París, Francia
Los pasos todavía resonaban en el hueco de la escalera cuando Mahmoud abrió de un bandazo la puerta que daba al patio interior. Una lámpara solitaria iluminaba un discreto aparcamiento. Había empezado a nevar con más fuerza. Un cobertizo endeble cubría un total de diez vehículos que estaban muy pegados entre sí delante de Mahmoud y Klara.
—¿Cuál es el suyo? —preguntó Mahmoud.
—Un Jaguar azul.
—Qué discreto.
En pocos segundos lo habían encontrado. Mahmoud lo abrió y se sentó en el asiento de cuero claro. Klara se sentó a su lado.
—Joder, Klara —dijo Mahmoud volviéndose hacia ella—. ¿Qué ponía en el mensaje que te ha llegado? Quiero decir, en cuestión de segundos te has convertido en Lisbeth Salander allí arriba.
Klara metió la mano en el bolsillo y sacó la BlackBerry. La levantó para mostrársela a Mahmoud. El mensaje era conciso:
Os van a matar. Escóndete. George.
—¿George? —preguntó Mahmoud.
—Solo conozco a un George —dijo Klara—. Un chico sueco al que he visto algunas veces en fiestas en Bruselas. Un pijo de Estocolmo. Trabaja para no sé qué grupo de presión. La verdad es que no tengo la menor idea de qué tiene él que ver con esto.
Sacudió la cabeza como para recolocar todas las piezas. O para despertar de un sueño.
—Vaya locura —comentó—. Vi que algo iba mal en cuanto Cyril abrió la puerta.
Mahmoud se limitó a asentir en silencio. Tenía la sensación de que su cerebro estaba lleno, a punto de rebosar, imposible de penetrar. Él también sacudió la cabeza.
—Tenemos que largarnos de aquí —señaló Klara—. Quién sabe cuánto tiempo tenemos.
El Jaguar arrancó con un gruñido cuando Mahmoud giró la llave en el contacto. Los limpiaparabrisas barrieron la fina capa de nieve del cristal. En el compartimento oculto entre los dos asientos Klara encontró un mando a distancia para la puerta de la calle. Mientras tanto, Mahmoud hacía maniobras para sacar el coche de su rectángulo.
—Al otro lado de esa puerta puede haber cualquier cosa —dijo.
Ella tenía la mirada clavada al frente y asintió en silencio. Había algo indómito en sus ojos azules de hielo.
—Será mejor que lo descubramos de una vez —repuso ella y apretó el único botón rojo del mando.
El portón reaccionó con un zumbido grave y comenzó a ascender lentamente hacia el techo.
Mahmoud hizo rugir el motor y le echó otro vistazo a Klara.
—Eres más dura de lo que cabía suponer —dijo.
—Espérate y verás —respondió ella—. Aún no has visto nada.
Antes de que la puerta se hubiera abierto del todo Mahmoud pisó a fondo y soltó el embrague. Los seis cilindros del motor bramaron, los neumáticos patinaron unas vueltas antes de adherirse al suelo. Cuando el coche se abalanzó sobre la Avenue Victor-Hugo apenas había unos centímetros entre el canto inferior de la puerta y el techo del vehículo. Saltaron chispas cuando el parachoques delantero raspó el borde de la acera. Las ruedas patinaron en el asfalto nevado y Mahmoud peleó para dominar el volante. Bocinazos y frenazos de los demás coches. Algunos peatones se volvieron bajo sus paraguas para ver qué estaba pasando. Antes de que Mahmoud y Klara se dieran cuenta, estaban circulando por la calle a toda velocidad. La nieve derretida se deslizaba en chorritos de agua por el parabrisas.
—¿Tenemos a alguien detrás? —gritó Mahmoud.
Klara giró el cuello para mirar atrás.
