20 de diciembre de 2013

París, Francia

El edificio de cinco plantas en Avenue Victor-Hugo número 161 en el decimosexto arrondissement de París resultó ser exactamente una de esas casas de las que Mahmoud se había imaginado que la ciudad estaba llena. Una fachada estucada en blanco con ventanas altas con parteluz y postigos verdes. Todo el barrio parecía mantenerse a base de dinero de antaño y jardineras bien cuidadas. Klara llamó al pequeño interfono junto al portal.

—Soy yo —dijo en inglés cuando se oyó el carraspeo.

La puerta se abrió con un gruñido y entraron en el reverberante portal. Las paredes estaban cubiertas de frescos con flores y guirnaldas. Un enorme farolillo repartía una cálida luz desde el techo. Klara se acercó al vetusto ascensor y apretó el botón.

—En ascensor, no —dijo Mahmoud. Señaló la escalera—. Quiero comprobar que no hay nadie escondido —susurró.

Klara asintió con la cabeza.

Cyril vivía arriba del todo. Subieron las escaleras a paso ligero sin hablar. La puerta de Cyril estaba entreabierta. Mahmoud miró a Klara, que se encogió de hombros e hizo un intento no muy exitoso de esbozar una sonrisa. Al mismo tiempo que se volvía hacia la puerta para abrirla le pitó el móvil. Dos pitidos claros. El clásico aviso de mensaje. Mahmoud no se lo podía creer.

—¿Qué cojones? —espetó—. ¿No has apagado el móvil? —Sintió que el pánico crecía en su interior—. ¿Lo has utilizado desde que hemos llegado aquí?

Klara tenía la cara pálida cuando metió la mano en el bolso para sacar el teléfono.

—Tuve que encenderlo para conseguir el número de Cyril. Pero lo he llamado con el de prepago. Debí de olvidarme de apagarlo.

Se la veía aterrada.

—¿Pueden habernos seguido?

—No tengo ni idea —respondió Mahmoud—. Pero no podemos permitirnos esto.

Se vieron interrumpidos porque la puerta se abrió. Tenían a Cyril delante, impecablemente vestido con chinos de sastre y una camisa Ralph Lauren. Llevaba el pelo húmedo, como si acabara de salir de la ducha.

Pero a Mahmoud le bastó con mirarlo un momento a la cara para entender que algo iba tremendamente mal. Estaba pálido y su mirada iba saltando entre ellos dos y las escaleras. Era evidente que no sabía qué hacer con las manos. Primero se las alargó a Klara para luego retirarlas otra vez. Probó con meter la mano izquierda en el bolsillo y la volvió a sacar. Estaba claro que ya no era un joven político francés prometedor lo que tenían delante, sino un hombre abatido.

—Klara —dijo y probó con una sonrisa temblorosa—. ¿Qué haces aquí? Sonabas tan misteriosa por teléfono. ¿Quién es tu amigo?

Mahmoud miró a Klara, que no contestaba. Estaba leyendo algo en el móvil. Sus ojos se habían entrecerrado.

—Klara —dijo Cyril otra vez—. Entrad, no os quedéis aquí fuera, por Dios.

Despacio, Klara quitó los ojos del teléfono y buscó la mirada de Cyril. Tardó un segundo en abrir la boca.

—Dios mío —dijo al final.

Sus ojos estaban vacíos, sin fondo, todos los sentimientos habían sido erradicados. Mahmoud reconoció esa mirada. La había visto una sola vez en la vida. Hacía tres años, en el aeropuerto de Arlanda. Justo antes de que Klara cogiera las maletas del suelo y se fuera al check-in.

—¿Qué has hecho, Cyril? —dijo.

Cyril tragó saliva. Instintivamente, Mahmoud sintió casi pena por él. Resultaba evidente que no era un hombre acostumbrado a estar en total inferioridad.

—¡Klara! ¡No lo entiendes! Me dijeron que estabas secuestrada por un terrorista, que me pusiera en contacto con ellos si te presentabas aquí.

Klara negó con la cabeza sin apartar su mirada de Cyril.

—Me dijeron que tenían fotografías, grabaciones de audio. De nosotros. Que nos habían grabado en vídeo en tu apartamento. Que si no colaboraba sería mi final. Klara, ¿lo entiendes? Tú siempre supiste que lo nuestro era temporal. Tengo familia, una hija. Seguro que eras consciente de ello.

Antes de que Mahmoud tuviera tiempo de reaccionar, Cyril ya estaba en el suelo de granito jadeando e hipando en busca de aire, tapándose la entrepierna con las dos manos. La patada de Klara había sido tan explosiva como certera. La joven se puso en cuclillas a su lado y apartó un mechón de pelo negro de sus ojos mientras se inclinaba sobre él.

—¿Dónde están? —susurró—. ¿Dentro del piso? ¿En la calle? Contesta o juro que te mato.

Cyril la miró. Tenía los ojos vidriosos y gimoteaba débilmente como un perro.

—No están aquí —balbuceó—. No sé dónde. En la calle, puede. No lo sé, te lo prometo.

—¿Dónde está tu coche?

La voz de Klara era firme y fría como un islote del archipiélago.

—En el patio interior —dijo él.

—Dame las llaves y tu cartera.

Cyril titubeó y la miró con sorpresa.

—Vamos, Klara, seguro que podemos arreglar…

Ella lo hizo callar con una bofetada. Cyril soltó un taco e intentó atraparle la mano al mismo tiempo que giraba. Pero Mahmoud lo paró con una patada por debajo de la rodilla izquierda. El joven y prometedor político francés soltó un grito y volvió a caer de espaldas.

—Dale las llaves —le ordenó Mahmoud—. ¿De verdad no te has dado cuenta de que te está hablando en serio?

Cyril gesticuló en dirección al piso.

—En la mesita del recibidor —dijo en tono de rendición—. Las llaves y la cartera.

Mahmoud le pasó por encima y entró en el piso.

—El código de las tarjetas —dijo Klara—. ¡Ya!

Cyril murmuró un código de cuatro cifras.

—Más te vale que sea el correcto —dijo Mahmoud cuando volvió al rellano con la cartera y las llaves en la mano.

Klara se puso de pie y se sacudió los pantalones. Mahmoud la cogió de la mano y la alejó de Cyril. Pero justo antes de que llegaran al primer escalón ella se liberó y se acercó de nuevo a Cyril, quien se había puesto de rodillas. Se inclinó hacia él, le cogió la barbilla y le levantó la cabeza, obligándolo a mirarla a los ojos.

—Por cierto —dijo con voz inerte—. Hemos terminado, capullo.