17 de diciembre de 2013

Bruselas, Bélgica

El parquecito que George Lööw veía desde el ventanal panorámico de su despacho, en la séptima planta del edificio de oficinas de la mayor empresa de relaciones públicas del mundo, Merchant & Taylor, en Square de Meeus, estaba deshojado, escarchado y asqueroso. George Lööw odiaba diciembre. Sobre todo, odiaba la Navidad. Podía ver las decoraciones navideñas a lo largo de Rue Luxembourg hasta el Parlamento Europeo y lo llenaban de irritación. Ni siquiera le servía de consuelo que diciembre llegara a su fin: la panda de vagos de los trabajadores del ayuntamiento dejaban que aquella mierda colgara hasta bien entrado febrero.

Solo alguna que otra semana más, luego se vería obligado a volver a la casa de ocho habitaciones de su familia en la calle Rådmansgatan y ponerles al día de su vida como cada año. El piso estaría decorado con el árbol de Navidad de Elsa Beskow y las velas. Las luces en forma de estrella estarían encendidas, la mesa de Navidad de su viejo estaría repleta de mazapanes, bombones de caramelo de su nueva esposa Ellen y chocolates carísimos que George llevaba cada año desde Bruselas y que ellos colocaban no sin cierto embarazo y más por obligación que por gusto.

La familia estaría repartida en los sofás de Svenskt Tenn, hastiados de comer y rodeados por la nube de humo que generaban las tazas de glögg casero —dichoso vino caliente— que tendrían en las manos. Borrachos de pasión y de su puta hipocresía, cruzarían miradas chulescas cuando le pidieran a George que les hablara de su trabajo de «lobista», una palabra que pronunciaban como «excremento» o «advenedizo».

—Chusma asquerosa —espetó George en su despacho vacío.

La pequeña cafetera soltó un murmullo y le llenó media taza de Nespresso. Iba por el tercer café y ni siquiera eran las diez. Estaba inusualmente nervioso ante su reunión con un nuevo cliente llamado Digital Solutions. El jefe de George, Richard Appleby, el director general de Estados Unidos en Europa, había dicho que lo querían a él en concreto, lo cual en sí ya era cojonudo. Por lo visto, había comenzado a hacerse un nombre. Se había hecho conocido por lograr que en Bruselas las cosas se hicieran. Por saber hacer soplar el viento en la dirección correcta.

Pero le sentaba como una patada en el culo no saber nada de ellos. Había miles de empresas que se llamaban Digital Solutions. Era imposible saber quiénes eran estos. No te podías preparar para estas cosas. No había más remedio que activar el carisma y tirar para adelante. Mientras apoquinaran los considerables honorarios no había por qué discutir. Merchant & Taylor carecía de escrúpulos. Si pagas, juegas era el lema extraoficial. Productos químicos, armas, tabaco. Adelante con todo. ¿No había Appleby representado incluso a Corea del Norte una vez a principios de los noventa? ¿O era solo un mito? Qué más daba. Pero George prefería saber a quién tenía delante antes de que la reunión comenzara.

Todavía seguía sudando tras la sesión matinal de squash en el gimnasio. La camisa Turnbull & Asser azul celeste se le pegaba a la espalda. Joder, qué desagradable. «Espero que se me pase antes de la reunión —pensó—. Supongo que el café no me ayuda».

Se tomó el espresso de un trago haciendo una mueca. George tomaba el café como los italianos. Un espresso corto, de pie. Sofisticado. Elegante. Incluso cuando estaba a solas en su despacho. Era importante no relajar la actitud. Eres lo que aparentas.

Las diez menos cinco. Recogió una pila de papeles, un bloc de notas y un bolígrafo. Los papeles no tenían nada que ver con Digital Solutions. Pero eso no lo sabía el cliente. No podía parecer un maldito becario y bajar a la reunión solo con el boli en la mano.

George se había enamorado de la sala de reuniones en la esquina de la séptima planta desde que empezó en Merchant & Taylor y la reservaba siempre que estaba libre. La sala tenía dos paredes de cristal que se abrían ante el paisaje de oficinas en las que un lejano día George había iniciado su propia carrera. Apretando un botón que había junto al interruptor, al lado de la puerta, podías hacer que las dos paredes se escarcharan al instante, se volvían opacas como una gruesa capa de hielo. Las primeras semanas en el puesto, cuando George se había pasado los días delante del ordenador haciendo aburridísimos análisis del mundo entero para clientes del sector azucarero, automovilístico, de polímeros, lo que fuera, y escribiendo cartas de encefalograma plano, las paredes de cristal eran lo más cool que había visto jamás. Le encantaba ver a los consultores de mayor experiencia yendo a hurtadillas por el suelo de parqué en sus zapatos de cuero italiano y desaparecer dentro del cubo de hielo. Qué cosa más formidable.

