París, Francia
Se acercaba la hora punta. Tanto el taxi de Mahmoud como el Golf, que estaba un par de coches más atrás, estaban atrapados en el tráfico navideño de París. Mahmoud intentaba mantener el estrés a raya. No había nada peor que no poder actuar, tener que dejarse llevar por las decisiones de otras personas. Mentalmente hizo repaso de sus propias opciones. Podía volver a desaparecer en el metro. A la larga era imposible no quitarte a unos perseguidores de encima allí dentro. Pero era una tarea interminable. Y estaba preocupado por Klara. ¿Por qué le había encomendado la misión de mirar la consigna?
No había contado con que la chica del aeropuerto se fuera a quedar en la estación. Su plan había sido rápido, impulsivo. Lo llenaba de preocupación. A lo mejor habían visto a Klara salirse del taxi y se habían redistribuido. Intentó llamarla otra vez pero volvió a saltar el buzón de voz. Debía de estar ocupada en la consigna y no oía el teléfono. Pero Mahmoud no podía dejar de imaginarse escenarios mucho peores.
Miró atrás. El tráfico avanzaba a paso de caracol. El Golf estaba a unos veinte metros. Había llegado la hora de tomar una decisión. Tenía que deshacerse de los perseguidores y encontrar a Klara. Apostar. Era la única forma.
—¿En qué calle estamos? —le preguntó Mahmoud al taxista.
El hombre volvió la cabeza y lo miró con sus ojos de perro cansado.
—Rue la Fayette —contestó.
—¿Dónde? ¿Con qué?
—Casi con Rue de Châteaudun. Con este tráfico deberíamos llegar en unos veinte minutos —dijo el taxista.
Sonaba rendido. Mahmoud volvió a mirar atrás. El tráfico seguía inmóvil. Entre los coches pudo vislumbrar el Golf. Sacó el móvil de prepago, marcó tres cifras y esperó a que diera señal.
No pasaron más de siete minutos hasta que Mahmoud oyó las sirenas de dos motos de policía. Se giró para mirar por la luna trasera. Las motos avanzaban entre las filas de coches detenidos y pararon a unos cuatro metros de distancia detrás del Golf. El taxista bajó la ventanilla y sacó la cabeza para ver qué estaba pasando. El aire frío llenó el habitáculo. A su alrededor, los hastiados conductores fueron dirigiendo las miradas al Golf. Mahmoud se inclinó hacia el taxista y le dio una palmada en el hombro. El hombre se volvió irritado.
—Me bajo aquí —dijo Mahmoud.
Le pasó un billete de diez euros al taxista, quien lo cogió no sin asombro.
—Quédese con el cambio.
Mahmoud echó un vistazo por encima del hombro. Un policía con atuendo de kevlar azul grafito se había bajado de la moto y se acercaba lentamente al Golf con la mano apoyada en la pistola.
Esta era su oportunidad. Mahmoud abrió la puerta del taxi y se deslizó con cuidado al asfalto agrietado. El aire olía a contaminación e invierno. Agazapado, fue adelantando a los vehículos en zigzag hasta alcanzar la acera. El cielo estaba bajo y de color gris, como si aún no tuviera claro qué clase de mal tiempo quería soltar. Debían de rondar los cero grados, la lluvia era igual de probable que la nieve. Antes de bajar corriendo las escaleras del metro en la parada de Cadet, Mahmoud se volvió una última vez. El tráfico se movía, pero el Golf seguía en su sitio con las luces de emergencia parpadeando. Los policías habían obligado al de pantalón caqui y al conductor a bajarse del vehículo y parecían estar discutiendo con rabia. El de pantalón caqui estiró el cuello para echarle un ojo al taxi. ¿Se había enterado de que Mahmoud se había bajado? No importaba, los norteamericanos estarían entretenidos por lo menos un par de minutos intentando convencer a los policías de que no habían amenazado a ningún vehículo con una pistola. Cuando lo hubieran conseguido ya sería demasiado tarde. Mahmoud no podía dejar de sonreír. Era Houdini. Nadie podía atraparlo. Al mismo tiempo que llegaba al final de la escalera notó que el teléfono vibraba en su bolsillo. Klara.