Bruselas, Bélgica
George dio un último bocado a su pollo vindaloo y metió el tenedor de plástico en el recipiente de aluminio con una mueca, tras lo cual se metió un trozo de pan naan seco en la boca y lo masticó a conciencia para mitigar el picante. ¿No podían Reiper y su banda al menos pedir comida decente? ¿Algo de Deuxième Élément o por qué no sushi? Se sentía cansado y gordo. ¿Cuánto hacía que no se pasaba por el gimnasio?
Y ¿por qué no lo dejaban que se fuera a casa y punto? No, lo habían puesto a reservar billetes y habitaciones de hotel en París. Como una maldita secretaria. No servía de nada preguntar de qué iba todo aquello. Josh, el puto tirano, no hacía más que dibujar su sonrisa soberbia y decir que cada cosa a su debido tiempo. Pedazo de capullo repelente.
Y nadie de Merchant & Taylor le devolvía las llamadas. Casi era fin de semana. Era poco probable que Appleby diera señales de vida. Aquello no podía estar pasando. Se había dedicado en cuerpo y alma a ser alguien dentro de la empresa. Se había dejado la piel por primera vez en su vida. Era un talento en ciernes, un hombre para los grandes clientes, las estrategias de ancho espectro. ¿No lo había dicho el mismísimo Appleby durante aquella fantástica cena en el Comme chez Soi? Cómo había encajado George el elogio. La exclusividad de hacer una misión que estaba reservada a los que llegaban lejos. Muy lejos. Los grandes secretos al alcance de la mano. ¿Podía ser que solo hubiese sido ayer? Ahora se sentía como si estuviera totalmente desconectado. Licenciado. Ni siquiera digno de devolverle las llamadas. Sopesó la idea de mandarle otro mensaje a Appleby, pero se dijo que no. No podía parecer desesperado.
Optó por levantarse y encender la lámpara del techo de la pequeña alcoba en la que lo habían metido. Las sobras de la comida india por encargo le daban asco, el olor a comino y chili le producía náuseas. Hizo bolas con las bandejitas de aluminio y las aplastó dentro de la fina bolsa de plástico que Josh le había dado hacía media hora. Debía de haber un cubo de basura en la cocina.
El pasillo estaba oscuro y George no podía ver ningún interruptor. Desde el comedor llegaba un murmullo de voces apagadas. Una delgada veta de luz se abría paso bajo la deformada puerta cerrada. Con la bolsa aún en la mano, George cruzó la habitación a hurtadillas. Contuvo la respiración cuando oyó que el parqué cedía y chirriaba bajo sus pies. Al final apoyó la oreja sigilosamente en la puerta.
—¿Y todos están al tanto? Código negro. Que no quede rastro. Ningún superviviente. Tiene que quedar muy claro. No podemos permitirnos más errores.
Era la voz de Reiper, seca y objetiva. Por un momento George pensó que se iba a caer de espaldas, que estaba a punto de desmayarse. Tuvo la sensación de que el oxígeno en el aire se había disipado y de que tenía que luchar para respirar.
Ningún superviviente.
Le costaba creer que había oído bien. Se apartó de la puerta, no quería oír ni una palabra más, deseaba no haber oído nada. Su maldita curiosidad. Quería desvanecerse, dejar de existir.
Ningún superviviente.
Volvió a trompicones a la alcoba, la bolsa de plástico se le cayó al suelo. Un mejunje asqueroso de color naranja de pollo vindaloo se desparramó. Con mano trémula logró sacar su cartera del bolsillo interior de la americana. Hurgó con los dedos en uno de los suaves bolsillos de piel de ternero. Una dosis de emergencia. Encontró la bolsita. Esparció la cocaína sobre la mesa del ordenador con dedos temblorosos y la aspiró con la nariz en dos esnifadas rápidas. Cerró los ojos y notó que casi se levantaba de la silla.
Ningún superviviente.