan se vuelve despacio. Nuestras miradas se cruzan. Sus ojos están vacíos, solos, azules.
—¿Es por eso por lo que estamos aquí? —pregunta—. ¿Para hurgar en el pasado?
Yo no digo nada.
—Por el amor de Dios —continúa—. Han pasado casi treinta años. Tú sabes quién era. Basil el Fahin. Fabricante de bombas para Hezbolá. Ya viste su…
—Sé quién me dijiste que era —la interrumpo—. ¡Sé perfectamente quién dijiste que era!
Mi voz está impregnada de adrenalina y azufre, totalmente inestable. Me asusta esa voz. Le cojo las riendas. La domino. Me paso las manos por la cara.
—Sé lo que dijisteis. Pero no fue él quien asesinó a Louise. Lo que tú dijiste no era verdad.
Algo en su semblante cambia de forma. Tensa la espalda como un arco, por un momento contrae las facciones de la cara y luego hace un esfuerzo por relajarlas de nuevo. Todas esas señales. Todas esas mentiras.
—Compórtate —dice—. ¿Qué te pasa? ¿Por qué me sacas de mi casa en plena noche para venirme con estas teorías demenciales?
Pero hay algo ahí, una fisura en su fingida irritación, un rasgón en su frustración artificial. Algo diferente y más profundo. Lo veo en sus ojos. Saltan y van de un lado a otro. Quizá sea difícil mentirle a un mentiroso. Pero hay algo más que una parte de ella quiere contar. Una parte de ella opina que ya es suficiente. Ahí hay una posibilidad, una abertura.
Saco la carpeta, la alargo para entregársela.
—Ríndete —digo—. Por favor, Susan, ya lo sé todo. Míralo tú misma. Está todo aquí.
Ahora mi voz es tranquila, está bajo control. Me aclaro la garganta. Agito insistente la carpeta delante de su cara. Ella permanece con los brazos colgados en los costados. Nos quedamos así. Cada uno en su cuenco de la balanza. Se necesita tan poco para romper el equilibrio. Coge la carpeta. La sostiene en las manos sin abrirla.
No sé cuánto dura el instante de singular y helada intimidad. Quizá no más de un segundo. Se rompe al saltar una alarma de coche en la lejanía. Espero hasta que para.
—Fuisteis vosotros los que matasteis a Louise —susurro—. Fuiste tú quien la asesinó.
Susan da un paso atrás y se sienta en el banco escarchado sin secarlo antes. Pone la carpeta en su regazo y deja que su mirada se pierda en el agua negra que tenemos delante.
Yo me siento en cuclillas delante de ella. No puedo respirar. Ella vuelve la cara hacia mí, me mira. De pronto sus ojos están limpios, desnudos. Por el momento, no dan muestra de traición ni engaño. Saca un pañuelo de su bolso. Se gira a un lado, se seca algo en el rabillo del ojo, se suena.
—Pero tú siempre lo has debido de saber —dice ella.
Ahora su voz es fina, como la de un pájaro. Yo no digo nada. Me resulta chocante verla así. Tan vulnerable de repente. Tan joven de repente, casi como una niña, una cría. Ella, que igual que yo hizo su viaje por las sombras completamente sola. Dos balas del mismo calibre pero con distintas trayectorias. La suya iba hacia arriba y hacia fuera. La mía siempre iba dirigida a mí mismo. Susan y su temible intelecto, su autoridad espontánea y natural. ¿Cuánta mierda habrá afrontado? ¿Cuánto vacío guarda dentro? Cuando empieza a hablar no se dirige a mí, sino a sí misma, a los monumentos, a la propia historia.
—No estaba previsto que saliera así, obviamente. Pero yo no lo sabía. No en aquel momento. Supongo que ninguno de nosotros lo sabía. Que nuestra operación en Damasco era una muñeca rusa y que tú solo eras la capa exterior. Yo era tan nueva, no tenía experiencia. Tú fuiste mi primera área de responsabilidad, el primer agente que coordiné. Yo ni siquiera había estado en el campo más allá de París, y eso no cuenta casi nada. Y no sé por qué nadie me había informado de que les estábamos entregando armas a los sirios. Lo cual fue muy ingenuo por mi parte. No entender. Pero todo lo que sabía era que siempre había niveles, siempre había decisiones que otra persona había tomado, en otro contexto. Errores que se habían cometido y que se debían reparar. Deudas que había que pagar. Nuestras entregas de armas al régimen eran una fracción de un pago por algún otro arreglo que habíamos hecho mucho tiempo atrás. Otro compromiso vacío y mal pensado. Supongo que la guerra fría era eso. Una mano nunca sabía lo que estaba haciendo la otra. Aprendí con el tiempo.
