París, Francia
Estaban tardando demasiado en encontrar las escaleras, así que al final optaron por el ascensor. Subieron arrinconados por los carros y los clientes del supermercado. Por un altavoz agrietado sonaba Bing Crosby cantando Silent Night. Las paredes del ascensor estaban llenas de ofertas de foie-gras, ostras, champán. Comida navideña parisina. Klara miró a Mahmoud de reojo. Estaba apretando las mandíbulas, los ojos clavados en la puerta que tenían enfrente.
También Klara estaba alerta y en tensión total. Era como si fuera consciente de cada músculo de su cuerpo; cada idea era clara y simple, como si toda ella estuviera concentrada en huir, en sobrevivir.
Las puertas se abrieron y los carros se separaron y fueron abandonando uno a uno el ascensor sobredimensionado. Al final solo quedaron Klara y Mahmoud. Se miraron. Klara se encogió de hombros.
—Vamos.
Salieron a la luz de los fluorescentes de la zona de cajas del Supermarché Casino. Y no pasó nada. Solo carteles de Navidad y clientes rezagados.
—¿Nos hemos salvado? —preguntó Klara.
Mahmoud miró a su alrededor, inquieto, casi agachado, como si no pudiera creérselo.
—Eso parece —dijo—. A lo mejor se quedaron atrás en el semáforo en rojo.
Empezaron a caminar inseguros hacia la salida.
—Ninguna furgo negra —dijo Mahmoud mientras miraba por los ventanales.
Cuando las puertas automáticas se abrieron Klara la vio de inmediato a través de la copiosa nevada. Al otro lado de la calle, iluminada por el chorro de luz de las farolas. Los ojos de ayer, de esta misma mañana. La de la coleta. A menos de treinta metros de donde estaban ellos. Y ella los vio al mismo tiempo.
—¡Están aquí! —gritó Klara al mismo tiempo que se daba la vuelta tirando de Mahmoud para volver a entrar en la tienda—. ¡Están aquí!
Pero el brazo de Mahmoud se volvió pesado de repente. Tiró de ella hacia abajo, al suelo, en lugar de hacia el interior de la tienda. Las puertas automáticas se cerraron en silencio.
—¡Vamos, tenemos que salir de aquí! —gritó, agachada, empujándole del brazo.
Las puertas estallaron en una lluvia de cristales diminutos. El tiempo se detuvo. Klara se tumbó en el suelo delante de las cajas. A su espalda, un estante de vino espumoso montado como señuelo en la entrada se derrumbó completamente. Las botellas reventaron y se mezclaron con el cristal de la puerta. Olor dulce a vino barato. Gritos y caos. A su alrededor los clientes del súper se echaban al suelo presas del pánico. En el hilo musical Bing Crosby entonaba Jingle bells, jingle bells, jingle all the way. Klara seguía tirando a Mahmoud del brazo.
—¡Venga! ¡Vamos!
Volvió la cabeza. Mahmoud yacía de espaldas sobre el lecho de cristales. Sus ojos castaños estaban abiertos de par en par y completamente inertes bajo la despiadada luz blanca. En la frente, justo por encima del ojo derecho, Klara pudo ver un pequeño orificio de color negro.
No fue hasta ese momento cuando se percató de la sangre.
La cantidad ingente de sangre roja y pegajosa que se estaba esparciendo como una masa viva, como un aura, alrededor del cogote de Mahmoud y que se mezclaba con el vino derramado.
—¡Moody, Moody, vamos, vamos!
Tiró de su brazo, intentó con todas sus fuerzas ponerlo a salvo detrás de las cajas o cualquier cosa. Había gente gritando por todos lados, carros que volcaban, productos que estallaban contra el suelo de cemento. Pesaba demasiado. No podía moverlo del sitio ni un milímetro.
Klara se inclinó sobre su cara, el cuello que había besado tantas veces, hacía tanto tiempo. Sus tejanos absorbían la sangre y se le pegaban a las rodillas. Trocitos de cristal se le clavaron en las palmas de las manos cuando se agachó para poner la mejilla sobre la boca de Mahmoud. Tanteó su cuello con los dedos. Pero allí no había nada. Ni aliento. Ni pulso. Solo sus ojos castaños. Toda la vida había sido borrada de un plumazo, solo quedaba el calor. La adrenalina se precipitaba. Klara pensó: «¿Voy a morir?».
Levantó la cabeza. A través de las puertas destrozadas vio a un hombre y una mujer corriendo bajo la nieve. Algo pesado y negro en sus manos. Armas.
—¡Moody! ¡Moody!
El pánico. El caos. La primera, casi inidentificable, sensación de una pena tan profunda que la asustaba, con diferencia, mucho más que los asesinos de allí fuera. Klara tardó una décima de segundo en decidir que no pensaba morir. Un rayo le atravesó la conciencia. Una claridad inaudita. Nunca había dejado de amar a Mahmoud. Lo había reprimido, pero no olvidado. Y no podía dejar que terminara ahí. Abatido como un perro, apagado, desparramado en el suelo sucio de un supermercado. Tachado de asesino y terrorista. No podía terminar así.
—Te quiero, Moody —susurró con los labios pegados a los de él.
Después le soltó el brazo, se levantó y pasó corriendo junto a las cajas y la gente agachada y se adentró en la tienda. A su espalda, en la lejanía, pudo distinguir unas sirenas.
Corrió sobre los cristales y el vino y el caos. No oía los gritos ni los llantos. Tenía la mente completamente en blanco mientras corría en zigzag entre las estanterías. No miraba a su alrededor.
Más adentro reinaba una calma sorprendente. Los clientes se movían curiosos hacia las cajas, inseguros de lo que estaba pasando. Al fondo del todo había un mostrador de charcutería donde ya no había nadie atendiendo. Todo el personal parecía haberse desplazado hacia la entrada del comercio. Klara lo rodeó y atravesó un par de puertas batientes que comunicaban con un almacén desordenado. Un hombre en bata blanca y red de pelo, que sin duda vivía ajeno al caos del otro extremo de la tienda, le gritó algo. Klara apenas lo registró, solo tenía ojos para el cartel de salida de emergencia. Los tejanos ensangrentados le tiraban en las piernas.
Apretó la manilla de la puerta con el codo para que los trozos de cristal no le penetraran aún más en las manos. La salida de emergencia daba a un muelle de carga en la parte de atrás del supermercado. Una delgada capa de nieve cubría el suelo. Los copos caían a toda prisa, oblicuamente en la penumbra. Saltó del muelle y se vio en un patio interior. Las suelas manchadas de sangre dejaron un rastro de huellas rojas cuando lo cruzó corriendo, salió por un acceso con barrera y continuó por un callejón en el que la nieve ya se había derretido. Giró a la izquierda. Hasta que no hubo corrido cien metros por los adoquines no se dio un segundo para mirar atrás. Nadie la seguía.