Virginia del Norte, Estados Unidos
Una brazada. Dos. Tres. Respiro. Cierro los ojos y aparto el agua, los pensamientos, los recuerdos.
Una brazada. Dos. Tres. Respiro. Soy un torpedo sin fuerza explosiva. Una bomba que no ha estallado.
Rompo el ritmo, doy cuatro brazadas sin respirar. Luego cinco. Seis.
Doy media vuelta en el otro extremo, por un instante las plantas de los pies entran en contacto con los azulejos. La fuerza con la que me doy impulso se propaga por mis gemelos, mis muslos. Noto cómo se transforma la energía, siento la fuerza convertirse en velocidad, velocidad sin sentido. Me quedo bajo el agua mucho más de lo que resulta efectivo. Media piscina, más. Rebaso con creces el punto en el que la energía de mi impulso es derrotada por la fricción del agua. Y más aún.
Sigo hacia abajo. Dejo que la velocidad se reduzca todavía más, dejo que las piernas dejen de patalear, los brazos descansar. Vacío los pulmones. La presión en los tímpanos. El sonido del aire que sale de mi nariz, de mi boca, en forma de burbujas a medida que me hundo. El suelo áspero en el esternón. La pintura resbaladiza y brillante de las líneas negras. Los pulmones apretando y encogiéndose en inspiraciones ficticias e infructuosas.
Pero no me sirve. Ni siquiera eso. Los pensamientos. El recuerdo. Recé mi plegaria. Mi única plegaria. Nada me sirve.
Después estoy apoyado en el borde de la piscina hipando, hiperventilando. Mis ojos relampaguean por la falta de oxígeno y el agotamiento. Pequeñas estrellas saltan entre mis nervios. Han pasado tres horas desde que he encontrado el nombre de mi hija en nuestras bases de datos. Tres horas desde que mi plegaria dejó de ser escuchada. Tres horas desde que ya no me puedo esconder de mi pasado.
Voy en el Mazda y estoy esperando a que algo, cualquier cosa, caiga en su sitio. Aguanto el volante con tanta fuerza que mis nudillos se ponen blancos. Estoy pensando en que si suelto el volante me veré arrastrado. Pienso que la fuerza que yo he elegido no ver es tan grande, tan irrazonable. La vergüenza es tan potente que me aplasta contra el cuero de imitación del asiento.
En mi pantalla en Langley he visto las búsquedas y los informes sobre mi hija de París y Bruselas. He leído todo aquello a lo que he tenido acceso. Todo lo que me permite mi competencia. No ha sido mucho. Medios abiertos. Resúmenes. Nada sobre nosotros. Nada sobre pasados ni motivos. Nada sobre las sombras. Pero aun así, lo sé. Las huellas de las sombras son inconfundibles. El novio árabe y las armas insonorizadas. Los archivos de nuestros registros a los que no tengo acceso. El mero hecho de que tenga acceso a ciertos archivos. Nombres en clave y documentos protegidos. Secretos sobre secretos.
En la guantera está la delgada carpeta de color beis que no he llegado a abrir. Mi as. Mi única posibilidad de salvarla, de salvarme a mí mismo. Mi historia a cambio de su futuro.
Mis pasos crujen contra el césped escarchado. Unos focos elegantes iluminan la fachada con granito pegado, madera pintada de blanco, las columnas huecas de madera prensada de imitación de estilo colonial presidiendo la escalinata. El sueño americano prefabricado. Un pueblo Potemkin delgado como una hoja de papel en el otro extremo del alcance económico de la clase media. Una prueba de evolución que parece que vaya a salir volando con la primera ventada.
Estoy al pie de la escalinata y levanto la cabeza para mirar las ventanas oscuras. La carpeta beis en la mano. He sido un ente muerto. Una rama partida del río de la historia. En una muestra de ductilidad, me he dejado arrastrar por la más ligera corriente. Ahora ya ha terminado todo. Una singular calma me recorre cuando llamo al timbre.
Susan abre sorprendentemente pronto, teniendo en cuenta que es casi medianoche. Todavía va vestida de oficina, traje y blusa, anónima como un jefecillo cualquiera. Su cara todavía está tensa, estresada e inescrutable, no está adaptada a la casa. A lo mejor acaba de entrar por la puerta.
Insiste en que cojamos su coche y conducimos en silencio por las anchas calles del extrarradio, bajo los arces pelados, al lado de los interminables campos de fútbol y béisbol de la colosal escuela, por delante de casas oscuras y chalecillos ostentosos tambaleándose bajo el peso de los coloridos adornos de Navidad. A través del sueño adormilado de gente anónima.
La autopista está desierta, un eco y no decimos nada, hipnotizados por el ritmo de los neumáticos sobre las junturas del hormigón. En la radio alguien llama y habla a gritos del presidente, de los musulmanes, del Tribunal Supremo. Susan desliza los pulgares por los controles del volante de cuero y la voz del chalado desaparece. Vamos hacia el sur por la 245. En dirección a D. C. Sus ojos apuntan inamovibles a donde termina el haz de luz de las largas del coche. Intuyo algo ambivalente en ellos, en los gestos de Susan. A lo mejor está comparando los secretos entre sí, las mentiras entre sí. La verdad. Puede que las esté moviendo de un lado a otro de la balanza para hallar el equilibrio.
Al final se sale de la autopista, en dirección a Potomac Park, y se detiene junto al monumento de Franklin Delano Roosevelt. Nos bajamos del coche y el sonido de las puertas al cerrarse hace eco en el parque, sobre el agua. Poco a poco nos acercamos a la escultura, donde la luz artificial le da un aura fantasmagórica al propio Roosevelt en su silla de ruedas de bronce. Tiritamos con el frío que llega de la laguna. Alrededor de nosotros centellean los monumentos y se reflejan en la pantalla de agua negra. Narciso. ¿Es eso en lo que nos convertimos?
—Bueno —dice ella al fin—. ¿De qué querías hablar?
Se la ve pequeña allí donde está, con la mirada perdida sobre el agua. Yo pienso que todos cargamos con nuestros compromisos, nuestras elecciones descabelladas. Quizá ella incluso muchas más. Era jefa antes de que siquiera tuviéramos a mujeres contratadas. ¿Por encima de cuántos cuerpos ha pasado, cuántos ha ignorado, cuántos ha amontonado para utilizarlos cuando se presentara la ocasión?
Me centro en lo mío, me sorprendo de mi propia calma.
Me salto los rodeos.
—¿A quién maté en Beirut?