Me enderezo, con cuidado para no interrumpir su historia, su confesión. Me siento a su lado en el banco.
—Y cuando tú te enteraste de las entregas de armas y yo entendí que era cierto, que iba en serio, se lo comenté a Daniels, que era el jefe operativo. Todo lo que dijo fue: «Bien hecho. Nosotros nos encargaremos desde ahora». Es entonces cuando sabes que la cosa está jodida. Cuando dicen «nosotros nos encargaremos desde ahora». Y ahora soy yo quien lo dice.
Esboza una sonrisa torcida y niega levemente con la cabeza, pasea los ojos por el agua negra, las columnas frías y blancas del otro lado.
—No fue decisión mía quitarte de en medio para proteger el secreto mayor. No fue orden mía. No es que importe, pero nadie me lo contó después. Si te soy sincera, no sé de dónde provino. Daniels, quizá. O de más arriba. Y no sé quién puso la bomba. Pero sé que fuimos nosotros.
Al final hemos llegado al punto, estamos rodeados por todo lo que yo siempre he sabido, lo que siempre hemos tenido delante. Lo que elegí no ver. Al final nos hallamos en medio de lo que yo he estado rehuyendo durante media vida. Me produce vértigos y tengo que aferrarme al banco. Mi propia cobardía es tan tangible, tan terrible a la luz de lo que quizá sea la verdad. Pero me obligo a apartar el odio hacia mí mismo. Tenemos que seguir adelante, hay que alcanzar la superficie.
—¿Por qué me dejasteis vivir después de que fallarais con la bomba?
¿Por qué me dejasteis vivir? Qué cosa tan curiosa de decir. Las palabras casi se me pegan a la lengua. Susan se encoge de hombros.
—¿Qué podíamos hacer? ¿Ejecutarte en Langley? ¿Un accidente de coche en Delaware? Habría sido demasiado evidente. Si hubieras muerto así, después de la bomba, habría salido a la luz. Y no sabíamos si habías entendido la conexión. Si habías tomado alguna medida de seguridad después de la bomba. Por otro lado, supongo que había alguien de más arriba de la jerarquía que se dio cuenta de que no podemos dedicarnos a matar a nuestros propios agentes cuando todo lo que hacen es ocuparse de su trabajo. Todo ese asunto fue un error desde el primer minuto. Un error tremendo. Y luego quedó demostrado que eras leal. Más que eso.
Mi corazón se ha detenido. El calor y el hormigón, los trozos de cristal. Tus ojos cansados, tu pelo lacio en mi coche. La respiración apenas perceptible de la niña sobre mi pecho. Un error. La banalidad en esa expresión. La banalidad en el hecho de que me haya pasado toda la vida evitando pensar en ello. Siento el contorno de una rabia descomunal, una maldad, creciendo en mi interior. Paralelamente, el tiempo se me escurre de las manos. Esto no es más que una parte. La historia no es más que una parte. Quizá todavía haya espacio para un futuro.
—¿Y Beirut? —digo yo—. ¿A quién maté en Beirut?
—Un fabricante de bombas de Hezbolá. Tal como te dijimos. Lo habíamos buscado durante mucho tiempo y acabábamos de recibir información nueva de que estaba en Beirut. Fabricamos los datos de que él era quien estaba detrás de la muerte de tu novia. Fue una oportunidad de alcanzar un objetivo operativo al mismo tiempo que cambiábamos la historia. Así resolvíamos el problema que teníamos. Y te daba a ti lo que querías, ¿no es así? Te dio tu venganza. Solo había puntos favorables en aquella ecuación. Salvo por las cuestiones morales. Pero, bueno, ya sabes.
Sonríe discretamente otra vez, apenada. Quizá comparta mi idea de que ponemos el mal a ambos lados de la balanza, que esa es la ecuación que nos ha llevado hasta aquí. Que es la relatividad la que nos ha guiado. Lo que parece racional hasta que se retira el telón y todo lo que vemos es pura locura. Se vuelve para mirarme.
—¿Por qué ahora? —pregunta—. ¿Por qué de pronto has decidido ver lo que has tenido ante tus ojos toda la vida?
Lo único que siento es un gran vacío. Lo único que noto es el deseo de echar un trago.
—Necesito una copa —digo.
—Creía que ya no bebías —señala Susan.
No hay nada de mí que no sepan.