20 de diciembre de 2013

París, Francia

Klara estaba tiritando de frío a pesar de haberse puesto otra vez el gabán en cuanto entró en el metro. Metió las manos en los bolsillos y miró a su alrededor por enésima vez. Por un instante, realmente había pensado que todo se había ido al traste al cruzarse con esa mirada en Gare du Nord. Que se había acabado todo. El pánico. La chica de la coleta también la había visto. Pero había demasiada gente entre las dos y Klara le había sacado ventaja. Había subido las escaleras mecánicas de dos en dos y había ganado distancia en la zona de espera. Sin mirar atrás había bajado corriendo las escaleras del metro que tenía más cerca y se había subido al primer vagón que pudo para ir lo más lejos posible. Pero había estado cerca. Muy, muy cerca.

—Pareces exaltada, Klara —dijo Mahmoud—. ¿Lo estás?

Klara dio un respingo al notar la mano fría de Mahmoud en su mejilla.

—¿Dónde demonios has estado? —preguntó ella.

Hacía un cuarto de hora que deberían haberse encontrado. Quince minutos de paranoia y angustia. Mahmoud sonrió fugazmente mientras sus ojos escudriñaban la estación.

—Llevo aquí un rato —le contestó—. Quería inspeccionar los alrededores antes de mostrarme.

—¿Cómo? —dijo Klara—. ¿Me has tenido aquí de pie como un puto cebo mientras tú te planteabas si era lo bastante seguro?

Klara notó el estrés convertirse en irritación. ¿Quién coño se creía que era? Pero Mahmoud no hizo más que encogerse de hombros.

—Lo siento —respondió—. Habría sido mejor vernos en otro sitio si no hubiese estado despejado.

Sus ojos castaños, fríos, volvieron a barrer la parada. La impaciencia, en su mirada. Esa expresión que estaba tan emparentada con su inteligencia. Lo que podía interpretarse como arrogancia, casi frialdad, pero que no lo era. Él solo estaba en la página siguiente. Siempre en la siguiente jugada, la siguiente partida. Eso era lo que la había atraído al principio y en ocasiones irritado.

—¿Había algo en la consigna? —preguntó él.

Klara levantó el brazo para enseñarle la funda que tenía colgada al hombro. Le dio una palmadita y asintió con la cabeza.

—Un ordenador —dijo—. No puedo decir que haya ido como la seda.

Le explicó a Mahmoud el encontronazo con la de la coleta y la huida por la estación.

Mahmoud asintió tranquilo.

—Siento mucho que te hayas visto envuelta en esta mierda —dijo.

Klara asintió en silencio.

—Bueno —repuso al final—. Supongo que es culpa mía. Por cierto, ¿cómo te has librado de ellos?

Mahmoud sonrió orgulloso.

—Llamé a la policía. Les dije que había visto a alguien agitando una pistola dentro del Golf. A los cinco minutos había llegado la poli. Así no podían ponerse a perseguirme. Soy un puto genio.

Klara lo miró de reojo. Por primera vez vio a Mahmoud tal como lo recordaba. Lleno de iniciativa y de arrogancia traviesa y encantadora.

—¿Y tienes un plan? —preguntó Mahmoud.

Klara no se lo había querido contar por teléfono. Sentía que sería más fácil hacerlo con Mahmoud cara a cara. Lo cogió con cuidado del codo y lo condujo sin prisa por la parada hasta salir a la calle. Allí, grandes copos de nieve húmeda revoloteaban entre los humos de los coches, brillaban bajo la luz de las farolas y se derretían antes de siquiera tocar el suelo.

—Vale, la idea es esta —comenzó—. Tengo un novio aquí en París. Bueno, no un novio, pero algo así. Un chico. O un hombre, quizá.

Mahmoud esbozó una sonrisa irritantemente irónica y apartó la mirada.

—¿No un chico, sino un hombre? Entiendo. ¿Cuántos años tiene?

Klara no le hizo caso.

—Vive en la calle Victor Hugo. A lo mejor puede ayudarnos.

—¿A lo mejor? —dijo Mahmoud.

Una arruga de preocupación y sorpresa en su frente.

—Sí. Vale, puede ayudarnos. Ahora está en casa. Solo —añadió.

—¿Solo? —preguntó Mahmoud.

Se volvió hacia Klara. Ahora había algo empático en su voz. Sus ojos ya no eran fríos, sino afectuosos. Flechas tiernas del pasado. Promesas susurradas en la galería del edificio Carolina Rediviva, en puentes empapados de lluvia sobre el río Fyris al amanecer, tras noches sin dormir, dos cuerpos en una cama larga y estrecha en un cuartito de estudiante. Se había olvidado de que había amado a Mahmoud. Más aún: de que él era la única persona a la que jamás había amado. ¿Cómo se podía olvidar algo así? Levantó la cabeza y sintió la nieve aterrizando como lágrimas en sus mejillas.

—Está casado —dijo—. Y tiene una hija.

Se arrepintió. No tenía ánimos para explicárselo. No sabía qué palabras se adecuaban al descubrimiento que había hecho aquella misma mañana en el piso de Cyril. Ya lo sentía lejano, irreal. Pero Mahmoud se limitó a asentir en silencio.

—Y ¿cómo crees que nos puede ayudar? —le preguntó.

—No lo sé. A lo mejor podemos pasar allí la noche. ¿Mirar el ordenador que había en la consigna de Lindman? No lo sé. Si tienes un plan mejor, adelante. Pero nuestra relación no es… ¿cómo decirlo? ¿Oficial?

—¿Podemos fiarnos de él? Quiero decir que no es moco de pavo presentarte con un exnovio sospechoso de asesinato.

—Hemos ido con cuidado —empezó a decir Klara. Luego suspiró y sacudió la cabeza para aclarar las ideas, ponerlas en su sitio—. Había empezado a confiar en él. Hasta que esta mañana he encontrado una foto suya con su familia. Y supongo que ahora él tiene más interés que yo en que nuestra relación no salga a la luz.

—Por el amor de Dios —exclamó Mahmoud—. ¿Te has enterado de que tiene familia esta mañana?

Klara asintió con la cabeza. Se sentía tan pequeña, tan tonta e ingenua. Mahmoud no dijo nada, pero le pasó con cuidado un brazo por los hombros y la acercó hacia sí. Klara notó el calor que Mahmoud desprendía a través de la nieve, la ropa y los abrigos.

—Lo siento, Klara —dijo—. En serio. Pero también tenemos que mirar este ordenador y tranquilizarnos. ¿Te ves capaz de ir a su casa?

Ella asintió.

—Sí —contestó—. Seguro. Proteger a un exnovio gay en busca y captura es lo mínimo que se le puede pedir a un político conservador, ¿no te parece?