Ahora era George quien se deslizaba por el suelo de camino al cubo de hielo. Notaba las miradas. Miradas similares a las que él había lanzado cuando estaba sentado a la altura del suelo. Muchos de los compañeros con los que había empezado trabajando seguían allí. No todos habían hecho la misma carrera vertiginosa que George, y quizá no todas las miradas eran solo de admiración. Pero todos ponían buena cara. Saludaban con la mano. Sonreían. Seguían el juego.

En cualquier caso, había tenido una suerte de narices al conseguir este trabajo después de haber renunciado a su puesto en el bufete de abogados sueco Gottlieb, tres años atrás. El mero hecho de que en Gottlieb hubiera trabajado con cosas tan vulgares como el derecho empresarial y los traspasos de compañías ya había resultado muy difícil de aceptar para su viejo. Si eras abogado del ámbito privado, en la familia Lööw lo que contaba era el derecho penal. Grandes principios, justicia e injusticia. No algo tan sucio como convenios de empresa y dinero. Eso era para advenedizos o «arribistas sin tradición, costumbres ni conciencia», como solía decir el viejo. Gracias a Dios que el hombre al menos no conocía las circunstancias reales que rodeaban la renuncia de George.

De hecho, su viejo incluso se había amansado un poco cuando George, tras su estancia en el bufete de abogados, entró en un máster de alto prestigio en el Collège D’Europe en Brujas. Una auténtica escuela de élite de modelo francés que era la vía más rápida para entrar en la crème de la crème de Bruselas. Por fin el chico sentaba la cabeza. ¿De ahí al Ministerio de Asuntos Exteriores, quizá? ¿O a la Comisión Europea en Bruselas? Algo digno.

George sabía que tras su corta trayectoria en Gottlieb cualquier carrera en Suecia quedaba descartada y, con un título fresco de Derecho emitido por la UE bajo el brazo, Bruselas era por naturaleza el sitio donde ponerse a buscar trabajo. Los bufetes de abogados los había descartado desde el principio. Ya había tenido su dosis de cajas de mierda llenas de informes anuales y noches interminables que consistían en revisar discos duros en busca de convenios y acuerdos más o menos discretos.

Las empresas de relaciones públicas habían resultado ser algo totalmente distinto. Oficinas maqueadas. Tías buenas de todo el mundo con trajecitos ajustados y tacón alto. Neveras con refrescos y birra gratis. Cafeteras espresso de verdad, no esas cafeteras americanas.

Abandonar las aceras grises y sucias de Bruselas para entrar en el edificio fresco y de luz tenue de Merchant & Taylor, todo de madera y cristal, con sus ascensores silenciosos y el nivel de ruido ambiente no superior a un susurro, era una experiencia celestial. En efecto, no pagaban sueldos tan elevados como los grandes bufetes estadounidenses, pero sí que existía la posibilidad de amasar grandes sumas de dinero. Y al cabo de un año o así te daban un coche de leasing. Y no una mierda cualquiera sino un Audi, un BMW, quizá incluso un Jaguar.

Las grandes empresas de relaciones públicas inglesas y estadounidenses eran los mercenarios de Bruselas. Vendían territorio, información e influencia al mejor postor, independientemente de la ideología o las creencias morales. Muchos miraban a los lobistas por encima del hombro. George los amó sin reservas desde el primer minuto. Este era su ambiente. Esta era su gente. El carcamal de su padre y el resto de la familia podían pensar lo que les diera la santa gana.

Al llegar al cubo, George entró en la sala de reuniones y cerró la puerta. Le molestó que su cliente ya estuviera sentado en una de las sillas de cuero claro. Las secretarias tenían instrucciones de hacer esperar a los clientes en recepción si llegaban antes de tiempo. Pero George no dejó que el cliente vislumbrara su contrariedad, sino que se limitó a escarchar el cristal apretando el botón con el gesto de quien está acostumbrado.

—¡Señor Reiper! ¡Bienvenido a Merchant & Taylor! —dijo, y esbozó su sonrisa más amplia y segura al mismo tiempo que alargaba una mano que podía presumir de manicura para saludar al hombre.

El sexagenario —a juzgar por las apariencias— estaba desplomado en la silla en una extraña postura con la que evidenciaba su desconocimiento total de la llamada ergonomía, o bien se rebelaba contra todos sus principios.

Reiper parecía vivir una vida de lo más insana. No era gordo, pero estaba hinchado y los contornos de su cuerpo tendían hacía el suelo, como un globo de helio de varios días. Toda su complexión parecía estar construida a base de café rápido y comida de avión. Tenía la coronilla calva y a ambos lados de la cabeza lucía una franja de pelo revuelto e indómito de color aguanieve. Su cara era amarillenta y tersa, como si pocas veces estuviera al aire libre. Desde la sien izquierda hasta la comisura de la boca le corría una cicatriz gruesa y blanca. Llevaba un polo negro raído y unos chinos beis de tintorería con raya. En el cinturón asomaban una funda para el iPhone y otra para una linterna. Sobre la superficie brillante de la mesa de reuniones había un bloc de notas sucio y una gorra azul de Georgetown Hoyas. Su postura en la silla, sus movimientos cansados con el dedo en la pantalla del teléfono, el gesto de ni siquiera mirar a George cuando entró en la sala…, todo ayudaba a darle a Reiper un aura de autoridad tan evidente como despiadada. George notó que el pelo de los antebrazos se le erizaba en una respuesta primaria al malestar y a la inferioridad que su nuevo cliente le inspiraba e instintivamente sintió que prefería no oír jamás la historia de la cicatriz del señor Reiper.