—No lo sé. Maldita nieve. No puedo ver por el cristal. ¡Sí, espera! ¡Una furgo negra! Estaba aparcada en la acera cuando llegamos. Nos sigue. ¡Mierda!
Ahora había menos tráfico. Mahmoud seguía con la segunda puesta y pasó al carril izquierdo. Aceleró. Se coló entre los dos coches que tenía justo delante y volvió al carril de la derecha. Apenas oía las bocinas del tráfico que venía en contra, no veía los puños ni los dedos en alto. Lo único relevante era escapar.
—¿Y ahora? —le gritó a Klara.
Klara volvió a retorcerse en el asiento, estiró el cuello.
—No puedo verla.
En algún punto más atrás se oían sirenas. Por el retrovisor Mahmoud pudo ver el reflejo tenue de luces azules, sirenas de policía relampagueando sobre los edificios.
—¿Nos siguen a nosotros? —dijo Klara.
Mahmoud se encogió de hombros, procuraba concentrarse en la calle, el asfalto mojado, la nieve que no dejaba de caer.
—¿Quién sabe? A lo mejor tu novio se ha cansado y nos ha denunciado por robarle el coche.
—No es mi novio. Ya no.
Se acercaban a un cruce. Mahmoud vio que el semáforo cambiaba a ámbar. Cambió de carril y pisó a fondo. Lo que Dios quiera. Apenas vio el coche que se subió a la acera para esquivarlos. Las sirenas que los acosaban más atrás. La furgoneta negra. Aún en el carril izquierdo iba derecho hacia el semáforo en rojo. El tráfico que le venía de cara estaba inmóvil, paralizado ante aquella maniobra demencial. Giró el volante. Un cruce se acercaba a velocidad vertiginosa. A la derecha le pareció ver un callejón, recto y estrecho como un túnel, entre los brillantes balcones parisinos. Se lo jugó todo a una carta y pegó un volantazo en aquella dirección. Los neumáticos agonizaron sobre el asfalto, pero no perdieron agarre. El sonido de las sirenas disminuyó.
—¿Dónde están? ¿Los ves?
Mahmoud le hablaba a Klara a gritos. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
—¡Allí delante! —dijo ella señalando a la izquierda—. Un súper con aparcamiento. ¡Métete ahí!
Mahmoud vio el cartel. Supermarché Casino. Una flecha que indicaba un aparcamiento subterráneo a cincuenta metros. No frenó hasta que hubo empezado a girar el volante. El coche subió a la acera dando trompicones. El súper todavía parecía estar abierto. Una barrera bloqueaba el acceso al aparcamiento. Mahmoud se detuvo, bajó la ventanilla, apretó el botón verde. Pasó una eternidad antes de que la barrera comenzara a subir. Se deslizaron por una rampa inclinada y entraron en el parking.
—¿Los ves? ¿Los ves?
Los ojos de Mahmoud estaban clavados en el retrovisor.
—Por el momento, nada —contestó Klara.
El aparcamiento era otro mundo. En la fría luz de los fluorescentes las familias empujaban los carros hasta sus coches familiares. Niños y padres. La abrumadora cotidianidad de aquello resultaba casi chocante. Mahmoud había olvidado que existía un mundo normal y real. Un mundo en el que no lo buscaban por asesinato. Un mundo en el que no lo amenazaban con armas automáticas, sin políticos franceses prometedores agonizando en el suelo ni viejos amigos del servicio militar que eran asesinados ante sus ojos. Aparcó el Jaguar en un hueco vacío, como un parisino rezagado más que iba a comprar el viernes a última hora. Después de apagar el motor apoyó la cabeza en el volante. Sentía la madera de nogal fresca y tranquilizadora sobre la frente. Poco a poco fue relajando las manos agarrotadas. Le dolían los nudillos.
Klara ya había abierto la puerta del copiloto.
—¡Vamos, coño! —gritó asomando la cabeza dentro del habitáculo—. No sabemos cuánto tiempo tenemos.