—Buenos días, señor Lööw. Gracias por tomarse su tiempo para verme —dijo Reiper y al final estrechó la mano a George.

La pronunciación de su apellido estaba cerca de ser perfecta. «Extraño para tratarse de un estadounidense», pensó George. Su voz era áspera y un poco aletargada. ¿Algún estado del sur?

—¿Le han dado café? Le pido disculpas, nuestra recepcionista es nueva, seguro que ya sabe cómo son estas cosas.

Reiper se limitó a negar brevemente con la cabeza y paseó la mirada por la sala.

—Me gusta su oficina, señor Lööw, y el detalle del cristal escarchado es, bueno, espectacular.

—Sí, intentamos usarlo para impresionar a nuestros clientes —respondió George con fingida modestia.

Se sentaron uno enfrente del otro y George dispuso de forma meticulosa sus papeles irrelevantes en un semicírculo alrededor del bloc de notas.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudar a Digital Solutions? —dijo George, y activó una nueva sonrisa que le parecía valer hasta el último céntimo de los trescientos cincuenta euros que cobraba por hora de reunión.

Reiper se reclinó en la silla y le devolvió la sonrisa. Había algo en ella, en la forma en la que trastabillaba por culpa de la cicatriz, que le despertaba a George un deseo de apartar la mirada. Y había algo en los ojos de Reiper. Bajo la cálida luz de los focos del techo, concienzudamente distribuidos, se veían ora verdes, ora castaños. Fríos y vigilantes, parecían mutar de color de manera totalmente arbitraria. Sumado a que nunca parpadeaba, le daban a Reiper la indolente expresión irónica y mortal de un reptil.

—La situación es la siguiente —dijo Reiper y le pasó un par de hojas DIN-A4 a George por la mesa—. Sé que están muy orgullosos de su discreción aquí en Merchant & Taylor, pero también sé que cantan como canarios en cuanto el viento cambia de dirección. Una mera formalidad, por supuesto.

George levantó el documento y le echó un vistazo rápido. Era un clásico acuerdo de confidencialidad entre él y Digital Solutions. No podía decir ni media palabra sobre lo que discutieran en las reuniones. De hecho, no podía contarle a nadie que estaba trabajando para Digital Solutions, ni siquiera que sabía de su existencia. Si aun así lo hacía corría el riesgo de tener que indemnizarlos con una cantidad relativamente astronómica, dependiendo de la gravedad de su desliz. No era nada fuera de lo normal. Muchos clientes exigían anonimato y no siempre estaban dispuestos a que se los vinculara con una empresa de relaciones públicas conocida por su falta de escrúpulos, como era el caso de Merchant & Taylor.

—Pone que está firmado en Washington D. C. —dijo al final—. Pero estamos en Bruselas.

—Sí —respondió Reiper, un tanto ausente mientras parecía leer algo en su iPhone—. Nuestros abogados dicen que es más fácil evitar lo que ellos llaman un pleito entre expertos si fuera necesario.

Se encogió de hombros y levantó la vista del teléfono.

—Pero doy por hecho que usted sabe más de acuerdos de confidencialidad que yo, ¿cierto?

Un nuevo tono de voz. Un destello de algo que parecía interés surgió en su mirada aparentemente inerte. George se sentía incómodo. Por supuesto, había firmado un puñado de acuerdos semejantes a lo largo de su estancia en Merchant & Taylor. Aun así había algo en la forma en que Reiper lo había dicho, su manera de hacer que sonara como si no fuera a eso a lo que se refería sino a otra cosa, más complicada. George se lo quitó de la cabeza. Era imposible. Nadie podía saber nada sobre aquel asunto. La insinuación de Reiper debía de ser un farol.

George sacó su Montblanc del bolsillo interior, firmó el acuerdo con un movimiento rápido de muñeca y le devolvió el documento a Reiper.

—Listo —dijo, ansioso por dejar atrás todo cuanto tuviera que ver con el acuerdo de confidencialidad—. Creo que ya podemos empezar.

—Excelente —respondió Reiper, ausente. Sin apartar la mirada del iPhone dobló el documento de cualquier manera y lo metió con descuido en el bolsillo interior de su americana ajada. Al final también guardó el teléfono en la funda del cinturón, ahora con cuidado, y luego buscó la mirada de George.

—Necesitamos ayuda con una traducción —dijo—. Para empezar.